Huelga general
Se convoca nueva huelga general. Resulta difícil imaginar hoy en día ceremonia más antigua e inoperante. Igual que en la misa, o en la tradicional pegada de carteles, nunca pasará algo nuevo o sustancial a causa de ella. Ya no sirve para nada, y difícilmente crean en sus virtudes a estas alturas ni sus obispos ni sus feligreses. Miremos a Grecia donde llevan media docena en pocos meses, y bastante violentas algunas. ¿Han cambiado sus sufridos y maltratados participantes algo con ellas?
Y esto porque la más tradicional y acreditada forma de reivindicación y de protesta de la sociedad industrial, que dio sus buenos frutos en ella, hoy se ha convertido en una simple ceremonia a remedo de sí misma. Y no sé si en todas partes, pero en España la huelga más bien parece hoy perro de marquesa, vacunado, con bozal, puesto a pienso, llevado a la cadena, con las patas envueltas en botines de felpa para que no arañe el parqué, una mantita escocesa en el lomo y convenientemente capado para no molestar a las perritas, drogado y perfumado a la lavanda, para poder entrar en palacio sin ofender. Y debajo de tanto disfraz todavía les parecería a algunos un mastín de guardia si no fuera evidente que ladra como un caniche y que mea en orinal y además imperativamente sentado, para no salpicar. Ya sirve la huelga solamente para hablar de ella la semana anterior y la siguiente a la misma, y aun dicen algunos que concita el mismo miedo que una pestilencia medieval, pero lo cierto es que tanto el enfermo como la enfermedad se manifiestan en rotunda complicidad para ignorar el aspecto fundamental del asunto. Que la peste hace ya buen tiempo que fue erradicada.
Y será todo ello seguramente porque la sociedad industrial y su época, la era contemporánea, acabaron sin más, y además lo hicieron juntas. Creemos seguir en el mismo mundo ideológico que inauguró la revolución francesa junto a Napoleón, su claro vástago, un mundo que desde lo que fueron sus nuevos usos de aquellos entonces se fue sucediendo de manera natural a sí mismo durante doscientos años. Pero ya no es así. El mundo cambió el rumbo en los años ochenta del siglo XX, muy lentamente al principio, como es lógico, pues mucho debe de pesar la inercia de un mundo. Pero según se le fue imprimiendo el giro contrario, lenta, pero imperceptiblemente, fue tomando velocidad en otra dirección que ya no es la que era y, lo que es todavía más significativo, en la que no es la que todavía cree mayoritariamente la población que sigue siendo, lo cual, dicho sea de paso, no es pequeño escamoteo.
Los usos, los instrumentos y las políticas han cambiado de signo en un sentido manifiestamente contrarrevolucionario y antisocial más allá y más deprisa de lo que la lenta percepción de las sociedades ha sido capaz de asimilar. Y la huelga es claramente uno de los instrumentos que ha perdido su función en este cambalache hasta hace poco casi imperceptible y hoy tan evidente. Es un instrumento de otra edad, a la que seguimos llamando contemporánea por una mezcla de hábito y también de ignorancia, pero lo cierto es que la edad contemporánea es hoy cualquier cosa menos contemporánea de nuestro tiempo y, muy particularmente, además, en Europa. Y que tal cosa es así la indica un dato muy significativo que tomo del libro El precio de la desigualdad, de Joseph Stiglitz, Taurus, Madrid, 2012 y que solo puedo citar de manera aproximada, pero cuya relación numérica sé correcta. El número de huelgas nacionales habidas en Estados unidos durante uno de los años de la gobernanza de F.D. Roosevelt fue de alrededor de 4.000. El mismo número del año 2007, o 2008, no tengo la cita a mano, fue de 47, pocas unidades arriba o abajo.
Y aunque todavía no le han asignado los historiadores a esta nueva era un nuevo nombre para el manual de uso, el cambio de la misma ya ha barrido con sus herramientas y con sus usos sociales, igual que el despuntar de la sociedad industrial abolió y aniquiló los usos del Ancien Régime. Que vivimos hoy una contrarreforma es indudable, que esta acabe por imponerse o que una nueva revolución acabe finalmente con ella y le imponga otro nuevo sentido al mundo es que cosa que nadie sabemos, supongo, pero sí parece que la incógnita vendrá a despejarse en escasos decenios.
Mientras tanto, es claro que la huelga, con su carga revolucionaria y su potencial para modificar las cosas, fue la expresión del movimiento obrero clásico y tuvo su necesidad y su momento, pero hoy habitamos un mundo no solo sin obreros, sino en el cual las decisiones se toman en otra parte, fuera del país y de manera ajena a lo que entendemos todavía como soberanía, y la huelga tal y como se entiende hoy en día –algo parecido a un dedo de café dentro de un litro de leche, para entenderse–, se ha convertido en un recurso inútil, y ya ni siquiera es romántica, no llega ni a folklórica y resulta en tan lettera morta como lo pueda ser hoy en día la legislación medieval sobre los siervos de la gleba o el derecho de pernada. Es, sin más, cosa de otro tiempo. Esto no significa, por supuesto, que las motivaciones para acudir a ella no sean justas, ni el que el descontento esté injustificado, es sólo que el instrumento se ha convertido en inadecuado a sus fines, tanto como el dirigirse con un pico y una pala, como los enanos del cuento, a intentar reparar un microprocesador.
Hace tan solo unos decenios, o cien años, la huelga era una cosa muy seria, quienes la hacían o quienes acudían a las concentraciones se jugaban la vida, la cárcel, el hambre, el despido y la situación de los suyos, la represión era salvaje y los enfrentamientos resultaban brutales. Unos y otros, cada cual según su corazón, razones, monedero y órdenes, exponían su vida. Una huelga tenía el potencial de acabar con un régimen o un estado de cosas, pero también el de terminar en una masacre. Las poblaciones se exponían a ella y a sus peligros, porque poco tenían que perder y muchísimo que ganar. Gracias a ellas se configuró un mundo que pretendía ser más justo, como lo acabó siendo de hecho, pero ese mundo ahora se ha acabado sin casi resistencia alguna. Aunque las causas de ello sean ajenas a este artículo, y no quepan en pocas líneas.
Pero nadie imagina hoy a la población de un país occidental saliendo en masa a la calle a jugarse la vida, por la simple razón de que las circunstancias tendrían que ser de nuevo las de hace cien años, u ochenta, para que tal cosa fuera imaginable y se sintiera colectivamente como una necesidad. Y de hecho el estado de cosas aun no es ese, si bien no parece del todo descabellado el que de nuevo acabe siéndolo, en cuyo caso el discurso sería bien otro.
Por lo tanto, y en este momento de impasse, sería tarea y obligación de los movimientos sociales y del común, que ve gravemente socavados derechos e igualdades ganados a pedradas y en la calle por sus abuelos y bisabuelos (que de sus padres, es decir, más o menos de mi generación, más valdrá no hablar), el plantearse cuáles pueden ser los nuevos instrumentos de lucha que la población pueda manejar, desde la asepsia y civilización del mundo presente, para poder ejercer la misma presión y obtener similares resultados de los que se lograron en circunstancias históricas y sociales muy diferentes.
Que no tenga que correr de nuevo la sangre sin duda es lo deseable y lo obligado desde nuestro entendimiento actual, amén de que nadie parece estar dispuesto a ello, aunque cuando el hambre apriete de nuevo, los sueldos sean los de los años veinte o cuarenta en su valor equivalente, los servicios sociales más o menos los de esas épocas, y no los de los noventa, como ya son ahora, pero más de veinte años después, y decreciendo rápidamente, no es del todo impensable que las sociedades se puedan hacer mucho más violentas, como les correspondería, en lógica, dentro del contexto general de involución en el que estamos entrando, arrojándolas en consecuencia hacia usos y a situaciones olvidados ya desde muchos años atrás.
Sin embargo hoy el poder es un factor mucho más difuso y poco caracterizable. A la hora de la verdad los estados actuales son menos militaristas que sus antecesores, la seguridad de que las policías o los ejércitos de los países democráticos puedan dedicarse impunemente a masacrar a sus poblaciones, venido el caso, no parece la misma que podía existir en la primera mitad del siglo XX, y las consecuencias de hechos semejantes, hoy en día, no necesariamente tendrían que derivar en dictaduras de estilo militar, como solían, sino tal vez en lo contrario, en verdaderos revulsivos para los sistemas sociales afectados, deseosos hoy más que otra cosa de restablecer lo ya habido, y no de soñar nuevos estados futuros ni de hablar de utopías, como les ocurrió a sus abuelos.
Hoy el enemigo de las poblaciones es otro, y ya no lo es tanto su propia organización estatal, encarnada en legítima detentora y usuaria de la fuerza, como era tradicional, sino que lo es esa masa nebulosa del conglomerado económico al que se llama mercado y que se ha alzado como verdadero poder último, hoy situado sin debate ni votación democrática alguna por encima del de los propios estados nacionales, sujetos a él. Ese es el enemigo, dotado de eficaces armamentos nuevos, pero que en lo básico son solo financieros o monetarios o económicos, amparados en una juridicidad comprada, pero, en definitiva, sin poder militar, pues el que tienen sólo lo es de manera vicaria, teniendo que apelar, caso de conflicto, a los ejércitos y milicias de los estados soberanos que manejan, pero sólo hasta cierto punto a su antojo, y quienes, en definitiva, pueden acordar su uso, pero también denegarlo.
Y, en definitiva, el poder del dinero, con ser casi omnímodo, tiene sus limitaciones, de las cuales la fundamental es la ingenieria y artificios necesarios para la subsistencia del propio mecanismo y la posibilidad en sí de seguirse allegando el dinero mismo. Y las poblaciones, para oponerse a este poder, tal vez tengan un arma mucho más poderosa que la huelga, y esta es el boicot. Que los sindicatos y las organizaciones sociales o populares no hagan uso de ella es sólo una decisión estratégica y, como toda estrategia, esta puede ser mala o buena, o irrelevante. Pero la decisión misma del recurso a la huelga, que tampoco distingue muy bien a la hora de generar perjuicios entre empresas o actores económicos culpables o no culpables del estado actual de las cosas, puede ser igualmente cuestionable, puesto que existen otras alternativas. Por lo tanto, tan legítimo será el recurso al boicot como a la huelga. Y no es del todo aventado postular que si es claro que la una ya no sirve para nada se le dé la oportunidad a la otra de ver si resulta igualmente cosa fallida o no, y antes de seguir insistiendo en continuar por una vía que es evidente que hace mucho tiempo que no da ningún fruto.
Y el boicot, por supuesto, y como cualquier arma, hará sus víctimas, tanto entre los inocentes como entre los culpables, y si nos aviniéramos a clasificar a estas víctimas como población financiera y población civil, a remedo de la distinción habitual en caso de guerra entre elemento militar y elemento civil, no cabe duda de que caerían en la lucha más elementos civiles que financieros en la batalla, pero el mero hecho de pensar en usarla, y por tratarse de un arma de una teórica capacidad resolutoria mayor, ya debería darle que pensar a los amenazados por ella.
Un boicot prolongado a las empresas bancarias y financieras, contra su actual configuración, quiero decir, por proponer una vía alternativa de acción, responsables sin duda en muy gran medida del estado actual de las cosas, actuaría directamente contra el corazón infectado del sistema, pues dispara, además, y por alzada, contra los conglomerados financieros multinacionales que se alimentan de ellas y que se han excluido exitosamente de todo deber social que, sin embargo, sí le viene impuesto a la mayor parte de la actividad económica productiva y comercial.
Ni que decir tiene que los contras son bien evidentes, pero estamos ya ante una situación que, para las poblaciones de a pie, empieza a parecerse a la de una guerra, pues en España un 20% de la población está en situación de pobreza, no porque lo diga yo, sino porque así lo comunican las instancias que entienden de estas situaciones, hay un 50% de paro juvenil, y vivimos una merma significativa de las prestaciones sociales y de las garantías y de los derechos escritos en la constitución. Es decir un cuadro verdadero de decadencia, pobreza, desesperanza y, en definitiva, empeoramiento social en situación de aceleración incrementada. Y no es prioritario solo el buscar responsables o el castigarlos, que, con ser deseable, no sería más que un muy magro consuelo, porque lo prioritario parece más bien el saber encontrar medios para revertir el estado de las cosas, pues ya no hay trabajo porque no hay industria ni comercio, no hay industria ni comercio porque no hay clientes ni créditos, no hay clientes porque no hay dinero, no hay dinero porque hay paro, es decir, un círculo vicioso (como en la vieja y afamada canción de Chicho Sánchez Ferlosio), y porque el seguir despidiendo indefinidamente la empresa privada y los organismos públicos a los trabajadores y funcionarios que ya no pueden o no saben mantener, solo es magro remedio para la empresa privada, y muy malo para el país, que necesita cobrar impuestos directos e indirectos de empleados y empleadores, y de todo el giro económico, del movimiento, en definitiva.
El paro mata el movimiento y la falta de movimiento va matando todo lo demás, porque el tejido industrial lleva treinta años desmantelándose. Las empresas públicas de calado ya no existen, están todas privatizadas y, en la medida de lo posible, deslocalizadas, es decir, produciendo riqueza, pero en las quimbambas y solo para los habitantes de las quimbambas, en su pequeña parte, y en su mayor parte para sus propietarios y administradores, exclusivamente. Un país avanzado no puede vivir solo del turismo, las hortalizas y el fútbol. Ni de ser la colonia de vacaciones o de retiro de los ancianos del continente. La casi mitad de los jóvenes españoles viven en casa de sus padres a los treinta años, pronto lo harán en las de los abuelos ¿Es esto un estado, una república a modo de apólogo de los contrarios o un sálvese quién pueda?
El Emperador Carlos I, dueño de la mitad del mundo de aquel entonces, y de media Europa, suspendió pagos dos veces en su reinado, y eso no causó ninguna catástrofe que diera fin al paradigma ni a los usos de su época, ni generó tampoco acontecimientos señaladamente peores de los que ya ocurrían en aquellos tiempos turbulentos y de despilfarro en aventuras militares descabelladas. Simplemente sentó a los banqueros y les puso ante la realidad de los hechos. La facticidad de aquellos tiempos era otra, sin duda, y los procedimientos para resolver conflictos bastante más expeditivos, pero los banqueros tragaron, no fueron exactamente a la ruina y siguieron, además, prestando los caudales necesarios. Y mucho me permito dudar que hoy en día no pasara lo mismo. Reza el adagio que no hay nada más cobarde que el dinero, y seguramente sea cierto. Y quien lo tiene en exceso y sobreexceso es vox populi, pero también verdad santa, que no lo habrá logrado por medios cumplidamente legales. Y si alguna vez, en la ruleta de los tiempos, le tocara entregar al capital financiero internacional un porcentaje de sus recursos a fondo perdido, como le ocurre durante toda su vida a cualquier ciudadano, dudo mucho que nada malo le pasara al mundo ni a sus sociedades por causa de ello. Más bien todo lo contrario.
Por esta y por más razones, y entre otras la evidencia de que a las malas o a las peores los estados acabarán por no pagar sus deudas, no por mala voluntad, sino por mera imposibilidad, un toque severo de atención a la gran banca especulativa y a los conglomerados financieros, sea que venga finalmente de la implicación de los estados mejor o más eficazmente coordinados para protegerse de ellos (pues en definitiva, estas han pasado de ser un instrumento más de aquellos con los que cuentan las sociedades para su desarrollo y bienestar, a ser el principal impedimento para los mismos) o que venga de una actitud de las poblaciones menos tolerante con sus prácticas y más dispuesta a castigarlas cuando estas no sean de la suficiente utilidad pública, será asunto que adquiera paulatinamente el carácter de urgente y de necesario.
Por lo tanto, si el recurso más que justificado, pero inútil, de acudir a una huelga y a otra, condenadas de antemano al fracaso y a no aportar otro resultado que el empobrecimiento mayor de lo que aun queda del tejido productivo y la disminución de los salarios de todos los empleados que acudan a ellas, más las represalias encubiertas que sufrirán, además, algunos de ellos en forma de despidos a posteriori, expedientes, etc... fuera sustituido alguna vez por otro tipo de acciones, mucho más comunitarias, más fáciles de acometer para la población, más ‘blancas’, por decirlo de alguna manera, y sin embargo bastante más poderosas, como las de un cierre masivo de cuentas, acciones demostrativas de extracción de dinero de las mismas, todos a una, por cantidades no muy grandes, pero significativas forzosamente para las entidades, más la voluntad de la continuación de estas prácticas, de no producirse determinadas modificaciones o reformas, y representando esto, en definitiva, el mismo chantaje que una huelga, y siendo respuesta razonada a los equivalentes chantajes y secuestros económicos que se producen sin cesar en sentido inverso, y perjudicándose, además, los protagonistas de las acciones en mucha menor medida que teniendo que enfrentarse en la calle con los guardianes legales de lo que fuera el orden, pero que ya no es más que el desorden y el desfalco constituido, en un clima de alta tensión y con los peligros consiguientes para todos.
Una acción llevada por Internet, capilar, multitudinaria, insumisa pero disciplinada, sostenida y propagada durante meses o años, buscando involucrar en cadena a los particulares, a las familias, a los empleados, a las industrias o a los pequeños comerciantes, todos ellos igualmente saqueados por la industria financiera, a la mayor cantidad de población posible, en fin, una acción tendente a restarle a los poderes del mercado parte del inmenso territorio y campo de negocio que se les ha ido entregando gratuitamente a lo largo de los últimos treinta o cuarenta años, no sólo vertebraría de manera efectiva a una colectividad deseosa no tanto de lograr mejoras, sino de parar el saqueo, sino que resultaría en un aumento de la sanidad social, en el fomento de la creencia de que juntos se alcanzan logros, en comprender que los resultados son hijos de un esfuerzo y de un cierto nivel de molestia sostenida y diaria, dirigida a un buen fin y no sólo de los gritos esporádicos de una tarde que a los únicos que de verdad molestan es a los pájaros y a las siestas de los niños y de los ancianos.
Esta sociedad de la información y de la inmediatez en la que estamos y estaremos día a día más implicados y que será cada vez más como una prolongación de nosotros mismos, pero de brazos más largos y más fuertes y voces más sonoras, también puede y debe lograr ser la de una sociedad capaz de acciones rápidas y efectivas, agresivas incluso cuando las circunstancias lo aconsejen, y que además no implican muertes, ni sangre, ni golpes, sino sólo la mostración concienzuda de lo que representa la fuerza del número y la voluntad acomunada de muchos, capaz de cambiar finalmente el terreno de batalla, llevando los suspiros a los parquets del enemigo y sacándolos de la vía pública, que es de todos.
Una simple quincena sin llamadas telefónicas de una u otra compañía, y acción por la cual ninguna fuerza pública podrá acudir a casa de nadie para llevárselo arrastrando a comisaría, podrá llevar al camino de la razón y de la negociación a la compañía que lo merezca o cuyas prácticas sean manifiestamente lesivas socialmente. Todos sabemos que nos roban inmisericordemente con los teléfonos ¿por qué no hacemos nada más que mandarles cartas a los periódicos o cubrirlas de insultos en la sobremesa de casa, como si nos estuvieran oyendo? Con las cartas las compañías se hacen pajaritas, por decirlo elegantemente, pero si los ciudadanos damos de baja la línea y les decimos por qué y nos dirigimos a la compañía de al lado y nos gastamos, de paso, dos euros menos al mes, y además, y este es el punto, lo hacemos coordinada y públicamente mil o cinco mil personas a la vez, nos habremos tomado poco más o menos la misma molestia en organizarlo y llevarlo a la práctica que para organizar y propagandar el hecho de irnos andando una mañana de Colón a Atocha, atronando con los silbatos y para único perjuicio de nuestros oídos, pero nos habremos dado el gusto verdadero de poner en marcha una acción con resultados verdaderamente eficaces y públicos.
Cansa sin duda escuchar como todo el malestar social acumulado, la rabia contenida y el sentimiento general de impotencia y de incapacidad para poder llevar llevar las cosas a un estado diferente, solo saben expresarse nada más que mediante gritos más que santamente justificados, pero absolutamente incapaces de modificar ninguna situación.
Sin embargo el dinero sólo entiende y escucha en términos de dinero, y es el dinero hoy en día el único amo, quien no admite ni siquiera, como sí ocurrió durante el último siglo, matizaciones de carácter social y público contra su poder, ya más que grande, pero ese dinero, curiosamente, es el que sale inacabable de nuestros bolsillos para convertirse en SU dinero, que será puesto de inmediato a trabajar para seguir sacando el nuestro de nuestros bolsillos y para que así sea cada vez sea más su dinero. Todo el juego pues no consiste en otra cosa que en encontrar las maneras de cortarle el flujo a tan endemoniado mecanismo. ¡Y claro que se puede y se debe de hacer!
Una sociedad como la actual, ya consciente de estar siendo atracada y estafada de manera sistemática, mediante plan científico y jurídicamente bendecido, todo lo que tiene que hacer es empezar a negarse a ello y, dado que los poderes democráticos y sus autoridades, en las que se han confiado tradicionalmente las cosas del común, ya no sirven o no están por la labor de evitar estas prácticas, bien por connivencia, bien por incapacidad, bien por interés, bien por haber sido lisa y llanamente compradas, será irremediable que surja una democracia más directa que ejerza sus poderes en la calle, no a la manera tradicional de barricadas, incendios, pedradas y altavoces gritando consignas, sino a través de una labor consciente y sistemática para oponerse y reaccionar ante toda clase de prácticas abusivas e injustas.
Podrá hacerse, sin duda, pero, deseablemente, tendrán que ponerse a proponerlo, a propagandarlo y a llevarlo a la práctica aquellas entidades sociales ya dedicadas a la defensa de los intereses de muchos, pero de no acometerlo ellas mismas, tampoco cabrá duda de que surgirán nuevas entidades y formas de organización, más acéfalas, más capilares, más efectivas que tomarán la alternativa. Y alternativa, o la falta de ellas, es precisamente la causa de estas líneas, pues la trayectoria que deja ver el presente no es otra que el camino a la esclavitud, más el Inri adicional de ir balando agradecidos. Más valdrá entonces intentar revertirlo antes de que sea demasiado tarde.
Vayamos a la huelga, pues, que razones no faltan. Pero les aseguro que la acción masiva de colgar los teléfonos una semana, la ausencia de compra de carburantes otra, un apagón general, como una fiesta, como una charanga, sin encender una luz doméstica y celebrándolo en la calle, con los niños, o una educativa y ejemplificadora sacada masiva de cien euros de la cuenta de cada cual, y no reingresados, concentrada en un mismo día y repetida a periodos fijos, como gota malaya, sería un toque de atención que resultaría comprendido y atendido como merece y a velocidad seguramente bastante mayor que aquellas a las que estamos acostumbrados.
Si el problema es ponerse a hablar su lenguaje, el de arañar todos los céntimos posibles por cada euro, hagámoslo intensamente, aunque la voz nos suene metálica, y si es necesario, además, véndase como un juego, que cuanto más lúdico y más hábito se haga, más eficaz será. Somos muchísimos y si hacemos el silencio desde nuestros monederos, y al unísono, porque no quieren comprender el sonido de la razón, sin duda comprenderán el de la ausencia de ese tintineo, tan familiar para ellos, y que lo último que podrán soportar es imaginarlo enmudecido.
Gracias por inspirarme
ResponderEliminarhttp://periodistaparada.blogspot.com.es/2012/10/acabar-con-los-abusos-de-la-crisis-y-la.html
Gracias a ti por leerme, todos nos inspiramos en todos y, por el momento, parece actividad todavía socializada. Y cuando la privaticen y después la prohiban, también seguiremos haciéndolo.
ResponderEliminarPor supuesto, seguiremos, como podamos y aunque no nos dejen. Que todo se andará...
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