miércoles, 2 de octubre de 2013

El papa Francisco. Que no hará una iglesia. Pero ayuda.


A los procuradores en Cortes del Vaticano les ha salido un Adolfo Suárez cuando y donde menos podían esperarlo. Pero allí ni siquiera había fallecido el caudillo, que el suyo se les retiró, no al Pazo de Castel Gandolfo, como cualquiera hubiera pronosticado, sino a una residencia de ancianos, como tantos otros mortales atenazados e impedidos por las fauces siempre implacables de la ancianidad. Y esto ya pareció indicio de que cosas inusitadas estaban pasando, al margen de la propia abdicación, decisión esta que de las que pueden tomar los poderosos es una de las más raras y, dicho sea de paso, digna y honrosa.

Y este hecho mismo, el de poder registrar algo honroso, ¡Laus Deo! en las alturas de organismo tan gangrenado como el que presidía el Papa Benedicto, ya parecía en sí florecilla de San Francisco. Que los santos son milagreros, por construcción, se podría decir, y aquel sí que fue un santo, desde luego, il fraticello.

Y no quiero dejar para luego, por cierto, la constatación de que cosas honrosas también las hace y las hizo siempre la iglesia, por supuesto, aunque dando a veces la sensación de que a pesar de sí misma o, mejor dicho, de los malos ejemplos, costumbres y usos de su propia jerarquía, que más bien parece enfrentar la función pastoral y la de la caridad, más como un mal necesario que como la razón fundacional, casi olvidada, del ser y el existir de su vieja compañía.

Pero sea todo ello cosa del Paráclito o que la causa de este aparente milagro sea otra, incluso aquella tan antigua de acudir a ponerle una vela a Dios y otra al Diablo, de tan acrisolada tradición en la institución, el caso es que uno de los principales poderes que se asientan sobre la tierra parece hoy haber quedado expuesto a nuevos e insospechados aires, o buenos aires, cabría desear.

Porque lo cierto es que el nuevo Papa ha entrado en palacio sin complejos, como se dice ahora. Y se ha construido en pocos meses una reputación y una imagen pública y mediática que ya la quisiera para sí la mismísima Santa María de Apple, Nuestra Señora, y empezando desde el minuto uno de su papado, por cierto, sin dar un segundo de tregua a nadie, ni a los de dentro ni a los de fuera, fieles e infieles que seamos. Todos nosotros.

De hecho, el que ahora me tenga que preguntar qué hago yo escribiendo de esto, ateo de corazón y sin haber entrado todavía en esas angustias y arrepentimientos que dicen que en la tercera edad visitan a tantos de los de mi condición y, es más, habiéndome tenido que retener de hablar de este Papa desde hace ya bastantes semanas, porque verdaderamente creo que lo merece, obedece sin duda a que se trata de un personaje que ha irrumpido en el panorama del presente con una fuerza, un protagonismo y una personalidad fuera de lo común. Y con un mensaje, de puro evangélico, prácticamente inaudito, que transmite sin duda esperanza, pero imagino que igualmente suscita el pavor y el rencor de unas jerarquías que se ven directamente señaladas, pero que sin duda acumulan todavía un poder enorme, y que es más que de temerse que intentarán morir matando.

Y aquí en España, donde la única forma histórica de entenderse con la jerarquía por parte de las gentes que no fueran de su cuerda, no ha sido nunca otra que la de salir huyendo de ella o corriendo detrás de ella con un palo, un personaje de esta musculatura moral, por llamarla de alguna manera, resulta sorprendente y bien merece que se hable de él. Máxime, cuando esa jerarquía, la nuestra, la de hoy y aquí, es una rémora para el entendimiento democrático, para la iglesia misma, para el ejercicio de su propia función y para el beneficio propio de la empresa a la que representan, como les indicaría cualquier asesor de imagen en sus cabales al que contrataran para averiguar las razones de su pertinaz caída de ventas.

Y la retahíla de titulares que el Papa Francisco, como nuevo consejero delegado, ha sido capaz de dejar en poco más de un semestre, no creo que la contabilice Obama mismo, ni el difunto Saddam Hussein, y no digamos ya, el número de sorpresas que lleva dadas. Y, por causa de una verdadera intervención del Espíritu Santo, supongamos, pues otra explicación no parece haberla, ha sabido acompañar, hasta hoy, sus palabras no solo de gestos, sino de hechos, todos consistentes, coherentes y con un sentido que se acompaña y compadece perfectamente con esas palabras.

Y esto, convendrán los lectores, es algo que, procedente de un jefe de estado, por muy espiritualizados que se quieran suponer su cátedra y trono, es acontecimiento al que no estamos acostumbrados. Que llegue hoy nadie al poder, y al suyo en concreto todavía menos, y se desprenda como primera acción de buena parte de las formalidades, simbolismos y privilegios del cargo, llamémoslos temporales, predique un discurso, en lo religioso, verdaderamente novedoso y, acto seguido, se lo aplique en primer lugar a sí mismo, es cosa que prácticamente estaba por ver, empezando por los que más practican este mismo tipo de discurso, que nunca faltan, pero mienten.

Pero este hombre transmite, sin embargo, mejor que nadie la sensación de que no miente. Y le acompaña un aura de que pasa por esos centros de poder que son los más antiguos, solemnes y prestigiosos del mundo, no con la suficiencia del aristócrata que los desdeña porque ya los considera suyos desde el momento de su misma concepción, ni con la actitud del funcionario brillantísimo que finalmente se ve recompensado con el cargo y honor máximo de su carrera, y lo disfruta, como bien pudo ser el caso de su predecesor, que ciertamente no pecaba de humildad, sino con la seriedad y proximidad, en su distancia justa, más la autoridad y sabiduría con la que los antiguos reyes-pastores del Mediterráneo, en una antigüedad provecta y olvidada, que regían a los hombres con cordura y ejercían sus funciones de una manera efectiva, respetada y sencilla y que en lugar de procurar solo su permanencia o reelección, eran los gobernados quienes venían a solicitársela a ellos y de verdad, no de boquilla, como se haría con un tirano, so pena de degüello.

Y este papa, no solo habla, que es cosa que suele salir gratis. Ha destituido al responsable de las finanzas del Vaticano, cuyo tufo catacumbal ya casi ahogaba a los fieles de San Pedro, ha despedido al secretario de estado, todopoderoso y trapacero, a quien su predecesor no se atrevió a tocar ni censurar, cuando sobraban los motivos, ha cesado de manera fulminante a obispos pederastas, ha instituido un consejo colegiado para la toma de decisiones (y esto en una monarquía absoluta, más o menos, lo que tampoco es parca novedad) y ha señalado con un índice de un kilómetro de largo a tantas prácticas que no le gustan nada y como deja mejor que claro, sin medias tintas, y que son, casualmente, aquellas que un coro enorme de sus fieles y de muchos que no lo son también lleva años señalando, pero sin el poder para tratar de modificarlas.

Y que alguien que ocupe el poder máximo en una gran institución, lo alcance sin cortar cabezas o amparado en una revolución y se ponga sensatamente a ejercerlo según el sentir de los más y para escarmiento y perjuicio de los menos, pero poderosos y, en definitiva, sus co-príncipes, es sin duda novedad en cualquier parte y en la iglesia católica no es que sea ya novedad, es directamente revolución o, mejor todavía y más cristianamente, buena nueva, y lo digo ciñéndome a su propio lenguaje, ese de palabras de oro y perfumado de sahumerios, pero huero de los hechos que estas palabras proclaman o, todavía peor, preñado de otros hechos, pero horribles, de los que sonrojan al género humano y de los que la institución nunca ha sabido prescindir ni apartarlos de ella definitivamente como mal cáliz.

Y el que un Papa de Roma, ahí es nada, se suba a un 4L y lo use, al margen de ser una anécdota y la mejor publicidad de Renault desde que se fundara la marca, logrando además que el gesto no parezca cosa del asesor de mercadeo, pero tampoco una salida de tiesto de anarquista dispuesto a epatar al burgués, sino algo venido de dentro, espontáneo, razonable, necesario y consecuente, ha hecho no solo para el papado, sino para la propia modernidad, más que todas las tardes que un friki pueda pasar en la acera, disfrazado según dicte el canon del momento y diciéndose sé tú mismo, tío, y qué guay este solecito que nos manda Dios y la copichuela con los colegas del loft del co-working.

Y mirando, para terminar, a nuestro siempre triste aquí mismo, imagino como esas palabras del Papa Francisco sobre las obsesiones, evidentemente absurdas, de la jerarquía vaticana y muy particularmente de la conferencia episcopal española en todo lo tocante al sexo, a la concepción, al papel de la mujer en la iglesia... han dinamitado con la más consistente carga de profundidad toda una manera de pensar y hacer, enfocada siempre y sin excepción a la represión, al castigo, a la intolerancia y a la misoginia, en lugar de a la comprensión o al perdón, sin mirar ni dedicar nunca demasiado espacio moral, temporal y efectivo a hablar y a tratar de influir en la mejora de tantas cosas que de verdad sí que claman al cielo, aquí y en todas partes, pero que nuestra jerarquía despacha siempre como asuntos secundarios o indignos de su alta misión. Y el que hoy, su propio jefe, no cualquier opinante o político opuesto, les tenga que recordar, más o menos, que el fundador perdonaba a los asesinos y a las prostitutas, buscaba, recibía y acogía a los desvalidos y echaba a latigazos a los mercaderes del templo, desde luego tiene que ser muy amarga pócima para esos espíritus bisbiseantes.

Hay muchas iglesias, qué duda cabe, y eso es parte de la innegable y antiquísima sabiduría de la institución, tantas que cada cual puede elegir la que prefiera, y muchas imágenes de ella, personificables en la del hierático y faraónico Pío XII, tan transigente como impotente frente al nazismo, la del guapo, teatral, fornido y verdadero mastín ideológico y conservador de Karol Wojtyla, la de abuelo bondadoso de Juan XXIII, pero fautor del II Concilio Vaticano y hasta hoy, el protagonista del anterior y mayor experimento de apertura de la Iglesia en el siglo XX, seguido por el ilustrado Montini, que concluyó el concilio y llevó a la iglesia a una modernidad de la que ella sola, más tarde, se descabalgó. Y Papa este, por cierto, con dificilísimas relaciones con el franquismo agonizante, tanto que, como contó años más tarde el Cardenal Enrique y Tarancón, llegó a caminar por Madrid llevando en el bolsillo la excomunión de Franco, lista para entregar, escaso tiempo antes de la muerte del dictador.

Y cualquiera, con un poco de memoria histórica, bien puede ver la diferencia entre aquella iglesia española de los años 70, firme y flexible, a la vez, en lo ideológico o lo dogmático (y lo cual, todo hay que decirlo, es lo lógico en toda organización portadora de un mensaje o una ideología), pero capilar, imbricada en la sociedad civil y favorable al cambio político y a la necesaria mejora de la situación social, comparada con la actual, anclada en las posturas más retrógradas de toda la cristiandad, desgajada de la sociedad civil, opuesta a ella, a su soberanía y a las decisiones democráticas y defensora acérrima de posturas que más parecen cercanas al antiguo carlismo montaraz que propias del momento actual. Un verdadero anacronismo viviente y del cual ha tenido que venirla a sacudirla no una oposición decidida y organizada o una acción civil que aquí nunca logra articularse más que para exhibir pancartas, pero que, en la práctica, le ha consentido y permitido todo o casi, sino la propia acción y palabras de un papado que, traiga las consecuencias que traiga, parece decidido a querer estar en el siglo. Pero en este, no en el XIX. 

Y, sinceramente, este siervo que escribe tiene que reconocer que si en el sorteo de la vida me hubiera tocado el cargo de Papa, resultaría seguramente mejor o peor persona, buen pastor o tirano absoluto, inteligente o modesto, zafio o soberbio, pero creo que si a algo me resultaría imposible renunciar sería a los apartamentos papales, a la capilla Sixtina a pocas puertas de mi dormitorio, y a las estancias de los frescos de Rafael a otras pocas. Un hombre capaz de hacer eso, si a otros puede convencerlos por no importa cuáles razones, a mí, desde luego, me ha convencido solo con eso. Si para dar ejemplo hay que mandar a tomar vientos a Miguel Ángel y a Rafael, por decirlo fino, se les manda. Puede ser, eso sí, sencillamente, que no le gusten, y ya tal cosa desmontaría el argumento. Pero, con todo y ello, irse a donde se ha ido a vivir pudiendo estar donde podía estar, dice mucho de las intenciones y de las capacidades para llevarlo a cabo, ya lo creo. Vaticano, tenemos un problema, como cablegrafiaría la curia–. Y algo parecido lo dejó clavado con su maestría habitual El Roto, hará un par de días.

Y, ayer mañana, para concluir, el Papa directamente insultó a lo que ha llamado la ‘corte’ de la curia, calificándola de lepra. Desde luego, entre los usos diplomáticos de un jefe de estado, y menos de un Papa, creíamos cualquiera que no tenía cabida el insulto público. Por otro lado, ha dejado caer, de paso, que considera que el mal más grave que aflige al mundo es la falta de trabajo. Si lo hubiera apuntado la internacional socialista o un organismo sindical, nada que decir. No es más que la santa, atea y cristiana verdad y no se puede expresar nada más obvio. Pero se supone, suponíamos muchos, que un papa se movía en otra órbita de intereses y explicaciones. Podría seguir hablando de fe, de dogma, de rito, de caridad, y nadie tendríamos mucho que anotar. Sería un futbolista hablando de fútbol o un economista sobre opciones de futuros.

Pero esto de que la visión del papado se torne de verdad ecuménica y diagnostique un día tras otro las cosas que verdaderamente afligen a los hombres, con agudeza quirúrgica y desde unas actitudes propias de un ser humano, no las de un ungido o un privilegiado, sí que es una novedad y esta es de celebrarse, porque hay muy pocas cosas buenas de las que hablar, sino tristemente de tantas otras, todas ellas insoportables, injustas, negativas, aborrecibles.

Este hombre tranquilo, sonriente, eficaz, socarrón, ocurrente, panzón y torpe de aspecto, dispara sin embargo órganos de Stalin cargados de sagradas formas y da en el blanco con rara pericia. Parece un viejo listo, pero para el bien, no un listo de los que ratean, y transmite confianza junto a la sensación de que sabe muy bien de lo que habla y lo que quiere hacer. Incluso, con esa decisión también casi inverosímil de renunciar a protegerse como hoy en día mandan los cánones, manda el mensaje de que si hay que ir al martirio, sencillamente se va, porque va con el cargo, pero sin más florituras. Y, desgraciadamente, esto le pondrá tal vez el trabajo más fácil a quien tenga que hacerlo, que al paso que lleva no van a faltar mandantes, pero es otra actitud más de las que engrandecen a un notable, y ya no estamos acostumbrados, hace mucho tiempo, a ver a ninguno de ellos levantar la cabeza por encima de la mediocridad que también impera en su colectivo.

Decía Felipe González que nadie fue consciente de la gran fragilidad de la dictadura hasta pasados años después de su término. Venía a decir que hubiera caído con la mitad de trabajo, que incluso en su propio interior estaba harta de ella misma y que, con Adolfo Suárez, se hizo el hara-kiri mucho más por su propia cuenta que por otra cosa. Pero es que ya no tenía a nadie con ella, añadiría yo.

Así que, vayamos a saber si la propia iglesia católica para devenir en algo diferente y en algo no ya hastiado de sí mismo y abandonado por todos, empezando por su propia clientela, no se venga a hacer algo parecido, por una vez, y no solo a lo Lampedusa, cambiar todo para que no cambie nada, sino cambiar algo para que por lo menos eso sí cambie, en la intención de que mejore en algún aspecto ese cuerpo místico, religioso, social, ideológico o como cada cual prefiera llamarlo. Tal vez esos señores procuradores de la prodigiosa sixtina hayan dado con su Adolfo Suárez, el último que se esperaban y el que tal vez ponga allí firmes a los más cerriles de entre todos ellos como, algo más que menos, logró hacer el de aquí.

Y no cabe tampoco olvidar que el momento histórico camina hacia una necesaria transformación. Son demasiados los desajustes, las insatisfacciones, las promesas incumplidas y las situaciones ajenas a razón a las que las poblaciones han tenido que someterse. La iglesia mantiene todavía una autoridad moral incuestionable para muchos millones de seres humanos. Que su discurso mire en una dirección nueva, y más si este estuviera algo más orientado hacia las verdaderas necesidades y el sentir de las poblaciones, no podría más que redundar en la también necesaria higienización de unos usos políticos y económicos que, hoy, ya son los mismos o peores que los de esa corte de la curia que estigmatiza Francisco. Es decir, usos y actitudes que son eso mismo, lepra. Lepra que arranca la carne de las sociedades y las desfigura.

Bienvenido y bendito sea este papa, si es cierto que trae alguna buena nueva y la esparce entre los hombres. Alguno, alguna vez, antes o después tendrá que traerla.

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