sábado, 5 de octubre de 2013

Tiempos próximos.



–El siguiente.

–Buenas tardes...

–Buenos tardes. Usted dirá, señora.

–Vengo a que me arreglen este tomate.

–Pues vamos a verlo... ¡Alfonso!, acércame el comprobador de tomates y el salvatomates y, ¡ojo!, no te confundas, el de tomates, no el de melocotones, que mira la que liaste ayer...

Anselmo, el aprendiz, con aire aburrido, le acerca lo solicitado.

–Muy bien, pues veamos qué hay con este tomate, mala pinta tiene... acompáñeme por aquí, señora.

Se sitúa frente a un impoluto banco de trabajo, se coloca con rapidez y pericia unos guantes de látex, extiende un plástico sobre la mesa en el que figura en grandes letras de diseño: Fruticompost, talleres Raúl y Paco, y cubre el tomate con el salvatomates transparente que tiene un orificio que hace coincidir en un gesto rápido y eficaz con la parte superior del fruto, donde aún queda una hojita verde.

–Señora, para las comprobaciones tenemos que retirar la hojita verde y el peciolo, ¿está de acuerdo con ello?

–Qué remedio... aunque hervidos de algo servirían, pero haga usted lo que deba.

Los retira con unas pinzas, los introduce en una bolsita esterilizada, toma una etiqueta que sale de la máquina, la pega en el cierre y le entrega la bolsa. Luego introduce una sonda fina como un cabello por el lugar donde enganchaba el peciolo. En el visor del instrumento comprobador de tomates empiezan a aparecer cifras en rápida secuencia.

–Ufff... este es un tomate modelo Raf, ya algo anticuado, de ocho destellos verdosos, nº 48C, diámetro mayor 97,3 mm, contiene 629 pepitas y un porcentaje de agua del 91%, da 284 gramos brutos en la báscula y tiene fecha de emisión del 12 del mes pasado, o sea, que tiene ya quince días y nueve horas... a punto de quedar invalidado. ¿Me puede usted decir por qué ha esperado tanto a traerlo?, no vea usted ahora la que habrá que armar... y es que parece que se resiste todo el mundo a comprender que los tomates ya no se pueden arreglar en casa, pero si es por su bien, por su salud... si  cualquiera lo sabe.

–Es que se me pasó, y hoy, al querer usarlo, me di cuenta de como estaba...

–Pues en las condiciones en las que se encuentra ya me dirá usted qué hacemos... A ver, mujer, antes de seguir, ¿cuánto le costó el tomate, si no es indiscreción?

–Pues no me acuerdo bien, pero me suena que veintiséis céntimos, no pensaba que hubiera que traer la factura...

–Señora, las facturas conviene traerlas y llevarlas para todo, garantías, caducidades, reclamaciones, responsabilidades sanitarias, titularidad, qué le voy yo a contar...

–Puedo ir a por ella, si les hace falta.

–Es que es imprescindible, bien lo sabe usted, bueno, ahora mismo, no, aunque solo por hacerle un favor, pero mañana o pasado, sin falta, antes de tres días, que luego, ya sabe... le viene el ministerio a usted con que consumió un tomate caducado y a nosotros la multa por procedimiento incompleto, la averiguación de Interior sobre un tomate sin identificar y otra más de Hacienda por intervención fuera de la norma. Ya sabe cómo se las gastan. Si por nosotros fuera... pero no es culpa nuestra, señora. 

–Vale, vale..., pues le agradezco el detalle, entonces mañana por la mañana se la traigo sin falta.

–Bien, pues para abreviar. Si le intervengo el tomate hay que quitarle cerca de un sesenta por ciento del total de su carne y la piel, casi toda ella, que está completamente llena de rozaduras y de mataduras y es obligatorio sanearla, y siempre que sea para consumir hoy mismo, que si no, le caduca la garantía, y ahí si qué puede usted meterse en un lío de verdad, que a las cámaras de seguridad interior de cada domicilio no se les escapa nada. El  presupuesto, si no lo acepta serán tres céntimos, y si seguimos adelante, serán 12 céntimos total, ya con el IVA. Y usted me dirá qué prefiere hacer, pero el tomate, tal y como está, tenemos que retirarlo por ley, si intervenimos le cuesta más de lo que medio tomate y se comerá menos de la mitad. Comprendo que es un problema, pero tiene que tomar una decisión.

–Bueno, le sonará raro, pero yo, a mi edad, con medio tomate ceno. Si compro otro, serán 30 céntimos a lo menos. Casi que me lo arregla.

–Pues como usted diga, me parece juicioso, al final eso es lo que decide casi todo el mundo, vaya usted a la sala de espera que mientras se intervienen los frutos aquí no se puede estar, que esto siempre es desagradable. Tardaremos una hora, que no vea lo que tenemos esta tarde por delante en taller. Salga usted por allí, señora.

–Gracias, muy amable, hasta luego.

La clienta se dirige a la sala de espera. Antes de entrar, en la ventanilla de la entrada se identifica como propietaria del tomate, firma el presupuesto y paga la intervención por adelantado. Firma otro documento indicando que la factura la traerá mañana, ateniéndose a las consecuencias de no hacerlo. Le dan el comprobante para la recogida, el 254.

En la sala no quedan asientos libres. Se resigna y se apoya en una columna. Enfrente, distingue una variedad de carteles de chicas provocativas recostadas sobre cajas de diferentes frutos, una, semidesnuda, agachándose sobre una tomatera, otra con un mono azul mordiendo una manzana, otra, empujando con cuatros dedos extendidos y en un gesto pícaro, un calabacín que aprieta contra uno de sus pechos.

Sacude la cabeza con resignación al tiempo que se da cuenta de que tiene mucha sed. Se acerca al dispositivo erogador de elementos de hidratación. Dedal de agua higienizada: tres céntimos. 50 cc de Cumbres del Mont Blanc, tensioestabilizada: cinco céntimos. Pack Aqua Plus, 100 cc: ocho céntimos.

Escarba en el monedero y ve que no le quedan más que dos céntimos. Regresa a la columna y, por un viejo automatismo de otros tiempos, se levanta la manga izquierda y mira a su dispositivo intercomunicador universal de muñeca. Pero ve el letrero del software que se ilumina y le recuerda... Consulta de la hora, un céntimo; consultar el correo, tres céntimos; agenda, cinco céntimos; establecer comunicación, nueve céntimos. Introduzca opción solicitada...

Deja caer el brazo, apoya el culo firmemente en la columna, avanza un poco los pies para dejar descansar la espalda arqueándola hacia adelante y agarra la correilla desgastada de la bolsa de las frutas con las dos manos, cruzándosela delante de las rodillas y sujeta con los dos brazos alargados hacia abajo y mira hacia el contador de entregas. Va por el 119.

Suspira hondo y compone una expresión inescrutable.

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