Tiempos hubo en que al futuro se le atribuían las cualidades de la luz. Diáfano, brillante, cálido... y dulcemente promisorio, por añadidura. El término lucía verde esmeralda como la esperanza misma y cotizaba más y mejor que la manzana mordida del difunto Steve Jobs. Sin embargo, hoy no firmaría el tropo del futuro promisorio ni el más corto de entendederas de cualquier academia o facultad de bisnis es bisnis, esas que enseñan a robar sin dejar huella, y donde menos, en la propia conciencia.
Y ocurre que ese menesteroso en el que se ha convertido el futuro lo será porque desaparece el trabajo, al parecer. ¡Ahí es nada!, una lacra tan bíblica como la peste o la langosta, que perlaba de apestoso sudor las honradas frentes de los trabajadores, pero que simultáneamente, según no pocos, adornaba mazo, como de siempre han proclamado, por ejemplo, los que menos sudan. Pero entonces el trabajo –y el futuro por ende– se pone a desaparecer sin permiso ni demasiada intervención voluntaria por parte de nadie, y va quedando bastante claro que el asunto resultará una calamidad todavía peor que la propia plaga en sí.
No habrá trabajo. Lo habrá cada vez menos, gran cantidad del mismo será trabajo basura, o sencillamente semiesclavo, no hay vuelta de hoja al respecto, dicen, y esto es lo único en lo que de verdad coinciden universalmente izquierda y derecha, progresistas y conservadores, economistas y científicos, papas y popes, sabios y zafios. En consecuencia, habrá hambre incluso donde había dejado de haberla, mejor dicho, la hay ya, porque véanse las imágenes de las colas en los bancos de alimentos, en las instituciones de caridad y en los comedores sociales, y los porcentajes de niños en situación de exclusión social y algunos de cuyos padres ¡trabajan!, sí, pero cobrando incluso menos que el salario mínimo... Paisajes todos ellos de nuestra más familiar cotidianeidad, y en los que además, detrás del hambre, ya despunta, atronando, su pavoroso cortejo, tan bien representado en las pinturas de Jerónimo Bosco, siglo XV.
Y es que el trabajo desaparece como desaparecieron los candiles de aceite o las argollas para atar las caballerías, desaparece incluso el trabajo más moderno –que para nada requiere el mismo sudor que en el siglo XIII o el XVIII– y todo por la simple y sencilla razón de que cada vez más trabajo lo vienen haciendo nuevos artefactos. Porque no es ya que el trabajo se haga con artefactos, es que son los artefactos mismos los que trabajan en lugar del humano. Pequeños, grandes, enormes, microscópicos, en el espacio exterior o introducidos en nuestros huesos, en el aire, en el agua, en el bar, en su casa y dentro de nada en nuestro cernido mismo. Bueno, máquinas, no, disculpen, que eso parecería habla semibárbara, como pensar en términos de chimeneas, locomotoras de carbón o telares del siglo XIX. No, por Dios. Ahora las viejas máquinas se han convertido en objetos cada vez más sabios y sofisticados –y, sin duda, más abundantes que los sabios y más sofisticados que cualquier moza youtuber, influencer o indicadora de tendencias–, pero más eficaces, más productivos, más universales y más ubicuos y, sobre todo, capaces de hacer cada vez más cosas sin apenas necesidad de asistencia de la mano o de la presencia del hombre. Los hemos creado a nuestra imagen y semejanza intelectual y operativa con la ayuda previa de otros artefactos, y los hemos puesto a nuestros pies para que nos los abriguen en invierno y nos los refresquen en verano, pero resulta que además nos los van comiendo, y después, la rodilla, el muslo, la ingle, el ombligo... a satisfacción de todos.
Robots, drones o ‘serviciales’ apepés, instrumentación automática y autónoma, prodigios mecánicos que lo mismo producen la salud que la enfermedad, artefactos para el ocio y el negocio, para la guerra y para la paz, sistemas que juegan en bolsa como nadie y que aun pueden hundirla mejor que nadie, procedimientos para producir mucha más comida de la necesaria, para acabar tirándola, y procedimientos para generar más hambre de la que jamás hubo, ingenios para transportar y comunicar, pero igualmente para liderar, sin asomo de humano al mando, de piloto, de conducator... ingeniería que ha constituido portentosas redes de sabiduría, pero igualmente de ignorancia, que ni se ven, ni se tocan, ni se sienten, ni pesan ni se oxidan, pero con siete mil quinientos millones de humanos enredados en ellas igual que bancos de chanquetes o de atunes en las mallas de un arrastrero, redes útiles o inútiles que sean, pero de las que ya no saldremos jamás, como no salimos del invento del fuego o la rueda, que una vez llegados se quedaron para siempre. Y software todo, sofguar por encima, por debajo, en medio, por dentro y por fuera, sofguar como nuevo código genético, pero creado a nuestra necesidad y capricho, restaurador y configurador de sí mismo, y de paso, de nosotros todos, sofguar generador de sofguar que genera más sofguar generador de sofguar... ad libitum, y apenas todo ello bajo la supervisión de algunos humanos, hoy excelentemente remunerados, pero en un futuro... quién sabe.
Y hardware, ferretería desde la escala de la tuneladora a la del nanoengranaje, cacharrería de dioses, chismes que fabrican chismes más pequeños más rápidos y más listos, que fabrican chismes más pequeños más rápidos y más listos que fabrican chismes más pequeños más rápidos y más listos... como en panorámicas de insondables espejos paralelos, y todo bajo la atenta vigilancia de cuatrocientos entendidos que, en los entornos en los que trabajan, no tienen ni la más mínima esperanza de experimentar qué clase de fenómeno sea el que se les desprenda una gota de sudor, aunque, en definitiva, y para lo que aquí atañe, cuatrocientos entendidos, no los cuarenta mil o cuatrocientos mil necesarios para lograr mucho menos que lo mismo hace tan solo cien años. Con lo cual, quien recuerde todavía o haya llegado a conocer qué clase de operaciones intelectivas sean una resta o una división, que calcule el número de parados resultante.
Y, además, todos esos ‘soldados’ y beneméritos ‘ángeles custodios’ de hojalata, de fibra óptica, con bíceps al láser, patas de titanio, escudos de materiales impensables, pero reales, cañones de luz o de cualquier nueva diablura posible hoy o en una o dos generaciones, y con sus no almas de pura y genuina materia wifi o cuántica, invisible, intocable, inaudible, inhumana, hojalatas que nos ‘protegen’, queramos o no ser protegidos por ellas, mejor y más profesionalmente que Al Capone, y cobrándonos por ello infinitamente más y que, así que pasen veinte años, ‘abatirán’ mejor que cada generación anterior de esos mismos cueros, tripas y lorzas falsas, pero efectivas, hasta el momento en que no habrá ser humano, ni millón de ellos, capaces de eliminar un solo soldadito de plomo (o de gel plasmático y de íntima geometría de supercuerdas, en cuanto pasen otras cuantas lunas más).
Y entonces, surge el debate, aunque aquí con nuestros veinticinco habituales años de retraso, de sí será legítimo, o conveniente, o ¿legal?, o aconsejable, tasar a todos esos ingenios que nos sustituyen, tan ventajosamente, al parecer, con la finalidad de que los estados o las sociedades puedan seguir recaudando lo imprescindible para atender las necesidades del todavía llamado estado del bienestar, o las de todos aquellos humanos que ya –y ya es ahora mismo, y más aún en una, dos o cuatro generaciones– que no tengan trabajo, ni posibilidad alguna de llegar a tenerlo, por la muy sencilla razón de que vaya a existir en cantidades cada vez menores y reservadas a especialistas absolutos, de una parte, y a simples esclavos a sustituir lo antes posible, de otra, y finalmente un trabajo residual o prácticamente anecdótico que sólo podrán llevar a cabo porcentajes mínimos de población.
Porque una cosa es obvia: con la actual organización de las sociedades humanas, en cualquiera de ellas, lo necesario para el sustento de los seres humanos se obtiene por el trabajo. De él derivan tanto los beneficios del capital y las sagradas plusvalías a percibir por quienes no las producen, así como los salarios y la totalidad del caudal de impuestos que redistribuyen los recursos (por hoy, monetarios, en un futuro, quién sabe) con los que se atiende todo. Y todo, nuevamente, es todo. Desde la barra de pan o el cuenco con su arroz, a la sanidad, las pensiones, la enseñanza, las infraestructuras y cualquier otro fabricado o estructura imaginable, tanto pública como privada, tanto abstracta, como pueda serlo la cultura, o tan claramente concreta como cualquier derivado de la misma, como el pintar físicamente un cuadro con tela, pinceles, etc... o construir un robot, un edificio, una presa o una estación espacial, con el pago de todos los materiales necesarios y con la retribución del conocimiento y el esfuerzo necesarios para fabricarlos y utilizarlos.
Sin embargo, hoy mismo, la realidad simple y pura es que en España el paro juvenil ronda el 40% y en el promedio de la Unión Europea, el 20%. Y esto ya no es una minoría, es todo un bloque enorme de población irremediablemente destinado a crecer en porcentaje y que, por el momento, representa la punta de lanza de lo que nos parece deparar el futuro. Y si con un 20% de parados se sobrevive penosamente y en inacabada crisis, y con un 40% se bordea el horror social, no es descabellado imaginar qué clase de acontecimientos vayan a desencadenarse cuando esas cifras alcancen el 50%, el 60%, el 80%...
Y esto se ha producido en 25-40 años, no muchos más, pero la velocidad de crecimiento del desempleo, es decir, su aceleración, se ha agudizado con la larga crisis de casi una década que ha sacudido toda la estructura económica y social del mundo y que amenaza con reproducirse y hacerse crónica, por la sencilla razón de que no se ha encontrado un mecanismo eficaz de salida para la misma y, por lo demás, mecanismo que no existe ni puede existir sin un cambio previo de los usos sociales e intelectuales que crearon y ‘justifican’ el capitalismo moderno. Y por optimismo ontológico que pueda hoy vivirse entre los grandes financieros o en los grandes grupos industriales productores de los llamados tigres asiáticos, lo cierto es que estos países alcanzarán nuestro mismo estado, el occidental actual, para entenderse, en dos generaciones o aun menos, y entonces, el problema sí será verdaderamente global.
Es decir, un probable colapso de las materias primas, empezando por el agua, y un estado de automatización general del que lo verdaderamente malo no es que vaya a dejar a la humanidad mano sobre mano, sino sin recursos para su subsistencia, al menos, contemplado todo ello desde el conocimiento y costumbres actuales. Se puede vivir muy bien no haciendo nada, por aburrido que resulte y, de hecho, millones de personas viven así, por propia elección y por poder permitírselo, pero no se puede vivir sin alimento, sin techo y sin curandero, ni siquiera por propia elección. O, mejor dicho, se podría, pero sólo regresando al estado de las bestias.
Por supuesto, el paro actual, con su secuela de catástrofes, y el paro futuro, presumiblemente mucho mayor y más generalizado, no son sino consecuencia de que la evolución tecnológica ha rebasado claramente la evolución de nuestro pensamiento y filosofía social, herederos de otra época, siendo esto la verdadera clave de los desajustes actuales. Y no es solo que vayan a faltar en muy poco tiempo las llamadas materias primas (lo cual, con ser un problema, lo es menor, en el sentido de que, en lugar de en las minas, se hallan hoy en los vertederos, de donde, obviamente, habrá que extraerlas, generando y generalizando así una nueva clase de minería que conocemos como reciclaje), sino que lo en verdad ausente ahora mismo es la capacidad de reconcebir, social y filosóficamente, este nuevo tipo de mundo en el que estamos empezando a vivir, un mundo de siervos mecánicos y de humanos apartados de la acción, generador seguro de problemas por completo desconocidos y no experimentados hasta hace apenas una generación.
Supuesto que no exista un acuerdo para ‘parar’ el progreso tecnológico, lo cual, además de seguramente imposible, parece del todo insensato, sólo cabe esperar que este, al menos, sirva de acicate para generar un parecido e imprescindible ‘progreso’ social, que incluya el aprender a manejar los efectos negativos del primero, dirigiéndolo hacia el logro de un beneficio común a todas las partes implicadas y entendido como repartición de bienes, allanamiento de desigualdades, igualdad de oportunidades y mayor y mejor asistencia a todas las clases desfavorecidas, discapacitadas, apartadas, excluidas, necesitadas...
La dificultad es que esto lleva aparentemente a entrar en conflicto frontal con nuestras más antiguas creencias y costumbres casi universales, generadoras de una especie de pensamiento único, cuyo enunciado muy bien podría ser la vieja maldición bíblica: “ganarás el pan con el sudor de tu frente”, y que es el tipo de pensamiento o de ‘filosofía vital’ en el que seguimos anclados, a pesar de los hechos. En consecuencia, en un nuevo espacio social en el que vaya desapareciendo efectivamente el trabajo y la propia necesidad de realizarlo, tener derecho al sustento (y más) sin la contrapartida de tener que trabajar, ya no representará el postulado de una utopía, de algo que se tendría por deseable, pero no por realizable, sino que será un nuevo modo de ‘ser y estar’ en la civilización humana, una respuesta inducida por los acontecimientos, pero contradictoria con el ‘mandato’, más bien constatación, de que el pan había que ganárselo. Porque, ¿qué de malo tendría, o qué quebranto moral supondría exactamente el hecho de que no fuera necesario ganárselo, como jamás ha habido que ganarse el aire que se respira o el instinto sexual que nos empuja, sin más esfuerzo que cuatro golpes de riñón, a cumplir igualmente con el mandato bíblico, incluso satisfactorio, de crecer y multiplicarnos?
Sin embargo, es la propia ‘moral protestante’, es decir, el viejo paradigma que hoy rige las relaciones de trabajo y la gestión del lucro y el beneficio, lo que se opone frontalmente al nuevo concepto de que, para merecer un salario, ya no tiene por qué ser necesario un esfuerzo previo, lo que ahora es ya algo casi perfectamente posible, y no digamos en el futuro, desde la constatación de que si el trabajo, o la gran mayoría del mismo, nos lo harán otros, es decir, nuestros siervos o esclavos mecánicos, maldita la necesidad de emprender tareas, si no se desea, y bendita la adquirida libertad de hacer lo que a cada cuál le dé la gana, incluido el trabajar creativamente, pero por el puro placer de hacerlo, sin ninguna obligación. Porque es justo ese tipo de moral el que considera indigno, o incluso indeseable y depravado, el hecho de que un logro o una recompensa no lleguen precedidos de un esfuerzo que, en cierta medida, vendría a ‘santificar’ el resultado, y donde, huelga decirlo, lo imprescindible parece ser la santificación, es decir, algo imaginario, en lugar de todo el corolario de cosas reales, tantas de ellas beneficiosas per se, que el trabajar y el actuar implican.
Pero son los propios hechos del presente los que desnudan de contenido este tipo de moral. Ya estamos más que encaminados en la senda del vivir sin trabajar. Y demasiadas personas lo hacen ya a su entero disgusto, pero otras muchas, si bien no tantas, obviamente, a su entero gusto, aquellas que viven de rentas o de capitales acumulados, bien por su afortunada actividad y capacidad, bien por la de sus antepasados y, naturalmente, con mayor o menor división de opiniones en cuanto a satisfacción, las clases pasivas clásicas: jubilados, enfermos, menores, discapacitados y estudiantes, cuyo trabajo no se remunera, pero cuyo mantenimiento lo sufraga en buena parte la sociedad. Y, sumadas todas estas personas, en el mundo occidental, las que no trabajan constituyen aproximadamente el 50% de la población. No digamos en España, 45 millones de personas de las que trabajan 18 millones. El 60% justo es hoy el total de población que no trabaja en este país. Y sólo un máximo de dos millones de estas personas lo hace total o parcialmente en actividades de economía sumergida, la mayoría de las cuales, no exactamente por su gusto.
En llegar a lograr por completo no tener que trabajar por obligación se tardará un siglo, dos o tres a lo sumo, pero todo parece apuntar en esa dirección, y esto no ocurrirá por ninguna clase de planificación que así lo haya pretendido, sino que será el resultado de un desarrollo técnico que conduce imparablemente a que cualquier objeto realice cualquier tarea rutinaria –aunque no sólo– antes, más y mejor que cualquier persona, por lo que todo el desarrollo técnico y de la civilización en sí, salvo que se cambie por completo de rumbo, indica con claridad que en un plazo indeterminado, pero seguro, casi cualquier trabajo repetitivo o rutinario imaginable lo realizarán las máquinas, entre otras razones porque, sencillamente, lo harán mejor, quedando para los seres humanos la labor –¡voluntaria, nada menos!– de dedicarse cada cual a lo que le apetezca, si es que le apetece dedicarse a algo –un algo de carácter creativo, pues en lo mecánico ningún humano podrá en el futuro igualar a ninguna máquina–, empleando en ello su inteligencia y los excedentes de lo que, de una forma u otra, sea su retribución, y pudiendo además, casi seguramente, lucrarse adicionalmente de ello, lo cual nada tendría de indeseable, todo lo contrario.
Pero es precisamente en el término lucro donde se esconde la razón última de la cuestión. El lucro industrial o comercial es una banda elástica que se optimiza con un número máximo de consumidores de un número máximo de productos, producidos al coste mínimo posible, tanto laboral como de materias primas y de cualquier otro tipo, y deseablemente sometido todo este proceso a la mínima tasa impositiva posible. Este sería el paisaje ideal para cualquier esquema de producción capitalista. El capitalismo triunfante prima el lucro privado del accionista por encima de cualquier otra consideración y ha avanzado enormemente en la capacidad de producir casi infinitamente, e igualmente ha avanzado algo menos, pero igualmente muchísimo, en la ciencia de generar consumidores. Ahora bien, si por el lado de la tecnología la capacidad de producción apunta a un límite que sólo puede imponerlo la existencia o no de materias primas y en el entendimiento de que, mediando plazo suficiente, casi cualquier problema técnico será solucionado, por el contrario, la existencia de consumidores en número suficiente –es decir, de demanda– para esa casi infinita capacidad de producción y a costes unitarios cada vez más reducidos, la pone, en la actualidad, precisamente el trabajo o, mejor dicho, su ausencia, por la sencilla razón de que la inmensa mayoría de aquellos que no trabajan no pueden hoy consumir ni lejanamente en la misma medida de los que sí lo hacen.
En consecuencia, lo financiero y lo industrial, en su vieja simbiosis, y con su viejo deseo de conseguir trabajadores a coste cero (o casi) y, todavía más deseablemente, contratando los menos posibles de ellos y tributando impuestos y cargas sociales cero (o casi), lo cual se va logrando a base de tecnificación y robotización, por un lado, y de ingeniería financiera e impositiva (y de leyes permisivas), por otro, topan con la incómoda y nueva realidad actual de que, con la desaparición de esos trabajadores, pero a su vez consumidores, (es decir, la suma de todos aquellos que ya no son contratados por ninguna empresa y la de todos aquellos que estos antiguos trabajadores mantenían directa o indirectamente), dejará de existir buena parte de su demanda, lo cual obviamente constituiría su ruina, salvo que puedan obtenerse consumidores que consuman sin necesidad de trabajar para ello (o que precisen imperativamente consumir para poder trabajar, es decir, otros robots que para proseguir su tarea necesiten de terceros productos, como siempre será el caso).
Ahora bien, que no trabaje la mayoría de los seres humanos van a lograrlo las máquinas en un plazo no muy largo (históricamente hablando), pero que los ‘desempleados’ que no trabajen puedan consumir como si trabajaran, además de una necesidad para el capitalismo, será un muy novedoso logro de ingeniería social, cuyo desarrollo dependerá de una nueva filosofía también social, pero que está en parte por imaginar y seguidamente por experimentar, implementar y desarrollar.
Pero esta ingeniería o nuevo uso social para el futuro tendrá que habérselas, en primer lugar, con el concepto de beneficio (o lucro) y con la descrita ‘moral protestante’, hoy único paradigma global para lo social y lo productivo, además de con otra consideración hacia la que apunta claramente el futuro, es decir, la ‘legitimidad’ de producir ciertas cosas y en qué cantidades. Ya existe un cierto acuerdo, aunque con infinitas matizaciones, sobre la limitación de la producción masiva de ‘bienes’, objetos o sustancias que se consideran dañinos por unas u otras causas: por su toxicidad, por generar residuos a largo plazo, por su peligro potencial (nucleares), por razones de orden público, de políticas sanitarias, etc, como ocurre con el control de armas, de productos químicos, de drogas, de elementos radiactivos, de manipulaciones genéticas, de alimentos, de aditivos, etc...
Sin embargo, parece que todavía muy pocos consideran a muchas de las actuales y futuras tecnologías y sus derivados como ‘armas generadoras de conflictos y problemas sociales masivos’, aun cuando ya sea obvio que la tecnología acaba con el trabajo, es decir, por ahora, con el sustento de muchos, y que perjudica también en enorme medida al medio ambiente, o al menos a muchos entornos, sin que por el momento exista la más mínima intención de ‘reparar’ los daños que ha causado y sigue causando, pero daños que a cualquier ser humano desempleado, con alta capacitación o sin ella, no hace ninguna falta explicarle. No se trata de teorizaciones ficticias, no es ‘ciencia social’, no es protesta porque sí. Es que será hambre y necesidad lo que vaya a tener que enfrentarse, tan medievales como la peste o las ratas, y una previsible sociedad que, de no enmendar su camino, podrá quedar constituida en buena parte por mendigos y desamparados.
A pesar de todo lo cual, el acabar con el trabajo obligatorio y entendido como condición sine qua non para la supervivencia, a cualquiera debiera parecerle sustancialmente maravilloso, de no encontrarse gravemente infectado de moralinas varias y otras simplezas revestidas de teologías. Pero este poder acabar –felizmente– con el trabajo, pero para dar en el hambre una mayoría, sí que parece, por el contrario, el colmo de lo indeseable para todas las partes, incluida la de los que se lucran con la plusvalía del trabajo ajeno. Y es aquí donde se cruzan las variables y donde la banda elástica del lucro expresa mejor su naturaleza de objeto mental minimax.
Ese deseable coste cero de trabajo e impuestos, junto a una capacidad de producción desaforada, no es posible sin su consecuencia descrita, como ocurre actualmente y ocurrirá más aun en el futuro, la de la desaparición del consumidor, por lo que la remuneración del NO trabajador tendrá que provenir, bien de impuestos sobre la producción y sobre los robots, gracias a los que esta se alcanza y se hace máxima, o bien por un cambio copernicano del sistema, capaz de incluir nuevas razones y formas por las cuales los seres humanos reciben una retribución, por lo demás, del todo imprescindible para satisfacción de sus necesidades y para su supervivencia física. Es decir, el ser humano, para poder seguir siendo consumidor en un mundo sin trabajo, y siendo este consumidor, que no la persona, aquello de lo que necesita imperativamente el capitalismo, ha de ser retribuido o percibir un salario adecuado, al margen de que sea o no trabajador.
Y no es ociosa la mención al deseo capitalista de impuestos cero, calificando semejante deseo como de irreal o torticero y dictado solo por desmedido ‘odio anticapitalista’ por parte de quien esto escribe o de sus compañeros de viaje. Es que Apple, la primera empresa mundial, ha logrado durante los últimos veinte años pagar en Europa unos impuestos equivalentes a 500 dólares por cada millón de dólares ingresado. Es decir, el 0,5 por 1.000, o la ¡veinteava parte del 1%! Esto, naturalmente, habrá satisfecho a sus accionistas y dirigentes, e incluso cabe que a sus todavía empleados, pero qué duda puede caber sobre los efectos de estos números en lo tocante a la producción de riqueza para unos pocos, pero de miseria para muchos y que, extrapolado dicho comportamiento y sus resultados a otras decenas de miles de multinacionales, da buena cuenta de las razones de la inacabada crisis, que no son otras que las descabelladas políticas impositivas que han permitido semejante sinsentido de prácticas empresariales, que no cabe calificar de otra manera que de gravísima e indeseable delincuencia social, deliberadamente tolerada e impune.
En definitiva, la polémica sobre la posibilidad o la necesidad de retribuir o no al ser humano por el mero hecho de serlo en una inminente y en parte ya iniciada sociedad postindustrial y seguramente del ocio -aunque este ocio pueda ser, sin duda, en muy buena medida activo y productivo-, puede tener algún sentido hoy en día, cuando los que no trabajan son todavía una minoría con respecto a los que sí lo hacen. Pero conforme varíe el guarismo y cuando finalmente este se convierta en otro radicalmente inverso, y lo será pronto, no existirá tal polémica, pues esta se habrá resuelto a favor de un capitalismo extraordinariamente eficaz en lo productivo, pero bastante más moderado en lo social con respecto a sus usos actuales, es decir, un nuevo tipo de capitalismo -o tal vez otra cosa bien diferente al mismo- que se haya visto obligado a retribuir a todo el mundo, a costa del capitalismo mismo, se entiende, para que este en sí pueda seguir siendo viable, aunque evidentemente con menores tasas de beneficio y de desigualdades salariales que en la actualidad.
Porque de lo contrario, de permitir sin intervenciones reguladores, dentro del exquisito espíritu y entender del ya más que viejo laissez faire, laissez passer, que va a cumplir trescientas primaveras con sus otoños y que ha dado de sí todo lo que podía, tanto de lo excelente como de lo pésimo, se generará una explosión social que ríase nadie de la Revolución francesa o de la rusa.
Nuestros modernos Jinetes del Apocalipsis llevan doscientos años cabalgando felices y triunfantes sin dar la menor muestra de ir a detenerse en su camino, al menos de cuando en cuando, para pensar. Pero ellos no son sino los vectores del colapso ecológico, climático y de las materias primas, el de la carencia de agua y el de la explosión de la población, y, de últimas, ese final inesperado, por novedoso, de la desaparición del trabajo, todos convergiendo hacia un punto temporal indeterminado, pero seguro, y que lo mismo dará colocar en 2050 que en 2100 o unos decenios después, y vectores a los que, con sólo yuxtaponerles la imagen de una sociedad abocada al paro y la miseria en su 70-80% y a una riqueza satrápica en un 1%, bastarán para entender el tamaño de la mina y de la mecha que vamos acumulando bajo nuestros pies con nuestra cuidada y responsable ceguera.
En resumen, los propios conceptos de salario, retribución, legítimo lucro y beneficio privado y público serán aquello que acabará siendo revisado en formas que todavía no acabamos de imaginar y en un plazo no demasiado largo, estableciendo las cuantías y las razones por los que se devengarán retribuciones sin mediar trabajo a cambio de ellas y cómo se tasarán más efectivamente beneficios y lucro, y fuera del actual contexto, incluso filosófico, de retribución entendida como premio o compensación al esfuerzo y de beneficio legítimo per se, sin someterlo a otras consideraciones para admitir o no su legitimidad y oportunidad y sin casi control, para constituirse un muy modificado conjunto de lo anterior en una estructura económica y social nueva y sostenible desde un pensamiento civilizador que, sin duda, no volverá al marxismo, pero que tendrá que alejarse del capitalismo salvaje actual en muchos de sus planteamientos, si no por aspiración intelectual del propio capitalismo, siquiera por la propia necesidad de supervivencia de una parte sustancial del mismo.
Porque, en definitiva, la gran mayoría de los seres humanos ante la disyuntiva de perder un brazo o fallecer de gangrena, suele entregar el brazo. Y el capitalismo hará seguramente lo mismo, mientras todavía le quede esa alternativa. Y de no entregarlo, fallecerá, pero no la humanidad, sin duda, como este gusta de sostener. Porque tampoco es cierto ese discurso, profundamente estúpido, entregado y además cobarde de que no existen alternativas al capitalismo actual en un mundo globalizado. Existen, naturalmente, y ni siquiera hace falta buscarlas. Están ahí y las conoce muchísima gente, queda implementarlas y regular, regular siempre y más, las sociedades, las finanzas, la producción y lo producido.
Y, finalmente, la deregulation triunfante de Reagan, Thatcher y sus muchos acólitos, además de mucha miseria para muchos y mucha riqueza para unos pocos, sí habrá traído feliz y claramente otra cosa. El imparable final de la deregulation.