Hubo un álbum de los de Asterix,
La cizaña, creo, protagonizado por un personajillo odioso pero divertidísimo, malo malísimo de la muerte y crisol de todas las zafiedades, un villano de cuento de niños, paradigmático y tópico como de fábula antigua y con un vago parecido físico a ese cómico maravilloso que es Roberto Benigni, que prodigaba a todo lo largo de la feliz historieta toda clase de argucias, acusaciones, chivatazos, falsedades, traiciones, mentiras, zancadillas, trapacerías y dobleces infinitos, en inacabable y original zarabanda digna casi de un producto de alta comedia.
Y miren los lectores por dónde que en la tele hará cosa de un mes me topé con su doble, pero encarnado en humanas especies, ya no por obra de plumilla de dibujante, pero sí tal cual de viscoso, mal encarado e inverosímil, quien como émulo del protagonista del cómic, con sus mismas actitudes y maneras, con igual e indescriptible desparpajo, con el mismo allegarse sigilosamente y por detrás y con la misma y exquisita sinvergonzonería, fue y le metió limpiamente un dedo en el ojo a un colega. Y no dedo figurado, bien se entiende, sino dedazo auténtico y verdadero, el dedo del peor arrapiezo de la clase, chulo y pendenciero, descarado, a la vista del profesor, del director incluso y de algunas decenas de millones de espectadores, provocador y como proclamando aquí estoy yo, y ¿qué pasa con vosotros, eh?, y chuparos esa y si no os gusta ya os las veréis con mi primo, que es el dueño de Zumosol, pelagatos, tíos mierda, desgraciados...
Así que pasado otro mes, y como colofón a más abracadabrantes aventuras del mismo personaje, anteriores y posteriores a la que comento, finalmente su poderoso primo, o padre, o padrino, o el rumboso editor de sus aventuras que sea, obligado tal vez por las circunstancias cambiantes de su industria de venta de calzones y camisetas –o de complementos para las ciencias de la equipación, como se prefiere actualmente–, finalmente tuvo que saltar a la palestra a sacar músculo y a calificar la actitud de su desatado, descontrolado y bilioso duendecillo como de... ¡señorío!, y todo ello expresado desde la más institucional y absoluta seriedad y con pompa punto menos que vaticana.
Se enroca la comedia pues sobre sí misma, promete nuevos golpes aún más esopilantes, y nos quedamos todos a la expectativa, el ánimo en suspenso, el aliento contenido... ¿Emasculará nuestro héroe a un rival de una patada, le escupirá en la cara a un jefe de estado o de la UEFA que fuera, le pegará un cabezazo en la nariz a un tertuliano, estuprará antes las cámaras a una moza de micrófono, le arrancará por vía rectal el corazón a un árbitro, será capaz de estrangular con una cuerda de piano a un zagal recogepelotas, proclamará la evidencia palmaria de que la responsabilidad de todo ello es de la prensa?
Quedamos pues a la espera de más capítulos, de próximas viñetas todavía más rotundas y geniales, ilusionados, deseando de corazón que no nos defraude... Cosas así ni las vimos ni las veremos todas las décadas, monsieur Goscinny, y una vez más la realidad goleó al arte, el suyo en este caso. De
panem andaremos escasos, pero anda que de
circenses...* * *
He aquí una pareja que logra sacarme de mis casillas. –¡Relájate!–, te espeta el primero, como te intima el ladrón, te ordena el patrón, te aconseja el conformista, te recomienda el sodomita, te reclama el mandatario, te repite el molesto, te exige el delincuente, te lo reza tu explicador de latrías, te susurran el presidente de la república de tus sueños, o tu terapeuta y te instan incansables los tuyos, los suyos y los de ellos en coral potentísima y formidable.
Sacudes la cabeza, declinas firmemente y sigues mentándole la madre a todos aquellos que fuere menester, como es justo y civilizado y como de antiguo ha venido haciendo la gente de bien.
Y es entonces cuando, y a mayor unísono, si cabe, comparece dulcemente conciliador el segundo miembro de la nauseabunda compaña y te susurra con suavidad al oído, a modo de policía bueno: –que no es para tanto, hombre...–, y se marchan los dos tan contentos, salmodiando y echando bendiciones, a buscar al siguiente a quien amargarle la existencia.
Y aún seguramente habría que ver como después establecería el jurado que el haberles hecho entrechocar violentamente los cráneos hasta astillárselos solo podría calificarse como figura de premeditación y de ensañamiento, y no de necesaria defensa propia, justificada y amparada sin duda alguna por invencible pavor sobrevenido... ¡La madre que los parió!, decíamos.
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Iba yo a comprar el pan..., y como cualquier otro día por allí andaban ellos, a las puertas del DYA, a las de la carnicería, a las del despacho de loterías, a las del JUTECO, raramente juntos, uno en una, otro en otra, rotando sus búsquedas escuálidas, pacientes y sempiternos, jornadas de nueve a nueve, de lunes a sábados, de todos los eneros a todos los diciembres, con su vasito de plástico en la mano, grial de los óbolos escasos, y salmodiando siempre un buenos días a quienes entramos y salimos, casi siempre sin mirarles apenas. Pero hoy no, hoy estaban juntos platicando de sus cosas a la puerta del estanco. Y según rebuscaba yo las llaves en el bolsillo, manteniendo en equilibrio como buenamente podía todo aquello que llevaba sin bolsa, el pan, el periódico, los huevos, el papel higiénico, el Ducados... escuché como el mayor le contaba al más joven: –...y estaba la terraza a reventar, macho, no cabía ni un alfiler y muchos más esperando y nadie me daba ná, pero lo peor, tío, lo peor, era el olor que venía a parrillada...–.
Abrí como pude mi portal, a cuatro metros de donde se encontraban, y subí a mi casa con un nudo en la garganta.
No, no es la posguerra, no, si es que alguna vez alguna hubiera concluido para algunos, es la preguerra otra vez, es la maldita infamia circular, infinita e inacabable de los mismos y de los mismo, son el cólera y la peste, el medioevo para mañana por la tarde con su hambre aposentada ya a la puerta. Son la calavera, la clepsidra y las moscas. Las nanas de la cebolla también, Carpanta, amigo mío.
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Desde mayo, desde junio, desde abril..., según contaba hoy el telediario, se está llenando el país de gentes que trabajan –prometedora novedad esta– sin cobrar sus sueldos, Y podrá entenderse o no, pero tiene el asunto su causa clara y su recíproca inapelable. Es el precio a pagar por todos esos otros que cobran sin trabajar. Y algunos desde Viriato, acumulando trienios.
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Cuando el mono se sienta en la escribanía a decretar y el humano sube al árbol a ramonear brotes verdes es cuando mejor pueden apreciarse las diferencias entre ellos, tan escasas.
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No existen titulados en ingeniería social ni asociación colegial alguna que los agrupe, de ahí que cuando se les rompen los puentes imaginarios, los castillos en el aire, las huchas de tul ilusión y las terceras vías al paraíso nunca hay forma humana de echarle mano a ningún responsable. Se difuminan en el viento como sus creaciones. Y no hay más que hablar ni gato al que buscarle los tres pies.
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La diferencia entre televisión y pornografía es tan sutil que no ha quedado otra que vestir a los presentadores.
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Cuando lo políticamente correcto pierde del todo la chaveta se pueden leer cosas como las siguientes:
estaba dotado del síndrome de Down o,
estaba afectado de una fuerte inteligencia. Y no son felices ocurrencias salidas de mi odioso caletre, no, la primera la leí textual en el periódico gratuito Qué u otro asimilado, de esos que se van arrastrando por los asientos del Metro, y de la segunda no tomé la precaución de apuntar la fuente, pero me baila por la cabeza la idea de haberla visto en algún medio digital. Con estas armas de extinción masiva nos vienen formando e informando, dicen. ¡Huyan si pueden!
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Soy de los que cocinan en casa y simultáneamente escribo. Un ojo al horno, otro al reloj, un chorrito de Jerez, una vuelta al pollo y a correr al despacho a dorar una frase, a sazonar un tiempo verbal, a escalfar un adjetivo...
Por desgracia hoy me encontré con un jaleo de subordinadas a medio jerarquizar y se me fue el santo al cielo. Cuando estuvieron ordenadas y regresé al horno descubrí que el pollo tenía problemas no ya de sintaxis sino incluso de ortografía. Es más, olía peor que a irrecuperable. Constato así una y otra vez que la cocina y la escritura es mala idea el pretender simultanearlas. Cada día me asombra más doña María Moliner y el cómo se las ingeniaría para conseguir dejar su diccionario tan perfectamente al punto, la abuelilla. ¿Será verdad después de todo que la mujer es multitarea?
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Regresaba a oscuras de fumarme un cigarrillo en la terraza del tendedoro. La cocina es alargada y estrecha, su fondo, de noche, casi indistinguible. Al final del todo conviven la puerta con la sombra de su hoja. Con cuidado para no hacer ruido –era muy tarde– empujé la sombra con la mano y la hoja se estrelló contra mi cara. –¡La sombra es a la izquierda y la puerta a la derecha, la sombra es a la derecha y la puerta a la izquierda!, ¡disléxico idiota!, ¡cuándo te lo aprenderás!...–, se iban gritando el uno al otro los siempre mal avenidos hemisferios de mis sesos mientras buscaba tanteando el interruptor del baño, en pos del árnica y el yodo.
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Siempre me ha producido un desasosiego que no sé muy bien a cuál causa atribuir cuando no importa muy bien quién muestra a la concurrencia y a los fotógrafos, los cámaras, los informadores... un texto, una foto, un gráfico, un documento en fin, que airean furibundos ante la concurrencia. Y pase aún esa repetida y desgarrada imagen de tantas madres desesperadas mostrando el retrato de su hijo muerto, pues esas fotos en las que nadie reconoceremos al protagonista, sí expresan sin embargo la razón de su ira, su dolor y su queja. Pero esos mandarines blandiendo un gráfico de Power Point como si se tratara del rayo justiciero de Yahvé con el cual poder aniquilar al diputado de la parcialidad opuesta, esos jurisconsultos abanicando un papel que dicen ser el documento que demuestra a los cielos y a la tierra la blancura de las almas de sus defendidos y la negrura de intenciones de la del fiscal, o viceversa, y esos altos funcionarios enseñando lo mismo un tomo de tres mil folios –seguramente intonso– que una nómina, un contrato, un tique de cajero, un pergamino con la firma al pie entintada en la vera sangre de Don Pedro Botero, me traen a la cabeza una y otra vez ese viejo y acreditado latinajo del
verba volant, scripta manent (las palabras vuelan, los escritos permanecen) junto a la convicción personal de que no existe mentira con fama más incomprensible que la que proclama tan majadera frase.
Por escrito se puede poner cuanto se desee y otro escrito indicará lo contrario, un tercero rectificará los dos anteriores y aún lo hará consigo mismo, un cuarto matizará las excepciones de todos ellos y así sucesivamente, y el resultado de tanto contumaz escribimiento ya lo dejó bien patente el señor Marx, don Groucho, en aquello de
la parte contratante de la primera parte será considerada como la parte contratante de la primera parte, o como exactamente fuera el fraseo de la genialidad, más la aún todavía mayor y añadida del ir rompiendo los folios según iba alargándose el jurídico mantra.
Cada vez que rompía un folio don Groucho no hacía otra cosa que añadirle una dosis aplastante de realidad a la ficción, en una suerte de contrasimetría ejemplarizante, anticipatoria y clarificadora de los actos de todos esos personajes reales, tan pasados como presentes y futuros, pero igual de cómicos, que cada vez que enseñan un papel con dolorida solemnidad, parece que lo único que logran es inventar una ficción más por cada una de las ya suficientemente maltrechas realidades que pretenden estar blandiendo.
Y venía todo ello a esa fotografía de Doña Esperanza, enseñando la recortada, su nómina digo, y proclamando con esa voz cascajosa y ese decir suyo de chulapona de azucarillos, barquillera y aguardiente, cómo el tal papel no era más que la verdad, toda la verdad y nada más que la verdad, ¡por éstas!
A don Groucho se lo echaba yo a la mandataria..., para darme el gusto de verle matizándole cada sumando con aquella su seriedad y tachándole una a una las casillas de los guarismos al imaginativo legajo.