jueves, 1 de diciembre de 2011

Spain is Indifferent

El problema no es el hambre, que lo es.
El problema no es la ruina, que lo es.
El problema no es el de los desahucios, que lo es.
El problema no es la quiebra de la vida de millones de personas, que lo es.
El problema no es el de una generación perdida, que lo es.
El problema no es el paro, que lo es.
El problema no es la reforma laboral, que lo es.
El problema no es que las mujeres tengan que parir sus primeros hijos a los cuarenta años, que lo es.
El problema no es el abandono del concepto de servicio público, que lo es.
El problema no es el timo de la libertad de comercio, que lo es.
El problema no es el atraco a mano armada de la deslocalización, que lo es.
El problema no es el desfalco de la desregulación del sistema financiero, que lo es.
El problema no es el expolio de los bienes de todos que supuso la privatización de banca pública, que lo es.
El problema no es la sangría del ladrillazo, que lo es.
El problema no es el desvalijamiento del futuro que supone la inacción estólida y culpable frente a los problemas ambientales, que lo es.
El problema no es el hurto consentido y mensual de las hipotecas variables, que lo es.
El problema no es el saqueo de las primas de riesgo, de los bonos, del precio del rescate (o del chantaje), de los diferenciales, de las calificaciones AAA, de los mercados..., que lo es.
El problema no es el delito de la dejación irresponsable y criminal de la soberanía en manos de asociaciones de mercaderes apandadores —como la UE—, que lo es.
El problema no es el despojo de derechos que supone la rebajas de las pensiones, que lo es.
El problema no es la privación de servicios ya cobrados por la privatización del sistema sanitario, que lo es.
El problema no es el retajamiento de los gastos educativos —hambre para hoy, e ignorancia y mierda para mañana—, que lo es.
El problema no es la estafa de la ley electoral, que lo es.
El problema no es la concusión para enajenar propiedades públicas entregándolas a privados beneficiarios, que lo es.
El problema no es el despojo sistemático de los fondos de las comunidades autónomas por delicuentes perfectamente identificados, pero impunes, que lo es.
El problema no es el garduñeo de los trajes, ni el pecoreo de las reuniones en la gasolinera ni la expilación del porelbalonmanoconsorte hacia Dios, que lo es.
El problema no es el pietismo hipócrita del cuento de las drogas, del tabaco o del alcohol, que lo es.
El problema no es el peculado de la monarquía, de la república, del estado de las autonomías, del estado federal, del estado del malestar, del Ayuntamiento..., que lo es.
El problema no es la derrama sin fondo para las intenciones de la OTAN, para las del Vaticano, para las de la Trilateral, para las de nuestros tradicionales amigos rebanadores de clítoris, para las de nuestros hermanos de Ultramar, para la modernización del argumentario del Dalai Lama..., que lo es.

El problema es que Spain is different, pues miren ustedes que no, para nada, solo es que es por completo indifferent. Vamos que nos la suda todo, pues no hay más que ver la aquiescencia y el permanente buen ánimo y perdón con el que obsequiamos los atracados a los atracadores —en lugar de correrles a palos— a los que elegimos una vez y otra vez a nuestro mejor gusto para que perseveren en hacer lo mismo, siguiendo de esta manera nuestro sagrado dictamen y mandato, como no paran de decirnos, y con toda su santa razón, qué duda cabe.

Y la solución, pero el problema, no son más que uno y el mismo y desde hace ya más de doscientos años. Y es que no se fabrica ya, ni se encuentra de viejo en chamarilería apartada o de provincias, ni en museos de inacabables siglas, ni en ajados caserones solariegos, ni en acuartelamientos abandonados a las acederas, ni en fortalezas decrépitas a la espera de recalificación y peor uso, ni en tenebrosos depósitos municipales, ni arrumbada y despiezada en ningún desván, en ningún corral de mulas, en establo alguno, y ni en bodega mohosa, sótano bien escamoteado, o recóndita cueva, una sola, desvencijada, desportillada, oxidada y mal engrasada guillotina que poder echarnos la turba a la carreta o al 4x4, para salir con ella a ejemplificar, o aunque solamente fuera a enseñarla, ¡siquiera solo para enseñarla!, tal y cómo se sacaban a pasear antaño las cañoneras, pero no por los mares y las ínsulas ajenas sino por todas esas plazas nuestras de Dios, antaño públicas, ¿se acuerdan?

Y sin esperanza alguna, además, de que por esta ni ninguna otra causa nos vinieran a invadir a sangre y fuego y a anexionar después inapelablemente –si a Alá pluguiere–, Alemania, Francia, los hijos de la Gran Bretaña o siquiera el bueno del Tío Sam, el de las estrelladas barras, que tal vez algo menos peor nos fuera en las garras artilladas de cualquiera de ellos... Miserere nobis.

domingo, 20 de noviembre de 2011

Le marchand de sable est passé (El mercader de arena ya ha pasado)

Nos decía mi abuela materna y nos lo repetía una y otra vez –como todas las abuelas– y cuando los niños en esas edades entre los cuatro y los ocho años veníamos a dar en bostezar, en restregarnos los ojos y a empezar la diaria pelea infantil contra el no querer dormir aún estando ya más que derrotados por el sueño, y al tiempo que nos empujaba suavemente por el pescuezo, como pollos, y nos dirigía dulce pero irremediablemente al cepillo de dientes, el pis, el pijama, el vaso de agua y la cama; nos decía, en su inevitable francés (y como seguramente ya le habría dicho tantas veces antes a sus hijos, sobrinos y otros etcétera) –le marchand de sable est passé– (el mercader de arena ya ha pasado) y luego lo traducía, si era el caso, al italiano, al español, al véneto o a lo que fuera menester según la nascencia del nieto, que los tenía como en la ONU, y en referencia a un apólogo oriental, según nos explicaba más tarde a los más mayorcitos, de un mercader que llegaba en su camello todas las noches para echarles arena en los ojos a los niños para que les picaran, lloriquearan y así finalmente se durmieran.

Para mí son todavía una imagen y un recuerdo muy dulces, aunque hoy, día electoral, y tal vez por ello, me haya saltado por primera vez a las mientes una asociación brutal e inesperada, pensando en el untuoso y zalamero mercader de arena que se haga esta noche con la plaza, el que sea, y en todos los mercaderes de arena untuosos y zalameros, habidos y por haber que en días como este pasan por todas las casas no como papanoeles, santaclauses y melchorgasparesybaltasares sino como arpagones y misterscroodges para echar arena en los ojos de los adultos, y no para dormirnos, ¡pobres y esperanzados de todos nosotros!, sino para que sigamos soñando con pasar de la pesadilla a un sueño tranquilo, en unos casos, pero pasando en otros del sueño tranquilo a la pesadilla o, ya más franca y segura y brutalmente sin duda, de una pesadilla a otra, en reglada alternancia y como bien podría podría ser el caso de no pocos entre los que sin duda me cuento, aunque cuidando muy bien siempre, eso sí, los mercachifles más poderosos de este inacabable circo, zoco o mercado de arenas en los ojos (y ya ven qué palabra esta, mercado, ¡ay dios mío!...), no de que nos durmamos dulcemente, sino de que no despertemos nunca jamás cada cual de su sueño, y tarea esta para la que les pagamos gustosos –además–, con el más sagrado, sólido y apreciado por ellos de todos los valores, nuestras papeletas electorales, de inmediato convertibles, al parecer, en merecido sosiego y en futura y pujante y resplandeciente credibilidad de curso legal, ese talismán.
–Buenas noches, Alberto, que duermas bien–.
–Buenas noches, abuela, dame un beso–.

lunes, 31 de octubre de 2011

Emprendedores

Bien podría entregársele en privado usufructo a un posibilista perseguidor de incrementos patrimoniales algún glamuroso almacén de calaveras de un campo de reeducación de aquellos inspirados en las tesis del bueno del camarada Pol-Pot, para que, repletada amorosamente de tierra cada una de ellas por los empleados contratados al efecto, y tras depositar estos con mimo unas semillas en las órbitas de las así reinventadas macetas, se pudiera al cabo disfrutar de la visión, sin duda esperanzadora para propios y turistas, del reverdecido y floral espíritu de la mejora y del tirar p’alante.

Es más, puede apostarse a que más de uno y más de tres de los deudos de alguna de estas huesas, aún entregaría ilusionado su óbolo a la entrada de las así remozadas y ajardinadas instalaciones del parque temático para disfrutar de la rebrotada y promisoria imagen del progreso y de la reconciliación por la vía vegetal, o por el tercio de los sueños, con su hondo acompañamiento de chelo, o de incomparable aurresku.

Porque de siempre ha resultado por completo gratificante imaginarse cualquier cosa deseable, no digamos ya una victoria inexistente. Y que así siga siendo.




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Disfrute de la peor pesadilla. Tal el reclamo publicitario de una película sobre el que me cayó el ojo esta mañana mientras estaba parado en un semáforo, y que a tenor de la iconografía no parecía cine social, ni de denuncia, ni en la foto del grupo figuraban monsieur Trichet,  frau Merkel, il cavaliere Berlusconi o mister Cheney, ¡quiá!, sino unas gentes por completo anodinas y normales. Simples zombis inofensivos, o cosa asimilada, con las comisuras chorreando escasos decilitros de sangre humana, muestra sin duda de su trabajo artesanal y amoroso, pero efectuado sobre bien pocos afortunados y desde luego no en masa, sino tratándolos de uno en uno con despacio y mimo, ejemplo en fin de una labor manual de aficionados, y llevando todos los protagonistas la ineficacia, la incompetencia y el desorden del bisoño y del falto de medios escritos en la frente. Una catástrofe, en resumen, en lo tocante a productividad. Nada comparable con la ejecutoria prístina de los profesionales arriba mencionados.

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Al modo de Bienvenido Mister Chance

Cuando el árbol está podrido ya desde la base del tronco bien sabe el jardinero que de nada valdrá injertar, fumigar, proteger brotes, espulgar malas hierbas, podar a fondo. Ya solo quedará el hacha y quemar el tocón antes de arrancarlo.
Pero lo verdaderamente atroz de este apólogo del árbol de la soberanía económica es que nadie somos ni sabemos tampoco quién es el mal jardinero que lo dejó pudrir. Éramos las cerezas. ¡Miserere nobis!






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Medidas anticrisis. Pronto propondrán cambiarle el nombre a la estación de Metro de Prosperidad por el de Prosperidad sostenible. Alargando los andenes ad libitum, bien se comprende.

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Como si de una balanza romana se tratara se pone en un platillo el bene facto –beneficio–, en la otra el male facto –¿maleficio?– y para que la clienta vaya bien servida, y aun asumiendo las naturales contrafacciones (contra facto) inherentes a la construcción de la propia balanza, asumiría cualquiera que la pesada quedaría cabal añadiendo unos pocos euros al primer platillo, unos pocos despidos al segundo platillo y marchando y que pase la siguiente...
Pero, ¡qué va!, ahora lo que se estila en la plaza, y siendo lo realmente pasmoso, es que a todas las comadres (y copadres) les parezca bien esta manera novedosa de pesar, añadiendo un fajo enorme de billetes al primer platillo, un ejército de despidos al segundo y cuando el primer platillo queda un metro más arriba que el segundo, recoge el tendero sus billetes, y se marcha la cliente –o estado soberano– satisfecha con su mejoría tan vistosa en el peso y con su bolsa repleta a reventar de parados asomando por los bordes o cayéndosele por el camino como manojos de acelgas, a contarle feliz a las vecinas –o a quien quiera oírla– que las cosas en la plaza parece que ya van algo mejor, a dios gracias, aunque hay que ver el trabajo que cuesta, y cómo están los precios y las colas que hay hacer para poder llevarse algo al puchero.
–Reventaíta que vengo hoy Mariano, reventaíta..., y tu ahí, con el periódico y el aperitivo, agotado estarás, jomío..., y anda José Luis, hijo, anda, hazme el favor de ayudarme a subir la bolsa a la encimera y no refunfuñes, que tampoco tú estás haciendo nada, y no me repliques que soy tu madre, que a mí váis a venir a contarme lo que hacéis y lo que dejáis de hacer toítas las veinticuatro, ¡jodíos zánganos!–.

lunes, 24 de octubre de 2011

Material rodante

No hay último tren. ¡Qué tontería! Las vías son círculos paralelos, con desvíos que llevan de unas a otras. Allí rodamos todos los convoyes. Hasta la fecha de desguace. La señala una chapa de la máquina, por lo general ilegible. Nadie le hacemos mucho caso. Más bien tratamos de ignorarla. Hubo trenes infinitos y habrá otros tantos. Es lo primero que te enseñan. Nunca ha pasado el último tren.

Las estaciones son innumerables. Unos trenes paran en muchas, o en pocas, las mismas u otras diferentes. A veces se realiza un recorrido largo enganchando otro convoy. Se hace por gusto, afirman quienes saben del asunto. Otros entendidos lo atribuyen a necesidades de la circulación. Algunos juran que es el designio del dios de los ferrocarriles, aquí muy venerado. El tráfico de convoyes es infinito a un lado y otro. Nos rebasan algunos perezosamente o como balas. Adelantamos a su vez a muchos. Resulta entretenido de ver. A veces una locomotora te enfila aviesa. Frenas o te desvías si puedes. La ruta es peligrosa. Los accidentes abundan. Para bastantes constituyen un espectáculo gratuito. Para otros una calamidad instructiva. Otros lo ven insípido. Idiosincrasias, escuelas de manejo.

No siempre es posible parar en la estación prevista. Los contratiempos son constantes. Cambios de vía de último minuto. Los descarrilamientos. Semáforos de color indeseado. Señales taxativas. Frenaste tarde, Te pasaste de estación. Faltó presión. Paraste sin saberlo en la anterior.
Dormirse o circular soñando tampoco es infrecuente. –¡Pero hombre!, ¿cómo es posible? ponga más cuidado en lo que hace, gruñe un directivo de la Compañía–. Otro convoy silba irritado. Continúas contrito.

En ocasiones se alcanza a parar intencionadamente en el mismo lugar. Una vez descansaste feliz allí. Bien lo recuerdas. Te habita entonces el extrañamiento. –¿Es esta de verdad la estación de Wendy, así son ahora los atardeceres, sus catenarias?, no me parecen los mismos...–. –Es usted un maquinista veterano–, contesta el jefe de estación, –Su tren ya tiene sus kilómetros, ya debería de saber de qué va esto. Sea tan amable de despejar la vía–. Sueltas vapor. Te alejas meneando la cabeza.

Nunca lo aprendes. Bastan apenas un cierto número de vueltas al circuito para que sitios iguales sean distintos y los distintos devengan en idénticos. Es cosa de asombro. Una característica irritante de la realidad ferroviaria. Preferirías no conocerla.

El expreso SB 00-000-5941. Anduvimos varias veces largo trecho en paralelo. Comparábamos la calidad de los carbones. La dureza de las aguas. Cruzábamos consejos para casos avería. Sin embargo, no es más que un tren fantasma. Cualquiera sabe que no existen. Pero ¡qué sábanas, qué arrastre de cadenas, qué nubes de vapor para ocultarse, qué calidad en sus latones, qué clase de lamentos emitía!

Lo sé, ensoñaciones de viejo maquinista. Leyendas simplemente. Sigamos circulando. Es la costumbre. Será en otra estación, Delicias, Esperanza, Camposanto..., donde coincidiremos nuevamente. Ocurre siempre así. Leí una vez de una locomotora llamada Moby Dick. Una ballena negra, creo. Una obsesión de sombra y hierro. Hacía sus víctimas.

Cantares viejos de la vía. De este trabajo sucio, largo y mal pagado. Cambios de agujas, depósitos, vías muertas. Los pasos a nivel. Los siniestrados. Y cansa mucho, lo confieso. A veces pienso en si los trenes pudieran volar libres de raíles. ¡Qué cosa no seríamos entonces! Barones todos de Münchausen. La luna al fondo. A cada cual su Ítaca y su esquife. ¿Esquife?... alguna vez sabré qué es eso.

Un tren determinado, es cierto, puede llegar a tardar mucho. Pero al final despunta el faro.

Nunca ha salido el último de esta maqueta a escala exacta de uno a uno. A quién se le podría ocurrir tamaña incongruencia... si pasan siempre. Todos podemos verlos, son reales. Llegan silbando. Nos traen un viaje dentro de otro viaje, y otro. Y es el camino todo el equipaje.

jueves, 20 de octubre de 2011

Metafísica de la rapacidad

Recuerdo, cuando mis primeros escarceos con la informática, hace exactamente 30 años, como quedé fascinado con un algoritmo de ordenación de ítems que parecía obrar ex-nihilo, casi como un verdadero milagro. Un simple manojillo de instrucciones iterativas, extremadamente sencillas y elementales y que en nada parecían atañer a la generalidad del listado sobre el que actuaban, era capaz de dejarlo ordenado como por cosa de encantamiento y sin que nada tuviera que ver con la consecución del éxito el número arbitrariamente grande de entradas desordenadas alfabéticamente de que constara la lista. Se limitaba el procedimiento a comparar dos entradas sucesivas, sin importar su lugar, y a colocarlas entre sí primera o segunda según el criterio a aplicar, en este caso su ordenación alfabética. No tenía otro intríngulis el artificio que el seguir haciendo exactamente eso mismo hasta el momento en el que el número de cambios aportados por el programa en una pasada completa comparado con el número de entradas de la lista fuera igual a cero, momento en que se paraba el proceso y la lista ¡lez voilà!, comparecía feliz y pulcramente ordenada.

Y bien pudiera postularse que esta sencillez extrema de algunos procedimientos técnicos, capaces de obtener resultados espectaculares con esfuerzos mínimos, viniera a poder justificar esa simpleza intelectual –¡qué no podrán hacer los ordenadores y la tecnología!, como tantos creen a pies juntillas– de que aplicando automáticamente determinadas recetas las cosas se resolvieran igualmente bien en la vida real, esa antigualla que trascurre en la algo más áspera periferia de las pantallas.

Así que retomando además una idea –opuesta– de otro posteo anterior, sobre la cada vez mayor dificultad por parte de los seres humanos para manejarnos eficazmente con la complejidad una vez que se ha alcanzado un determinado punto de acumulación de variables, por no llamarlas imponderables, lo que resulta verdaderamente notable es que la teoría económica imperante, esta que está llevando a las sociedades avanzadas al despeñadero si alguien no le pone una camisa de fuerza a quien sea menester, incida y reincida en el pintoresco artículo de fe de que los asuntos de economía dejados a su ser, o sometidos a cuantas menos intervenciones mejor, acaban por regularse solos, como si de membranas, genes u órganos biológicos se trataran, olvidando que un símil solo es una forma de relacionar hechos entre sí y que puede resultar útil hasta cierto punto, pero que de ninguna manera constituye una ley ni puede justificarse el pretender utilizarlo como si de una herramienta real se tratara, asumiendo además que cosas conceptualmente muy distintas puedan manejarse en la práctica de la misma manera. Una comparación, por afortunada que resulte, difícilmente se puede convertir en una solución para nada.

Y aún pareciendo auténticamente cierta esta suposición ‘autoregulatoria’ dentro del ámbito de las cosas de la naturaleza, no deja de serlo también que la tal ‘regulación’ no se anda con miramientos, y es esta una verdad como la anterior, y que este su regularse ‘sola’ no lo es nada más que en el sentido sin duda darwinista de aniquilarse o favorecerse unas opciones u otras dejando obrar estrictamente al azar que entroniza a las más fuertes y aniquila a las más débiles, lo que nada en absoluto tiene que ver con que vaya a respetar a las más buenas y aniquile a las más malas, entendidas estas desde lo que cualquiera no irremediablemente contaminado por el venenoso concepto de utilidad a ultranza y habitado adicionalmente por algún grado de civilización llamaría raciocinio e incluso sentimiento o piedad, esos actores no económicos, o pobretones.

Puede ser tarea de la naturaleza el que se muera la abuela, favoreciendo así la supremacía del más fuerte, y puede ser incluso obra humana el que el hombre la secunde, subiendo a la abuela al monte para dejarla allí y agilizar el trámite, como en esa incomparable, poética, terrible y estremecedora película japonesa que se llamaba, si me acude bien a las mientes, La balada del Narayama. Pero quisiera uno pensar que ya hubieran de estar superados los tiempos en que tales cosas era imprescindible hacerlas por literal y absoluta falta de alimentos y que los utilitarios y pretéritos usos del espartano monte Taigeto estaban del todo superados, por no decir proscritos, aunque para algunos bien se deja ver que todavía no y de ninguna manera. Pues que los suban a ellos y ayudaremos así todos a la ‘sabia y santa’ naturaleza en el reciclado de detritos, podría añadirse tranquilamente.

Pero la naturaleza, la pobre, que es más simple que un cubo, no maneja conceptos de bueno o de malo, de utilidad o conveniencia, de ventajas o desventajas. No maneja ninguno, más exactamente, y esa es su limitación, que no es poca. Obra ciegamente como no puede ser de otra manera, pues no posee raciocinio, que se sepa, y obtiene, aunque empleando una cantidad de tiempo casi pornográfica, resultados vistosos, sin duda, pero en nada viene a parecerse a la obra humana dotada por lo general de algún propósito, sentido y finalidad, y algún punto más de agilidad. Suponer que la economía se vaya a regular por sí misma no es un concepto equivocado, pues efectivamente lo hará y lo hace, lo que sí es discutible es si ese regularse será en un sentido positivo o negativo para sus actores, que somos todos y en definitiva seres humanos, y si lo hará además no solo para favorecer exclusivamente a unos pocos, sino para la generalidad de todos, que es donde reside de verdad el quid de la cuestión.

Poco podemos hacer en general para modificar el clima, pero desde luego hemos aprendido a protegernos de él dentro de una ancha banda de sus oscilaciones y para ello disponemos de artificios tecnológicos de toda índole que las culturas han ido imaginando y aprendiendo a utilizar. Empezando por el cobijarnos debajo de una hoja de palma y llegando hasta el climatizador automático o a las atmósferas artificiales que permiten la vida, por ejemplo, de los astronautas. No tenemos ciertamente defensa contra un maremoto o un huracán de gran magnitud, pero sí contra el frío, el calor y la lluvia mientras se mantengan dentro de sus términos usuales. Proponer en cambio que al astronauta se le despache a su negociado sin asegurarse a fondo de que todas las regulaciones necesarias para su atmósfera artificial funcionan en el sentido de poder garantizar su vida, y suponer además que los gases se ajustarán más o menos y por su cuenta en las cantidades necesarias para que sobreviva no es necesario calificarlo. Pero igualmente astronautas somos todos sobre esta bola que transita su órbita e imprescindible parece el generar y mantener las condiciones mejores posibles para no perecer durante el viaje, al menos en lo que esté en nuestras manos. Cualquier otro enfoque, con lo que hoy en día conoce la ciencia, no es más que pura y sencilla insensatez. Y criminalidad.

Así que suponer que a la economía hay que dejarla estar, como si fuera una entidad sagrada o una abstracción incomprensible e inmanejable y abstenerse en consecuencia de utilizar mecanismos para regularla, controlarla y, en definitiva, protegernos de ella cuando se torna aviesa, no parece otra cosa que un planteamiento de necios. Sin embargo, no son necios quienes sugieren esto o lo exigen. Son bien avisados, pero sólo en el sentido de favorecer sus intereses. Porque, por ejemplo, proclamar con la mayor seriedad que aplicar una tasa sobre el movimiento de capitales creará graves desequilibrios económicos es negarle todo fundamento y utilidad a una práctica tan vieja como la tasación sobre todo bien comerciable por parte de quien puede hacerlo, que al momento presente son los estados y sus organismos derivados, y más antiguamente toda comunidad humana organizada en la medida de lo posible para protegerse a sí misma. Y el hecho incontrovertible de que parte de estos impuestos se utilizan para fines espurios y distintos a los que fueron diseñados y para, en no pocas ocasiones, sencillamente robarlos, no invalida en absoluto su necesidad lógica y las bondades que se esperan de ellos. Como cualquier otro invento se pueden usar bien o mal, pero esa es otra cuestión que sin dejar de ser razonable el plantearla, poco tiene que ver con la mayor del argumento.

Existen impuestos desde que hay comercio, exigidos desde su momento fundacional a punta de inapelable garrote, qué duda cabe, y tan ente económico básico parecen el impuesto como el capital. Admitir que una transacción sí se debe tasar pero otra no, y esta segunda solo por principio ontológico (y, por añadidura, ‘¡científico!’), vendría a equivaler a suponer que el mismo dinero en sí vendría a participar de dos especies diferentes y antagónicas, una tasable y otra no tasable. El mismo billete de 500 euros, hecho de la misma materia y procedente de la misma imprenta fungiría como un bien económico en un caso y en otro como una construcción espiritual y en consecuencia  intangible, al parecer.

Y nótese que no se habla siquiera de tasar el capital mientras está quieto en su arca, que también se podría, aunque quieto raramente permanezca por la sencilla razón de que en tan pacífico e inoperante estado este se deprecia por causa de la inflación y es esta cosa que a cualquier capitalista grande o pequeño –y en sus cabales– no puede hacer otra cosa que alterarle el metabolismo hepático. Se habla solamente pues de pretender tasarlo y en cantidades irrisorias cuando el capital se mueve, y cuando este se mueve es exclusivamente con la intención de que produzca nuevos réditos y se incremente. Y es cuando se produce ese movimiento, en sí necesario, cuando se propone tasarlo en origen. Sin embargo, parece ser que se tratara de un delito de lesa majestad, o cosa de haberles mentado la madre o de haberse topado de verdad con la iglesia en aquellos pretéritos tiempos de su pompa más magna.

Sin embargo, por pasar el dinero de manos del comprador a las del fabricante, de este a sus proveedores, de todos ellos a la banca que lo prestó a unos y a otros, de esta a una banca financiera que sólo negocia con él y con especulaciones sobre estados futuros de las cosas y de esta última a sus efectivos poseedores, los particulares o entidades que lo fiaron en origen, lucrándose todos de este primoroso balet, los compradores finales del bien por poseerlo y todos los demás llevándose un porcentaje de beneficio en cada transacción, los organismos impositivos correspondientes se van llevando en cada paso –y en todas partes– algún tipo de impuesto legalmente establecido y creado, se supone, para usos públicos.

Impuestos sobre lo que mucho cabrá discutir en lo tocante a su oportunidad y cuantías pero que ningún organismo habilitado para ello deja nunca de cobrar o siquiera de intentarlo. Sin embargo, parece que en este primer paso de las grandes transacciones entre tenedores primarios de capital, (que les producen a su vez, ni que decir tiene, sus correspondientes beneficios a unos y otros de ellos) y que es donde se levantan siquiera virtualmente, pero reales a todos los efectos, las cámaras acorazadas del Tío Gilito, parece que quisieran venir a explicarnos sus titulares que dentro de ellas ese dinero se transubstancia en otra especie, de diferente cualidad formal o moral y que no debe de considerarse riqueza como tal. Debe de tratarse de capital espiritual, de un bien inefable que cada vez que sale del arca y se presta o se mueve para volver rápidamente acrecentado a ella recupera una pureza que los ávidos tasadores no deben manchar. Sin embargo, la aparente totalidad de lo que en la tierra hay y sea objeto de actividad económica suele estar tasado. Pero este capital de capitales debe de seguir exento, al parecer, en razón de su metafísica esencia y de su virginal pureza. Sus movimientos se producen en un halo de santidad y bondad y nadie debe poner sus sucias manos sobre bienes de tan elevada especie.

Y no se está siquiera hablando, entiéndase bien, de tasarlo al 3, al 6, al 9, al 12, al 18 o al 23 por ciento, como por ejemplo ese impuesto general y más o menos universal, con uno u otro nombre, que aquí conocemos como del valor añadido. Se está hablando nada más que de tasas con porcentajes del 0,1%, como la traída y llevada tasa Tobin contra los rápidos movimientos de capital especulativo que generan muy cuantiosos beneficios a cambio de debilitar las economías públicas y cuyo necesario y consiguiente saneamiento ni que decir tiene que lo pagamos todos. Pero no se logra acuerdo humano para poder sacarlo adelante aún pudiendo beneficiarse supuestamente de ello un considerable porcentaje de la población, no tanto por el monto económico que suponga la tasa en sí sino por las malas prácticas que evite. Y nunca convendría olvidar que este producto inefable, ese capital atesorado por muchos menos seres humanos que el uno por ciento de la humanidad no es otra cosa que el interés del interés del interés del interés que se ha ido acumulado lentamente en cada vez menos manos, y desde los tiempos de Hammurabi, con las plusvalías no solamente del capital inversor arriesgado, sino del trabajo y el esfuerzo de todos los seres humanos, y de muchos animales incluso, que habitaron y habitan la tierra y que contribuyeron necesariamente a su incremento. Es el fruto total de la obra de la especie toda y sobre el cual, al parecer, esta, entendida como colectividad, no tiene derecho ninguno, ni en el uno por ciento ni aún menos, a disponer de él legalmente para satisfacer intereses de supervivencia y para resolver problemas igualmente colectivos y acuciantes.

Pero no querer interpretar este monto descomunal como capital público –en alguna medida– no es otra cosa que un planteamiento ideológico propalado y generosamente engrasado por sus privados poseedores, detentores de un poder casi omnímodo en virtud precisamente de esta misma riqueza y que les ha llevado hasta el punto de pretender convertir nada menos que en ciencia su pretendido derecho a seguir disponiendo de la totalidad del mismo. Pero tal cosa no es ciencia, no es más que ideología a lo sumo, por no calificarla de simple rapacidad, aunque siempre sancionada como legal por esas mismas leyes por ellos mismos instadas y sufragadas y constantemente mantenidas bajo vigilancia para que eso mismo digan y sigan diciendo y no otra cosa contraria a sus intereses, y apelando además (y sufragando igualmente) cuando en ocasiones todo este entramado ¿jurídico? no da abasto ya para protegerles, a esa instancia verdaderamente suprema al respecto, y generadora definitiva de razón que es la estaca, y que empuñarán por imperativo igualmente de ley... nuestros hijos. Para defenderles a ellos.

No es más que la la vieja polémica de la propiedad privada y de la propiedad pública, siempre oscilante entre unos y otros extremos, aunque nunca será ciencia positiva el motivo para optar por una de ellas, como nunca puede ser ciencia una ley. Sí es cierto que en el momento actual vivimos en uno de los extremos del péndulo, en el lado de la sancionada sacralidad de lo privado, en lo tocante a economía, pero esto no nos obliga a todos a la ceguera intelectual ni a no seguir postulando que puedan exisitir otras maneras de poder gestionar el mundo, y no necesariamente solo las radicalmente contrarias a la actualmente preponderante, además. Y no se habla de expropiaciones forzosas ni de decretar la abolición del capital privado, se habla simplemente de tasar de una forma muy tímida y en momentos de tremenda necesidad común, los inmensos depósitos de recursos financieros en manos de muy pocos y, sin duda, además, claramente irresponsables.

Y en tiempos donde comen todos o una buena mayoría, quienes poseen muchísimo más de lo razonable y aún otras mil veces más, pueden vivir hasta cierto punto tranquilos, pero cuando empiezan a faltar las cosas más imprescindibles, la comida y el trabajo, por ejemplo, y ya se cuestionan en muchas partes los gastos públicos de pensiones, de salud y de enseñanza, los tres fundamentos básicos que justifican la pejiguera atroz de tener que sostener y padecer cualquier estado moderno, quienes siguen acumulando beneficios en exclusivo interés propio mediante mecanismos torticeros que lo único que hacen es vaciar más y más de contenido las simples ideas abstractas de sociedad y de bien común, más los bolsillos reales de casi todos quienes las componemos, pronto se verán también ellos en aprietos bien serios.

La comida mientras se puede se compra, si finalmente no se puede comprar, se roba. Y el simple concepto de robo cuando existe un estado de necesidad es algo que bien parece vaciarse de contenido. Es el principio de supervivencia quien actuará entonces y que, sancionado o no como legal, se impondrá de manera fáctica cuando dicha supervivencia se vea amenazada de forma terminante. Ante el mono hambriento no caben leyes, ni argumentario de razón y aún menos sofismas. Nada des-civiliza más que el hambre, ni siquiera la injusticia. Quien sea responsable de provocar hambre por ninguna otra causa que su codicia se habrá excluído –motu propio– del padrón de la civilización y se acabará enfrentando a reacciones con seguridad tambien ajenas a la misma y no podrá entonces apelar a esta para mitigar las consecuencias de su irresponsable actitud.

Por suerte o por desgracia ciertas cosas van juntas en el magma social, y la juridicidad, la civilización y la seguridad, la de unos y otros, no prosperan donde haya hambre, estado de necesidad y desprecio del más elemental derecho de gentes. Ignorarlo, y esto sí que es un reproche dirigido directamente a los políticos es, se mire por dentro se mire, un comportamiento delictivo y criminal que antes o después llevará a su incriminación, y no solo figurada. Ya arriesga la cárcel el ex primer ministro islandés por razones exclusivamente económicas y ajenas además a su enriquecimiento propio, que no se produjo más que en mínima medida, es decir, que lo que se juzga en definitiva es su incompetencia y necedad y su favorecimiento vicario de la rapacidad, y esto es una novedad jurídica absoluta que tendrá que marcar camino, como lo marcó el arresto de Pinochet, en asunto bien distinto, pero sí por muchos flecos emparentado, y hoy no sería ya descabellado asegurar que al primero pronto le seguirán otros colegas de acá y acullá y por las mismas causas.

Nunca parecen suficientes las repetidas imágenes del usurero y del avaro que la humanidad toda prodiga desde hace milenios para dar cuenta de ciertos comportamientos. Pero cuanto más vaya el péndulo hacia un lado más tendrá que regresar forzosamente al opuesto y de tanto estudiar matemática financiera, por no llamarla metafísica de la rapacidad, pareciera como si a estos ‘actores’ económicos se les vaya olvidando la física elemental, al tiempo que se les va yendo la pinza. Y sin ir a buscar más lejos, al respetable señor Botín, ayer mismo por la mañana, clamando una vez más contra las regulaciones bancarias, esas bichas, y con la que está cayendo. Pero a ellos o a sus herederos ya les pondrá en su sitio la ley de acción y reacción, esa cosa tan simple, aunque esta sí verdaderamente científica, y poderosa e ineluctable donde las haya. Ni lo dudemos.

Una postal de amor

Rebuscando esta tarde perezosamente en la tienda de un amigo anticuario me tropecé con una postal dirigida por un hombre (supongo) a una mujer sin identificar. Tal vez a su hija, o nieta, aunque no es del todo descartable por el contexto que pudiera tratarse de su amante, pero en cualquier caso de una ternura y belleza que no me resisto a traducir de su idioma, el francés.

En un lateral figura la frase: Primeras violetas de nuestro jardín. 

El texto que sigue lo encabeza una pequeña localidad francesa que no transcribo por elemental respeto a la intimidad del autor (cualquier escrito lo puede cargar el diablo, que me lo cuenten a mí) y la fecha, 28 de febrero de 1961.

Querida,
La Escalerilla de Algeciras. Desearía subir esta pequeña escalera para ir a verte. El mes de febrero ha muerto hoy. Un mes más en el pasado. Un mes menos para el porvenir. Aguardaré con impaciencia al año 1962, porque espero, siempre, que este será el de nuestro reencuentro. Me alegro de saber que tu salud es muy buena. Yo voy bien, mi mujer está (va) mejor. Pronto irás a descansar (creo) a Madrid. Pasa unas buenas fiestas. Te digo esto para no olvidar..., pero te escribiré seguramente antes de tu salida hacia Algeciras. Escríbeme tú tambien, querida, si no estás demasiado fatigada.
 

Te abrazo, mi amor, muy largamente, mirando tus bellos y grandes ojos que amo... como desde el primer día.

La firma me resulta ilegible, comienza por Ma, pero de ninguna manera parece maman, la forma familiar francesa para decir mamá y, por lo demás, el texto menciona a su mujer, lo que en 1962 no podía apuntar más que un hombre, me atrevo por lo tanto a asegurar.

El contenido lleva a pensar quizás en una carta a una enferma, y tal vez niña, por ese contrasentido aparente de decirle que sabe que está muy bien y después casi negado por esa solicitud de recibir contestación si no está muy fatigada. Cabe también lo contrario, que se trate de una nota a una persona en su vejez y a la que se trata con miramiento exquisito, la madre, la abuela, pero en ese caso el final no parecería cuadrar, o tal vez sí...

Toda la carta desprende una ternura dulcísima y un aura además de proceder de una persona habituada a un cierto comercio con las letras. Pero ese extraño hacer referencia a su mujer, no a mamá, o a la abuela, o a una tía, sugieren otras posibilidades. Un segundo matrimonio tal vez y el referir por lo tanto de una persona que no es familiar (en los dos sentidos del término) de o para la persona a la que escribe, o que mencionarla vaya entonces en el sentido de informar, ¿a su amante, a su madre?, del estado de las cosas. Pero, ¿quién le dice a su madre, o a su abuela, que la ama como desde el primer día? Sí percibo la sensación de que el autor pudiera tratarse de una persona mayor, las referencias a la salud y ese primeras violetas de nuestro jardín..., aunque en la época, y ya desde varios decenios antes, las violetas eran símbolo de cortesía, de afecto, de cariño y de poner el pensamiento en los ausentes, aunque no sólo entre gente de edad.

En la fecha del texto yo tenía ocho años, mi madre cuarenta y cuatro y bien recuerdo el trasiego de violetas, de caramelo unas –siempre en rebuscadas cajas–, otras frescas, otras secas y en ramitos encelofanados y con delicadas cintas, que se intercambiaba con cierta frecuencia en familia y con las amistades. No encuentro en definitiva argumento para inclinarme por una u otra opción. Y el bellísimo final efectivamente se le pudo y se le puede escribir igualmente tanto a una hija, como a una nieta, como a una amante.

Dos detalles a añadir. La postal es un Bambi de Walt Disney y muy cursi habría que ser, incluso en 1962, para mandarle semejante cosa a una amante, o a tu madre, y más aún por parte de una persona evidentemente no iletrada, pero resultaría perfecta y cariñosa si la mandaran el padre o el abuelo para una niña, máxime teniendo en cuenta los usos de la época. Por contra, la postal no fue franqueada, es decir cabe una entrega en mano, y esto sí es algo más raro y que bien podría cuadrar con la existencia de una amante, o significar que simplemente no se envió, como ocurre con tantas. Por supuesto, mi amigo desconoce la procedencia de la postal, seguramente una entre muchas de un lote.

El misterio mínimo, y de deliciosa cotidianeidad termina aquí. Y en realidad no me importa. He pasado hoy unos minutos en contacto con la ternura y la belleza expresiva de un desconocido, y suficiente regalo es esto ya, como para no agradecerle la necesidad de haber escrito estas líneas. Espero de verdad que lograra haberla vuelto a ver y a abrazar mirándose largamente en esos bellos y grandes ojos que usted amaba, Monsieur Ma...

martes, 18 de octubre de 2011

Personalización. Sartenes para zurdos.

 * * *

Dejó dicho Rafael Sánchez Ferlosio, con la agudeza que le caracteriza, que lo más sospechoso de las soluciones es que se las encuentra siempre que se quiere. Pero él mismo en otra esquina de su inabarcable edificio dejó igualmente una receta para desconfiar de la propia rotundidad de sus frases, así como de las ajenas: “...porque los textos de una sola frase son los que más se prestan al fraude de la profundidad, fetiche de los necios, siempre ávidos de asentir con reverencia a cualquier sentenciosa lapidariedad vacía de sentido pero habilidosamente elaborada con palabras de charol...”

Y me parece en este caso que tuvo mayor penetración en la matización que en el aserto que encabeza el texto, lo cual no empece para que no sea una delicia leer frases lapidarias, las suyas desde luego, y tantas otras de tantos otros, y por necio que uno sea.

Y viene todo esto a que si algo caracteriza el momento presente es precisamente su no saber (y no querer) encontrar soluciones y por dar en convertirse cada una de las que sucesivamente se postulan como milagrosas en una fuente inagotable de nuevos problemas, sin solución aparente a su vez, y convirtiéndose así estos dos términos en apariencia tan antagónicos –las soluciones y los problemas– en una especie de extensión el uno del otro, en algo bastante más parecido a esa imagen eternamente imbricada del ying y el yang, que en un círculo mitad blanco y mitad negro, divididos netamente ambos colores por un inapelable diámetro.

Y tal vez no estemos asistiendo a otra cosa que el haber alcanzado la actividad humana, es decir la de esta especie animal, eso que el principio de Peter llamaba nivel de incompetencia. Desasosiego da pensarlo, aunque descabellado no parece, sobre todo si se resiste uno a calarse esas gafas de menos ver a las que llaman optimismo y que entregan gratis en cualquier think tank bancario o ideológico que se respete y en cualquier colorín dominical vehiculador de autoayudas.

Por mi parte me atrevo a postular que, ante la globalización, la capacidad humana para manejarse con los problemas que esta genera resulta insuficiente y por razones, ante todo, biológicas. No somos a fin de cuentas más que unos primates muy inteligentes, hasta cierto punto, y evolucionados durante cientos de miles de años en entornos que no superaban el ámbito de una manada mediana de, por poner una cifra, cien individuos. Somos en lo biológico, en el hardware, para entendernos (atribuyéndole a la cultura –y a los efectos de este símil– el papel del software), exactamente las mismas entidades que hace 100.000 años, y puedo estar equivocado sin duda, pero mi percepción es que ya no damos más de sí con esta máquina cerebral que regentamos cada cual y que parece empezar a demostrarse insuficiente para alojar la inmensidad de acontecimientos y de información que hoy tenemos que procesar, entender y manejar adecuadamente con ella, sin caer en equivocaciones de bulto y siendo, además, capaces de sobrevivir a ellas adecuadamente.

Pudimos como especie con la cruda naturaleza, con temibles animales antagonistas, con el bosque, con la sabana, con los desiertos de arenas y de hielo, supimos concebir y manejar la guarida, la choza, la aldea, las primeras urbes, las comunidades locales, los estados modernos de tamaños y estructuras cada vez mayores. Pero superadas estas magnitudes, alcanzada la escala de los imperios, los humanos fracasamos una vez y otra, tanto en la antigüedad como en el presente. Cabe concluir que las grandes estructuras son menos duraderas. Se han ido estas desintegrando una a una desde que se tiene conocimiento de ellas, y este primer experimento al que nos toca asistir ahora, el de levantar una superestructura nueva a escala ya casi planetaria, aunque solo sea en lo económico, está demostrando hacer aguas por todas partes y antes aún de llegar, ni mucho menos, a completarse. Se nos rompen las costuras antes de acabar de embutir el relleno y quizás pareciera lo más inteligente postular un repliegue momentáneo a la escala anterior que, aproximadamente funcionaba y, si acaso, restañadas las heridas, repetir el intento de manera diferente.

Pero las marchas atrás del zagal ya encelado con los últimos y agónicos golpes de riñón o las retiradas a tiempo del viejo mariscal superado por los acontecimientos, además de muy raras, y más que obra humana dirigida por la inteligencia y la razón, sólo parecen mayoritaria consecuencia de inesperadas catástrofes causadas por imponderables o acontecidas por razones de mal cálculo o de incapacidad de manejo por causa de las magnitudes implicadas. Y aun cabría, además, preguntarse si de verdad existe la posibilidad de alcanzar ningún buen cálculo ante el crecimiento exponencial de las variables a considerar o por el cubicaje medio de la sesera con los que los efectuamos, y esto ya en el caso, también especulativo, de que alguna se pusiera a ello.

Pero el resultado, sea como sea que se maneje el asunto, es que los imperios, los constructos globales, las grandes superestructuras, se nos pinchan sucesivamente como los globos, y por una razón o por otra nunca logran constituirse en entidades tan duraderas como, sin ser eternas, puedan serlo y lo han sido muchas veces una ciudad, una comarca o una vieja población humana asentada en un territorio de tamaño medio y que esta conozca de viejo y domine.

Y serían algunos conceptos derivados de la teoría de la evolución los que podrían venir a traernos alguna luz sobre el asunto. Las especies de todas las cosas, e igual da aquí hablar de gusanos, que de lenguajes, que de estructuras, y sean estas imperios o cristales o entes biológicos, parece que han de ser principalmente muchas y variadas para que la rueda gire y el recambio exista cuando la catástrofe sobrevenga. Que sobreviene siempre.

Pero es precisamente esa diversidad aparentemente tan necesaria lo que estamos aniquilando, no sólo la biológica sino la cultural también, sometida a parecida evolución; y al igual que el justificado temor de tantos botánicos sobre la reducción a pocas variedades de las semillas que hoy se cultivan y por ende nos alimentan, es que resultaremos muy vulnerables ante un avatar que las afecte, la perdida de diversidad, ahora política o intelectiva, apunta hacia una futura incapacidad para resolver problemas novedosos sin poder acudir a un número suficiente de estrategias admitidas a ser probadas.

Sería, para entendernos, el quedar limitados a disponer exclusivamente de martillo y clavos para arreglar una embarcación averiada, en lugar de contar con una completa caja de herramientas con su necesario surtido adicional de clavazón y de herrajes. Lo chusco es que tal limitación no será debida a la catástrofe en sí o al naufragio, no será advenida a posteriori, dependerá de una decisión tomada con anterioridad al embarque, se deberá a la voluntad y a la ideología humanas, y tal cosa es buen ejemplo de la ceguera insensata que bien justifica el temor del que nacen estas líneas.

En un mundo no globalizado, en el sentido económico actual de la frase, las catástrofes naturales o sociales que fueran, se propagaban menos y más lentamente. En cambio, el riesgo en este substrato social actual en el que vivimos de ‘para todos lo mismo’, ya sin otras alternativas funcionantes y bien engrasadas por el uso, es que una catástrofe cualquiera de una magnitud medianamente seria acabe con todo el sistema a la vez, por demasiado interconectado y dependiente de todo el resto, y que este, que ya ha devorado o está devorando todas las demás alternativas, sea incapaz de funcionar bien de nuevo y que ya no existan entonces, precisamente por este su devorar omnímodo, otras opciones capaces de mantener en funcionamiento las sociedades dentro de parámetros justos y deseables. Las consecuencias y la magnitud de lo que pueda acontecer entonces serán lo nunca visto.

En los ordenadores, las herramientas de uso más general con que cuenta la especie –a excepción de la inteligencia y el dinero–, la constante evolución técnica de sus soportes, hoy metálico-cerámicos, mañana cristalográficos, o de sustrato líquido o semi biológico, previsiblemente antes o después cuánticos y finalmente de cualquier otra clase y materia hoy no previstas o intuidas, permite la evolución continua de programas cada vez más grandes, eficaces y sofisticados funcionando en ellas. Sin embargo nuestro hardware humano no ha evolucionado ni en lo que atañe a la composición de una uña durante los últimos cincuenta mil años y aunque estamos dotados con el más poderoso de los procesadores que hasta el momento se conocen, nuestro cerebro, este no cambia más allá de lo mucho que permite su plasticidad intrínseca, sólo se llena y finalmente no admite, persona por persona, más gigas, teras, petas o exabytes que sean para alojar nueva cultura y conocimiento con los que saber manejar el entorno con mayor eficacia.

Podemos leer cinco libros a la vez e improvisar también algunos comportamientos o respuestas diferentes y efectivas ante una situación dada. Será difícil pero una persona inteligente puede hacerlo. Pero nadie podemos asimilar cien libros a la vez ni improvisar mil respuestas diferentes ante nada, y menos en tiempo real. Nadie es capaz de tanto, ni los genios, y sin embargo el bombardeo de estímulos, opciones, disyuntivas, necesidades y problemas crece imparablemente y parece requerir de nosotros algo semejante a la omnisciencia para no acabar colapsando. Y ni siquiera las máquinas de inteligencia artificial, que la tecnología se apresuró a prometernos hace cincuenta años, apenas son todavía otra cosa que aprendices de babuino.

Sin embargo los desafíos y los problemas van alcanzando magnitudes que ni los cerebros ni las tecnologías más sofisticadas son capaces ya de manejar y menos todavía de resolver. Es decir, no damos más de sí y no hay más vueltas que darle, porque nos está superando nuestro propio tamaño, la vastedad de nuestra cultura y la complejidad de la maraña de interrelaciones con los problemas derivados y crecientes que todo esto genera.

Y aún no siendo descartable que podamos incluso acabar interviniendo sobre nuestra propia maquinaria genética y podamos potenciarnos antes o después en lo físico y lo intelectivo, a modo de verdaderos cyborgs, como los postulados por la ciencia ficción, también es cierto que seguiremos teniendo el problema adicional de nacer con la codicia, la rapacidad y la agresividad codificadas mediante un poderosísimo juego de instrucciones que nos impele desde la profundidad de nuestra biología a intentar adaptar cualquier norma de conducta en pos de un constante e inmediato beneficio propio, sin atenernos a más consideraciones que el miedo al castigo. Luchar contra semejante limitación instintiva sí que constituye desde luego una tarea de dioses y es una batalla que hombre a hombre, sociedad a sociedad se ha ido ganando, pero igualmente perdiendo una vez y otra. Cuando y donde despuntan un rayo de luz o de civilización suscitando esperanzas aparentemente justificadas, aparecen siempre y al mismo tiempo fuerzas que jamás dejan de tirar hacia el lado contrario, como si la biología no dejara de exigirle un sangriento y eterno tributo a esa civilización siempre naciente y debil y para permitirle nada más que una existencia eternamente tutelada y mediatizada.

Y sí, es cierto que también parece ser que la cooperación y el altruismo están codificados en la especie, pero a un nivel menos básico. Los monos, en presencia de otros, repartiremos cada presa proporcionalmente, de animal alfa para abajo, según códigos sociales escritos y no escritos pero aproximadamente funcionantes, pero al primer descuido en la vigilancia común, cada mono se apropiará de la mayor parte de bienes que pueda, y no solo de los que considere imprescindibles sino de cuantos sea capaz y así sea que los vaya a disfrutar o no.

Así cada dirigente y la larga jerarquía de sus acólitos, de catedrático a bedel, de Führer a cabo, de primadonna a mozo de palangana, de abad a lego, y en todo ámbito, político, económico, científico, industrial, social, religioso, etc... no actúan en su generalidad más que como exigentes machos (y hembras) alfa de la manada que nunca dejan de intentar llevarse todas las partes de más que tengan a su alcance, y apelando y amparándose no sólo en la elemental fuerza bruta con la que gustamos de caracterizar a la prehistoria y a la antigüedad, (aunque la fuerza bruta siga hoy todavía perfectamente codificada en leyes, costumbres y usos aberrantes), sino además manipulando todo concepto abstracto que les venga al hilo para llevar más coles a su puchero: libertad, necesidad, sabiduría, bien común, progreso, tradición, creencia, fe, patria, belleza incluso, y así ocurrió y sigue ocurriendo siempre y apenas vislumbre cada mono la forma de sacarle partido a cualquier nueva abstracción recién imaginada y puesta en circulación por cualquier otro mono listo de la especie, al que por cierto, lo primero que le hará, además, será robarle la idea. Hoy por internet, antiguamente de un estacazo.

Las dictaduras no funcionan, o tal afirman las democracias. Las democracias modernas tampoco, y lo dicen hasta los demócratas en simpático coro junto a los dictadores. La ciencia, aún siendo el más verdadero y efectivo bien que poseemos, prometió siempre más de lo que acabó entregando, la religión como regulador social da con una mano lo que quita con la otra –a dios rogando y con el mazo dando–, la práctica económica va deviniendo en una superchería que convierte en respetables al tarot y a las religiones mismas. De la ideología más valdrá no hablar y de su profeta, la política, sólo cabe decir que ha producido más muertos que la peste y el cólera juntos, sólo en el siglo XX.

Cualquier moralista romano, o chino de los tiempos de Confucio, entendería las quejas de un moralista actual de la misma manera que nosotros seguimos entendiendo perfectamente las suyas. Un inmenso caudal de experiencias y sabidurías se ha ido acumulando, el crecimiento y el progreso fungen de líderes venerados y glamurosos sin que vea casi nadie que el crecimiento continuo es el más infernal mecanismo de destrucción que ideología alguna haya pergeñado jamás y que el progreso hoy da y mañana quita, como Nuestro Señor Todopoderoso.

Pero lo cierto es que los hombres nos seguimos durmiendo por la noche uno de cada siete hambriento y sediento, otro de cada siete esclavo o maltratado, otro de cada siete enfermo, otro de cada siete sin esperanza, ni fe, ni bienes, ni trabajo, ni futuro, ni conocimiento. Poco más o menos como en la antigüedad, con una importante salvedad, si en el año cien de nuestra era malvivían una cincuentena de millones de desheredados estos son ahora más de mil millones. Cierto es que los afortunados son igualmente muchos más, pero dudo que la resultante de la ecuación proporcione un saldo de padecimientos demasiado diferente, y en cualquier caso, igualmente indigerible, y así sea cada cual de la parcialidad religiosa o social que mejor prefiera. Y las bascas en el estómago por todo ello, parece ser que también las padecemos ante lo que vemos uno de cada siete, igualmente. Es lo que tienen los números bíblicos.

Pero lo que es seguro es que no serán estos mercachifles del tonto por ciento, como los calificaba Joaquín Sabina, quienes nos saquen de esta espiral enloquecida. Malthus ha cumplido 200 años arriba o abajo y los términos de sus predicciones rápidamente refutados entre un general rasgado de vestiduras en su época, se acercan suavemente al momento de hacerse desgraciadamente ciertos. Las admoniciones del club de Roma han cumplido otros 60 años y angustia da ver lo bien que sabían ya don Aurelio Peccei y colegas la que se venía encima, y sin un PC que echarse a la cara. Las advertencias de los ecologistas radicales de los años 70 y 80 sobre el deshielo del Ártico, tomadas a risa por la totalidad de los poderes públicos de la época y consideradas como una exageración incluso por científicos y gente entonces ya bien concienciada al respecto, han resultado en la inapelable verdad de que por allí ya han empezado a transitar los cargueros.

Con cara de seráfica beautitud ya contestan los que siempre saben... bueno es una nueva ruta, es más barata... Y es cierto. Como será cierto también que cuando las orillas del lago Leman, ese repositorio de atracadores, sean un secarral subsahariano, ellos podrán construirse una villa romana en Laponia, convertida en la nueva Toscana, aunque seguramente con menor finezza. Es más, ya deben de tener adquiridas las opciones de futuros que mejor vengan al caso. ¿Pero y los demás, a donde irán, a dónde iremos? ¿Seguirá siendo viable esta tómbola?

Un uno por ciento de la población mundial acumula aproximadamente entre el ochenta y el noventa por ciento de la riqueza total de la humanidad. Poco más o menos como en la antigüedad. Bien podríamos intercambiarnos con patricio sosiego la toga, el gladio, las caligae, el Circo máximo, el Carrefour, los ‘manolos’, el iPad y los helicópteros, amigo Trajano, y así que pasaran cien años, muchos menos que muy pocos serían conscientes del cambio. ¡Vae victis!, o más bien ¿Cómo están ustedeeeesss?, como aquel grito de los payasos de la tele, con perdón por la redundancia.

viernes, 7 de octubre de 2011

El ligántropo

Hubo un álbum de los de Asterix, La cizaña, creo, protagonizado por un personajillo odioso pero divertidísimo, malo malísimo de la muerte y crisol de todas las zafiedades, un villano de cuento de niños, paradigmático y tópico como de fábula antigua y con un vago parecido físico a ese cómico maravilloso que es Roberto Benigni, que prodigaba a todo lo largo de la feliz historieta toda clase de argucias, acusaciones, chivatazos, falsedades, traiciones, mentiras, zancadillas, trapacerías y dobleces infinitos, en inacabable y original zarabanda digna casi de un producto de alta comedia.

Y miren los lectores por dónde que en la tele hará cosa de un mes me topé con su doble, pero encarnado en humanas especies, ya no por obra de plumilla de dibujante, pero sí tal cual de viscoso, mal encarado e inverosímil, quien como émulo del protagonista del cómic, con sus mismas actitudes y maneras, con igual e indescriptible desparpajo, con el mismo allegarse sigilosamente y por detrás y con la misma y exquisita sinvergonzonería, fue y le metió limpiamente un dedo en el ojo a un colega. Y no dedo figurado, bien se entiende, sino dedazo auténtico y verdadero, el dedo del peor arrapiezo de la clase, chulo y pendenciero, descarado, a la vista del profesor, del director incluso y de algunas decenas de millones de espectadores, provocador y como proclamando aquí estoy yo, y ¿qué pasa con vosotros, eh?, y chuparos esa y si no os gusta ya os las veréis con mi primo, que es el dueño de Zumosol, pelagatos, tíos mierda, desgraciados...

Así que pasado otro mes, y como colofón a más abracadabrantes aventuras del mismo personaje, anteriores y posteriores a la que comento, finalmente su poderoso primo, o padre, o padrino, o el rumboso editor de sus aventuras que sea, obligado tal vez por las circunstancias cambiantes de su industria de venta de calzones y camisetas –o de complementos para las ciencias de la equipación, como se prefiere actualmente–, finalmente tuvo que saltar a la palestra a sacar músculo y a calificar la actitud de su desatado, descontrolado y bilioso duendecillo como de... ¡señorío!, y todo ello expresado desde la más institucional y absoluta seriedad y con pompa punto menos que vaticana.

Se enroca la comedia pues sobre sí misma, promete nuevos golpes aún más esopilantes, y nos quedamos todos a la expectativa, el ánimo en suspenso, el aliento contenido... ¿Emasculará nuestro héroe a un rival de una patada, le escupirá en la cara a un jefe de estado o de la UEFA que fuera, le pegará un cabezazo en la nariz a un tertuliano, estuprará antes las cámaras a una moza de micrófono, le arrancará por vía rectal el corazón a un árbitro, será capaz de estrangular con una cuerda de piano a un zagal recogepelotas, proclamará la evidencia palmaria de que la responsabilidad de todo ello es de la prensa?

Quedamos pues a la espera de más capítulos, de próximas viñetas todavía más rotundas y geniales, ilusionados, deseando de corazón que no nos defraude... Cosas así ni las vimos ni las veremos todas las décadas, monsieur Goscinny, y una vez más la realidad goleó al arte, el suyo en este caso. De panem andaremos escasos, pero anda que de circenses...


* * *


He aquí una pareja que logra sacarme de mis casillas. –¡Relájate!–, te espeta el primero, como te intima el ladrón, te ordena el patrón, te aconseja el conformista, te recomienda el sodomita, te reclama el mandatario, te repite el molesto, te exige el delincuente, te lo reza tu explicador de latrías, te susurran el presidente de la república de tus sueños, o tu terapeuta y te instan incansables los tuyos, los suyos y los de ellos en coral potentísima y formidable.

Sacudes la cabeza, declinas firmemente y sigues mentándole la madre a todos aquellos que fuere menester, como es justo y civilizado y como de antiguo ha venido haciendo la gente de bien.

Y es entonces cuando, y a mayor unísono, si cabe, comparece dulcemente conciliador el segundo miembro de la nauseabunda compaña y te susurra con suavidad al oído, a modo de policía bueno: –que no es para tanto, hombre...–, y se marchan los dos tan contentos, salmodiando y echando bendiciones, a buscar al siguiente a quien amargarle la existencia.

Y aún seguramente habría que ver como después establecería el jurado que el haberles hecho entrechocar violentamente los cráneos hasta astillárselos solo podría calificarse como figura de premeditación y de ensañamiento, y no de necesaria defensa propia, justificada y amparada sin duda alguna por invencible pavor sobrevenido... ¡La madre que los parió!, decíamos.


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Iba yo a comprar el pan..., y como cualquier otro día por allí andaban ellos, a las puertas del DYA, a las de la carnicería, a las del despacho de loterías, a las del JUTECO, raramente juntos, uno en una, otro en otra, rotando sus búsquedas escuálidas, pacientes y sempiternos, jornadas de nueve a nueve, de lunes a sábados, de todos los eneros a todos los diciembres, con su vasito de plástico en la mano, grial de los óbolos escasos, y salmodiando siempre un buenos días a quienes entramos y salimos, casi siempre sin mirarles apenas. Pero hoy no, hoy estaban juntos platicando de sus cosas a la puerta del estanco. Y según rebuscaba yo las llaves en el bolsillo, manteniendo en equilibrio como buenamente podía todo aquello que llevaba sin bolsa, el pan, el periódico, los huevos, el papel higiénico, el Ducados... escuché como el mayor le contaba al más joven: –...y estaba la terraza a reventar, macho, no cabía ni un alfiler y muchos más esperando y nadie me daba ná, pero lo peor, tío, lo peor, era el olor que venía a parrillada...–.

Abrí como pude mi portal, a cuatro metros de donde se encontraban, y subí a mi casa con un nudo en la garganta.

No, no es la posguerra, no, si es que alguna vez alguna hubiera concluido para algunos, es la preguerra otra vez, es la maldita infamia circular, infinita e inacabable de los mismos y de los mismo, son el cólera y la peste, el medioevo para mañana por la tarde con su hambre aposentada ya a la puerta. Son la calavera, la clepsidra y las moscas. Las nanas de la cebolla también, Carpanta, amigo mío.


* * *


Desde mayo, desde junio, desde abril..., según contaba hoy el telediario, se está llenando el país de gentes que trabajan –prometedora novedad esta– sin cobrar sus sueldos, Y podrá entenderse o no, pero tiene el asunto su causa clara y su recíproca inapelable. Es el precio a pagar por todos esos otros que cobran sin trabajar. Y algunos desde Viriato, acumulando trienios.


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Cuando el mono se sienta en la escribanía a decretar y el humano sube al árbol a ramonear brotes verdes es cuando mejor pueden apreciarse las diferencias entre ellos, tan escasas.


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No existen titulados en ingeniería social ni asociación colegial alguna que los agrupe, de ahí que cuando se les rompen los puentes imaginarios, los castillos en el aire, las huchas de tul ilusión y las terceras vías al paraíso nunca hay forma humana de echarle mano a ningún responsable. Se difuminan en el viento como sus creaciones. Y no hay más que hablar ni gato al que buscarle los tres pies.


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La diferencia entre televisión y pornografía es tan sutil que no ha quedado otra que vestir a los presentadores.


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Cuando lo políticamente correcto pierde del todo la chaveta se pueden leer cosas como las siguientes: estaba dotado del síndrome de Down o, estaba afectado de una fuerte inteligencia. Y no son felices ocurrencias salidas de mi odioso caletre, no, la primera la leí textual en el periódico gratuito Qué u otro asimilado, de esos que se van arrastrando por los asientos del Metro, y de la segunda no tomé la precaución de apuntar la fuente, pero me baila por la cabeza la idea de haberla visto en algún medio digital. Con estas armas de extinción masiva nos vienen formando e informando, dicen. ¡Huyan si pueden!


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Soy de los que cocinan en casa y simultáneamente escribo. Un ojo al horno, otro al reloj, un chorrito de Jerez, una vuelta al pollo y a correr al despacho a dorar una frase, a sazonar un tiempo verbal, a escalfar un adjetivo...

Por desgracia hoy me encontré con un jaleo de subordinadas a medio jerarquizar y se me fue el santo al cielo. Cuando estuvieron ordenadas y regresé al horno descubrí que el pollo tenía problemas no ya de sintaxis sino incluso de ortografía. Es más, olía peor que a irrecuperable. Constato así una y otra vez que la cocina y la escritura es mala idea el pretender simultanearlas. Cada día me asombra más doña María Moliner y el cómo se las ingeniaría para conseguir dejar su diccionario tan perfectamente al punto, la abuelilla. ¿Será verdad después de todo que la mujer es multitarea?


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Regresaba a oscuras de fumarme un cigarrillo en la terraza del tendedoro. La cocina es alargada y estrecha, su fondo, de noche, casi indistinguible. Al final del todo conviven la puerta con la sombra de su hoja. Con cuidado para no hacer ruido –era muy tarde– empujé la sombra con la mano y la hoja se estrelló contra mi cara. –¡La sombra es a la izquierda y la puerta a la derecha, la sombra es a la derecha y la puerta a la izquierda!, ¡disléxico idiota!, ¡cuándo te lo aprenderás!...–, se iban gritando el uno al otro los siempre mal avenidos hemisferios de mis sesos mientras buscaba tanteando el interruptor del baño, en pos del árnica y el yodo.


* * *


Siempre me ha producido un desasosiego que no sé muy bien a cuál causa atribuir cuando no importa muy bien quién muestra a la concurrencia y a los fotógrafos, los cámaras, los informadores... un texto, una foto, un gráfico, un documento en fin, que airean furibundos ante la concurrencia. Y pase aún esa repetida y desgarrada imagen de tantas madres desesperadas mostrando el retrato de su hijo muerto, pues esas fotos en las que nadie reconoceremos al protagonista, sí expresan sin embargo la razón de su ira, su dolor y su queja. Pero esos mandarines blandiendo un gráfico de Power Point como si se tratara del rayo justiciero de Yahvé con el cual poder aniquilar al diputado de la parcialidad opuesta, esos jurisconsultos abanicando un papel que dicen ser el documento que demuestra a los cielos y a la tierra la blancura de las almas de sus defendidos y la negrura de intenciones de la del fiscal, o viceversa, y esos altos funcionarios enseñando lo mismo un tomo de tres mil folios –seguramente intonso– que una nómina, un contrato, un tique de cajero, un pergamino con la firma al pie entintada en la vera sangre de Don Pedro Botero, me traen a la cabeza una y otra vez ese viejo y acreditado latinajo del verba volant, scripta manent (las palabras vuelan, los escritos permanecen) junto a la convicción personal de que no existe mentira con fama más incomprensible que la que proclama tan majadera frase.

Por escrito se puede poner cuanto se desee y otro escrito indicará lo contrario, un tercero rectificará los dos anteriores y aún lo hará consigo mismo, un cuarto matizará las excepciones de todos ellos y así sucesivamente, y el resultado de tanto contumaz escribimiento ya lo dejó bien patente el señor Marx, don Groucho, en aquello de la parte contratante de la primera parte será considerada como la parte contratante de la primera parte, o como exactamente fuera el fraseo de la genialidad, más la aún todavía mayor y añadida del ir rompiendo los folios según iba alargándose el jurídico mantra.

Cada vez que rompía un folio don Groucho no hacía otra cosa que añadirle una dosis aplastante de realidad a la ficción, en una suerte de contrasimetría ejemplarizante, anticipatoria y clarificadora de los actos de todos esos personajes reales, tan pasados como presentes y futuros, pero igual de cómicos, que cada vez que enseñan un papel con dolorida solemnidad, parece que lo único que logran es inventar una ficción más por cada una de las ya suficientemente maltrechas realidades que pretenden estar blandiendo.

Y venía todo ello a esa fotografía de Doña Esperanza, enseñando la recortada, su nómina digo, y proclamando con esa voz cascajosa y ese decir suyo de chulapona de azucarillos, barquillera y aguardiente, cómo el tal papel no era más que la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad, ¡por éstas!

A don Groucho se lo echaba yo a la mandataria..., para darme el gusto de verle matizándole cada sumando con aquella su seriedad y tachándole una a una las casillas de los guarismos al imaginativo legajo.

jueves, 16 de junio de 2011

Que los insaculen a todos

De antiguo, el sorteo por antonomasia era el de los mozos de quintas. Excluidos los que podían estudiar y los librados por pago, como se instituyó el asunto al principio, los había que salían librados de cupo, los menos afortunados que se destinaban acá y acullá a barrer eriales, a hacer de mozos de cuadra o de comedor, según sus suertes, a criados de generales y de sus muy dignas señoras de ellos, las generalas, y los desdichados que dejaban sus huesas en el África ardiente o en los paraísos tropicales de colonias, donde si nos lo mataba el mar o su coronel, los mataban el rancho, el dengue o los aborígenes, por lo general sediciosos.

Más modernamente, el sorteo atribuye al afortunado la titularidad de una vivienda de construcción pública, previo paso por caja de la entidad privada con cuyo dinero se haya levantado la misma.

En ambos casos, el sorteo afectaba y afecta a la simple infantería social, los de a pie, para entendernos. Pero mirado por donde se mire, sortear es asunto que distribuye la suerte buena y mala de manera bastante igualitaria en todas aquellas situaciones en las que discriminar objetivamente méritos mediante baremos, juicios  y currículos es asunto casi imposible. Así que se efectúa una primera criba de los aspirantes admitiendo sólo a los que acreditan los mejores títulos de merecimiento, se pasan estos por acristalado bombo y se acabó el asunto. El uno tiene su casa y el otro a seguir soñando. El uno casi se convierte en padre de la Patria, el otro sigue de sobrino segundo.

Y bien podría postularse un tratamiento parecido para este engarbullamiento de lo judicial que padecemos en estos momentos. Paralizados los altísimos tribunales superiores por bajísimas maniobras políticas y por normativas que habría que suponer bienintencionadas, pero que a la hora de la verdad en lo único que resultan es en inoperantes, y siendo imprescindible sin embargo que estos realicen su trabajo, no parecería del todo descabellado que efectuadas las cribas de méritos de todo el aspirantazgo, y una vez postuladas y elegidas por cada parcialidad las eminencias a candidar y, constatadas finalmente una vez, dos, tres, cuatro... la incapacidad de alcanzar acuerdos para nombrar a Fulano y Mengana con preferencia sobre Zutano, o viceversa, para los cargos a proveer, se acudiera de forma automática y reglada en plazos y forma a sortear las disputadas canonjías sin más, y a trabajar, y ya, excelencias.

Pero, además, y siendo que las decisiones en sí que toman a su vez los dichos habilitados, una semana una, la siguiente su contraria, al mes otra distinta, con los mismos antecedentes, y el año que viene la que toque, todas ellas sobre el mismo asunto, y que bien parecen fruto del dejar rodar un simple dado o de tímida extracción por mano párvula e inocente, bien se podía decidir tomar tales decisiones igualmente por el mismo procedimiento de apelar a ojo vendado, y mediando jornada festiva, incluso, y para civil jolgorio, ahorrándonos en virtud de ello la provisión de infinidad de cargos cuyo trabajo, a la hora de la verdad, o mejor dicho, los resultados del mismo, en poco vienen a diferir de cualquier proceso random, o ya, y en peor castellano, a la obra de la simple chiripa, esa sí, universal y atrabiliaria proveedora de hechos.

Porque si las más sagradas cosas que atañen a la racionalidad de los hombres, a su entenderse como acreedores de derecho en este digno plató del mundo, como bien podrían ser la victoria de un campeonato nacional de Liga, el evitar el descenso a segunda división o el dirimir entre sucesivos empates el tercer clasificado de un grupo de clasificación del Mundial; si tales cuestiones que tanto inciden en el bien común y que atañen a la felicidad e infelicidad de centenares de millones de seres humanos, pueden decidirse por sorteo o por el lanzamiento de una moneda al aire, poco se entiende que en comunidades bien menores de personas, el decidir sobre el derecho o no a la eutanasia o al aborto, o sobre la entrega, en calidad de despojo, de un ciudadano a su banco, o sobre la exculpación o no de un ladrón en función exclusiva de sus altas amistades, no se puedan llevar a cabo mediante procedimientos parecidos.

Si, además, en tantas cuestiones se manifiestan posiciones sociales divididas casi siempre en dos partes razonablemente iguales, pero opuestas, las que se decantan por el sí y el no, pues el matiz intermedio poco cuenta y menos vota, no sería del todo descabellado lanzar los dados y dar así satisfacción unas veces a unas, otras a otras, sin nadie finalmente a quien demonizar –pero tampoco pagar– por ello y obteniendo distribuciones de contentos y de enfados que a la larga, y por simple construcción matemática, acabarían resultando significativamente similares. Esto sin olvidar el bien todavía mayor que se podría obtener con el rédito de las apuestas, amorosa e inteligentemente encauzadas.

Demás que nos ahorraríamos la inquina de las imposiciones y el trágala que yo mando, y así en lugar de tener que desgranando y graznando envenenado el común todos esos inacabables mantras democráticos de –váyase Usted señor Perengano, váyase usted señora Zutana–, y una vez que se lograra que asumieran éstos el cargo nada más que por inapelable decisión de bola blanca o negra, con el consiguiente ahorro de sufragios, cámaras, cabildos y senados, armónicamente se agavillaría en cambio la población ante los santuarios de su preferencia, finalmente una, grande, libre, Juancarolina y salmodiando: –Váyase usted ya, señora diosa Fortuna–. Y acudiendo de inmediato otra lozana al quite.

Que lo insaculen todo pues, que los insaculen a todos, que en poco o nada se iba a notar diferencia, pero sí grandemente el ahorro y el general contento. Y ruede la rueda y gire la noria, como en la hermosa canción de Javier Krahe.

jueves, 2 de junio de 2011

Entre el cuasi exhorto puesto en términos a medio camino entre la pura y simple desesperación y lo que yo me atrevería a llamar una expresión en modo ojalativo: El que quiera mandar guarde al menos un último respeto hacia el que ha de obedecerle: absténgase de darle explicaciones (Rafael Sánchez Ferlosio, en Vendrán más años malos y nos harán más ciegos, Ed. Destino, Barcelona, 1993) y el mecanismo de explicación, por el contrario, por el que finalmente opta u optan los mismos, existe en la realidad toda una reflexión sobre el ejercicio del poder que realizaba de forma magistral Enrique Lynch en las muy agudas observaciones vertidas en su artículo Tierra de nadie, publicado en el diario El País del día 30 de mayo de 2011, en la sección de Opinión, página 29.

Esa espléndida imagen por él comentada y en la cual todos pudimos ver a la plana mayor del poder político de los Estados Unidos de América dejando ver que están viendo pero sin permitir ver el qué (o el cómo), referente al momento, se deja suponer,  de la captura y ejecución de Osama Ben Laden, vendría a equivaler a esas imágenes cinematográficas de mejor o peor factura pero mil veces vistas por todos nosotros de cualquier corte medieval o más generalmente, de lo que hoy llamaríamos una sociedad bárbara, en las cuales los reyes, nobles, guerreros, hechiceros y eclesiásticos, notables y potentados fueran arrojando a los criados los huesos con algo de carne aún para poder roer, o cantidades de calderilla de cobre al populacho reunido bajo el balcón correspondiente, o a la plebe agavillada al paso de la autoridad, benévola esta  siempre en las ocasiones de mayores albricias, como el advenimiento de un heredero, los esponsales pro-aglutinación de territorios, la llegada de las carretas o de las flotas con el contenido de la rapiña o la venturosa decapitación, degollación o quema del villano o traidor de turno y enemigo sempiterno del pueblo.

Se difuminan en esta pavorosa imagen de los potentados escondiendo a la plebe las pantallas de sus portátiles las diferencias entre ancien regime, tiranía sin más o democracia sin otros adjetivos, y un manto de horror y de igualdad las cubre y nivela a todas. La Historia humana, personificable en el Saturno o en Coloso de Goya, es quien parece mirar esas pantallas que nosotros nunca tendremos derecho a ver. Siempre estaremos en el interior de ellas, bajo las especies del degollado, sólo podremos ver el cuchillo que manejan asépticamente con el ratón.

El poder se sigue arrogando las mismas prerrogativas de siempre, sin mayor cambio que una generalidad de formas en apariencia más civilizadas –y signifique civilización lo que signifique–, pues esas mujeres egipcias sometidas en comisaría a examen de virginidad, (como igualmente nos informaba hoy la prensa) con médicos y policías tomando fotos, si bien salvaron aparentemente la piel, han sido torturadas como cualquiera pudiera haberlo sido en Guantánamo, en Guatemala y, porqué no, en Dinamarca, o como cualquier borracho desdichado tomado al lazo por la Guardia urbana de no importa dónde en nuestra buena España, según vídeos de la más carpetovetónica localidad y cotidianeidad, sometido a canónicas patadas y bofetadas y, cómo no, esposado previamente, no fuera que las devolviera, el drogadicto.

Los malos tratos, o mejor, la tortura, siguen igual de globalizados que siempre, y los uniformes siguen sirviendo para esconder toda clase de asuntos inconfesables y no sólo para la proclamada tranquilidad de la ciudadanía a la que dicen proteger –como hoy mismo también nos contaban los papeles–, reproduciendo la frase de ese agente policial que se quejaba amargamente de no haberle podido dar tan siquiera una ‘colleja’ a ningún terrible asesino de esos que acampan este mes por nuestras plazas mayores –donde antaño se rostizaba a los herejes –¡esos fueron tiempos!–, como se lamentaría seguro el andoba–, reclamando democracia a base de esa intolerable exhibición de fuerza bruta y de insoportable violencia verbal  consistente en escribir frases en  pancartas y de solicitarle firmas a las amas de casa que por ellas se acercan.

Porque la democracia, conviene no olvidarlo, no es sin embargo resultado exclusivo, directo e inevitable del hecho de votar, así como la salud no es consecuencia directa de la toma de medicinas, y por mucho que nos vendan lo contrario. Y si un millón de esperanzados en que les dejen robar también su pequeña parte optar por votar a un ladrón, democrático será tal vez, si así les parece, pero ladrones lo serán todos ellos y legítimo debería de ser también el poder proclamarlo, así les duela.

La democracia verdadera, aquella en la que cada cual creemos instintivamente, no consiste más que en el buen funcionamiento de toda una suma de mecanismos reguladores (nunca desreguladores) y bien engrasados aunque interminablemente cambiantes y siempre perfectibles, pero sometidos en principio al ideal de un igualitario servicio para todos. Solamente votar no es democracia como bien saben en tantos países cuya única apariencia democrática es precisamente ese dejar un papel en la urna y acabarse allí el asunto. Lo saben bien en las nueve décimas partes del mundo y lo sabemos igualmente bien aquí.

No hay democracia donde sea posible votar a un ladrón una vez que sea públicamente sospechoso de serlo, no puede haberla donde un imputado judicialmente, pero perteneciente a una mayoría, se vea amparado por esta para retrasar sine die su cita con la justicia, no puede haberla donde el robo, la extorsión y el expolio se toleren, o incluso fomenten desde la vía parlamentaria, no puede haberla donde el control de lo público se relaje en manos privadas cuyo principal interés es, como es lógico, su privado lucro y no el del común, no puede haberla donde se sustraiga a muchos para darle mucho a pocos, no puede haberla donde los hermosos principios de lo que todos entendemos por Constitución resulten siempre en letra mojada o en piadosos cuentos para niños, no puede haberla si los estados, desentendiéndose del contrato social que los legitima y justifica, desatienden las principales obligaciones para las que se supone que existen y por cuya causa, con mayor o menor gusto, los sufragamos y padecemos.

Incluso desde la óptica más neoliberal imaginable carece de todo sentido pagar y pagar y pagar a cambio de servicios que no se prestan. Tal cosa es un robo y no hay más, y parece del todo legítimo reclamar con aspereza a quienes lo permitan y a sus beneficiarios.

Los señores feudales, cuyos castillos los levantaban a fuerza de penalidades sus esclavos y siervos de la gleba, adquirían el deber casi sagrado de acoger a los mismos en tiempos de guerras y de calamidades y así efectivamente lo hacían. Al tiempo que los amparaban dentro del recinto sobrevenía la necesidad de alimentarlos y para estos súbditos la de defender los muros, a sus señores y por supuesto a sí mismos. Perecían o triunfaban juntos, pero atendían conjunta y solidariamente al contrato social vigente en su época, por asimétrico que este fuera y por ajenos a sus términos y entendimiento que hoy podamos hallarnos.

Nuestras democracias actuales, secuestradas o progresivamente caídas en manos de señores aún más rapaces, viciosos, inútiles y dañinos que sátrapas y caciques y visires y demás figuras de poder de una antigüedad cada día más pavorosamente cercana, se están deslizando en cambio hacia el filo mismo del incumplimiento del contrato social vigente en nuestros tiempos, lo que generará en consecuencia movimientos sociales para revertirlas a usos más civilizados ya habidos y disfrutados, pues ni siquiera se trata de hablar de utopías, o las consecuencias serán terribles para todos, y ya no únicamente para los sometidos.

El poder, los poderes, están jugando con fuego y si yo fuera un monje, igualmente cinematográfico o de novela de Umberto Eco, de enorme capucha, crucifijo de sarmientos y hábito amplio y raído iría musitando en procesión, y seguramente ya junto a otros muchos: –Señor, dispárales porque no saben lo que hacen– Y nos pasarían a cuchillo, qué duda cabe. Pero Girolamo Savonarola, o Giordano Bruno o Miguel Servet fueron finalmente vindicados a no pasar siquiera trescientos años.
Sin embargo ahora los acontecimientos se suceden más rápido, tal vez diez veces más rápido. Serán treinta años, serán cincuenta años. Tomen nota pues sus Rapacidades Eminentísimas de que algunos de los que lean hoy estas líneas tiempo tendrán de ver algunas de sus respetables cabezas clavadas en una pica, siquiera figuradamente. Si a Alá le plegue.

jueves, 19 de mayo de 2011

La libertad, concepto abstracto donde los haya, se considera sin embargo un bien objetivo. Todo el pensamiento universal afirma que es algo preferible a la vida misma. Es decir, su valor de marca es altísimo, invaluable más bien, supera incluso al de la mismísima Apple Computer, Inc.

Comparte este podio olímpico con las ideas de Justicia, o de Amor, cada una con su mayúscula, y no habrá escritor o pensador que se atreva a poner seriamente y por escrito que cualquiera de ellas deba ser idealmente preterida por otros bienes de segundo orden, como por ejemplo, la riqueza.

Sin embargo hay un desajuste evidente entre lo que se dice y el cómo van efectivamente las cosas. Everybody knows..., como dejó escrito y cantado Leonardo Cohen en soberbia e iluminada canción, y hombre que acabó arruinado por amor, por cierto, arruinado de bolsillo quiero decir, lo que a cualquiera debiera honrar.

Existe otro bien, o incluso supuesto derecho, que desde luego no alcanza el idílico estatus moral de la tríada arriba mencionada, y más aún, cabría discutir si fuera un bien o menos, que es el trabajo, así en abstracto también, pero que es en definitiva padre y madre a la vez de todo cuanto poseemos (y valoramos) los seres humanos, tanto de lo tangible como de lo intangible, pues trabajo es moldear las cosas para usar y disfrutar de la existencia, pero trabajo es también pensar, conocer, procurarse alimento, cobijo, curarse, darse al arte mismo o aprender a escapar en lo posible a los estragos ciegos de la naturaleza.

Así que este bien indiscutible, mozo seguramente mas feo que las otras tres galanas, pero motor imprescindible para mantenerse en vida y, a su vez, para entrar en posesión de ellas, se convierte en el verdadero árbitro de la cuestión.

Sin el derecho al trabajo, no, sin el deber de llenar de contenido fáctico y real a este derecho, todo lo que se haya escrito sucesivamente en una constitución, en un ordenamiento jurídico, todo lo que digan unas parcialidades u otras de no importa dónde no será más que papel mojado y palabras al viento. Sin arbitrar todos los medios y recursos para convertirlo en tangible lo demás huelga, y con sangre lo estamos aprendiendo.

Y si por causa de esa belleza sin par que es la libertad, y para mejorarle todavía más el cutis, por ejemplo, se vacía de contenido a esa especie de opuesto/complementario suyo —una especie de ying y yang, para entendernos— que es el trabajo, los demás derechos tan primorosamente redactados con pluma de oca, buena caligrafía y con la punta de la lengua asomando acuciosa por la comisura de los labios, los demás, decía, empezando por el de obtener justicia, siguiendo por el de disfrutar de un hogar digno, continuando por el de la sanidad o el de cobrar pensiones, ayudas y así sucesivamente, quedarán en cascarones vacíos y se convertirán en una cruel irrisión, inútil siquiera ya para templar gaitas, y que no servirán finalmente más que para generar irritación, desafección y al cabo odio.

Así pues acaba resultando que ninguno de estos bienes resulta ser el absoluto, y lo mismo que para componer la materia real hace falta que la naturaleza eche unos cuantos quarks de cada tipo al perolo de lo posible, igual ocurre con las construcciones jurídicas y con los ingredientes necesarios para  conseguir el funcionamiento adecuado de las sociedades de los hombres. Porque parece finalmente que los componentes deben de ir juntos y en cantidades determinadas, como en receta, y no en otras cualquiera, mucho de libertad y poco de trabajo, mucho de trabajo y nada de justicia, todo de justicia pero sin libertad..., resultará en un guiso incomestible, en brebaje que envenena o en una especie de versión cruel del juego de piedra, papel y tijera, un juego sin ganadores posibles, o peor todavía, un juego en el que siempre ganen los mismos, es decir, en el tipo de solución infalible para que el personal acabe arrojando el tablero y los trebejos al aire y se dé la vuelta indignado.

Con lo cual, si toda esta libertad económica sin límites y advenida ya a piedra clave del ordenamiento jurídico, lo que viene a traer, como parece, es el corolario indeseable de ausencia de justicia y de trabajo (con su cascada de daños irreparables –una generación perdida, por ejemplo– y disminuciones sucesivas de toda clase de otros derechos), no parece cosa del todo estúpida que la tribu se reúna en asamblea y se siente seriamente a pensar sobre cómo arreglar el asunto, que no podrá ser de otra manera que redistribuyendo los ingredientes en dosis diferentes, y que lo haga en el suelo de la Puerta del Sol de Madrid, por ejemplo, ya que ha quedado más que comprobado que los hechiceros y los notables a los que se paga generosamente para hacerlo por ellos han pasado por completo de su trabajo.

Y si los favorecidos por la actual distribución de ingredientes, cada vez menos en número, pero cada vez obteniendo mayor acopio de bienes en su beneficio exclusivo, y escamoteados por lo tanto al disfrute común, se enrocan cada vez más en sus privilegios llegando incluso al extremo de llamar a la rapacidad, a la codicia y al delito nada menos que libertad, no será ocioso suponer que más  deprisa o más despacio haya que ir planteándose recorrer otra vez el camino en un orden más adecuado y siguiendo sus imperativos mojones: desesperación, indignación, insumisión, boicot, sublevación y, finalmente, revolución.
¡Salud, Puerta del Sol!

Y concluyo con una perla extraída de un tuiteo de una amiga, no sé si pescada por ella misma o que por ahí circula, pero firmada sin duda posible por Bertoldo Brecht, por más que atribuída a quien se le atribuye.

Junta Electoral de Madrid: la petición del voto responsable puede afectar al derecho de los ciudadanos al ejercicio del voto.

No ocurrirá lo mismo con la petición de voto irresponsable, imagino.