Nos decía mi abuela materna y nos lo repetía una y otra vez –como todas las abuelas– y cuando los niños en esas edades entre los cuatro y los ocho años veníamos a dar en bostezar, en restregarnos los ojos y a empezar la diaria pelea infantil contra el no querer dormir aún estando ya más que derrotados por el sueño, y al tiempo que nos empujaba suavemente por el pescuezo, como pollos, y nos dirigía dulce pero irremediablemente al cepillo de dientes, el pis, el pijama, el vaso de agua y la cama; nos decía, en su inevitable francés (y como seguramente ya le habría dicho tantas veces antes a sus hijos, sobrinos y otros etcétera) –le marchand de sable est passé– (el mercader de arena ya ha pasado) y luego lo traducía, si era el caso, al italiano, al español, al véneto o a lo que fuera menester según la nascencia del nieto, que los tenía como en la ONU, y en referencia a un apólogo oriental, según nos explicaba más tarde a los más mayorcitos, de un mercader que llegaba en su camello todas las noches para echarles arena en los ojos a los niños para que les picaran, lloriquearan y así finalmente se durmieran.
Para mí son todavía una imagen y un recuerdo muy dulces, aunque hoy, día electoral, y tal vez por ello, me haya saltado por primera vez a las mientes una asociación brutal e inesperada, pensando en el untuoso y zalamero mercader de arena que se haga esta noche con la plaza, el que sea, y en todos los mercaderes de arena untuosos y zalameros, habidos y por haber que en días como este pasan por todas las casas no como papanoeles, santaclauses y melchorgasparesybaltasares sino como arpagones y misterscroodges para echar arena en los ojos de los adultos, y no para dormirnos, ¡pobres y esperanzados de todos nosotros!, sino para que sigamos soñando con pasar de la pesadilla a un sueño tranquilo, en unos casos, pero pasando en otros del sueño tranquilo a la pesadilla o, ya más franca y segura y brutalmente sin duda, de una pesadilla a otra, en reglada alternancia y como bien podría podría ser el caso de no pocos entre los que sin duda me cuento, aunque cuidando muy bien siempre, eso sí, los mercachifles más poderosos de este inacabable circo, zoco o mercado de arenas en los ojos (y ya ven qué palabra esta, mercado, ¡ay dios mío!...), no de que nos durmamos dulcemente, sino de que no despertemos nunca jamás cada cual de su sueño, y tarea esta para la que les pagamos gustosos –además–, con el más sagrado, sólido y apreciado por ellos de todos los valores, nuestras papeletas electorales, de inmediato convertibles, al parecer, en merecido sosiego y en futura y pujante y resplandeciente credibilidad de curso legal, ese talismán.
–Buenas noches, Alberto, que duermas bien–.
–Buenas noches, abuela, dame un beso–.
Alberto, despierta. Ya es de día.
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