sábado, 9 de marzo de 2013

La deuda.


No puedo dejar de recordar, pues la memoria todavía me sirve bien, la larguísima crisis de la deuda sudamericana y la de buena parte del tercer mundo, que era el condimento cotidiano de los noticieros de hace veinticinco o treinta años.

E igual recuerdo muy bien las constantes y desesperadas peticiones de quita realizada a unos y otros países acreedores, y al FMI, para desactivar el yugo infernal de la deuda y sus intereses, convertida en un mero mecanismo de transferencia eterna de fondos, sin visos de conclusión posible, a modo de tributo neo colonial, que estrangulaba de manera irremediable a los pueblos a los que afectaba y a beneficio exclusivo de quienes la manejaban, la creaban y la modificaban a su antojo y beneficio.

Pero hoy, en ese infierno tropical ya moramos nosotros, todo el sur de Europa al completo y habrá nuevos países que se irán incorporando. Y ese sarcasmo, cada semestre más sangrante, que responde al nombre de Unión Europea, una mera asociación de capataces y banqueros, por el momento, y mientras nadie demuestre lo contrario, es quien nos obliga hoy a remar a sus desdichados súbditos con normas desequilibradas a favor de unos y en contra de otros, y obrando por completo al contrario de las demás grandes economías del mundo.

Porque en EEUU, China, India o Brasil, por mencionar las principales, las deudas las contrae cada una de esas enormes uniones o estados, y fía solidariamente de ellas. Al mismo tipo de interés para el deudor de Shanghai o el de Pekín, que son dos galaxias por cultura y distancia, o para el granjero de Nuevo Méjico y el bróquer de Nueva Yorque, cubierto el uno de mierda de bisonte y el otro de fragancias de Dior, pero cuyo dinero non olet, como todo él, pero sí que cuesta y se vende por lo mismo. Porque esos estados son garantes últimos de sus deudas, responsables de contraerlas o hacerlas contraer en los mejores términos posibles y de pagarlas y hacerlas pagar según se deba, pero repartiendo la carga equitativamente entre los socios.

Y este es el discurso que tendrá que empezar a realizar la política o la ciudadnia, o lo que quede de ellas, ante esa horca caudina de una UE que no redistribuye, sino que coloniza interiormente a sus indios, metecos y cipayos, aspirando desigualmente sus fondos, y ante la pérdida de soberanía de cada estado que no ha quedado compensada por la asunción de la misma por la Unión. Una soberanía a imagen y semejanza de las demás uniones mencionadas, completa, operativa, eficaz y estatal, que haga que se paguen los mismos impuestos en Galitzia y en Galicia, en Bari y en Southampton. Y que las oportunidades para todos sean aproximadamente las mismas.

Porque este mecanismo por el cual, Italia o España, dos grandes países de Europa, por poner un ejemplo, pagadores firmes y continuados de sus deudas, en España desde los tiempos de Napoleón, en Italia desde que se reunificó, en 1860, y aun mediando guerras, calamidades, avatares y desgracias sin cuento, pues España las pagó incluso durante la Guerra Civil o a su inmediato término, y en cuál estado de ruina de la nación no hace falta recordarlo, resulta que son ahora países penalizados por las expectativas de que las sigan pagando o no, cuando lo llevan haciendo 150 y 200 años respectivamente, sin faltar a un solo pago.

Y, sin querer olvidar de ninguna manera las responsabilidades de la clase política de ninguno de estos países endeudados, por corrupción y malversación continuada de caudales públicos, este diferencial de la deuda, ese término técnico que esconde en su anverso a un conglomerado financiero exento de cualquier razonamiento o consideración sobre el bien común, es el otro principal causante del estado actual de las cosas. Pues no solo son mayores los intereses por recibir el mismo dinero que Alemania lo que se debe de pagar, sino que los intereses para refinanciar dicha deuda cada vez que resulta necesario hacerlo, se calculan también sobre esos montos, ya más elevados.

Y eso afecta en profundidad a todo el cuerpo social, empezando por la empresa privada misma, que debe financiarse a intereses más altos que su competidora alemana o sueca, con el resultado de que su competitividad, sólo por este hecho, ya se ve reducida, pues ha de fabricar lo mismo o prestar los mismos servicios financiándose a intereses superiores.

Y, naturalmente, eso hace que dicha competitividad, ya de por sí difícil en países menos ricos, resulte todavía más inalcanzable, y así ese exhorto o grito permanente y además necesidad verdadera de tener que mejorar la productividad, pasa a convertirse casi desde el enunciado en otro sarcasmo más, pues las condiciones iniciales justas y necesarias para dicha igualdad no existen. Es decir, y utilizando los propios términos de la economía de mercado, no se opera dentro de los parámetros de una libre competencia. Y solo queda entonces recurrir a lo que inevitablemente se recurre, a reducir el peso del otro brazo de la balanza de los costes productivos, es decir a pagar menos por el trabajo, para poder entregar el producto en condiciones similares de competitividad.

Y esto viene resultando en una espiral de la que no se sale más que mediante el recurso a  imposiciones sociales que cada vez se parecen más a la esclavitud, como bien vamos viendo. Con una agravante significativa. Los esclavos no tienen medios económicos y eso hace cada vez más imposible una vida económica moderna, por no hablar de la supervivencia real, pues quien no tiene, no gasta y no consume y tal cosa acaba arrastrando a la totalidad de la economía al fondo del pozo de la parálisis. Al que vamos llegando.

La sociedad de consumo, y ya al margen de cuánto de beneficiosa resulte o no para todos sus componentes, que es asunto a parte, sí es evidente que depende no sólo del factor de producción, sino del consumidor, como su propio nombre indica. Con el final de los consumidores, por consunción, se produce inevitablemente el de los productores. No hay más vueltas que darle porque es una verdad de Perogrullo. Cuando la deuda estrangula y termina con toda actividad económica que no sea el pagar dicha deuda, esta se paga hasta que se puede, y cuando ya no se puede el siguiente estrangulado es el acreedor. Postular que el pago de la deuda, a secas, sin más matices, es la razón económica fundamental que ha de regir el comportamiento de un estado, no es otra cosa que postular la salida de Málaga para entrar en Malagón.

Por lo tanto, si los países europeos han entregado junto a su soberanía la imposibilidad de actuar sobre sus deudas y renegociarlas desde algún parámetro más que los simplemente financieros, la suposición de base para cualquier población que se aviene a semejante aventura es que tal cosa solo pueda ocurrir a cambio de algo positivo o de mejoras sustanciales y visibles. Pero no ha sido este el caso. Y esto no es en absoluto un discurso anti europeísta, es un un discurso anti ESTA Europa. Porque el discurso, que evidentemente no solo es mío, ya lo vienen realizando hace tiempo muchísimas cabezas pensantes en el continente y en el mundo.

El Euro no puede seguir siendo un marco alemán extendido a escala continental, un instrumento de influencia, o de ocupación, queriendo ser malévolo, que sirve solo y primordialmente al interés de dicho país. Porque un estado moderno, o una unión de ellos, NO es solamente una moneda, tiene que contener por fuerza muchas cosas más, la mayoría de las cuales faltan hoy en la UE. Esta semi-unión, con un banco central europeo que emite fondos, pero sin la cobertura de un estado común que sea garante de las deudas mancomunadas de todos sus asociados, no servirá para otra cosa que para ampliar las diferencias entre unas zonas o países y otros, que es, muy exactamente, aquello que está ocurriendo, aunque todo lo contrario de lo que se teorizaba en el discurso fundacional de esta UE, y que fue lo que se le vendió a las poblaciones para que autorizaran un cambio tan fundamental. Es decir, y en román paladino, una estafa a la mayoría de sus ciudadanías.

Si precisamente un estado, cualquier estado, tiene como principal función teórica el promover el bienestar de sus ciudadanos y limar las desigualdades existentes entre ellos, protegiéndolas en la medida de lo posible y de lo necesario, y redistribuyendo la riqueza, que es la idea clave, la ausencia del mismo impide que todas estas funciones capitales sean desempeñadas por ninguna institución, y de esta manera la propia noción de estado y de ciudadanía afecta a él se difuminan. No hay ciudadanos porque no hay estado y ambos términos se convierten entonces en palabras sin contenido.

Si los ciudadanos de Italia de Grecia o de España, siempre entendidos como ejemplo, no reciben como contestación a sus reclamaciones y anhelos más que palabras de excusa sobre la ausencia de soberanía de cada uno de sus gobiernos para poder atender a esto o a aquello, remitiendo a instancias superiores, la UE, como en juego de cajas chinas, que a su vez no se dotan de instrumentos de soberanía para resolver esas mismas cuestiones, vitales y consustanciales a su vez con el hecho de gobernar, las poblaciones quedan, de una parte, en estado de desamparo y de perplejidad y, de la otra, autorizadas en la práctica a pensar que ya no se cumplen los pactos del contrato social que cada población tiene con sus dirigentes, llamémoslos Constituciones.

Si sus dirigentes no lo son en realidad y no parecen existir otros, el resultado es, efectivamente, la ley de la selva, donde gobierna el más fuerte que, en los tiempos actuales, es el mercado, la jungla financiera o como se desee llamarlos, pero no siendo ninguno de ellos nada que pueda parecerse ni remotamente a instituciones democráticas ni libremente votadas.

Y Europa, que hoy no es un estado, tendrá que serlo o finalmente no será nada, porque el coste económico y social de que no lo sea es incalculable y más ante la magnitud de sus principales competidores, que sí lo son todos ellos. Si el pago para dejar de ser un campo de batalla con tanques, cañones y cascos de pincho durante siglos es pasar a ser una satrapía a las órdenes de unos financieros más bárbaros que los bárbaros, magro negocio nos arriendan, porque al final lo mismo dará ser esclavos por la fuerza de las armas que por la de las deudas.

Europa necesita que sea común todo, además del mercado, necesita una seguridad social común o como mínimo mancomunada, un ejército común, una agencia impositiva común que aplique criterios comunes, impuestos y tasas comunes, un mismo tratamiento en el dar y en el quitar a los ciudadanos y a las empresas, una igualdad de oportunidades, de subvenciones y una redistribución a escala continental de recursos y de financiación. Y necesita, además, una lengua común. El coste de funcionar en once o veinte distintas no es solo económico, y enorme, sino mucho más fundamentalmente social y estructural en el sentido de impedir vertebrar algo que pueda llamarse un país, pero entendido desde el punto de vista de la conveniencia de toda su ciudadanía, no de una pequeña parte de ella.

Y hace apenas muy pocos días ha hablado sobre esto mismo la última de las personas de quien se hubiera esperado. ¿Y quién nada menos? Pues el presidente alemán, que ha instado, ahí es nada, a la adopción del inglés como lengua común y obligatoria en toda la unión. Y coincidiendo en ello y a posteriori, y no seguramente por casualidad sino muy a sabiendas, con ese ogro-actor, supuestamente loco, supuestamente anti europeísta, supuestamente escorado hacia la derecha, hacia a la izquierda y hacia el subsuelo que es Beppe Grillo, que lleva dicha propuesta en su programa electoral. Inglés obligatorio en la escuela pública y desde el jardín de infancia, así de sencillo.

Porque, para empezar, Europa necesita una sociedad no sólo bilingüe en su totalidad, sino en buena parte trilingüe, que domine o siquiera conozca bien su lengua local, más la de su antiguo estado-nación y la tercera imprescindible para entenderse con naturalidad y facilidad con el resto del mundo, lengua que hoy ya no puede ser otra que el inglés.

Y ser bilingüe o trilingüe no sería más que una inmensa suerte personal para cada ciudadano, y cualquier niño puede serlo a los doce años casi sin esfuerzo, si educado adecuadamente. Porque ensancha el espacio mental, permite comprender mejor a los demás, pone el mundo a la mano y proporciona libertad de movimientos y de iniciativa. Es el primero y el más fácil de los emprendimientos y, en cualquier futuro imaginable será la base imprescindible para poder imaginar cualquiera de ellos.

Volviendo al Euro, sin embargo, está hoy amenazado gravemente por su éxito como marco alemán extendido. Porque no era esa su función y no va a poder seguirla siendo. No así. Tenía que ser un elemento de unificación europea, no un instrumento de neo colonización. Desconozco si los británicos lo entendieron así a priori, pero bien cabe suponerlo. Hoy, y desde consideraciones distintas, más relacionadas con los resultados y eficacia en sí del experimento, que con asuntos de soberanía, son muchos otros países los que se van cuestionando la eficacia no de la moneda en sí misma, sino del entramado que, por un lado la sustenta y, por otro, la mantiene coja.

Y es bien de temer que, en breve, la situación será la de tener que recurrir a la carrera a reajustar buena parte de los supuestos con los que se montó la UE y su Euro, y quienes no lo hagan convencidos de su necesidad, lo harán obligados por las consecuencias a las que apunta su mal montaje, cada vez más evidente. Y si ya no cabe apuntalar, habrá que ir pensando en cambiar las vigas y, deseablemente, evitando que se caiga el techo sobre todos nosotros.

Porque el primer país que decida recuperar su soberanía y decida salir de este Euro mal pergeñado, y puede haber muchos, pues la cola de los desesperados aumenta, puede dar el pistoletazo de salida a una carrera que no se sabe dónde pueda acabar. Y a Francia puede convenirle aguantar si están todos dentro o casi, pero ¿y si no? Un escenario con Italia tomando la puerta de salida, seguida tal vez de España, o Grecia, o Portugal o todos ellos y aun otros etcétera, colocaría a Francia en una posición muy difícil de sostener. Y entre pertenecer de nuevo, y casi en exclusiva, al Reichstag o mirarse en la aislacionista pero no todavía del todo arruinada Gran Bretaña, poco cabe dudar de cual acabaría siendo la decisión. Y llegados a este punto, ¿qué quedaría de la UE y de su principal instrumento?

Y por todo ello, y a pesar de tantos pesares, muchos, muchos creemos que no hay otra salida conveniente que la de postular más Europa, muchísima más Europa, pero una Europa como estado y realidad política soberana, capaz de establecer desde esta política, no solo desde la economía, un nuevo entendimiento de la deuda, sindicándola en todo el continente, toda o en parte, pero supeditando el criterio financiero al criterio político, y no al contrario, o siquiera equilibrándolo. Y difícil será que así no ganemos todos, la gran mayoría un poco más, las pequeñas minorías generadoras del desequilibrio, algo menos. Y lo que no sería otra cosa que hablar de justicia. Que también es un discurso que va reclamando su espacio.

Habrá que desmantelar duplicidades de gestión, crear y asumir instrumentos de soberanía común, reducir el brutal y desigual esfuerzo financiero entre unas economías y otras para evitar un más que previsible estallido social y de orden público que bien puede llevar al previsible desgaje de varios miembros de la Unión.

Y hay que atender a las ciudadanías exhaustas, pero que tienen derecho de voto y que, salvo quitárselo a las malas y regresar al principio del siglo XIX, pueden acabar por ejercerlo en sentidos sorprendentes para quienes todavía no parecen entender la amenaza, pudiendo llevar estos cambios de decisión, perfectamente democráticos, por lo demás, a un posible colapso del sistema de la Unión.

De que levanten un poco el pie del acelerador, o del cuello, los mecanismos financieros de succión o, mejor dicho, de que alguien o algo, o el entendimiento de su propia conveniencia les haga levantarlo, dependerá la viabilidad futura de un experimento político que tampoco es una novedad portentosa, en el sentido de que otras serias y muy bien asentadas agrupaciones de territorios parecen estar resolviendo con mucho mejor criterio y éxito los desafíos y problemas de habitar más o menos civilizadamente unos hombres junto a otros.

Para concluir, y como no creo haber exagerado, veamos, por ejemplo, una de las noticias de hoy mismo. Diario El País, 8 de marzo de 2013.

Grecia abandona la lista de los países desarrollados según los índices Russell. [...] Un tercio de su población está por debajo del umbral de la pobreza. [...] El paro juvenil al 61%. [...].

Y ahí es a dónde se llega con apenas cinco puntos más de paro juvenil que en España y con un umbral de población en la pobreza diez o doce puntos superior. Y es un camino que se podrá hacer en poco tiempo porque no faltan por desgracia los bomberos pirómanos que nos ayuden a recorrerlo. No está mal todo ello para ser países pertenecientes a la UE.
Ese sueño.

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