martes, 13 de noviembre de 2012

Desahucios, las consecuencias y las causas.



Como en toda buena empresa regida por eficaces y capacitados amigos de lo ajeno, que no son pocas, aunque de ninguna manera todas, y de las cuales serían paradigmáticos los casos como el de la conversación de aquel político, captada en escucha policial (lo cual ya bien dice de sus relaciones), afirmando que estaba en política para hacerse rico, o el de aquel otro, en verdad maravilloso, por lo inverosímil, que cobraba su sueldo ¡de ministro del Reino de España!, por el procedimiento, seguramente legal, imagino, de ingresarlo a través de una empresa para tributar solo una fracción de lo debido, lo que ya parece cosa más de cómico de taburete en el teatro Alfil que una realidad perfectamente documentada y posible a finales de los años noventa del siglo pasado; el manejo y la gestión de las crisis parece que se efectúan igualmente desde los más altos estamentos públicos y privados con la misma capacidad técnica, simpático desparpajo y desde luego, ética, que los que desplegaría don Groucho tratando de sacarle los dólares a sus adineradas amistades a base de emplear impecable jurisprudencia del tipo de aquella de la parte contratante de la primera parte... etc.

Sólo que en la realidad viene a ocurrir lo contrario, que es lo canónico, porque quienes pueden logran certera y efectivamente la extracción de los caudales de toda la generalidad de pobretes, es decir, de la mayoría de todos nosotros, apelando, no, sino imponiendo la misma bazofia jurídica, aunque de curso exquisitamente legal, y donde lo de la parte contratante de la primera parte..., etc, se extiende como verdad revelada durante páginas y páginas de diminuta e ilegible tipografía y sentido y cuyo resumen, sin prescindible intermediación de jurista o picapleitos para que nos lo explique, pues sobra, se resume simplemente en: ¡me lo llevo!, y en ahora mismo me firmas aquí que tu sangre es mi sangre, capullo, ¿entendido?, cerrándose entonces el trato de mutuo, beneficioso y encantado acuerdo, y se rubrica y corrobora después ante el público registrador, que da fe emocionado, mirando al artesonado de maderas nobles del techo de la notaría, así como al Audi aparcado encima de la acera, aunque milagrosamente sin multa, entre otros muchos bienes imprescindibles para que el país prospere, pero que solo son mínima muestra del monto de las astillas y punciones infinitas y necesarias para que todo quede atado y bien atado y el sistema de succión de fondos funcione eficaz y engrasado como Dios manda. Hasta la muerte de los succionados, eso sí, que a partir de ese momento, ya veremos...

Y el que las cosas, como decía arriba, parece que las gestiona una congregación de discapacitados no solo morales, sino intelectuales, o peor aun, una asociación mafiosa de tipos más que listos, pero para lo suyo, me va a costar unas páginas explicarlo, pero lo dejaré claro.

El franquismo, con el país destruido en muchas de sus partes, las más ricas, además, por las acciones de la propia violencia de la guerra causada por ellos mismos, se encontró con un panorama de devastación en todos los frentes, aunque hoy tocará hablar solamente del inmobiliario. La obra de reconstrucción era ingente, y hubo de acometerse, además, en las peores condiciones posibles, sin ayuda externa (la misma que no faltó para la destrucción) y con el mundo inmerso en la sangrienta Segunda Guerra Mundial, carente de todo apoyo fuera del de un par de dictaduras asimiladas, y con carencias de capital inversor, de acceso a materiales, de falta de cemento y de industrias auxiliares, de transporte en condiciones, de difícil acceso a maquinaria, etc. Una verdadera pesadilla, tal vez solamente parecida a la que ya hoy también incumbe.

El resultado fue ese que dejaran tan bien pintados el teatro, la novela, el cine y la memoria familiar de cada cual de aquellos años cuarenta y cincuenta, de un pantalón y un par de zapatos para dos hermanos, a alternar entre ambos, el gasógeno, las monjas de la caridad, los hospicios indescriptibles, las casas hacinadas y cochambrosas, las visitas a la cárcel, los matrimonios conviviendo con padres y abuelos y algún subarrendado para cuadrar balance, una miseria generalizada, en fin, más la lacra, pero por completo opuesta a la de hoy en día, del pluriempleo, con sus doce horas de trabajo, de lunes a sábado, ambos inclusive, para poder alcanzar estándares mínimos de superviviencia los afortunados y los no represaliados que tenían acceso al mismo. Aunque poco más o menos eso mismo que tendremos como spanish way of life a diez años vista y para muchos más de los que se lo crean o no, y de seguir las cosas como apuntan. Pero sin el pluriempleo, bien se entiende.

La vivienda hubo de protegerse y la dictadura inició un amplio programa de edificación de pisos o casas, que llamaban de protección oficial, que, especialmente a partir de los años cincuenta empezaron a paliar el problema de la ausencia de las mismas. Todos sabemos de ellas y todos hemos visto esas colonias, pequeños guetos distribuidos por profesiones y barrios enteros alzados y acogidos a esa fórmula, que se levantaron por todo el territorio. Al margen de la justicia o no en las condiciones de acceso y en la selección de los colectivos a los que iban dirigidas, para profesores, para militares, para funcionarios, para empleados de empresas públicas, para mineros, para obreros industriales y de servicios, etc, la fórmula palió sin duda graves carencias y preparó el terreno a la explosión posterior del desarrollismo, ya en los sesenta, con su consecuencia de incremento de nacimientos y de una cierta mejora general de las condiciones de vida, que para los tiempos del tardofranquismo ya empezaban a ser evidentes.

La protección y el bloqueo regulado de los precios de los alquileres fue otra de las soluciones impuestas, imprescindible por lo demás si se deseaba de alguna manera que el mayor de la población, en particular en las ciudades, no tuviera que acampar literalmente en la calle, y esta protección, también efectiva, además de necesaria, se alargó hasta bien entrada la transición cuando, la inconcebiblemente nefasta ley Boyer, y las que le sucedieron, todas en el mismo sentido, terminaron con ese cierto estado de protección básica, liberalizando prácticamente por completo el precio de los alquileres, salvo contados casos de antiguas subrogaciones con actualizaciones más lentas, y de cuya evolución e historia posterior poco queda que contar, sino que el precio de alquiler nuevo de una vivienda media, o popular, en cualquier gran ciudad española viene a costar hoy, aproximadamente, el sueldo medio actual de una persona que trabaje por cuenta ajena, no digamos ya el subsidio de un parado, o la pensión media de un pensionista...

Sin embargo, para principios de los noventa, el parque residencial ya estaba rehecho de sobra, las perspectivas económicas eran fundamentalmente optimistas y las presiones de los propietarios de muchos bienes inmobiliarios puestos en alquiler hay que reconocer que en buena parte eran justas. Todos los ciudadanos de una cierta edad conocemos personalmente casos de viviendas, e incluso de negocios que, aun en los años setenta finales y ochenta, rentaban algunas decenas, o centenares de pesetas, para entendernos, lo que a precios de hoy vendría a equivaler a cantidades entre unos pocos euros y una decena de ellos. Que tal cosa no era lógica era una evidencia, pues ningún propietario podía siquiera plantearse con esos ingresos el mandar barrer la escalera ni el cambiar un enchufe. Pero la solución, una vez más, y ya en plena oleada neocon, por cierto, fue cambiar el mando de sitio y dar, como siempre se hace, el bandazo hacia el lado contrario, lo que remite directamente, a la insensatez de la gestión de la que me quejaba al comienzo. Porque por alguna extraordinaria razón siempre parece que se haga lo mismo, se intenta arreglar algo que manifiestamente está mal y, en lugar de mirarse alrededor y ver cómo lo tienen resuelto unos y otros países vecinos o de similar entorno económico y social, se opta sin más por irse directamente a la política diametralmente opuesta, para después sostenella y no enmendalla, pase lo que pase y hasta el siguiente incendio o catástrofe.

Es paradigmático al respecto el ejemplo de la educación, donde en veinte años se pasó del escarnio público y los reglazos en las uñas a las pobres criaturas a políticas de tolerancia igualmente insensatas y casi delictivas, como pasar de curso con más asignaturas pendientes que aprobadas y sometiendo a los profesores a la infamia de pasar del estatus de gozar de una autoridad digna de un comisario de policía (de los de entonces) a carecer absoluta y completamente de ella, con el resultado evidente de que el siguiente bandazo, irremediable ya, por otro lado, tenderá a volver a los reglazos en las uñas y a los padres doctrinos con su sotana y sus jaculatorias... and so on. Casi como si fuera todo ello asunto de una comedieta sin más trascendencia y no se tratara en cambio de aspectos más que fundamentales de la gestión de las cosas públicas, en los que sentarse a pensar obligatoriamente mucho y muy bien y a consensuar y a cubrirse las espaldas ante nuevos desastres, como lo son las de la vivienda, que es el techo de todos, o las de la educación, nada menos, cuyos traspiés se pagan con generaciones perdidas.

Sin embargo, tenemos ejemplos cercanos de cómo pueden gestionarse los asuntos de la vivienda en países europeos, capitalistas sin duda, modernos y menos pobres que nosotros, se mire como quiera mirarse. Hoy día, en Viena, capital de Austria, el estado es titular del ¡sesenta por ciento! de las viviendas de la ciudad, e imagino que las proporciones, por lógica de manejo de un estado que aplicara una cierta igualdad de oportunidades entre sus ciudadanos, serán similares en otras zonas del país, y que serán, por lo tanto, comparables. En Alemania, en Berlín, también existe un parque de vivienda estatal altamente significativo, aunque no de esa magnitud, e imagino que la consideración de que existe una cierta igualdad entre sus distintos territorios sea igualmente válida. Es más, seguramente en la parte del este ex comunista del país, y por la lógica herencia de un régimen que tenía todas las viviendas en propiedad estatal, tal vez este número sea todavía mayor y la gestión de este tipo todavía más generalizada.

Hablamos pues de dos países europeos, relativamente cercanos, que no destacan por fracasados ni por pobres, ni por excesivamente entregados a las desigualdades de trato a su población, y resultando evidente que ambos, con este parque de alquileres regulados, obtienen beneficios continuos y seguros. De una parte el nada desdeñable del cobro directo de los alquileres, una suma enorme, sin duda, que va directamente al bolsillo del estado, y de la que solo cabe detraer los lógicos gastos de conservación y mejora. Por otra parte, y esto me parece aun más importante, el mercado se regula desde los intereses del estado, que son los de todos, impidiendo excesivos aumentos especulativos en el sector privado, pues las tarifas reguladas en un parque de vivienda tan significativo, nivelan el siempre oneroso esfuerzo del gasto en el capítulo de alquileres o de adquisición de techo, que es el desembolso más elevado que el común de una ciudadanía tiene que realizar a lo largo de su vida. El resultado, hoy, en Berlín, es que son normales los pisos públicos a 1.000 euros y menos, en una población con unos sueldos promedio que, desde luego, no son esos mismos mil euros, como sí ocurre aquí, en Madrid o Barcelona, digamos, donde el sueldo medio es prácticamente esa cifra, en particular entre la gente más joven, o mejor, dicho, entre ese cincuenta por ciento de ella que tiene trabajo, y lo que ya va pareciendo una fortuna y una rareza, tal es el estado inverosímil de las cosas.

A esto hay que añadirle que esta oferta está compartimentada y destinada en parte a los colectivos más necesitados, parados, discapacitados, personas mayores con menos recursos, jóvenes, estudiantes y, con tarifas diferentes, o con subvenciones, según unos y otros casos particulares y la situación personal de cada cual o de cada familia. Otra ventaja además, y muy significativa en los tiempos que corren, o que pretenden aquí que nos corran también, es que esta amplia oferta de alquiler en estos países, favorece, y mucho, el poder llevar a la realidad ese jaculatoria de la movilidad laboral con la que nos acosan día y noche, como si fuera posible hoy que un ciudadano español, en plena crisis, propietario de su vivienda y aún pudiendo pagar la hipoteca, venda su casa que le costó dos veces lo que hoy vale (y supuesto que encuentre quien quiera y pueda hoy pagársela), para tenerse que ir a comprar otra, en otro lugar, sin posibilidad de crédito, pues los bancos lo han cerrado, y teniendo entonces que acceder a un alquiler, escaso y carísimo que se llevará su sueldo o un buen porcentaje del mismo. ¿Quién puede o quiere moverse en esas circunstancias? ¿Y se puede ser tan ciegos o desconocedores profundos de la realidad para exhortarnos permanentemente a ello cuando no se ponen las más mínimas condiciones para que tal cosa sea posible?

Y, vistas desde la España actual, gestiones inmobiliarias y de alquileres de este estilo, que atañen a una verdadera necesidad básica de cualquier población, bien podrían parecernos la descripción del paraíso, pero no son más que el resultado de un esfuerzo inteligente y continuado que empezaron ya los primeros káiseres, de uno y otro lugar, en la primera década de 1900, para responder al problema, acuciante en la época, del realojamiento de la masa de gentes del campo que se desplazaron a las ciudades a trabajar en la naciente gran industria de la época y que carecían de vivienda. Esos estados, concernidos e interesados en su propia prosperidad, y sus capitalistas igualmente, iniciaron estas políticas que han demostrado su éxito continuado a lo largo de todo un siglo, que han sabido resistir a todo intento de especulación salvaje y superar situaciones dramáticas de guerras brutales como las que han padecido estos países y otros, como la misma Gran Bretaña, donde también el alquiler es la figura inmobiliaria preponderante.

Pero es que además, seguida en España al manejo especulativo de los alquileres, permitido por ley y motor primero de la crisis del sector que hoy nos acucia, vino la siguiente oleada de especulación, todavía más brutal, esta vez sobre la propiedad de las casas. Arrancó al amparo de otra ley nefasta de gestión del suelo, la que entregó a los ayuntamientos la libre disposición sobre la calificación y usos del territorio de sus términos municipales, que originó de inmediato una especulación sin precedentes, recalificaciones abusivas, cohechos, pagos de comisiones ilegales a particulares y a partidos políticos, en fin, todo un rosario de lacras que continúan en la actualidad, con miles de causas judiciales y origen de enriquecimientos ilegales de una parte y de robos y de estafas al común por el otro. Además, fuera de toda consideración ética, la percepción de un alquiler alto, y su supuesta bondad social, se convirtió para muchos en el sustituto ideal de un trabajo, todos conocemos sobradamente casos, con la detracción de fuerza laboral, de creatividad, de productividad y de inversión en otros sectores que esto supuso, y con la consecuencia de que el incentivo para comprar a precios altos era aún mayor, ante la aparentemente inagotable capacidad del mercado para absorber viviendas de todo tipo, y a esta actividad rápidamente se aplicó la banca, organizando lo que hoy ya es evidentemente la mayor estafa piramidal de la democracia, de la dictadura y de la dictablanda, es decir, de todo un siglo. El mecanismo se realimentó de la misma manera que si se aprovechara todo entero un bosque para hacerlo leña y quemarlo sin que nadie se ocupara de pensar en si existen otros combustibles, en reponer ni plantar un árbol, en regular la tala y las cantidades a quemar por cada cual. Finalmente, amaneció una mañana, y no había bosque.

Y hoy se apunta a la banca como responsable, con sus timbas de los intereses variables, con las manipulaciones de los índices hipotecarios, con su fomento de la actividad y propiedad de las compañías tasadoras que subían artificialmente las valoraciones a razón de una décima de punto porcentual por mes, al principio, después a tres décimas, finalmente a un punto, y aun a más, llegando en los años finales del boom a incrementos anuales de más del quince por ciento, y armada de leyes leoninas que le permitían y permiten, por ejemplo, el cobro del total de los los intereses de la deuda hipotecaria antes de pasar el deudor a reintegrar el capital, y con intereses adicionales sobre la mora que rozan el treinta por ciento (cifra que en la edad media costaba la hoguera, por usura) pero que hoy ni siquiera se trata como una infracción administrativa, pero que es trágala y barbarie que convierte una deuda de unos pocos meses en una cifra del todo impagable, obligando necesariamente a la pérdida del bien por parte del comprador, lo que probablemente es lo que se buscara, adicionalmente, con ello. No cabe olvidar tampoco las grandes agencias inmobiliarias, actuando en connivencia con la banca y empujando los precios al alza en el mismo sentido, sin la más mínima consideración a la lógica más elemental que no podía ni puede decir otra cosa que el que este tipo de incrementos insensatos sólo podía llevar a una explosión generadora irremediable de la ruina de todos, de los particulares, de los especuladores y del estado culpable que amparaba todo ello.

Pues el responsable verdadero, por más que se quiera mirar a la banca como el agente fáctico (aunque también hay que decir que no toda la Banca, sino en particular esas cajas de ahorros en manos de los diferentes partidos políticos estatales y nacionalistas), es el estado que permitió toda esta timba. Y es responsable por su laissez-faire, más exactamente, por esa sacralizada creencia de que al mercado hay que dejarlo obrar sin correcciones, coerciones, ni regulación. Y ahí lo tenemos ahora, al bueno del estado, que no cuenta ni con la décima parte de la maquinaria anti incendio necesaria y que hoy tiene que acudir, por su ineptitud y culpa, a socorrer a la banca quebrada, a los particulares robados, estafados y arruinados, es decir, a su población y a sufragar los crecientes seguros de paro y las pensiones, pero para los que ya no cuenta con fondos ni con banca extranjera que se los aporte más que a intereses dos, tres y cuatro veces más elevados que hace apenas una década. Y lo cual, por cierto y bien mirado, es bien lógico. ¿Quién puede tener especial interés es prestarle dinero a un conocido insensato? Yo no, desde luego, si fuera banquero.

Y en conclusión, ya me gustaría a mí, y a muchos, saber cómo salir de ésta, aunque sí cabría plantear una idea. Ese colosal montón de vigas, cristales y hierros que van a ir a parar al banco malo, ese saldo sobre cuyo éxito o fracaso nadie se atreve a vaticinar, y que es el resultado final de una gestión insensata y una rémora que pesará mucho tiempo sobre las empresas bancarias y sobre el estado, pero que tiene un valor cierto y que es hijo del esfuerzo desafortunado de muchas personas que finalmente no pudieron pagar, no por mala voluntad, generalmente, sino por física imposibilidad de ello y por haber sido sometidas, además, a prácticas mercantiles como mínimo, dudosas, y que se ha tenido que rescatar finalmente con dinero público, es decir de todos, bien podría, o me gustaría decir, debería entregarse a plantar el germen de una futura agencia de propiedad pública o semi-pública destinada a la gestión de alquileres sociales, al modo expresado arriba en que lo hacen otros estados bastante más exitosos que este, y haciéndolo por la sencilla fórmula, tan comercial y de vendedores del Rastro, o de la China, de partir la diferencia. Una mitad de esos ingresos por alquileres públicos, dedicada a una lenta amortización del bien, a base de alquiler, hasta que la entidad bancaria cobrara una mitad de su valor actual, sin intereses, otra mitad a cambio de la futura propiedad para el estado de esos mismos bienes, que seguirían dedicados en lo sucesivo a su alquiler, que no a la venta.

Una política de este tipo que sólo penalice en una mitad de los que les queda a los responsables del fraude, el dolo y la crisis, y en otra mitad al estado, también culpable de lo mismo por la parte de las carencias, la connivencia y las tolerancias administrativas que le tocan, junto a la que fue una alegre e irreflexiva percepción de unos ingresos elevados durante la burbuja, que le hicieron cerrar los ojos e ignorar la evidencia de que era un caso evidente de pan para hoy y hambre para mañana, pero que ya es suficiente pagador con los desembolsos brutales que tiene que ir realizando para sostener a esa misma banca irresponsable y rapaz, ajena a toda conveniencia y control social, bien podría servir para generar,  a partir de tanta desgracia e incapacidad, un cierto porcentaje de bien social y un cierto alivio para las capas de población más afectadas por la crisis.

Naturalmente el quiénes y de qué manera fueran los beneficiarios debería también de someterse a un consenso y además a un control muy estricto, para que no derivara todo ello en nuevo origen de clientelas de partidos y en pagos de fidelidades, pero aún siendo esto muy difícil, tampoco parece insensato intentarlo, porque modelos que funcionan hay de sobra para tomar ejemplo de ellos en lo tocante a su eficacia y buen manejo y porque sería también una cierta forma de restitución social de lo que nunca se le debió de quitar a la población, por la vía de dejarla sometida e indefensa a una rapacidad armada de eficaces prácticas mercantiles abusivas y de las bendiciones jurídicas para llevarlas a cabo, y todo ello, además, podría constituir el origen, tal vez, de una nueva política con alguna sensibilidad mayor hacia lo público, pues los resultados de las políticas de libertad absoluta de iniciativas y de manejo en el campo inmobiliario ya hemos visto muy bien en qué han dado, que es en la ruina de muchos, el propio estado incluido y finalmente y también en la de aquellos que se lucraron insensatamente al socaire de semejantes prácticas pero que hoy han ido también a la ruina, como es el caso de tanta promotoras y empresas inmobiliarias, junto a sus clientes.

La experiencia ha sido terrible para muchos, para la población en parte ignorante, en parte indefensa, en parte imperiosamente necesitada de vivienda y en parte llevada a ser cómplice de unas prácticas que fomentaban sus propias expectativas de beneficio, como en los mejores timos, que son aquellos que precisan de la colaboración del timado, lo ha sido también para la banca, tocada en lo fundamental, que es la pérdida imprescindible de la confianza necesaria para el éxito de su actividad y que la ha llevado además a perder de vista el aspecto fundamental de su negocio, que es el de ayudar, por interés, a la prosperidad de una sociedad en la generalidad de sus necesidades, no sólo las de vivienda, pero donde creyó que obtendría los mayores beneficios, pero que ya hemos visto en qué han dado y finalmente, y ha sido un desastre para el estado, encarnado en unos y otros gobiernos, para la confianza en la justicia y en los jueces, para la creencia en la legitimidad democrática, que se suponía revertiría en beneficio de todos, y que ha terminado todo ello en llevar al desmantelamiento de servicios básicos, lo que ha habido que hacer por tener que acudir con los fondos a necesidades, al menos, según ellos mismos dicen, todavía más perentorias, y ante el incendio simultáneo de demasiadas cosas a la vez.

Siquiera, por una vez, y en lugar de acudir solamente con ridículas regaderas a apagar los fuegos y limitarse a sugerir esa moratoria de dos años, para encontrarse de nuevo con el mismo problema, pero sin duda agravado, pasado ese plazo, se podría intentar atajar no solo las consecuencias, sino atajar las causas, que no son otra que la desastrosa y culpable opción de los sucesivos gobiernos de no querer inmiscuirse nunca, excepto para cobrar impuestos, en la imprescindible mediación desde un punto de vista social del mercado inmobiliario, en las malas prácticas comerciales e hipotecarias asociadas al mismo y en la todavía más imprescindible regulación y fomento de un mercado de alquiler poderoso, en parte estatal, en parte privado y que responda a las necesidades de la población, y no sólo a las del mercado, que, como bien vemos y dejado de su mano, no solo provoca la ruina ajena, sino ya la propia.

No desean ver en su entorno la banca o las finanzas ni impagados, ni okupas, ni menesterosos, y parece lógico, pero, ¿cómo pueden querer no verlos si los producen ellos mismos y en cantidades que ya les hace imposible hasta su propia supervivencia de aves rapaces? ¿Y desde cuándo en la naturaleza ha habido un lobo para cada cuatro corderos? ¿Quieren de verdad imitar a la naturaleza, tan sabia, tan libre y tan desregulada?, pues vayan, vayan a ver cómo funciona dejada a su albedrío y cómo las manadas de cien mil pacíficos ñúes dan cuenta de los orgullosos leones. Es un espectáculo que dan gratis en la 2 de RTVE, una semana sí y otra también, pero solo porque ya no tienen ni para comprar el capítulo segundo, donde los pacíficos y pacientes elefantes también hacen lo mismo, y en el tres los búfalos, y en el cuatro los...

2 comentarios:

  1. Don Alberto, aunque usted no crea en esta huelga, que yo le he leído todas las entradas, debiera ser compañero de los compañeros en las barricadas -en especial porque la de mañana pinta muy guapina- y advertir a los lectores que usted también la apoya, cerrando su blog. Ya me perdona este codazo, pero como tiene fama de despistado... me lo permito. Usted lo pase bien.

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  2. Lector, gracias por las advertencias. Mi contestación está en el siguiente posteo. Espero que sea de su gusto.

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