jueves, 23 de mayo de 2013

Yo-yo Aznar


Y postulo que el ex presidente Aznar es un yo-yo porque va y vuelve, porque nunca acaba de irse, porque nunca jamás pierde la oportunidad de decir lo que menos conviene, lo que más molesta a la razón, porque amenaza con volver, y porque es un yo y yo y yo y yo más y yo mejor y yo siempre, por causa de estar habitado, seguramente por nascencia, por suerte para él y por desgracia para su prójimo, de uno de esos egos a prueba de todo que en anteriores momentos históricos alumbraban uno tras otro a jítleres y genjiscanes, alejandromagnos y felipesegundos a nadie y cruzaban Rubicones de un empujón y un espadazo, y emanaban esencias de hoz y de coz y eran proferidores continuos de inapelables diosloquiere, con su posterior corolario de desaparecidos, sacrificados y elevados a los altares.

Porque le mira uno a la cara, a su gestualidad carente de toda empatía, y se hace consciente de inmediato de dos cosas que asustan. De su inconsciencia, en primer lugar, y de la seguridad de que cien, doscientos, mil años antes y de no mediar estos tiempos, afortunadamente para todos algo más blandos, hubiera sido el gustoso propietario de la piedra y el cuchillo de degollar por los cuales desfilarían todos los que hiciera falta. A su esclarecido e infalible criterio, bien se entiende.

Y eso ego es por completo refractario a las consecuencias de su propio pasado, de sus errores, de sus corruptelas y de sus deslealtades. Porque es inasequible al desaliento, como Onésimo Redondo, y no sé si sea por lo de Quintanilla de Onésimo, que tanto frecuenta o frecuentaba, o porque verdaderamente nació así, incombustible, inquebrantable, imperturbable en el error y hacedor firme de guardias frente a los luceros, mejor que cualquier hierático guardia real de esos que decoran, para la confortación moral de turistas, las puertas de los palacios reales de media Europa.

Le debemos las patochadas internacionales más sublimes –entendiendo sublime en la acepción grouchomarxista del término– que ningún presidente español se haya nunca permitido (con excepción, eso sí, de su sucesor, con su inefable sentada ante la bandera del amo USA, que ya hacía falta también estar fuera del mundo, desde luego), pero haciéndolo igual de inefablemente sentado, bien despernancado sobre la mesa, como cualquier cuatrero o buscavidas, y en la compañía más estólida pero peligrosa del mundo, la del más que presunto genocida señor Bush, allá en las Azores. Y se permitió ir a una guerra y hacer cómplice al pueblo español de sus atrocidades inherentes y contra la voluntad del 92% de los consultados, sin que mediara peligro grave, ni mediano ni ínfimo al que apelar como banderín de enganche para semejante capricho.

Y el único beneficio conocido para este país a cambio de semejantes actos de vesania política resultó ser una medalla USA del Congreso expendida y prendida en su persona. Medalla para uso exclusivo de sí mismo y a colgar solamente de sus presidenciales escápulas. Y me supone una verdadera delicia intelectual imaginarlo, vestido solo con su ex bigote y mirándose al espejo que ampara asimismo la intimidad de su catalán, con el patacón al cuello y suspirando avinagrado por tiempos mejores, pues ni él seguramente ignorará que más le valdrá no hacer demasiada ostentación del mismo en ninguna parte, más que si marcha de conferencias y de ronda de consejas no solicitadas por Pennsylvania, o Wyoming o donde le dejen esos indios de los que tanto gusta.


Y la boda de la niña no desmereció tampoco en lo buñuelesco, berlanguesco o albertosordiano, juntando los invitados más pavorosos y hoy seguros candidatos a sacamantecas, aunque buenos ya solamente para amedrentar criaturas de épocas pre informáticas. Porque allí estaban todos, desde el padre y padrone y la madre de todos los chorizos y estuprador de menores, por añadidura, el Cavaliere –por lo que cabalga de pago, el título honorífico, supongo– Berlusconi, al montañero Bárcenas, el señor de las helvéticas cumbres y de las cajas bien resguardadas, mago de confianza para finanzas y afananzas, o los colegas de la banda del ¡me lo llevo!, manso manso y atado cuidadosamente con la Gürtel de cuero fino, aunque en este caso, un respeto y ¡oiga! que era una celebración solo privada, así que trayéndole, por ser vos quien soy, un buen regalo para la nena del himeneo, pero sin llevarse a cambio esta vez ni una cucharilla de alpaca, que en casa del jefe a nadie le conviene andarse con rapacidades creativas. Las manos quietas, por una vez. Hasta parecían todos gente de bien, de los que jamás se llevarían una comisión ilegal o no ayudaran a cruzar a una anciana ciega la calle absteniéndose de hurgarle en el bolso.

Y hubo el asunto del Perejil, sencillamente porque se le emperejiló a este perejil de todas las salsas, y a nada anduvimos de que nos metiera a todos en un conflicto de verdad, con sus funerales de estado, solo por el exceso de testosterona y de ideología de la de puño, puntera y bastón, sin más matices ni mariconadas, como en los buenos tiempos de Santiago y cierra España, de los tercios de Flandes, de la sarracinas con los Sarracenos y leña al mono, cuando mandó montar una operación militar de calado para desalojar de un peñasco inhabitable a cuatro guardias marroquíes de la porra, y sin querer yo faltarle en nada a las porras, se entiende. Y en fin, todo por montar un Lepanto para alivio de su ego, como aquel que se aliviara de otras urgencias inevitables. E imaginemos solamente a un enfervorizado Ussía enrolado de mercenario en la gesta, pero que hubiera vuelto manco, y para qué querríamos más, escribiendo el desdichado con la otra mano sobre el impar Caballero del Triste mostacho. Sí, lo confieso, Aznar me hace soñar cosas de otros mundos.

Y España va bien, y ¡como iba!, vendiendo las joyas de la corona, las de la abuela y la suegra y vaciando la cartilla de la primera comunión de quienes hubiéramos debido ser sus herederos. Y enterrando todo el dinero en cemento de Ley y afirmando que el cemento en sí era oro y el oro cemento, dos Janos bifrontes, a modo de dos especies idénticas de lo sublime. Y ahí los tenemos ahora, el oro, el cemento y el ahorro hechos gases nobles en la atmósfera y que será, podríamos temernos, a donde propondrá ahora el Querido Líder que vayamos a buscarlos acuciosos si, haciendo él un personal y terrible sacrificio por España, solo por España, todo por España y no sustrayéndose a su deber y si alguien volviera a llamarle para... ¿para qué? Pues para lo mismo que el general Armada suspiraba con que le llamaran, me temo. Para recordarnos como se estiraba el brazo con el ángulo correcto de hombro, ¡Franco, Franco, Franco!, que bien me resuenan aún en los oídos la jaculatoria o los ladridos, según gustos, desde niño.

Y no acabó aquí el espectáculo, porque, en la más fantástica de las actuaciones circenses que un ego político haya protagonizado en el siglo XX, se pegó inmisericordemente con el martillo de herejes en los mismísimos machos por, contra lo que aconsejaban la prudencia, la lógica, la inteligencia y, no último, contra lo que le decía ¡su propia policía! y por no esperar dos días, apostar a todo o nada ¡con dos cojones! a que los autores de los atentados de Atocha eran etarras. Y le salió cruz la mamarrachada y el mostachos le quedó abrasado por la auto explosión. Un Ecce homo, pero de risa, como al que le explotara un petardo en el puro... tiempos aquellos. Se dejó en una semana, primero la mayoría absoluta, después la mayoría simple y, finalmente, el gobierno. Todo un ejercicio de tino y olfato político, de mesura, de savoir fair y de diplomacia. Un estadista. Y solo paga de tanta e inverosímil enajenación la cara que se le quedó. Cuando tengo un mal día, saco del cajón la foto de su día después, la miro y algo se me enderezan la cosa o la jornada, y dicho sea sin segundas, no vaya a creerse el gachó...

Y este es el estadista, pues, el yo-yo, el superyo, el superego que viene hoy a salvarnos, a enmendarle la plana a los suyos, de arriba a abajo, a los que nombró y dejó puestos de su propia voluntad y mano y también con rara y fina agudeza. Ese Rato despedido a diplomáticas patadas del FMI y que hoy anda solicitando árnica por los juzgados, a ese Rajoy que él mismo ensalzó, elevó y propuso, en la esperanza seguramente de que no alcanzara el cargo ni le hiciera sombra a su sol, a ese Camps, el figurín sin sustancia que llevó a la Comunidad Valenciada del estado del bienestar al estado del limosneo, a ese Blesa al que le ha cabido el honor de suceder a Mario Conde en los placeres penitenciarios y de lo criminal, a ese Rodríguez, su antiguo portacoz, detenido borracho por un accidente de automóvil provocado por su causa... Toda una plantilla a contratar para los cursillos de emprendedores y de procura de la excelencia. 

Y hoy, por si le quedara alguna parte de España con la que enemistarse, no ha tenido otra idea que irse a morder y a encizañar a los suyos. Siempre el estadista, siempre con su finezza habitual. Y añadiendo la deslealtad a sus ya muchas otras virtudes y cualidades. Y yo que renegaba de Giulio Andreotti, al que Dios ya ha llamado a su siniestra, mentecato de mí...

Monsieur Chirac, antiguo colega en el cargo, de parecida extracción ideológica, pero, eso sí, de esa derecha educada, francesa, europea, incluso civilizadora si comparada con la nuestra, le llamaba en sus círculos privados, cordialmente,  l’imbécile. Pero como es término francés y las traducciones siempre distorsionan y generan matices indeseables o difíciles de glosar, dejo a mis lectores la labor de buscar su significado en Google.

viernes, 10 de mayo de 2013

Beatriz Talegón

Beatriz Talegón, mediática y, además, tentativamente auto postulada candidata del PSOE para esas primarias a celebrarse ad calendas graecas, ha expresado lo siguiente: detrás del 15-M puede estar la derecha. Y si bien el entendimiento de la frase parece gravitar mucho más sobre cuál sea el sentido exacto de la palabra ‘detrás’ que en la palabra ‘puede’, y aún asumiendo para el término ‘detrás’ aquel que a menos ‘mano negra’ pueda parecer querer referirse, la cosa desde luego tiene su enjundia. Porque si lo que quería expresar con el ‘detrás’ es que los ocupantes más que civilizados de las plazas, esa muchachada, los perroflautas y los viejunos, según agradables término al uso, quienes, como yo mismo, anduvimos revoloteando por allí, somos personas de derechas o agentes de la misma, creo, sinceramente, que habría que encabezar una colecta para sufragarle el psicólogo o, con más urgencia aun, un sociólogo y un politólogo de guardia que la entuben y estabilicen.

Si en cambio postulara su creencia de que el movimiento puede favorecer a la derecha, aun a pesar de sí mismo, como parece desprenderse de su artículo, ya sí se podría entrar en un debate de mayor profundidad, y hablar entonces de utilidades, efectividad y tempos de este tipo de movimientos sociales, con el ejemplo italiano delante de los ojos, y entrar en consideraciones que ya no descalifican necesariamente su frase y que, desde luego, bien podrían glosarse.

Y aunque desconozco a cuál aprendizaje o a cuáles sólidos, turgentes y ubérrimos pechos ideológicos se prendan hoy los cachorros de la socialdemocracia –presunta, bien se entiende– y, es más, ignorando si Talegón, como militante de dicha parcialidad, está sometida aun a dicho aprendizaje en razón de su edad –así como un educando aventajado profundizaría con disciplina sus conocimientos de mandarín, u horticultura ecológica–, o sí ya está en condiciones de sentar oficialmente doctrina y es entonces de ella misma y de otros como su compañero Óscar López, por su feliz y advenida condición de ideólogos titulados, de quienes emana el conocimiento o alimento teórico que apacenta novicios y publicita saberes políticos, lo cierto es que, si algo parecía estar claro hasta hoy, es que el movimiento 15-M no era un movimiento de derechas desde ninguna perspectiva que se quisiera contemplar y a nadie, o a casi nadie, se le había ocurrido hasta ahora emitir tal presunción y más de la manera en que lo ha hecho ella porque, en definitiva, quiero yo pensar y pensará ella misma de sí que tampoco deseará parecerse, en el refinamiento ideológico y analítico, digo, al Ministro del Interior, el señor Fernández Díaz, capaz de decir que el aborto es terrorismo y descansar tras ello.

Porque si la frase hubiera rezado más o menos: ‘la derecha puede aprovecharse del movimiento 15-M’, el enunciado merecería atención, pero ya no por lo atrabiliario. Porque es cierto, además, que entroncaría con una forma de pensar muy de la socialdemocracia de hoy en día, muy bien rastreable, por ejemplo, en Italia por causa del advenimiento del movimiento M5S, y donde personas de indudable valía intelectual y de probada ejecutoria de izquierdas, muchas de ellas en el entorno de la socialdemocracia, manifiestan un tipo de pensamiento parecido, entre el desprecio manifiesto a este tipo de movimientos ‘transversales’, como también está de moda decir, y la descalificación que les aplican de ‘no ser de izquierdas, los más tímidos o la de ‘ser de derechas’, los más aventados.

Pienso, por ejemplo, en Daniel Cohn-Bendit, (El País, 05-05-2013) metiendo en el mismo saco al neo fascismo de Amanecer dorado y al M5S, que para qué abundar en ello y en las interminables piruetas del personaje, o en Iñaki Gabilondo, no un político, pero sí persona de probada y sin duda respetada sensibilidad progresista, o en la también reputada periodista italiana Concita de Gregorio, que dirigió L’Unità, porque ambos, Gabilondo menos, De Gregorio bastante más, cargan asimismo contra este tipo de movimientos y aduciendo ese mismo tipo de consideraciones, de que solo favorecen estos a la derecha.

Y no seré yo quien diga que no son comprensibles esas formas de ver el fenómeno, porque, bastante menos en España, bastante más en el M5S italiano, la carga de populismo que sin duda arrastran, da razones sobradas para la preocupación y porque en lo básico, los fascismos, surgieron de dirigentes y clamores populares que no parecían en principio que fueran a remar en esa dirección.

Luego razones existen para la preocupación y tenerla es síntoma sin duda de poseer una conciencia ciudadana, aunque en este momento histórico la situación sea distinta, porque se trata de poblaciones que ya han mantenido trato prolongado con la democracia, que conocen lo que significan unos decenios de vida en armonía y progreso social, lo que desde luego no se puede decir de las masas, todavía casi analfabetas y semi esclavizadas de principios del siglo XX en Alemania, en Inglaterra, en Italia y no digamos ya en la Rusia zarista. Las comparaciones sirven solo hasta cierto punto, y no querer perder la memoria histórica es más que aconsejable, desde luego, pero aquí no se está hablando de Soviets ni de represión policial o militar generalizada y asesina como la de aquella época. O, por lo menos, no todavía.

Y esta preocupación expresada con la rotundidad de esas frases descalificadoras para con los únicos movimientos verdaderamente sociales y populares que se han dado en Europa desde finales de los años sesenta o principios de los setenta, (si exceptuamos los acontecimientos, casi podría decirse que descolonizadores, habidos en la Europa del Este), sí resulta comprensible dicho agobio, en cambio, desde la perspectiva de que en cualquier empresa o asociación molesta siempre, y mucho, la competencia, en particular la que se dedica o la que vende más o menos el mismo producto que uno fabrica, pero con éxito creciente y además con originalidad. Y lo cierto es que las socialdemocracias tradicionales bien están dejando ver lo poco que comulgan con estos movimientos hijos de la crisis, sin duda, pero mucho y también de la modernidad cuando, sin embargo, poca duda debería de caberles de que también son hijos más que legítimos de una sensibilidad bastante parecida a la de ellos mismos, siquiera en teoría.

Y se ha pasado en apenas dos años, en la socialdemocracia española, desde la tolerancia o indulgencia de un impertérrito Rodríguez Zapatero al respecto de estos, hasta este coro cada día más amplio que descalifica desde la izquierda a los movimientos sociales como el 15-M y que los tacha de inoperantes, en el mejor de los casos y no sin cierta razón, o los califica de cripto fascistas o favorecedores de la derecha, por los votos que restan a la izquierda tradicional, y como es el caso del tema de esta reflexión.

Sin embargo, son movimientos que poseen aquello de lo que la política tradicional carece: agilidad, originalidad en las acciones, modernidad de pensamiento (para bien o para mal), libertad de acción, manejo eficaz de las nuevas tecnologías, capacidad de arrastre en las redes sociales, capitalización del descontento, siquiera en la vistosidad de las acciones, que no en los resultados, radicalización en el sentido positivo del término, carencia de obligaciones y de favores debidos a padrinos, a lo cosa nostra, asunto este tan mediterráneo y tan característico de los usos de la política oficialmente estatuida, etc...

Y sí, es cierto también, que no son estos movimientos lo transparentes que proclaman, sin duda y, además, son semi-asamblearios, es decir, poco o mal articulados, resultan manipulables con cierta facilidad y, hasta ahora, desperdician y fragmentan el voto, en particular el de la izquierda, que es de donde, y por la izquierda, evidentemente, para dolor de Talegones y demás miembros de ese establishment, se les escapan y se les seguirán escapando los simpatizantes y los sufragios. Porque Talegón, con su juventud, su facilidad de comunicación, su arrolladora simpatía, su aire de razonable sinceridad y su porte o continente de personaje ‘alternativo’, tan de moda todo ello una vez más, es, sin embargo, un miembro del establishment, y la prueba es que piensa y se expresa como tal. 

Porque el problema es precisamente ese, el establishment y su estabilidad y cuál sea su papel en los próximos tiempos, dado el desprestigio de la política tradicional originado, precisamente, por el vergonzoso comportamiento de ese mismo establishment. Porque la contienda política hoy, y más en el futuro, no se articulará tanto sobre las ideologías izquierda-derecha, sino sobre la eficacia en la gestión de lo público, la tansparencia comprobada, la intolerancia frente a las componendas con daños a terceros y frente al despilfarro y al clientelismo, el cumplimiento de los deberes del poder para con la comunidad, el respeto a las promesas electorales y la consecución de un reparto social más igualitario.

Y esto, tanto en asuntos que atañan a la gobernación general como a los de la auto gobernación de la propia empresa privada. Porque seguramente la propia empresa privada se verá sometida en algún futuro a regulaciones algo más estrictas y a ser dirigida u obligada a funcionar de una manera algo menos ‘auto’, viviendo cambios algo más que solo cosméticos en el reparto de los beneficios, en los derechos y en el peso tanto del propio accionariado como de las responsabilidades y las remuneraciones, para lo bueno y para lo malo, entre los trabajadores y los propietarios.

Incluso, cabe aventurarlo, serán la propias nociones de propietario o empresario y la de asalariado las que seguramente se redibujarán parcialmente en un futuro no muy lejano, adquiriendo cada uno de los dos términos contrapuestos parte de las ventajas y las desventajas, de las prerrogativas y de las obligaciones de la otra parte. Porque lo ‘transversal’, para entendernos, también habrá de llegar allí, al corazón de la empresa.

Ese parece el destino de un capitalismo algo más inteligente que el actual y será a lo que se llegue a la larga, si triunfa un proceso de ajuste y humanización, ya imprescindible y que, de alguna manera, poco a poco parece irse prefigurando y empezando a exigir desde la calle, y no precisamente en los despachos de esos think tanks, que, excepto para aconsejar cómo acopiar con éxito creciente moneda de curso legal a quienes los sufragan y los mantienen, dan la sensación de que llegan tarde a todas partes y de que todo cambio social y de aires los pilla siempre con la bata entreabierta y en el excusado, por expresarlo con delicadeza.

Y todos esos cambios los demanda la modernidad, y muchas cosas más aún, y que finalmente sea capaz de llevarlos a cabo una política anclada en sus usos tradicionales, sea de izquierdas o de derechas, que por sus hechos, que desmienten con tanta frecuencia sus palabras, parece negarle carta de posibilidad y de existencia a todas las novedades expuestas arriba, es lo que lleva a pensar que, efectivamente, la izquierda tradicional tendrá bastante pronto un competidor dentro de sí misma (y aunque no se avenga ni reconocerle el nombre a esos competidores o prefiera cambiárselo, como el caso que da origen a estas líneas) que muy probablemente la desmantele primero, como es su temor, pero finalmente la refunde.

Y lo mismo, o casi, cabrá decir de la derecha que es mantenida por votantes que también desearán comer de forma regular o, por lo menos, como comían antes. Y es que, cuando los usos políticos comprometen los presupuestos básicos de la convivencia, los votantes vuelan a otros nidos sin necesidad ninguna de que todos ellas sean refinados analistas y politólogos. Con tener un estómago que se queje, ya basta y sobra para que cualquiera se ponga a dar piruetas ideológicas y a descabalar urnas, compromisos y mayorías tradicionalmente inamovibles.

Los movimientos sociales las vaciarán primero de un buen porcentaje de votos y, en consecuencia, de valor y capacidad efectiva para malgobernar con comodidad y de facilidad para continuar con los malos usos sin sufrir consecuencias por ello. Que este proceso cambie la política y las sociedades porque obligue a las derechas e izquierdas tradicionales a pactar lo que no quieren y a ceder algunas de sus ya completamente absurdas prerrogativas, so pena de verse rebasadas o gravemente amenazadas de ello (como acaba de ocurrir en Italia y lo cual, aun siendo un pasteleo vergonzante, no deja de ser igualmente cierto que les ha obligado a adoptar medidas en sentido contrario a los intereses de las oligarquías dominantes) o que, simplemente, las políticas tradicionales se vean de verdad y definitivamente rebasadas por una marea de votos alternativos, ajenos y que no comprenden, dará finalmente en algo sustancialmente similar, un cambio en las políticas en el sentido de dar mayor protagonismo a las ciudadanías y eficacia al poder emanado de ellas para que desempeñe con mayor justicia y eficacia las tareas de verdadera necesidad y utilidad pública a las que está llamado a atender. O, como no, también quizás podría dar en lo opuesto, en una dictadura, pero donde ya, como en todas, todo su orden aparente será entonces desorden moral y llevaría a otro discurso. Pero los culpables de todo ello, eso sí, seguirían siendo los mismos. Es decir, estos mismos.

Mientras tanto, cabría señalarle a doña Beatriz y a muchas otras gentes de una izquierda progresista y honrada en muy buena parte, que de poco les servirá serlo si los hechos de gobierno, cuando lo ejercen, o la labor de oposición desmienten una vez y otra aquello que proclaman. En tiempos turbulentos el futuro suelen apropiárselo quienes no tienen demasiado que perder ni demasiadas obligaciones con el presente, y de la modernidad será el futuro, siempre, pero esta modernidad o este futuro malamente suele ser imaginados, comprendidos y deseados por quienes cargan con demasiado pasado, con demasiados compromisos adquiridos e intereses creados, con demasiado que defender y por quienes padecen poca hambre real, y de la de justicia también, contra la que luchar para sobrevivir.

Pero hoy, para la ideología de progreso y para la izquierda tradicional, el principal problema es que en muchos hogares y lugares de Europa estos son tiempos ya de hambre pública, un hambre ya visible y manifiesta, un hambre de otros tiempos. Y lo peor para ellos, con mucho, es que el hambre en buena parte y esta vez sí, se ha producido también por culpa de los suyos, por errores propios, por tibieza ideológica y no solo por los sempiternos manejos que se le achacan a los de enfrente, que tienen sin duda su culpa, pero no toda. Y esa realidad hoy la conoce y la irá conociendo cada vez más gente, pues tal es la característica principal de esta modernidad, que los velos que ocultan las partes premeditadamente opacas y oscurecidas de la realidad de las cosas hoy resultan velos transparentes, tules inútiles, y este es el fenómeno creciente e imparable de la universalidad de la información, cuya primera consecuencia es que la población cada vez se fiará menos de sus políticos mientras estos no enmienden sus comportamientos, definitivamente caducos.

No hay cosa más antigua ni con más pasado e intereses creados que la Iglesia Católica, que está manifiestamente desapareciendo por incapacidad definitiva y manifiesta de asumir y de desear cualquier modernidad, y no ocurre esto ni siquiera por un problema de falta de fe de la feligresía, porque quienes tienen la fe no se hacen ateos, sino que se dirigen en goteo imparable a cualquiera de los establecimientos religiosos de enfrente, que ofrecen lo mismo, o incluso más caro, pero con un diseño bastante más acorde con los tiempos. Pero lo mismo parece empezar a pasarle ya a los modos de la política tradicional. Parece poder extendérseles ya un diagnóstico casi definitivo de mortal antigüedad, de inadaptación  irreversible a la composición del aire de los tiempos que ellos mismos han contribuido a hacer venenosos, el aire y los tiempos. Y cada vez que abren los ojos en medio de su coma parecen manifestar cada vez mayor desorientación, como bien se colige de sus declaraciones.

Y un día aparecerá a su cabecera un médico con bata de topos rosa, un piercing en la mejilla y tatuajes desde el bálano hasta la nariz, aunque mejor que bien preparado, competente, listísimo y ya jefe de servicio, que les comunicará amablemente su fallecimiento. Y requiescant in pacem.

Adaptarse o morir, y lo que dan es toda la sensación de estar optando sin duda por lo segundo y, lo más gracioso, es que sus verdugos habrán sido ellos mismos. Porque no es la izquierda ni la derecha, Beatriz, lo que alienta detrás de los movimientos sociales, es que la honradez y la eficacia, que no tienen patria porque su patria debería estar obligatoriamente en todas partes, como proclamaría cualquier Internacional Socialista, incluso de las hoy venidas a menos o a nada, pugnan por comparecer en una escena pública que debiera de ser su lugar natural de expresión y de existencia, pero como ya no pueden hacerlo por la vía tradicional, estos testarudos personajes, que no son actores económicos y que parecen solo simples abstracciones, pero que sin embargo sí que cuentan y pesan, ¡y cómo!, en las motivaciones de los hombre, buscarán y encontrarán otras.

Y si la honradez y la eficacia no se dicen, no se proclaman, no se gritan y no se obtienen, ni lo manda decir, proclamar, gritar y obtener la Internacional de los tuyos, que también debería de ser la de los míos, lo hará la calle, pero habréis sido vosotros quienes hayáis obligado a apelar a los métodos callejeros y entonces, serán unos muchachotes iguales que tú, Beatriz, con la misma juventud y preparación, con las mismas razones e ilusiones, pero que habrán elegido la acera más estrecha y más resbaladiza, la del futuro, quienes vendrán a llevarse tus votos y los de tantos otros. Y lo que hagan de verdad con ellos, honradamente, no lo sabemos hoy ni tú, ni yo ni nadie. Pero yo ya rezo para que se los lleven y para que lo hagan mejor que tú y los tuyos, que tantos de nosotros, o para que siquiera lo intenten. Y es más, tal y como ya están las cosas, se percibe la sensación de que aun e incluso si se equivocaran, por lo menos la empatarían.

Please get out of the new one if you can’t lend your hand, for the times they’re a changing, como cantó Bob Dylan en legendario himno, ¿y cuando?, pues en 1963, cincuenta años de nada... pero alguna vez será cierto. Y añadió tiempo más tarde al respecto: no era una declaración, era un sentimiento.

Y es seguro que muchos igualmente, siguiendo nuestros sentimientos, que no sólo nuestros bolsillos, haremos lo posible para cambiar de médicos y el recetario, que estos, los tuyos, los nuestros, los míos y los de ellos ya nos cortaron los pies y las manos, la nariz y la lengua, y aun siguen los sabios galenos, al alimón, mirando como distraídos hacia salva sea la parte, y sin posibilidad de distinguir en la serenidad de sus semblantes si el siguiente corte lo harán a la izquierda, a la derecha o al centro de la misma, a mayor abundamiento.

Miserere nobis.

martes, 7 de mayo de 2013

La corrupción de la corrupción.


No es seguramente la corrupción en sí el peor de los usos políticos –y sociales– que desestructuran una sociedad. Lo peor, hoy, aquí, lo peor en los países endeudados de Europa, donde sin duda más abunda esta, es su ignorado (y cuando no ignorado, soslayado) efecto pantalla, su capacidad para tapar con eficacia asombrosa la existencia de otros problemas más sustanciales y estructurales, las causas más serias que están detrás del mal estado de las cosas de todos y que son lo que debería verdaderamente ocuparnos, pero que, sin embargo, no parece que le quiten el sueño a muchos de los que debieran de verse más que atenidos por el asunto.

La corrupción es un asunto capilar, táctico que no estratégico, hijo de la practicidad o de la viveza y de la moral o, más bien, inmoralidad de cada cual, que ayuda sin duda a mejor bandearse por la existencia, es un asunto que en lo sustancial atañe casi más a lo personal que a lo social y que no es debida a causas de ley más que de manera secundaria, porque a lo sumo se ve favorecida solo por razones de mal uso o de incumplimiento de la misma. Es decir, sí existen leyes que se ocupan de ella porque, oficialmente, también se considera un mal y así está sancionada hasta cierto punto su figura, siquiera con la boca pequeña.

Y aunque la población, con muy justificada razón, cada vez se molesta e irrita más por su capilaridad tan manifiesta y llevada a la luz cada vez con mayor eficacia y también porque el castigo para la corrupción, teóricamente sancionado igualmente por la ley, en realidad se ve desdibujado y se hace inoperante hasta los extremos que todos conocemos, la indignación parece que se dirige solo contra estos robos digamos como de pollería, pero a lo grande, contra esta realidad incuestionable por bien conocida y constantemente descrita. Sin embargo, no es la corrupción lo peor con lo que bregamos, ni mucho menos. Padecemos las poblaciones robos felizmente bendecidos y estatuidos que son indescriptiblemente mayores que los de pollería.

Y aunque la corrupción produce un grave malestar social y, en paralelo un ruido mediático inacabable y distorsionador, bien podría afirmarse que el beneficio que trae, y no es pequeño, contemplándolo desde el punto de vista de los despojadores, que no de los despojados, es que no se habla así de cuestiones mucho más profundas, graves y enjundiosas, pero de las que bien convendría y tendría que hablarse también, y mucho, y desde luego desde el punto de vista de los despojados, que son o somos la inmensa mayoría.

Y en virtud de la inapelable conclusión de Rafael Sánchez Ferlosio, –cito de mala memoria, no en su textualidad estricta–, de que parece significativo que el periódico traiga siempre y sin excepción, todos los días, cuarenta páginas de noticias, ni una más ni una menos, la consideración adicional que cabe hacerse es que si las cuarenta páginas se dedican entonces siempre y exclusivamente a hablar de un aspecto, la corrupción, para el ejemplo, no se deja evidentemente espacio ni mental ni de papel para hablar de otros temas de parecida o mayor enjundia.

Y de lo que no se habla nunca, en definitiva, nada se le permite saber entonces a quien bien le vendría conocer de ello, que es a la comunidad, a la ciudadanía y, en consecuencia, todo aquello que los medios de comunicación social no tocan o soslayan con cuidado, por no decir ya los responsables políticos, queda desnudado de eso precisamente, de su característica de perteneciente al bien o al mal común, y de la posibilidad de poder constituirse, por lo tanto, en cuestión de importancia primaria y que sin duda mucho nos atañería a todos.

Por lo tanto el mal verdadero, y desde luego peor que el de su propia existencia, es la eficacia de la corrupción como mecanismo velador o difusor, como pantalla de otros fenómenos, o comportamientos o carencias menos visibles y deliberadamente ocultos, pero mucho más graves. 

Cuando todo el debate político e ideológico se centra exclusivamente en afear y afearse mutuamente los episodios de corrupción que, en la práctica, son casi infinitos y aparentemente consustanciales, podría decirse, a la propia latinidad, lo que realmente se hace es dejar una vez más de lado el debate ideológico que en realidad es el que tendría que venirse realizando, o planteando o por lo menos poniendo en conocimiento de todos para intentar participarlo así, siquiera de refilón, a la sociedad.

Porque hay una cuestión que parece de lógica. Si la corrupción es característica, digamos, estructural, de base antropológica, caracteriológica casi, cosa como de la cultura latina o de la masa de la sangre, y signifique esto último lo que signifique, pero que es como lo explicaría –tan contento y dándolo por verdad de ciencia– el pensamiento de la derecha eterna, tan colorista y efectivo en algunas de sus consideraciones, no cabe duda, sin embargo, de que con esas mismas características ¿climatológicas, culturales, raciales, de psicología de masas?, en diferentes ocasiones y momentos de la historia, estos mismos pueblos, aunque infectados siempre, se supone, de los mismos males y miasmas, sin embargo, sí han sido capaces, incluso recientemente, de alumbrar estados, urdimbres sociales y economías efectivas mejor funcionantes y, más o menos, algo más satisfactorias para el general de sus poblaciones que aquellas con las que actualmente contamos.

Por lo tanto, supuesto un nivel de corrupción más o menos generalizado, más o menos alto, pero aproximadamente similar, momento a momento, con cualquier otro periodo histórico, si bien la diferencia hoy en día es que somos más conscientes del mismo, debido a la mayor facilidad para que la información se mueva y se haga pública por nuevas vías muy estrictamente modernas no, modernísimas, porque a fin de cuentas la red es un recién nacido que, a efectos de la historia humana, apenas tendría unos segundos de vida; entonces, la verdadera diferencia entre momentos favorables y momentos desfavorables o de gran crisis para las sociedades, no sería la existencia o no de dicha corrupción, tan real e igual en cada época como el aire o el agua lo puedan ser de un siglo a otro respecto de sí mismas, sino a la existencia de otras características o fenómenos que son los que realmente generan la diferencia.

Y no puede entenderse sino que tales factores diferenciales son las ideologías, los supuestos teóricos que, mejor o peor expresados, más o menos ocultos voluntariamente o no, permiten y generan unos y otros estados de cosas. Y si el actual es desfavorable, negativo indeseable, injusto, desestructurador, en fin, portador de las calamidades que cada cual prefiera asociarle, la causa no parece ser otra que aquella que dependa de sus factores variables, no de las invariantes, como bien podría considerarse a la corrupción en sí y en razón de todo lo anterior.

Por lo tanto, el tiro estratégico de quien desee enfrentar ese actual estado de cosas debería de realizarse al alza, pasando por encima del estado de corrupción, aunque no por supuesto ignorándolo ni dejando de oponerse a él, pero considerándolo solo como una más de las muchas disfunciones de las que ocuparse, y llevando obligatoriamente la vista y el pensamiento a retrotraerse en la contemplación y seguramente a meditar sobre la reposición razonada de ciertos supuestos ideológicos que se dieron por abandonados o por muertos y que son, muy exactamente, el barro del que provienen estos lodos.

Por lo tanto, entre el extremo ya arcaico de una colectivización obligatoria –o contemplada solo como deseable– y en el cual se movió parte del pensamiento de izquierdas durante mucho tiempo, pero habiendo sido derrotado ese criterio casi definitivamente por el poder de las armas y el dinero, conjunta y solidariamente, según su necesidad y, además por sus propios abusos y errores, y el haber dado sin más las sociedades a lanzarse al extremo opuesto, el de la privatización de la casi totalidad de las cosas, que es el marco ideológico en el cual nos movemos hoy en día en Europa, con los desastres asociados que le vamos viendo; bien se podría intentar plantear, probar o ver cómo hacer para poner en tímido funcionamiento otros tipos de prácticas, hijas de supuestos ideológicos un poco más matizados y que anduvieran medianamente equidistantes de uno u otro extremo y de los cuales ya se han visto más que suficientemente los males e incapacidades que generan.

Y como la corrupción política es mal en sí como el cáncer, pero al cual no se le conoce todavía definitivo remedio, pero ello no impide ciertamente ni la vida ni la prosperidad del general de las poblaciones más que en cierta medida, parecería hora de dejar de centrarse en los quinientos, mil o diez mil millones que se le puedan escapar por esta causa a una economía media como la nuestra, para enfocar, en cambio, esas otras causas, ideológicas sin la más mínima duda, por las cuales permitimos que se nos escapen cincuenta mil, cien mil, doscientos mil millones en otras partidas.

La primera, la deuda inflada a beneficio de terceros, la segunda, el sostenimiento obligado de entidades bancarias y financieras arruinadoras y arruinadas, la tercera, el gasto por duplicado y triplicado en entidades políticas innecesarias y sui generis, útiles tan solo para colocar políticos y, la cuarta, la erección, sin debate alguno sobre su utilidad, conveniencia y necesidad, de interminables infraestructuras de algunas de las cuales, con descorazonadora frecuencia, ni siquiera se sabe ni siquiera y mientras ya se están construyendo a que van a ser dedicadas y lo cual, ya por sí solo, dice bastante, así como de otras igual de inútiles que aquellas de las que se sabe ya inapelablemente que no han servido para nada, como esas autovías de peaje, costosas y rutilantes, pero ¡ay! sin clientes conocidos que deseen circular por su pulido asfalto o esos trenes del futuro que corren como aviones, pero que circulan medio vacíos porque el común, aun deseándolo, no puede sufragar el precio absurdo de sus billetes.

Por lo tanto, el discurso ya no debería de ser tanto sobre la corrupción solamente, sino sobre la estupidez, por un lado, con su mal cálculo, y sobre la mala fe, que al cálculo equivocado le añade el torticero, y sobre alguno bueno, que también los hay, pero efectuado casi siempre solo a ventaja y beneficio de pocos y que requiere, como contrapartida, el expolio necesario de muchos. 

Y como mejor descripción de la locura simple y sin más matices, contamos con dos millones de viviendas vacías en un país como España, en las cuales se podrían alojar ocho o diez millones de nuevos pobladores, es decir, un cuarto de los que somos hoy en el país, lo cual significa, sin más, que hoy mismo lo que habitamos no es más que un estado contagiado de demencia faraónica o de satrapía sobrevenida que en nada desmerece a otros de los cuales, sin embargo, nos hemos ido librando con terrible esfuerzo. Como esas manos muertas  del siglo XVII español, un siete por ciento del total de la población absolutamente improductivo y entregado exclusivamente a la oración y mantenido a costa de terceros, o como aquellos gastos militares para sufragar ejércitos a escalas hoy impensables y que se llevaban porcentajes del diez, del quince, del veinte, del treinta por ciento de la riqueza del país para convertirla en humo de incienso o en humo de pólvora, alternativa y también complementariamente.

Entraba a raudales el dinero de las indias, el de colonias, pero en su muy mayor parte salía con las mismas a pagar las deudas de la locura, la vesania y la tiranía de cada época. Y corrupción había igualmente cuanta se pudiera describir. Hoy, no entra otro dinero que el se recauda in situ y a mala pena, más el que se pide prestado, pero es este un monto de monetario que ya no da para sufragar demencias, aunque sí resultaría bastante para una vida normal, civilizada, aseada y a tono con la época, y de llevarse las cosas públicas según razón y sentido común.

Y no hay tiranía hoy, teóricamente, dicen o gustamos de decirnos, pero si parece haber una tiranía de la teoría ineficaz o inexistente, de la equivocación sin enmienda, del pensamiento errado y del mal cálculo por no decir del no cálculo, del mal aprovechamiento de lo que hay, que no es mucho, pero tampoco tan escaso como para justificar un elogio de la miseria como el que venimos escuchando en cada desayuno.

La catástrofe de la burbuja inmobiliaria, la verdadera crónica de un robo anunciado, ella sola, con esos dos millones de habitáculos vacíos, con su coste aproximado de una larga cuarta parte del PIB de un año, es donde está de verdad enterrado el estado del bienestar, junto al excedente de trabajo y al esfuerzo de la población que más que descabelladamente lo sufragaron, y que hoy no es otra cosa que todo lo faltante, bajo la figura de la deuda, además, y como último Inri, inflada esta a mejor ventaja de sus acreedores.

Y ante esto la corrupción no es el mal mayor, sino el menor, porque sólo era esta misma la tasa oculta que nos cobraban el listo, el vivo, el sinvergüenza y el delincuente, porque esta corrupción era solo el tres, el cinco, el diez por ciento de esa otra cifra del mastodonte inmobiliario, hipotecario y financiero y a cuya cuenta hay que poner irremediablemente el noventa por ciento restante de nuestra ruina.

Y ese casi treinta por ciento de PIB que se nos evaporó de la vida económica casi coincide, es curioso, con la cifra del paro, con la de la pobreza, pero ese porcentaje de población que incurrió en la locura hipotecaria, no está constituido por supuesto y en su inmensa mayoría por un hatajo de sinvergüenzas, sino por una capa entera de la población engañada, deslumbrada falsamente y malamente aconsejada ex profeso y, por ende, estafada y, en este caso, sí que por un buen hatajo de vivos, casi todos impunes, pero, por otro, y eso es lo verdaderamente criminal e imperdonable, por otro de ciegos voluntarios y culpables, sus autoridades, que hubieran debido defenderla de todo ello, pero que en cambio demostraron que no sabían lo que hacían ni lo que dejaban hacer, por haber abandonado voluntariamente todos los pilotos el norte del bien común y por el también culpable y mal gestionado lassez faire,  laissez passer, por el abandono y el balbucir ideológicos, por la estrategia confundida y equivocada, por la ignorancia política, económica y, aún mas grave, moral y ética, y por su tolerancia frente al afán de lucro sin recabar el imprescindible sometimiento de este a un control, y por la carencia, además, de cabezas que pensaran y piensen a largo plazo, que vigilaran, moderaran, condujeran según lógica, dieran el alto si fuera necesario, sometieran las cosas al necesario criterio del bien común o más bien, de simple inteligencia fáctica y que intentaran dirigirlas a buen fin para todos, y no solo para algunos pocos.

Y ahora, para tapar las causas y las aguas mayores y menores, para disimular el olor de las alcantarillas que ya fluyen al descubierto, después, entonces, por lo tanto, en consecuencia, solo se gasta más pólvora en salvas, se culpabiliza a los estafados, se tacha cualquier manifestación apenas más violenta que una reunión de parroquia, casi que de golpe de estado, se critica la desafección y se refuerza el esquema policial. El intelectivo, jamás, por supuesto.

Y sí, ante todo ello, incluso ya puede ir siendo razonable el pensar, como tantos critican y como tantos se rasgan las vestiduras por ello, que cuanto peor, mejor. Porque es casi imposible quitarse de la cabeza la sensación de que los responsables están cavando sus propias tumbas políticas e ideológicas con estas timbas y con los huesos de los emaciados que ya enterraron y con los de los que ya esperan a pie de fosa, y que, por tanto, antes o después, disfrutarán finalmente ellos también, junto a sus infelices prácticas, de sus merecidas sepulturas. Pero no serán un panteón venerado porque no pocos bailarán sobre ellas y no faltarán jueces que proclamen la danza macabra como legítima.

Y no, no será elegante y hasta algunos estaríamos dispuestos a considerar que no parecería muy ético.

Pero sí resultará comprensible.


martes, 23 de abril de 2013

La fiesta de la palabra, el día del libro, la soga en casa del ahorcado.

Dijo, creo que Juan Jacobo Rousseau, pero vayan ustedes a averiguar, que me acuerdo del pecador malamente, pero no de dónde pecó, que hay una edad en la cual tenemos dentro muchas más palabras que cosas. Se refería a esa edad incierta, sin fronteras definidas, entre la niñez y la preadolescencia. Pero el tiro, muy atinado, hoy en día se le quedaría bien corto. Porque el aserto es verdadero ya para toda edad y condición. Tenemos más vocabulario que conocer cabal de lo que nombramos pero, es más, tenemos incluso antivocabulario, a modo de imposible intento de ignorar las palabras que sí llevan cosa dentro, a modo de pretensión de desconocimiento de lo sabido. Que no es poco pecado.

Nombramos como seres humanos dotados de habla, pero como buenos y disciplinados simios que somos también, más que nada imitamos, imitamos todos en todo y cuanto antes y más, mejor, a ser posible. Cuanto antes imitamos, mejor parecemos. El propio ser de la cultura se diría que es el imitar, así se hace cultura y la cultura se hace imitando. Quien puede, aporta una esquirla, el resto imita a secas. Y la incultura, que también requiere su esfuerzo, y no poco, se hace de la misma manera, imitando también y aportando otra esquirla, o quitándola, mejor. Y si no me creen, páguense un concierto del señor Justino Bieber y vean como este imita a cualquier otro adolescente exitoso e inimitable, y todos los que acuden a verlo, también lo imitan a él. Imitadores de imitadores de imitadores. Cajas chinas, pues, con el saber dentro. ¿Pero cuál saber? A saber... El saber de imitar, tal vez. Palabras sin qué, existencias sin cosa.

Y recuerdo perfectamente cómo hace cuarenta días, ya una cuaresma, que es palabra con mucha sustancia dentro, leí por primera vez en mi vida el término escrache. Pero como lo leí en donde lo leí, en el diario El País, mi primera reacción fue la de vaya farfolla esta, a saber qué querría decir la errata nuestra cotidiana de cada párrafo... Y continué leyendo muy por encima, a toda velocidad, en diagonal apresurada, buscando la sustancia de lo noticiado hasta comprender, igualmente deprisa, que de lo que hablaba el suelto era de que algunos ciudadanos habían acudido a llamar cabrón a un cabrón a la puerta de su domicilio. En fin, una tautología simple. Las palabras con su cosa y en su sitio. Nada que mereciera mayor esfuerzo de entendimiento, fuera de una cierta novedad de procedimiento. O, bueno, perdón, esa fue solo mi hipótesis. En realidad, como diría Gila, alguien había ido a llamarle algo a alguien, según registraba el papel. –Aquí hay alguien que es un... lo digo sin mirar a nadie...– 

Pero me anoté mentalmente que tenía que acudir a buscar en la RAE aquello de escrache, palabra sin demasiada genética local, me dije, y que me parecía sin asociación posible a primer golpe de oído con habla cristiana cabal o conocida y que me sonaba más a centroeuropea rebozada de hispanidad advenida que a cosa posible y de curso legal en los dominios del Rey Nuestro Señor.

Sin embargo, no lo hice, no corrí a visitar a la autoridad de la lengua, pero en poco más de un par de días ya no me hacía la más mínima falta. Hablaban de escraches en la portada del ABC, en los informes del CNI, en la CNN, en la BBC, en el PP, en el PSOE, en UPyD, en la Agencia EFE, en la PDA (la pescadería de abajo), en CCOO, en UGT e imagino que en la JUJEM también hablaría el JEME de ello con todas las siglas de otros humanos a su sigla subordinados, que para una confrontación seria y casi como una guerra que hay de vez en cuando, según algunos, qué menos podría exigírseles.

Palabras todas ellas llenas de cosas, estas de arriba, sí, siempre y cuando uno en lugar de una cabeza organizada según lógica natural tenga las neuronas cuadradas y colocadas por orden alfabético, o que, extendiendo todas a una su axón tocaran el hombro de la de delante, ¡Numerarse, ar! Y, sí, efectivamente, escrache también lo citaba la RAE. Y para sosiego de todos, que imagínense si de verdad hubiera sido una errata el despiporre o despiporren, como también figura en el tomo.

Resulta entonces que en Argentina, según sanciona la Autoridad de la lengua, escrachar es fotografiar a una persona. En resumen, pero esto ya es sólo hipótesis mía, se trata de un término onomatopéyico, scraach, scriich, screech, criic, que suenan incluso bastante mejor que clic para imitar muy bien el ruido que hace un objetivo cuando abre y cierra el obturador. Y si fuera palabra adulta, con más de cincuenta años, fotografiaría muy bien, pero con el oído, a aquellas cámaras de estudio, aquellos cajones de apertura lenta –¡no se mueva!– que sonaban exactamente así. Ítem más, en italiano, de donde vienen tantos modismos argentinos, scricchiolìo –con esa ese líquida, cosa imposible en español, de ahí la e por delante–, significa crujido o más exactamente crujidito, que lo puede hacer un ratón merodeando, lo puede hacer un mecanismo más o menos silencioso o una tabla del suelo pisada con disimulo.

Así pues, un escrache es exactamente a lo que suena, una vez que suena. Una vez que la palabra ha tomado su cosa, que el verbo se ha hecho carne. Escrache, escrachar, es fotografiar. Lo que equivale a informar cumplidamente a Evaristo y a la ciudadanía interesada en ello que se le ha visto, que es el uso exacto en que dio el término ashá en la Pampa y luego acá, importado sin aranceles. –¡Sabemos quién eres y dónde vives, listo!–, que en resumen es de lo que se trata con lo de hacer la foto, para que se publique.

Pero héteme que hoy, pasada la cuarentena de días, el término en cuestión, ya más repetido que la palabra rescate (ya saben, lo que se le tiene que pagar a un secuestrador), parece que va a ser nada menos que prohibido. Prohibir una palabra... Suena como a ciencia ficción o como a ciencia inquisición, mejor dicho. –Que te he visto Fahrenheit, que tienes el ojo claro–. Ahí es nada, van a prohibir las fotografías, pues, y el día menos pensado la temperatura. En prevención de que a ladrones presuntos se les pueda llamar presuntamente ladrones a la cara, que es evidente uso impropio e intolerable del lenguaje, pudiendo llamarlos cacos, pero anteponiendo el Usted, como sería más civilizado, entiendo.

Así, un alto mando del Cuerpo Nacional de Policía, ( http://politica.elpais.com/politica/2013/04/22/actualidad/1366630655_201564.html ) ha dispuesto que los cuerpos policiales bajo su mando no pueden utilizar dicha palabra, debiendo sustituirla por acoso, amenaza o coacción. A lo cual ha contestado el SUP (la cosa que esto contenga, por favor, se la ponen ustedes) que, como tales términos implican la comisión de un hecho delictivo que pudiera no serlo, ellos recomiendan que el término escrache se sustituya por seguimiento o manifestación pacífica. Y en estas emplean su tiempo. Con el dinero público. La policía emplea su tiempo en enmendar el diccionario. Policía de la palabra, policía o sinónimo arcaico de limpieza que hoy escruta vocablos, antes medía el largo de las faldas, mañana vigilará de nuevo ovarios insumisos o santos rosarios –o suras– rezados o recitados o no y con mejor o peor disposición. El Diccionario secreto de Camilo José Cela, que era censor, ha de seguir siendo secreto, y los demás diccionarios también. Mala cosa los diccionarios, peor cosa la lengua. Jehová, Alá o el Jefe así lo piensan y disponen en consecuencia. Hágase en nosotros según su voluntad. A todo esto, los jueces, ni una palabra sobre palabras que, sin embargo, y en lo de cosificarlas y descosificarlas se las pintan mejor que lo hacían Martes y Trece. ¡Dónde va a parar! Millán, un abrazo.

Lo chusco es que el acoso y la coacción quien se los practica al diccionario y al entendimiento recto es el señor comisario y, más gracioso todavía es que seguramente no se le haya ni pasado por la cabeza lo que está haciendo. De ser el diccionario de la RAE texto jurídico de obligado cumplimiento, como ocurre en Francia para ciertos asuntos con su equivalente de allí, por ejemplo, y donde si a usted se le ocurre escribir en el manual de una manufactura la palabra inglesa software, en lugar de la obligada, francesa y adaptada ex profeso, logicielle, se multa al fabricante y andando, y el aparato no sale al mercado hasta que se corrija la barbarie. Así se las gastan en la periferia del Borbonato con las cosas serias. ¡Anda y que no nos queda por aprender!

Y lo que nos íbamos a reír con el delito de lesa RAE. Pero aquí se prohíbe el sombrero de tres picos y algunos lustros después se lo ponen, manu militari, a la Guardia Civil misma. Y lo bien que le sienta. –¡Alto a la Guardia Civil! ¿Qué lleva usted debajo del sobaco, con disimulo sospechoso y artero, alimaña? ¡Cielo santo! ¡Un diccionario!, acompáñenos al cuartelillo...–. Es decir, la guerra a la inteligencia que siga sin cuartel, como debe ser, señor Millán Astray. Y en esta guerra nunca se hacen prisioneros. Solo que las cabezas hoy ya no se cortan, aunque imagino que solo será por complacer en algo a Bruselas. Felizmente, basta con vaciarlas, empezando por su diccionario interior, por la brújula de marear las cosas, que es el poder de entender y de expresarse con tino.

Así que es eso. Tenía razón el santo padre Rousseau. Tenemos más palabras e incluso más negaciones de palabras dentro de la cabeza que cosas. Es más, para mí que Rousseau era un afrancesado. Que por eso los tuvimos prohibidos, qué menos. Debe de ser que a algunos las palabras les duelen como las muelas, pero nunca las palabras que no entienden, que esas no tienen cosa, así que de qué les iban a doler, sino las que sí entienden.

No es ya mentar la soga en casa del ahorcado lo que molesta, es que molesta mucho más mentarla en casa del que ahorca, ¡dónde va a parar!, y además pretenden los del oficio que mentarla en sus sacros domicilios sea delito. Pero ahorcar, no. Ahorcar es normal, siquiera figuradamente, pero irle con reconvenciones al verdugo, eso nunca. Los cadáveres secando al sol, los cadáveres los lunes y al sol, sí que son lo normal. Molesta un poco tener que verlos, también es cierto y también es normal. Pero respetar las sogas no es cuestión de normalidad o no. Es cuestión de que es obligatorio llamar al verdugo funcionario, con sus trienios, como si fuera un profesor. Y todo porque hay insumisos de la lengua a quienes se les ocurre hasta la vesania de llamar a las cosas por su nombre, aunque sea por su nombre en lunfardo, y eso no se puede tolerar, no sé si en la Pampa, pero aquí no, desde luego. Desde Viriato. Desde Argantonio.

Así que, por decreto de Gobernación, por huebos, necesariamente, según el afamado caso judicial, el apellido Bárcenas ya no existe. En Alemania los de apellido Hitler se cambiaron el nombre. Aquí no se le cambia el nombre a nadie. Pasa sencillamente a no ser un nombre, a no existir y listo, que es otra cosa. Bárcenas ya es una palabra que no se corresponde con cosa alguna. La tenemos dentro de la cabeza quién sabe por qué, pero sobra, no hace referencia a nada real. Ocupa lugar sin razón alguna para ello y, por lo tanto, solo molesta. Es por higiene mental. Lo hacen por nuestro bien. Gracias les demos porque se las debemos.

Y tampoco habitamos casas hace tiempo, disfrutamos de soluciones habitacionales, como dijo en su día la también comisaria Maria Antonia Trujillo, y no quedan profesores hace decenios, que son profesionales curriculares, sea eso lo que fuere, y posea o no posea cosa referenciada la oración, y como tampoco existe ya la emigración. Eso, a Dios gracias, esa palabra horrible ya ha sido extirpada. Es un vocablo que usarán ya solo cuatro pedantes, como el término antonomasia o, como adultos infantilizados a la fuerza, que creen todavía en unicornios o en elfos. Emigración es palabra a la cual no se le podría asignar, ya ni queriendo, referente real, a lo sumo despacharla con un dibujo imaginario, como de bestiario medieval, donde figurara un viejo y detestable ser imaginario con una maleta imaginaria de cartón y una necesidad de comer también por completo imaginaria, peor aun, torticera. No se le podría escribir una carta ni mandarle un chorizo y un queso a la poste restante, Montpellier. France.

Existen, sí, perífrasis de indudable belleza emparentadas con el viejo término, movilidad exterior, por ejemplo, como proclama la también comisaria política Báñez, porque sale de casa el hambriento para afuera, ya que no se puede salir para adentro, eso es cierto, pero es un para afuera de menor entidad, de escasa importancia, como decir irse a poner, otra vez, pero siempre otros muchos más, los lunes al sol, a la plaza del pueblo, a malversar el subsidio en cerveza. Cosas de vagos y maleantes. Nada de coger el AVE, o un autobús a Suiza, y solo por molestar, para hacer que no cuadren los números, que eso sí que son entidades reales y sagradas, tablas de Excel con muchísima cosa dentro. Además, un parado, con qué dinero... –A ver, ¿con qué dinero, mala persona, ha cogido usted un autobús hasta Düsseldorf?, ¿Es que acaso su dinero es negro? Seguro que es dinero negro el que se lleva usted para movilizarse exteriormente...–, le espetaría el Comisario Guindos. Y todos son ya comisarios, comisarios antisintácticos, comisarios de la palabra sin cosa, delegados gubernativos del vacío verbal: –¡Disuélvanse!, les gritan a las palabras, desde la autoridad del uniforme, del escaño, del puedo. Hasta los Comisarios Europeos han dado en comisarios sin cosa, pero con comisarías de papel que empapelan mejor que la Santa Inquisición. Papelia nuestra. Europa nostra. Palabras con la cosa nostra dentro. Palabras y despalabras que empapelan y matan de hambre, de desesperación y de vergüenza.

Y tampoco en esto de la movilidad exterior está bien visto el afrancesamiento. Otra cosa sería marcharse a Cantón o a Dublín a emprender, que eso sí que es bueno y recomendable. Porque emprender es hoy, por el contrario, una palabra con cosa de verdad dentro, con cosa buena, fetén y de primera, porta nada menos que la fe verdadera, es un ostensorio que custodia la Sagrada Hostia mismísima que se adora hoy en día y que es lo único que nos hace hombres y, además, emprender non olet, es bien cierto, señor César, no huele ni siquiera a coles en una buhardilla con doce camas en Lyon.

Pero, ¿emigrar? –¿Pero será posible que haya todavía gente que use términos tan desagradables y teñidos de mala fe como emigrar? –Ande, desfile, infeliz, que si no lo mando al trullo es porque la semana que viene ya será de pago y ¿acaso tendría usted más dinero negro para poder pagárselo, ¡delincuente!, después de habérselo gastado en movilidad exterior?... No sé qué me frena de darle así con la mano vuelta... no sé qué me frena...–.

Y caemos, entonces, en palabras sin cosa de nuevo, en palabras que son lo contrario de sí mismas, en los oxímoron, en expresiones como halos, como sombras pálidas del entender y del decir, caemos en el incremento desacelerado del aumento o de la disminución, en el crecimiento negativo que, porque ya estamos todos acostumbrados a oírlo, pero... ¿crecimiento negativo? ¿Ha visto alguien alguna vez algo, fuera de ese ideal platónico que son las matemáticas, crecer negativamente? ¿No será que algo mengua, se reduce, se consume, se termina, se decrementa, se murió o la espichó sin más? –¿Vamos a menos, ministro?– –No le diría yo ni que sí ni que no, pero estoy seguro de que ese menos también es un bonito sitio al cual dirigirse, dará oportunidades de emprender, qué duda cabe...–.

Y aquí, el texto transcrito, lo expresado en escritura, frente al texto oído con su timbre y su inflexión, no es de ninguna manera capaz de expresar la calidad sonora, la dicción, la calidez y la firmeza del verbo del comisario Montoro. Ese policía de las carteras ajenas vacías y santo benefactor, arcángel, más bien, de las propias con cosa sólida, que sí que es capaz, en homenaje al sentido verdadero del idioma, de darle un latigazo restallante al término más sonoro y calificativo del castellano y dejarlo convertido en algo parecido a la expresión de la boca de un ciudadano que se hubiera cruzado con el puño de Miguel Tyson.

Así que Bárcenas, finalmente, que es algo que no existe, la palabra con menos cosa que uno imaginarse pueda, y que trabaja, pero no trabaja, que es, pero sin ser de ninguna manera real, para que se jodan Aristóteles, Tomás de Aquino y Manolo Kant, cobra un sueldo que no cobra, pero solo a modo de simulación de algo que no acontece en absoluto y en billetes imaginarios, según contaba una verduguesa, que tampoco parece palabra con cosa este oficio tan nada femenino, y en virtud de lo cual, seguramente, sea buena palabra esta, imagino, y digna, ergo, de imitación. Demás que como es jefa de los azules, con frecuencia viste de rojo, por seguir vaciando contenidos y simulando simulaciones. O por disimular las salpicaduras.

Como el viejo chiste ruso, pero parafraseado, para adaptar las palabras. Ellos fingen que nos pagan y nosotros fingimos que no trabajamos. Ellos fingen que nos gobiernan y nosotros fingimos no ser ciudadanos. Ellos fingen que nos hablan, nosotros fingimos que no les entendemos. Palabras sin cosa, cosas sin palabra.

Sin palabras, pues, y a la orden, a lo que digan. Lengua no candeal, para fastidiarnos a una amiga y a mí, y a algunos otros. Historia universal de la infamia verbal. Diccionario revisado de lo que no significa nada. Puesta al día de lo que no se puede ni se debe expresar. La palabra al patíbulo. Comisarios todos del verbo malbaratado. Y, encima, hoy es el día del libro. ¡Y un cuerno los libros, señores comisarios! De unicornio, bien se comprende.

¡Rousseau, maldito afrancesado, métase usted el Emilio por el Gonzalo! ¡Ar!

martes, 16 de abril de 2013

Escraches, doña Margarita Thatcher y otras actualidades.

La afamada novela de Albert Cohen, Bella del Señor, una rotunda obra maestra, cuenta entre sus muchos precios con el de ser el escrito, de los necesariamente pocos que en mi amplia ignorancia haya podido visitar, que realiza el alegato más devastador y manifiesta la irrisión más corrosiva contra la antigua Sociedad de las Naciones, refundada y devenida después de la Segunda Guerra Mundial en la actual ONU, pero habitada tan de los mismos vicios y malformaciones que la lectura hoy de la citada obra bien permitiría confundirla con la anterior organización, setenta años después, pero manifestándose todavía dentro de la más estricta contemporaneidad solo con intercambiar el nombre de la una por el de la otra sin más, y cualquiera entendería absolutamente lo mismo sin necesidad de explicación adicional ni de actualización de una sola frase.

Y esto no solo por la propia grandeza de la obra, que disecciona la condición humana con la misma claridad e intemporalidad de un clásico, sino porque los vicios de la organización citada son exactamente los mismos, lo cual no es mérito solo del autor, sino demérito catastrófico de las sociedades del presente y mucho es de temerse que también de las del futuro.

Y venía este preámbulo porque acabo de leer una larga entrevista a Kofi Annan, el anterior Secretario General de la ONU, de la cual extracto esta frase:  Sé que hoy tenemos un problema: la confianza entre los líderes y la gente está rota. El contrato social que existía entre Gobiernos y el pueblo está roto. Si tuviera que ir a España, a Portugal, a Chipre o a cualquiera de los países en que tenemos este problema y hablase con la gente corriente, me dirían: “No puedo cuidar de mis padres, no puedo pagar facturas de hospital y el Gobierno me dice que no hay dinero. De pronto empiezan las dificultades en los bancos y aparecen millones para salvarlos. Los ricos cuidan los unos de los otros, no les intereso yo como individuo”. 

La entrevista es extraordinariamente interesante, aunque a mi entender no exactamente por decir las cosas que dice ( http://elpais.com/elpais/2013/04/11/eps/1365693757_959820.html ), como la arriba citada y por otras varias consideraciones más de parecido tenor, sino por venir de quien vienen y por llevarme esto a hacerme una reflexión casi obligada y sin duda perpleja sobre la esquizofrenia del poder o de tantos poderosos. Pues lo que choca, precisamente, es ese tenor de las consideraciones que ponen en evidencia las contradicciones casi insoportables entre lo actuado, que pertenece sin remedio a la trayectoria pública de cada cual, y lo dicho a posteriori o lo que se manifiesta hoy que se pensaba mientras se actuaba de otra manera. Lo cual bien podría considerarse como paradoja de otra galaxia por no llamarlo irrisión, por enunciar como propio el discurso necesariamente perteneciente al sometido, siendo que se es o se ha sido un miembro del poder y dotado por ello, se supone, de alguna capacidad para actuar en el sentido de modificar dicho orden de cosas que ahora tanto parecen molestar al prócer.

Porque esta frase, tan razonable e hija legítima de la evidencia, viene emitida por alguien que sin duda pobre no lo es ni lo ha sido nunca, además de señalado en su momento por sospechas de corrupción, sino poderoso y repetido ex dirigente máximo del más inoperante de los organismos que existían y existen y a quien, como mínimo, se podría tildar con cierta tranquilidad, pues, de inconsecuente. Y aunque decir, como dijo, que la guerra querida por Bush II, por ejemplo, era una guerra ilegal, efectivamente fue un acto que cuenta en su haber, si hubiera deseado de verdad dar un aldabonazo o actuar según esta su supuesta y declarada conciencia a posteriori, tendría que haberle dimitido en las narices al señor Bush y haberle abierto de verdad un segundo frente, y todo ello explicando las razones y explayándose, que es de imaginarse que pobre y menesteroso no se habría visto por ello, pero habiendo dado en cambio un ejemplo al mundo, con lo cual su figura hoy sería otra, de muy diferente grandeza. Sería tal vez un Mandela, en lugar de un alto funcionario que se queja a destiempo y que se hace pues más que sospechoso de mirar hacia la nueva dirección que marca la veleta.

En definitiva, que el discurso del victimado vengan ahora a hacerlo los victimarios, aunque no sea este exactamente el caso, pero si lo ronda, es, entre las esquizofrenias del presente la que tal vez resulte la más llamativa y, desde luego, insufrible.

Otro caso de alto funcionario que, al abandono de su cargo, radicalizó a fondo su discurso, y este aún con mucha mayor energía, es el de Federico Mayor Zaragoza, funcionario español que dirigió la UNESCO muy largos años y que hoy también parece más casi un simpatizante del 15-M que el alto mandatario, flexible como un junco, que se plegó durante repetidos mandatos a lo que hubiera de plegarse, con mejor o peor cara, sin duda, y con mayores o menores bascas en su fuero interno seguramente, pero que, al igual que el anterior y que tantos otros, también podría haber optado por la dimisión y la denuncia a tiempo, y no después de haberse hecho toda una carrera y de haberse asegurado una saneada situación económica, aunque sin acusaciones ni evidencias de corrupción en su caso, pero al que es de suponérsele que ya desde el primer mandato se habría hecho del cargo del estado de las cosas y de la imposibilidad de acometer modos de acción diferentes, caso de habérselos planteado.

Y debo admitir también que no es este segundo ejemplo el más sangrante, pues es cierto también que mantuvo una larga polémica con los Estados Unidos por sus intromisiones en contra de ciertas acciones humanitarias y culturales que emprendía su Agencia en numeroso países, con la pretensión de supeditarlas a sus planteamientos políticos e incluso religiosos, y que esto llevó a numerosos roces y amenazas e incluso al impago repetido de las cuotas debidas al organismo por parte de la potencia americana, como medida de presión para cambiar determinadas actuaciones de la UNESCO.

Pero sumo ahora a lo anterior las consideraciones de Iñaki Gabilondo en su video blog, que hoy también eran de enjundia, al hacerse eco de este mismo tipo de discurso al comentar los resultados de las encuestas, en este caso en España, sobre la confianza de la población con respecto a sus políticos. En concreto, los datos del observatorio de la cadena SER, de la empresa My World, con los datos sobre el punto de vista de los ciudadanos sobre lo que está ocurriendo en España. Y señalan estos datos que ya es mayor, encuestas  la mano, el número de ciudadanos que cree más eficaz la acción de los movimientos sociales y de protesta que la acción de los partidos políticos o la de los sindicatos.

Le cito, más o menos textualmente: “Es un dato novedoso y que no se había producido anteriormente. Es decir, la población cree que hay que pasar a la acción y a una participación más activa en la vida pública. Contrasta esto además con la puntuación cada vez más positiva para Caritas y otras asociaciones cuya acción sí se considera efectiva”. Concluye Gabilondo con la observación de que la ciudadanía sí parece creer aun en la democracia y en la política, pero junto a la opinión cada vez mayor de que los partidos políticos serán cada vez menos necesarios en el futuro, lo que parece al mismo tiempo un pisotón a los políticos, pero una llamada de socorro a la política.

Visitada la página del obSERvatorio, he encontrado otro dato el cual, aun entre el panorama de verdadero horror que dibujan los datos de las diferentes encuestas, me ha parecido todavía más llamativo: sólo el 11% de los ciudadanos respalda el actual ‘estado de las autonomías’ y el 50% pide ya dar marcha atrás en el mismo. Sin embargo, y es curioso, esto no lo cita en su listado de penas el señor Gabilondo, al que estimo, pero con el cual discrepo frecuentemente por muchas cuestiones, digamos, de índole oficialista, como sin duda lo es esta.

Porque precisamente parte del problema es que no hay partido político ni miembro respetable del establishment, como bien pudiera serlo él mismo, que se animen a arrojarle a ese mal apaño más pedradas que las justas, pero con el resultado de con esta actitud obligarán a que sea un tsunami, antes o después, lo que acabe por resolver el asunto. Pero dudo mucho que el señor Gabilondo, ni yo mismo, deseemos verdaderamente un tsunami. Sería lógico y deseable entonces postular que las cosas se hicieran antes, a tiempo y según razón, y mejor que el tener que añadirse más tarde y tal vez a regañadientes a otro tipo de soluciones más drásticas, con sus cirugías mayores.

Porque esa lacra de estas autonomías, desde luego no la menor de las que padecemos, se la llevará finalmente una marea de votos insumisos, o tal vez de no votos, o el ya casi imparable independentismo catalán o el tradicional golpe de péndulo, tan del lugar. Pero ya es hoy el estado autonómico, manifiestamente, otro cadáver más, y el no querer verlo quienes acusan a su vez a otros de no ver otras cosas diferentes pero igualmente conspicuas, no es más que el viejo cuento de la viga en el ojo ajeno.

Porque, en definitiva, los partidos gestionan hoy el árbol podrido, gordo y enorme que los cobija mientras los expertos discuten no se sabe de qué y los técnicos dicen que no hay sierras suficientes, y los notables y atenidos a resolver este y otros asuntos hablan siempre de cosas muy diferentes a la sombra acogedora del mismo, pero que ya chirría amenazante como una grúa cargada y coja, y milagro será que la cosa no acabé en tragedia y aplastamientos, mientras los bomberos atienden a quién sabe cuáles otras supuestas calamidades que no son ni la mitad de potencialmente graves como esta que por desgracia les y nos incumbe.

Y comentaba igualmente Gabilondo que es notable la apatía con la que reaccionan a estas encuestas los partidos políticos, pues es evidente que no lo hacen y actúan como si creyeran que aun tienen tiempo. Y a esto añado yo ahora más consideraciones.

No lo hacen porque creen que tienen tiempo, efectivamente, como ocurrió en Italia, pero donde acaban de descubrir, para su asombro, que ya no lo tienen y sin tener, además, tampoco la más remota idea de cómo arreglarlo. Porque tal fue precisamente el discurso con el fustigó en sus mítines electorales Beppe Grillo a la clase política italiana, y porque, como pronosticó, este va a resultar ser el quid de la cuestión. Dio a la clase política o, perdón, a sus usos actuales, como acabados y, al contrario del nuestro conocido y patético mal uso local de gritar enfebrecidos: ‘márchese señor X, márchese señor Y, apeló a algo mucho más sensato y democrático que solicitarle a gritos al legítimamente elegido que abandone el cargo reconociendo su incompetencia, lo cual nunca hará nadie, porque lo que hizo fue apelar a la población para que los echara con ese arma indiscutible que la democracia pone en manos de todos, lográndolo, sí, pero con los votos o, mejor dicho, negándoselos.

Y lo logró hasta el punto de que la ingobernabilidad a la que esto ha llevado a Italia obligará a repetir unas elecciones donde el resultado aun puede ser todavía mas contrario a los usos políticos establecidos. Y ojalá así lo veamos, añadiré, pues anunciará voluntad de regeneración allí y la provocará de rebote en muchos otros lugares, que falta hace.

Y es bien claro que una solución como esta, contra los usos hoy habituales y establecidos de la política, tal vez no gustará en exceso al señor Gabilondo, como no gusta en Italia a parte de la izquierda y además a muchas personas honradas y de indudable buena fe, y aún mucho menos al señor Kofi Annan y a tantísimos otros políticos, instalados todavía en un oficialismo que es precisamente la gafa ahumada que no les permite ver y el cristal que sí que hay que romperles, pero sí pone de manifiesto que vías hay y que, dadas las encuestas, esos caminos, hoy especulativos, se recorrerán aquí también, así que sigan pintando los mismos bastos.

Porque todo, hasta las cosas más sagradas tienen caducidad en política y en el conjunto de las actividades humanas. Lo que hoy es legítimo, de ley, mayoritariamente creído y aquello dado sin más por cierto, como verdad revelada o como hábito cultural hijo de los siglos o de los milenios, de pronto un día cualquiera deja de ser tan bueno, de ser verdad, de ser creído, de ser aconsejado y, finalmente, de practicarse. Aquello que antes una mayoría tenía o daba por bueno y, de paso, eterno, de pronto ya lo es solo para una pequeña minoría y, finalmente, para casi nadie.

Y no digamos ya cuando las condiciones materiales de vida menguan de manera alarmante y en contra siempre de los mismos, pero que ya son los más, y cuando la política tradicional no parece tener soluciones adecuadas en sus manos, las que sigue proponiendo no funcionan o aun empeoran las cosas y cuando, para mayor abracadabra, no sólo no se rectifica la manifiesta inconveniencia de ciertos usos, sino que encima se  llega a culpabilizar a los administrados como si estos malos usos y las incompetencias, los errores tácticos y estratégicos, las responsabilidades y, ya muy frecuentemente, los delitos de los administradores fueran causados por alguien distinto que ellos mismos. Llegados a este punto las encuestas dicen mucho, pero aún dirán más las urnas a su debido tiempo.

Y máxime cuando las ideas de todo tipo, las religiosas, las sociales, las políticas, las económicas... van y vienen también de esta manera y cambian, y además gustan de desaparecer y regresar disfrazadas de algo distinto, haciendo como que se han ido pero siguiendo vivas por debajo, pareciendo muertas y de pronto resucitando al mismo tiempo que otras, aparentemente pujantes, fallecen de golpe en la plenitud de su madurez, como si de un accidente se tratara.

Y no es casi nunca este cambiar de muy largo recorrido, porque en el corto transcurrir de una vida humana aquello que se aprendió como conducta deseable a seguir, y muchas veces con bastante esfuerzo, hay que desaprenderlo después para embarcar como deseable o como socialmente recomendable algo que es casi su opuesto. Y parece que solo cabe, en lo personal, dejarse llevar sin reflexión por el río del cambio o darse a la perplejidad, caso de no querer o poder asumirlo. Pero el político, en cambio, no puede adoptar esa actitud, pues cambia el paso con los tiempos o perece.

De esta manera, también la legitimidad política así como la de ciertos usos legales, antes indudables, hoy dudosos, está sujeta al mismo tipo de modificaciones, al menos en lo que respecta a las prácticas democráticas tenidas como tales y a los resultados de las elecciones. Esta legitimidad se renueva cada cuatro años y continúa, llueve o truene, siendo válida durante los cuatro años siguientes. Pero como esto es cierto y además todavía legal de toda ley, aprovechan los legalizados así para tildar de ilegales a quienes les afean sus conductas infames o protestan con cierta contundencia. Y llegamos así a los escraches, de los cuales, la encuesta arriba citada dice hoy, 15 de abril de 2013, que el 59% de la población dice apoyarlos o entenderlos. Pero me habita la certeza de que los números no serían estos mismos, sin embargo, si a la población se le preguntara si le parece bien el que un político, no un hambriento, robe. Es decir, los números no solo legitiman, sino también informan de que ciertas legitimidades también pueden estar sujetas a cambio o a súbitas inversiones de valores.

Es decir que, a mi entender, al político presuntamente demócrata y legitimado por los números, no al dictador, que eso ya sería caso a parte, sin embargo sí que le va su supervivencia en comprender que los números también le obligan a legitimar a su vez o siquiera a tolerar nuevas actitudes, mal que le pese. Y esa estulticia ontológica de proclamar, como ha hecho reiteradamente en estos días la señora Cospedal, que los escraches son una práctica nazi, como si un desahucio fuera una broma, y tratar de resolverlos mediante la fuerza pública o con multas que insultan estas sí y verdaderamente a la razón, se califica por ella misma y demuestra de manera muy fehaciente que, efectivamente, la política parece haber perdido no sólo la más mínima capacidad de autocrítica, sino por completo la comprensión y el respeto por la ciudadanía, lo cual trae la contrapartida de la desafección de la misma, primero y la más que probable expulsión por la vía de los votos del político o políticos capaces de comportarse con semejante ceguera, segundo.

Porque por más que se quiera afirmar lo contrario, un escrache a un político es una molestia que dura unas horas, en poco o nada menoscaba sus derechos pues no queda impedido de entrar o salir y de decir o no lo que tenga que seguir diciendo en su labor política, y de impedirle el paso o de agredirle alguien ya se encarga de inmediato la policía de protegerlo y de denunciar el hecho, como es su deber, y caso de incendiarle la casa, lo cual no se ha dado, no le cabe tampoco a nadie ni a mí tampoco la más mínima duda de que se trataría de un delito y como tal sería considerado, con toda razón.

Pero mientras los términos se mantengan dentro de lo que, digamos, podría llamarse una cacerolada, por más que ruidosa, molesta y muy irritante, parece más bien asunto de muy menor entidad, máxime si comparado con los padecimientos reales que sí sufre un desahuciado, que son de toda otra entidad y dureza. Y no comprender esto ni admitir el político ser sometido a esta mínima amonestación, que no afecta al sueldo, por cierto, bien dice cual es el entendimiento de muchos de ellos sobre el sentido y los deberes de su cargo, al cual cualquier discapacitado intelectual y también moral, que no son pocos entre los de su clase, como en tantas otras, sabe de sobra y antes de empezar que hay acudir ya llorado de casa. 

Además, sobre la legitimidad democrática y los números que la sustentan cabría hacer también una reflexión, pues el que esté legitimada de esta manera y no de otra, también es discutible porque, igualmente números a la mano, cualquier mayoría de las llamadas absolutas, casi nunca y salvo circunstancias en verdad extrañísimas, lo es si referida a la totalidad de la población con derecho a votar. Un 40% aproximado de votos a un solo partido otorgan dicha mayoría, lo cual significa que descontada la abstención que siempre ronda el 30%, cuando no más, ese mágico 40% del 70% restante de población, significa que con un 28% real de votos de la población ya se alcanza el derecho a mandar sobre ese 72% restante que, o no ha expresado opinión o lo ha hecho a favor de otras contrarias o diferentes.

Y esto no es más que una disfunción de la democracia parlamentaria cuya única corrección posible, en los casos de mayorías absolutas, y dado que no existe, pero lo cual también sería buen tema de reflexión, mecanismo ninguno para obligar al mantenimiento de consensos, con los resultados que se ven, sería la voluntad efectiva de gobernar para los más y nunca para los menos. Pero como esto no se hace ni hay ley, al parecer, que obligue a ello y por más que las declaraciones institucionales siempre se hagan en sentido contrario, proclamando que se gobierna para todos, y como esto jamás es así, y en la actualidad la evidencia es todavía más sangrante, es de lógica que la mayoría verdadera y matemática de la población, en cuya contra se gobierna, muestra una desafección progresiva y una voluntad de modificar tal estado de cosas.

Y sé bien que venirle a la ‘Ley’ con mayúsculas y no digamos a los políticos con razonamientos matemáticos, aunque sencillos y comprensibles como de escuela primaria o como se la llame ahora, no es más que una manera canónica de perder el tiempo, aunque los números no dejan de ser verdad y explican mejor que bien el divorcio entre ese supuesto gobierno de una mayoría sacralizada como legítima y absoluta pero que, a la hora de la cotidiana desafección, no lo es de ningún modo, y esa es pues la razón, junto al manifiesto mal hacer, de que el porcentaje muchísimo más elevado de la población real que, en definitiva se ve gobernado por quien no eligió de ninguna manera, acabará por encontrar los modos de hacer oír su voz y de tratar de dictar también su ley.

Y la encuesta de intención de voto de hace apenas una semana es meridiana en certificar a día de hoy la defunción de este bipartidismo, enemigo de la diversidad y de la modernidad, y espejo de esa denostada y decimonónica práctica de esta legislatura mandas tú y yo la siguiente, y los cambios... a lo Lampedusa, pues juntos PSOE y PP ya no suman ni el 50% de las preferencias... y bajando.

Tal vez haya sido la mejor noticia vista en los últimos tiempos, el anuncio de la creación de una mayoría opuesta, desde luego por articularse, pero de la que saldrá el cambio, quien sabe si a la italiana llevándose un partido todavía por definir la mayoría del bote que hay en la mesa, quien sabe si articulando un nuevo y viejo símil frente popular vía UPyD, IU y los restos del naufragio del PSOE que pretendan o a los que se les deje acudir al banquete. Y es y sería apasionante si no fuera que todo ello es la consecuencia del hambre, de la nueva miseria, de la desesperación, del desmantelamiento del estado del bienestar, de su sentido, significación y necesidad, y el resultado de haber andado en muy poco tiempo cincuenta años de camino hacia atrás.

La transparencia, la participación ciudadana y la modernidad, que son conceptos con los que se llenan la boca quienes menos los practican y los comprenden, cambiarán en poco tiempo multitud de usos políticos. La vieja delegación del voto cada cuatro años cambiará también, la sociedad de Internet y de la inmediatez ya no podrá entregar cartas blancas a semejante plazo, así como la contractualidad misma de las promesas electorales tendrá que sustanciarse de una manera efectiva, so pena, precisamente, de perder la esgrimida legitimidad. Si es ilegal vender un jabón que lava amarillo, pero del que se proclama que lava blanco, será tarea de la ciudadanía lograr que en no demasiado tiempo sus dirigentes se atengan a los mismos códigos so pena de acabar también despedidos, que es como ya vamos acabando todos, pero en la mayor parte solo por culpa de su mendaz y torticero lavar siempre y sin falta amarillo más que sucio.

Y, finalmente, esta crisis primeramente de valores sociales, creada y alimentada por un cúmulo pavoroso de planteamientos ideológicos que postularon una tolerancia irresponsable con las peores prácticas económicas que los seres humanos hayan sido capaces de pergeñar, parece que no le sobrevivirá largo tiempo a la inhumación, mañana, de uno de sus más conspicuos fautores, la señora Margarita Thatcher y a la cual hoy, como patética y vergonzosa irrisión a sus conciudadanos, parecida a la pavorosa leyenda Arbeit macht frei (el trabajo te hace libre), que presidía la entrada del campo de concentración de Auschwitz, la alcaldesa de Madrid y la autoridad al mando le quieren poner calle en la ciudad. A nuestra tradicional y buena amiga de Gibraltar, como todos sabemos.

Así que, lo menos que se podría postular mañana, como presente para el entierro de la enterradora del estado del bienestar, sería prometernos un sonoro y futuro escrache ante el cartel con el nombre de la nueva calle que, por ayudar a los siempre poco imaginativos políticos, bien podría situarse en los aledaños de la madrileña plaza de la República Argentina. Lo digo, porque no pierdan oportunidades de obrar con razón, justicia y mesura. De nada.

Como para que luego pida nuestra bendita derecha que digamos que no se han vueltos locos. Venga Dios, lo vea y nos llame, ¿adivinan a qué?, pues a otro escrache. Contra la mayoría de sus mandos, que nunca ciudadanos de a pie, evidentemente. ¿Y dónde, preguntan? Pues en la Costanilla de los Desamparados, dónde si no... Pásenlo.


(P. s.)
Y el PSOE, ¡ay el PSOE, madre!, me llega el e-mail, como siempre, de su blog Líneas Rojas y abro el correo, el anuncio del nuevo posteo y busco el link... ¿Pero dónde está el link?, no hay link, pues no está el link, pues vaya... Sólo hay un letrero abajo donde dice textual: darse de baja. Bien, pues pincho el letrero, más que nada por ver si el error me llevara al camino correcto y me sale una pantalla que me informa ¡sin haberme pedido confirmación! de que se me ha dado de baja del boletín, gracias. ¡Anda que así vais a vender vosotros el caballo, muchachotes competentes y a la última!
Así que me queda ahora la zozobra de si volverme a dar de alta en semejante alimento espiritual o si dejarlo así, y hágase vuestra voluntad, llenos de gracia.
Pero, por caridad con vosotros mismos, llamad por lo menos a cualquier zagal de catorce que seguro que os indicará, por menos de 300.000 euros, cómo tenéis que hacer las cosas, siquiera las informáticas, y si no... consultad gratis con el cuerpo técnico de Beppe Grillo, que esos sí que saben de blogs, jomíos...
–¿La eme con la o, niños?–, –moooo...–, ¿La te con la o?–, –toooo...–, –y ahora todos juntos–..., –¡Amotoooo!–.
Que así nos va y les va. Y nos seguirá yendo.