La paciencia
En estos tiempos enredados, más enredados que tumultuosos, puesto que tumultos, en realidad, y para la sorpresa y el preguntarse de muchos, casi no los hay, aun sobrando los motivos, esto es precisamente lo que más cabría ponderar de ellos, su asombrosa paz social.
La extraña disciplina y la mansedumbre del común, verdaderamente bíblica, o paciencia cartuja, como se decía de antiguo, se supondría bien reñida con el alma supuesta de un pueblo con tanta fama de anárquico e indisciplinado, de ingobernable y orgulloso, y esto es lo que más choca del momento actual. Ese mal retrato que siempre se realiza al hablar de idiosincrasias, o de genéticas sociales, no se corresponde hoy en absoluto con el que se puede palpar en la calle. La gente, es cierto, está en su mayoría enfadada, preocupada, dolida, irritada, molesta y manifiesta un alto nivel de inquina verbal, pero sin embargo no está agresiva ni a la que salta, acechando y conspirando, peligrosa, amenazadora y revolucionada, camino de las barricadas.
Y no se comprende cómo sigue siendo posible. Porque las cifras económicas con sus correspondencias tangibles y terribles de paro infinito, de hambre al acecho, de niños mal alimentados (porque sí, ya estamos en esas, los años 40, pues) de pérdidas continuadas de derechos, de desaparición de servicios junto a la duplicación de los precios que se pagan para seguir recibiendo los que quedan, de pérdidas de calidad de vida en general, por no hablar de la calidad de la vida democrática, reducida a una caricatura grotesca, más los seis años de crisis agudizada y aparentemente inacabable, con el espectáculo pornográfico, pero apto para todos los públicos, al parecer, que nos llevan dando la clase política y los diferentes poderes, atrapados o voluntariamente inmersos en una espiral de incapacidad, corrupción, vergüenza y desprecio de gentes que nos va dejando sin palabras para describirla, más la percepción no, la evidencia, de que habitamos un estado permanente de estafa, en todos los sentidos, bien podrían habernos traído la contrapartida, que resultaría comprensible, de haberse desencadenado toda una serie de conflictos sociales de mucha mayor intensidad y magnitud de los que realmente tenemos. Y con ellos, una esperanza de cambio.
Porque en el lado positivo, solamente hemos cerrado un capítulo atroz, el del terrorismo, de lo cual no seré yo quien se queje, pero del que puede decirse que ha sido el único logro del último decenio. Pero que finalmente incluso este logro pueda constituirse en un plazo aun desconocido en un problema cerrado en falso y que acabe ocurriendo como en tantas guerras, que se gane la guerra, con todo su corolario de discursos y fanfarrias, y se pierda la paz, no parece del todo desencaminado postularlo, porque en lo tocante al ajuste final del viejo problema territorial español, ni la última palabra está dicha ni el horizonte permite barruntar la más mínima facilidad. Porque no solo no se ha solucionado nada, sino que los presagios del futuro lo único que indican es que se agravará.
El estado de las autonomías se fabricó ex nihilo desde la voluntad de buscar una respuesta al problema territorial, aplastado y silenciado, pero enconado aun más, bajo la apisonadora del franquismo, y en el entendimiento de tratar de evitar un nuevo estallido civil por esta causa, lo que no cabe duda que fuera imprescindible, y de ahí el raro consenso casi generalizado que se logró en la transición para aplicarlo. Pero el coste de evitar esta guerra, acción en sí loable por parte de quienes la acometieron, ya podemos ver hoy que ha sido incalculable y, económicamente hablando, me temo que casi el mismo de dicha guerra, aunque habiéndonos ahorrado, afortunadamente, su corolario de barbarie, lo que nunca será poco.
Pero el número de gastos, de duplicaciones innecesarias, de concesiones sin sentido, de falta de igualdad en las prestaciones elementales debidas a la ciudadanía, entregadas a una fragmentación risible e inoperante, junto a la brutal corrupción, multiplicada por diecisiete veces, a la que el nuevo modelo territorial nos ha llevado, no permiten ciertamente congratularse con él, porque dio innecesariamente y de más a quien no lo pedía y de menos a quien sí lo exigía y generaba el problema, y para acabar resultando, además, de una parte, en una previsible carrera de muchas de las autonomías para devolver competencias, aquellas deficitarias, naturalmente, y lo cual es un renovado ejemplo de la insolidaridad que generan estas estructuras superpuestas, redundantes y barredoras exclusivas para casa, y de la otra, en que quienes pedían o aspiraban a la independencia, o a un modelo diferente, pero que nunca se intentó sustanciar, ni siquiera de lejos, aunque habiendo podido siquiera plantearlo, sigan aspirando a lo mismo, pero con mejores perspectivas. Es decir, y en román paladino, que para este viaje sobraron tamañas alforjas.
Y la consideración sobre la insolidaridad habida y la desigualdad impuesta a los iguales son el verdadero punto a considerar. La ley electoral ha propiciado un esquema muy desequilibrado en lo tocante al valor del voto, según donde se emita, y cuyo principal resultado es el de haber legalizado una palpable injusticia distributiva de la representación popular en el caso de las elecciones generales, que no en el de las autonómicas, pero que es algo tan grave, y seguramente a la larga tan destructivo, como el pésimo reparto de la riqueza económica, en regresión constante de treinta años a esta parte.
Se ha generado una aristocracia de partidos absolutamente desequilibrada y forzosamente generadora de inquinas. Aristocracia en el sentido de que algunos de ellos, en concreto los nacionalistas, se vieron ampliamente favorecidos, por causa simple de su lugar de nacimiento, para situarlos muy por encima de su valor real, que sólo cabe medirlo en votos, multiplicando de esta forma su peso en el juego político, y por lo tanto su visibilidad, su capacidad de determinar decisiones y de producir desequilibrios a su favor, que ocurren entonces en un sentido claramente anti mayoritario, entendido sobre la mayoría de todos los españoles y, por lo tanto, necesariamente anti democrático. Los españoles NO son iguales ante la ley electoral para el caso de las generales, y el parlamento, por lo tanto, no los representa adecuadamente, y esto, ya en origen, los hace a unos menos españoles que a otros, con el Inri añadido de que eso es probablemente lo que no se deseaba producir.
Porque incluso la misma ley D’Hondt, tenida por tantos como un mecanismo generador de injusticias, que lo es, de ninguna manera lo es tanto, ni de lejos, si comparada con el mecanismo descrito arriba, pues aun variando los pesos en un sentido y otro, esta discriminación, de no mediar la añadida a favor de los partidos autonómicos, actuaría simplemente en contra de quienes tuvieran menos votos y a favor de quienes tuvieran más, pero por igual, es decir, si resultara que el partido nacional menos votado fuera el PSOE, o el PP, por poner un ejemplo, estos serían discriminados en su contra de igual manera que hoy lo son Izquierda unida o UPD, pero, curiosamente, no es hoy precisamente el día en que esta hipótesis pueda ser solo un brindis al sol, pues los últimos sondeos hablan de desplomes electorales de los partidos más votados y de sustanciales mejoras de los terceros, cuartos o quintos en discordia. De continuar la crisis con esta intensidad, y de enrocarse el liderazgo de los principales partidos en sus posturas actuales, no es del todo impensable un paisaje imaginario donde uno u otro o incluso ambos, acaben probando la misma medicina que le llevan administrando treinta años a los demás. Sería un precioso ejemplo de justicia poética o del síndrome del alguacil alguacilado. ¿Correrían todos ellos entonces a enderezar este trípode cojo en el que nos cocinan las paellas, en las que se queda todo el jugo de un lado y en el otro el arroz seco y abrasado? No sería descabellado suponerlo.
Sin embargo, el hacer responsables de los desequilibrios y de eterno ‘anti españolismo’, para entendernos, como se hace a diario, a los partidos nacionalistas autonómicos, que simplemente fueron agraciados con la concesión, en lugar de reprochárselo a quienes la concedieron, no es más que un ejercicio de burda falacia política. Pues haberlo pensado antes, como reclamaría cualquiera. Porque cuanto menos iguales se hace a los ciudadanos entre sí, discriminando el valor de su voto por mera razón de nacimiento o residencia, más se les empuja hacia el territorio de la dispersión, hacia el habitar un sentimiento centrífugo; pero esto no fue responsabilidad solo de los partidos nacionalistas, sino de quienes les hicieron el juego hasta más allá de sus propios intereses. Y esto se paga, y lo hemos visto, con la imposibilidad cada día más evidente de generar una redistribución solidaria e igualitaria de bienes (y de males), pero que es, se supone, lo que se tiene que esperar de una entidad que se llama a sí misma estado. Y se pagará, aún más, con las reclamaciones de autodeterminación que puedan venir. Y que vendrán.
Y, retomando el origen o la idea del artículo, que es la de la paciencia, creo que se genera el siguiente efecto. Desengañada por completo la población en lo tocante a la capacidad de sus dirigentes para llevar los asuntos del común por vías donde impere algún tipo de equidad y de decencia, y siendo este sentimiento, en muchísimos casos y sin duda, apolítico, pero sí generado por algo que la gente posee universalmente, que es el sentimiento y seguramente el conocimiento universal de lo que es justo y de lo que no lo es, las soluciones no se buscan (ni se encuentran nunca) a este nivel, pues de hecho no es ese el trabajo de la ciudadanía, puesto que para desempeñar esa labor teórica y práctica ya supone esta que tiene a sus especialistas y a los representantes pagados para desempeñarla, pero que, al no atender a esta labor como el común imagina que debieran hacerlo, y siendo evidente cuáles son los resultados, lo que se produce es un claro desacople entre el gobernante y el gobernado, y se generan la desafección y la abulia, esta última, sin duda, la forma más negativa de la paciencia.
Además, en este modelo fragmentado, con diferentes poderes mal superpuestos, muy a menudo contrapuestos los unos a los otros, incluso los de un mismo sustrato ideológico (el asunto del euro por receta, por ejemplo, que sería paradigmático de esta absurda manera de obrar), pero igualmente percibidos de manera unánime como injustos, costosos e ineficaces, ha llevado al resultado de que la población se desentienda finalmente de todo ello y dé en creer en otros dioses, o inventárselos, hasta el punto de que el primero que aparezca con un dios desconocido, pero plausible, al que adorar, se llevará seguramente toda la mies, y tendremos servida la siguiente autocracia o tiranía, tan propias del lugar como el turismo o las pipas, por otra parte.
Además, el ciudadano catalán, por ejemplo, con su alma bilingüe, con su apego a sus peculiaridades, con su lealtad a los suyos, pero hoy, desde luego en Cataluña, tan poco merecedores de encomio como tantos otros poderosos de ámbito, llamémoslo nacional, se tiene que sentir más cercano a ellos necesariamente, primero, porque son SUS ladrones, y no los percibidos como ladrones ajenos, lo cual marca bastante y, segundo, porque la alternativa españolista, por llamarla de alguna manera, se entiende como madrastra, no como madre, porque España es cada vez más la Mater dolorosa, aquí y en todos los allís que reniegan de ella, pero ya no es una vieja digna, sino una que hoy muy difícilmente puede hacerse querer por nadie. ¿Qué atractivo puede ofrecerle España en este momento a esta ciudadanía, por lo demás, relativamente privilegiada en lo económico?, ¿es que acaso es un país que llama y llena, que merece que se miren en su espejo, que ofrezca un sentido de mejora social y económica, un proyecto de futuro? No es así, por más que incluso me duela escribirlo, y ya tampoco son estos tiempos aquellos otros en el que el asunto se podía solucionar, y se solucionaba sometiéndolo y remitiéndolo, ad calendas graecas, con una cabalgada victoriosa. Porque el problema de hoy, parece, no es otro que el de las calendas que finalmente caducan, y porque el dilema ya se parece demasiado al del adolescente que tasca el freno en casa pero, ¡ay!, en esa casa además de recibir órdenes incomprensibles y de reinar el desorden, ya malamente se come. ¿Que hará en cuanto pueda el mozo? Se irá de casa, y el que tenga tal vez que solicitar el regreso a sus cuarenta, como hijo pródigo, no es asunto que preocupará a ningún adolescente hambriento, como tampoco los gritos desaforados de su padre, por supuesto.
Hoy se escucha con frecuencia, pero solo a ras de tierra, a nivel popular, que es donde se cocinan los murmullos que más tarde se hacen ideología, y no por supuesto en las tribunas, algo que no se oía hace diez o quince años y que nadie concebiría entonces como procedente del españolismo, o del centralismo, y ya no solo en charlas de taberna, sino por boca de personas preparadas y juiciosas. ¡Que se vayan!, que se vayan los catalanes, los vascos, los gallegos, que se vaya todos los que les dé la gana. Los de Murcia y los de Madrid también, si les cuadra. Nadie quiere una guerra, nada la vale y, ¡bendito sea Dios!, bueno es esto, pero lo que se rinde es la idea, no solo de infinita tolerancia, o bondad o comedimiento, porque lo que verdaderamente se manifiesta es un sentir, justificado, qué duda cabe, de infinito hartazgo, de insufrible hastío, de derrota intelectual y moral. Es la constatación de la impotencia, del estado final de enfermedad del organismo. Vencidos, mi señor don León Felipe. Vencidos como de costumbre.
España ya no es modelo para sí misma, ni para nada ni para nadie, carece de cualquier atractivo para sí misma, es la pura desconfianza en el futuro y el paradigma de la rendición por agotamiento y agobio, padecidos de uno a uno por sus eternos súbditos, y patente en los que quieren marcharse a otro país, en los que quieren irse con el suyo a otra parte y en aquellos a los que les da igual quedarse o no les queda ya otro remedio que aguantarse con lo queda de este. Parecemos la figura del perro apaleado y hambriento, que huye a no se sabe dónde, y se arrimará a la primera sombra que le parezca un amo. Y lo parecemos igualmente los que se vayan y los que se queden también.
Es la desesperanza obrando desde una realidad que acobarda. Y ni siquiera son las llamadas a la regeneración un clamor unitario, una exigencia gritada desde la calle de manera continuada y que hagan imposible la acción de gobierno, o de desgobierno. El devenir normal prosigue de la misma manera, quienes trabajan acuden a ello más o menos en beatífica normalidad, quienes no, lo mismo. Unos, desesperados o simplemente derrotados por el cansancio, entregan a sabiendas su papeleta a trileros y golfos, otros, a nadie y se esconden en la esperanza del no ser, otros se la siguen dando, fuera de toda reflexión, a quienes ya se la entregaban sus abuelos, por Dios, por la Patria y el Rey, murieron nuestros abuelos, por Dios, por la Patria y el Rey, moriremos nosotros también...
Y... ¡Tachunda!, como concluiría Sánchez Ferlosio.
Daría la sensación de que el plan general es el de asistir impasibles al derrumbamiento, a un hundimiento merecido e inevitable, versión Bruno Ganz, un sentarse a esperar el desmantelamiento de la existencia estructurada del estado en todas su vertientes, primero se dejará de percibir el paro, después las pensiones, al colegio irá el que pueda, comerá a quien le alcance y el apéndice se lo quitarán sólo al que se lo merezca, según criterio, económico, por supuesto, a establecer por el FMI. Finalmente el estado en sí será repartido, despiezado, entregado a la iniciativa privada o a la caridad de las naciones, cada cual se dirigirá a donde y a lo que crea con su pedazo de terruño en el bolsillo, y el entramado social mismo será entregado a cambio del único valor ético que todavía goza de alguna estimación, el imprescindible pago de los intereses de la deuda, que heredaremos hasta en el infierno.
A España ya no la quiere ni su novio, por pelandusca y porque solo la mueve er mardito parné. Las más altas instituciones que la encarnan han perdido cualquier aura institucional que las siga protegiendo de verlas como son en la intimidad, con las medias caídas, traficando con la esponja y la palangana y ajustando el precio con el siguiente cliente. La imagen será todo lo de panfleto decimonónico y desagradable que se quiera, lo admito, pero los usos que llevan a proponerla y a que siga siendo válida y la entienda cualquiera son los mismos. Hemos vuelto a perder el tren de los tiempos, o mejor dicho, a coger el nuestro, de ancho distinto al del universo, y cada cambio de siglo nos sigue pillando con el paso cambiado desde hace cuatrocientos años, que se dice pronto.
Se irá Cataluña del país, cómo no, y se marchará el estado de sus obligaciones igual que de sus territorios, la gobernación se irá de los gobernados, que nunca los gobernados de la gobernación, eso nunca, la paciencia, ya saben... la población, la que pueda, escapará a otros lugares, y los que no se marchen cada cual irá a recogerse en su tienda de campaña o a quienes les quede aun, a su casa, y Dios y el hambre en las de todos. Como en cualquier pestilencia medieval. Como siempre.
Gran virtud la paciencia. Qué duda cabe.
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