miércoles, 6 de marzo de 2013

Pena de muerte. Pena de no muerte.

Hay días que todo parece más todavía el cementerio de la razón, con los buitres posados en las cimas de sus tapias, esperando su recompensa.

El comandante Chávez pasa sus últimas horas, al igual que sus últimos meses, tragando hasta las heces ese maltrato inhumano e inacabable que es el encarnizamiento terapéutico con el que le obsequian sus partidarios. Hay a quienes no se les permite morir hasta que los vivos no acomodan bien del todo sus cuerpos en las poltronas del salón que abandona el propietario. Hasta que no se beben todo su güisqui y le hacen firmar todos los papeles, presentes y futuros, sin faltar uno. Es la pena de no muerte, que se aplica con el mismo rigor que la de muerte.

–¡Agua!–, gime entre estertores el agonizante.
–Ánimo, valiente, aguante, que ya verá como se le pasa, y sobre todo deje de pedir agua, sabe que de ninguna manera le conviene–.
–Y usted, cirujano, por su bien, el suyo y el de él, córtele otro pedazo. Y otro. Y anestesia la justa, que se nos escurre... Deprisa, vamos hombre, vamos..., déle al serrucho con más brío, hombre de Dios, pavisoso...–.

Tal es la pena a la que condenan a tantos sus hechuras, los sucesores, los herederos, los deudos doloridos que mañana irán sollozando detrás del armón, mientras siguen revisando los armarios hasta el último entrepaño, los papeles del escritorio, el joyero, el talonario y los extractos de cuentas, las palabras clave, las fotos por si existiera alguna inconveniencia, mientras re-redactan el testamento, y mientras revuelven sus heces, con atención y cuidado, no sea que aparezca en ellas un brillante o un esbozo incontrolado de un decreto-ley. 

Y la padeció igualmente ese juntacadáveres del general Franco, y por los mismos motivos. En su día, aquellas fotografías del horror dentro del ya no poco horror del tener que habitar dentro de sí mismo, me parecieron, como a tantos, un asunto de justicia civil, o poética.

Pero hoy ya no. Y no me volverá a ocurrir con ningún otro. Hace mucho tiempo que ese regocijo me parece de mal nacido. Pero tal vez incluso sea bueno serlo, alguna vez, en algún momento, para que apercibido por los únicos que pueden hacerlo, un puñado de buenas lecturas, pueda uno comprender la magnitud de su error y tratar de explicárselo a otros.

Y hoy también, hace sesenta años que falleció otro primer espada, nunca mejor dicho. El Padrecito Stalin. Su caso fue aún más portentoso. En la cima de su poder omnímodo agonizó dos días sin que nadie se atreviera a acercársele. Paradigma del poder absoluto. Otro espanto más dentro del espanto. Daba todavía más miedo agonizante que vivo. Y se murió él también de la misma manera, sin su vasito de agua.

Porque finalmente el agua, o el último cigarrillo, te los niegan los hijos, los herederos de la vara de mando y los de tu espíritu, los profesionales que velan por tu bien o Laurent Pavlovich Beria. Hermosa cuadrilla que hace pensar en los tiempos aquéllos en que el reo tenía derecho a pedir un último deseo. Ese que para ciertos enfermos terminales no figura entre los mandatos constitucionales. 

Más aun. Ayer, creo, dos horas de televisión, en China, con cuatro reos impecables, impecablemente paseados para enseñarlos, de despacho en despacho, en las horas previas a su ejecución. Vídeos, cómo no, debidamente repicados aquí, para que los disfrutemos.

Vídeos impolutos, funcionarios de corrección impoluta, instalaciones impolutas, guardianes impolutos con guantes blancos impolutos. Humanidad impoluta, no rozada ni manchada por la más mínima presencia de sí misma.

Cuesta trabajo ponerse a pensar, hoy en día, en ese espectáculo sin descripción posible, en ese suplicio añadido del escarnio, del paseíllo, en la obligación añadida de servir de ejemplo para una política cuanto menos discutible y que ha de ser protagonizado por seres humanos que, por nefandos que sean sus delitos, están ante su hora última, ante ese vacío que cada cual debiera de tener inalienable derecho a pasarlo en comunión consigo mismo. Bastante es ya tener que asomarse, ser empujado involuntariamente a la muerte, con arrepentimiento o sin él, ser puesto ante ese desorden absoluto que desmantela necesariamente cualquier alma y cualquier pensamiento y que es el definitivo de los espantos, como para tener que ejercer además de bufón en semejante teatro. 

Y más muertos. Esos dos muchachos, iraníes, condenados por ¡desafección a Dios! y ejecutados hace un mes. Al escribir este texto me ha vuelto la imagen de esa foto estomagante de los dos pobres desdichados llorando en el hombro de sus verdugos, momentos antes de la ejecución.

No sé si habré visto algo más triste en los días de mi vida. Una vez muerto, vestí y amortajé a mi padre, y de ciertos dolores ni siquiera cabe intentar decir o expresar, nadie tenemos palabras. Pero de la tristeza y la vergüenza que sentí hace unas semanas ante esa fotografía sí que quería hablar en este momento. Pero ahora, a la hora de intentarlo, me encuentro con que tampoco me salen los términos. Igual que hace un mes, cuando ya intenté escribir sobre el asunto. Y juzgo entonces que es suficiente con dejar consignado esto. Solo puedo dar cuenta de mi estado de espanto. Solo puedo decir que me avergüenzo de un mundo donde Leonardo Sciascia tuvo que escribir su Cándido, donde Arrigo Levi tuvo que dejar su Si esto es un hombre, donde Ernesto Sabato tuvo que firmar las conclusiones del informe Nunca más sobre la dictadura argentina.

Pero hoy, más aun. Esos siete ladrones saudíes, condenados a muerte. Uno de ellos a ser crucificado después de decapitado. Y aun cabe congratularse por el orden de esto último, en particular porque no deben de faltar todavía, allá y acá, los que sigan considerando las bondades innegables de aplicar un orden inverso.

Los emires saudíes, ante el clamor del mundo, parece ser que han retrasado la ejecución. Se celebrará, como es la costumbre, cuando se olvide un poco el asunto.

Y a Benedicto, el Papa, desde mis antípodas ideológicos, y al que me negué a comprender hace unos días, hoy he deseado verlo bajo otra consideración, como conclusión de estas líneas. Visto lo ocurrido con su antecesor, tal vez no hayan sido solo las fuerzas lo que le hayan flaqueado ante los problemas, ni el intelecto lo que le haya faltado para enfrentarlos. Tal vez haya decidido solamente aplicarse la eutanasia suave de someterse, conociendo su hora ya próxima, a una muerte digna, la que todos merecemos no por buenos o malos, sino por seres humanos, y conociendo los cuidados que bien podrían esperarle de seguir al frente del barco. Tal vez se haya mirado a su alrededor y se haya dicho en un momento de angustia: Tarcisio, Maduro, Tarcisio, Maduro... y se le hayan doblado las rodillas al anciano. Habrá quizá anticipado las imágenes de su agonía y decidido entonces tomar el camino del monasterio. Y no será fácil negarle la comprensión si esa fuera la verdadera causa.

Finalmente, la cena me retrasó la conclusión de este texto y, no hará una hora, según leo ahora mismo, cuando me siento de nuevo a rematar el artículo, el comandante Chávez ha sido relevado de su puesto de cadáver en vida.

Descansen en paz todos los arriba mencionados.

Algunas gentes peores que cualquier otra cosa imaginable encuentran siempre la forma, no solo de maltratar a los inocentes, sino la de redimir hasta a los peores de los culpables, mediante la tortura.

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