¿Crisis, desahucios? Pasen y diviértanse.
Tal vez ya sea tarde para todo, y el camino a la pobreza sea la única senda hacia la que nos encaminemos, por el momento, y a la espera de atisbar y poder enfilar otras peores. Aunque para tomar el sendero de la pobreza, como el de la esclavitud o el del patíbulo, resignados, o por decirlo más carpetovetónico, como cabestros, siempre habrá tiempo, y no parecería entonces demasiado desencaminado el postular que antes de resignarse a transitar esos via crucis con cristiana resignación y musitando el hágase en mí según tu voluntad, bien se podría ofrecer alguna clase de resistencia y, preferiblemente, no solo aquella que se manifieste en grito y pitadas, pero jamás en acciones.
Naturalmente pasar del hablar (o escribir) o quejarse, lo que por ahora todavía es legal, a postular algo más de actividad reivindicativa, será rápidamente refutado como llamada a la violencia, pues tal tergiversación es lo canónico y, de hecho, la vemos aplicada a diario ante la simple protesta, es decir, el grito, que por definición, y a pesar de su ruido, es inane. Si ante el simple vocerío se aplican ya casi medidas antiterroristas, imaginemos el futuro, pero por esta razón, entre muchas, se va haciendo imprescindible también el idear y poner en circulación otro tipo de acciones que, manteniéndose en la medida de lo posible dentro de la legalidad (o, más bien, de este remedo vergonzante de legalidad que nos rodea) y de las que se pueda suponer o siquiera intuir que alguna pueda servir para algo.
Y cuáles puedan ser estas medidas es tarea para gentes de más cacumen que el mío y, razonablemente, de mayor juventud, pero el boicot generalizado, por ejemplo, contra ciertas prácticas usurarias o comerciales y frente a ciertas disposiciones o ucases, cuyo apelativo de legales sólo sirve para sonrojar incluso a esa alma de cántaro que es la justicia, seguro que será idea que antes o después acuda a las mientes de más de uno y, a la que se organice la ciudadanía con alguna eficacia, pronto se verá que resultará bastante más operativo y expeditivo un boicot inteligentemente organizado que el andar arriba y abajo de Cibeles a Atocha y viceversa, o por cuantas Gran Vías y Avenidas de la Constitución (o de José Antonio) contemos en cada pueblo, dando un paseo y un melodioso concierto de silbato y gritando consignas que solo escucha el viento, con la atención que le caracteriza.
Y daba grima de la de arañar con las uñas ese encerado de primaria que parece el Telediario, el escuchar ayer como la señora Soraya Sáenz de Santamaría, Vicepresidenta del Gobierno de España, ante el clamor popular de indignación producido por la cifra de cuatrocientos mil desahucios, que se dice pronto, argumentaba, creería ella, el que se habían tomado medidas contra esta realidad nuestra de ahora mismo, aunque condigna de los tiempos que Dickens dejara tan bien retratados para la posteridad, es decir, de hace dos siglos, afirmando y casi protestando que se había instado desde el gobierno a un código de ‘buena conducta’ a respetar por la banca, lo que vendría a ser como proponer para el fomento de las buenas prácticas en los parvularios el contar para ello con los pederastas más afamados del respetable colectivo, reclamando a continuación la bondad de la medida, y abriendo los ojos estupefacta ante la constatación, ¡ay, qué disgusto, quién hubiera podido pensarlo!, de los sobrevenidos coitos anales no consentidos.
Y la misma, o peor grima daba también ver a una portavoz del PSOE pedir excusas, es decir, mentando la discapacitada moral, aunque no sé si por minusvalía personal o solamente vicaria, la soga en casa del ahorcado, por no haber legislado su partido contra esta misma situación cuando pudo hacerlo, y cuando los mismos que no lo hicieron son ahora quienes se lo reprochan a los que tampoco lo están haciendo ni van a hacerlo nunca, como no lo harán de seguro ellos mismos, cuando vuelvan a dirigir la escolanía, o siquiera un cuadro de baile autonómico, y si es que se diera el caso, que tampoco parece demasiado claro que vaya a ser pronto.
Y como del gobierno, de este sin duda, pero ya casi de cualquiera, apenas se puede esperar ya otra cosa más que la anti distribución de la riqueza y la generalización democrática, a Dios gracias, de la pobreza, como bien venimos viendo, es más que hora de desear que otros modos de organización ciudadana vengan a sustituirlos para suplir las funciones que estos han abandonado y para moderar ciertos usos económicos, de película de gangsters o de superventas de tercera, que no es ya que no se persigan, sino que se fomentan categorizándolos, además, como buenos o deseables, para mayor estupor de robados y supliciados y mejor aprendizaje de los aspirantes, inacabables, a sucesivos capataces de la casamata de los esclavos o a monipodios estatuidos, con su derecho a bonos por desfalco, más las felicitaciones.
Y el sosegado modo de arriba a abajo, por el cual se venían obteniendo ciertas mejoras durante los dos últimos decenios, pero cada vez más lentas, cicateras y a cuentagotas, ha venido claramente a sustituir la manera de obtenerlas de abajo a arriba que impuso la lucha obrera a la sociedad industrial, a base de enfrentamientos y huelgas ‘en serio’ durante prácticamente dos siglos y que, a toro pasado, bien podemos ver que, por desagradable y violento muchas veces que pudiera resultar el mecanismo, era bastante más efectivo y rápido en la obtención de mejoras que son, se mire como se quiera mirar, lo que hace que las sociedades vivan en paz y se desarrollen, porque es a lo que aspiran más que legítimamente sus ciudadanías y lo que tampoco es venir a hablar de alambicadas ingenierías ideológicas, por otro lado.
Y no venían las tales mejoras de entonces sólo por aumento de la competitividad, ese mantra cansino y paradigma de la obviedad, que también, sino de un mecanismo social que, aun desequilibrado siempre en el sentido de favorecer a los menos, sí permitía cierta contraposición de intereses, por las buenas deseablemente, pero a veces también por las malas, y que lograba, en cierta medida, conciliarlos, moderar aspiraciones encontrando promedios si no razonables, siquiera no del todo escorados, efectuar ajustes y mantener en marcha la carreta hacia adelante, que a fin de cuentas es lo que interesaría a todos, o lo que se quisiera creer todavía.
Y, hablando de competitividad, tampoco deja de ser una amarga lección la que hoy podemos extraer ya completa y acabada de la caída del muro de Berlín, junto a todos sus símbolos. De las dos ideologías principales que se enfrentaron durante casi un siglo y al margen de la opinión de cada cual sobre ellas, lo cierto es que ambas, compitiendo espoleadas por los éxitos de la contraria, hicieron prosperar en no despreciable medida las sociedades en las que estuvieron vigentes, pero viéndose obligadas una y otra a moderar algunos de sus postulados, lo que seguramente redundó en beneficio de muchos, pues raramente la verdad y lo deseable andan de paseo solamente por los extremos de cada patio ideológico.
Negarle al modelo comunista el que supiera llevar a muchos pueblos desde la esclavitud y el feudalismo al mundo industrial y a un muy mejorado modo de vida en pocos decenios, puede hacerse y matizarse cuanto se desee, e incluso con buenas razones, sin duda, y siempre se podrán sacar a colación, además, los genocidios de José Stalin, verdaderos como puños, pero negarle todo el pan y toda la sal y en todos los sentidos a los postulados colectivistas, marxistas o como se prefiera llamarlos, no sigue siendo más que una solemne simplificación. Y no fue el fascismo responsable de menos muertos y llevó finalmente a las sociedades que los padecieron a perder guerras brutales, que no a ganarlas, y a ruinas sin paliativos, y el gran gendarme del siglo XX y el principal adalid del capitalismo, los Estados Unidos de América, fue responsable igualmente de conflictos y genocidios sin cuento, atroces algunos, y absolutamente innecesarios otros, pero goza sin embargo de un prestigio innegable, y aún a pesar de todo ello. No parecen pesar tanto los muertos en su caso, y no sería ocioso preguntarse por la causa. O pregúntese también en Viet-Nam, y no solo en Minesota. E inquirir también por la manera mejor de pesar a los muertos para que salga la cuenta con algunos kilos menos, dicho sea de paso, que es ciencia que en todas partes tiene sus técnicos.
Pero a lo que viene la consideración es a que la expansión del capitalismo encontró durante largo tiempo un freno, externo e interno, y la del comunismo también, y ninguno de ellos pudo realizarse en la totalidad (y el totalitarismo) a los que aspiraban, el comunismo tuvo que reconocer cierto derecho a la propiedad privada, el capitalismo hubo de moderar su apetito y atender a demandas sociales, entre otras muchas concesiones internas y externas. Los regímenes fuertes de las posguerras y de años posteriores en Europa, los gobiernos dictatoriales de unos y otros lugares, hubieron de moderarse (y ya cuesta decirlo, pero es cierto) con respecto a lo que hubieran deseado o podido perpetrar de no mediar ciertos frenos, de económicos a militares y de no existir algún contrapeso, y gobernaron más tarde también socialdemocracias y derechas moderadas que cosecharon sus éxitos, y en ambos sentidos ocurrió igualmente el fenómeno de una cierta conciliación de opuestos y el ajuste, hasta cierto punto, de intereses muy diferentes. En este sentido lo logrado por China en setenta años, con sus ejercicios de saltimbanqui ideológico, pero con la comparación de sus logros a ese tiempo vista, bien puede ilustrar lo dicho. Y el resultado, en occidente, fuera de Estados Unidos, The Master of War, han sido sesenta y cinco años sin guerras generalizadas, con excepciones, sin duda, pero no comparables a las masacres absolutas de la primera mitad del siglo, lo que a escala histórica sí parece indicar un progreso deseable. Y cincuenta años también de una prosperidad mayor que la de ninguna otra época. Por lo tanto, hay mucho, muchísimo de lo que avergonzarse, pero no poco también para enorgullecerse.
Sin embargo, hoy, sin contraposición ideológica de entidad, sin enemigo militar, sin mayorías sociológicas que se le opongan, el capitalismo, derrotado su enemigo, ya puede expresar y llevar libremente a la práctica la totalidad de sus postulados, y así lo viene haciendo, en acrecentado rodillo fáctico e ideológico desde hace treinta años, pero con el resultado paradójico de que las vidas y las fortunas del común, no las de los capitalistas, de esos años acá, curiosamente, no han ido a mejor, contra lo que sus teóricos proclamaban, y aún partiendo además de condiciones favorables que ya hubieran querido para sí otros momentos y procesos históricos de cambio, sino que no han parado de ir a peor y en un proceso que apunta además, más a un empeoramiento en progresión geométrica que aritmética.
Y los medios de oposición y de lucha con los que hoy cuentan las poblaciones frente a este poder, ya desbocado, del capital, ya no son los mismos, porque más violentos, pero sin duda más eficaces fueron aquellos que trajeron las necesarias mejoras decenios atrás y de las cuales, exceptuadas las que ya ha logrado eliminar, aún seguimos disfrutando. Contra lo que se hubiera podido suponer hace cincuenta años, los gobiernos democráticos, desde la crisis del mundo ex-soviético, no han traído a sus sociedades una efectividad mayor para incorporar las demandas de las ciudadanías, ni nuevos mecanismos para acotar los abusos. Casi como si, las actuales y omnipresentes libertades de opinión y de asociación, sancionadas constitucionalmente en lo que entendemos por mundo avanzado y mucho mayores sobre el papel que las de hace medio siglo, sin embargo no sirvieran para gran cosa más que, quizás, para generar la falsa creencia en estas poblaciones de poseer capacidad para alterar los hechos o el sentido en el que se mueven las sociedades, pero capacidad, sin embargo, que en realidad ya no se posee, o que si se posee en alguna medida, ya no sirve para su fin de seguir manteniendo el proceso de mejora, progreso y bienestar de todos, que no solo de unos pocos, pero que es al que se alude invariablemente, se quiere suponer, en los frontispicios de todas las declaraciones, constituciones y demás solemnidades escritas, pero vacías, y como si las hermosas páginas de caracteres negros, obra de los mejores juristas de cada nación, se hubieran pintado posteriormente de blanco, de rosa lelo o de salmón, como de prensa de moda, del corazón o de la de fomento de la rapacidad, que bien seria y concienzuda la hay.
Duele y cuesta trabajo el tener que constatar que esos sesenta y cinco años de paz en Europa, dos tercios de siglo, hayan podido generar en las sociedades, y particularmente en su juventud, una aquiescencia acrítica que no solo se extiende a lo bueno habido, esa misma paz y la promesa eterna de la abundancia, o su espejismo, lo que es comprensible, sino también hacia otras prácticas indeseables contra las cuales, sin embargo, no se manifiesta otra oposición que el gritar ocasional y esporádico, y de lo cual el movimiento 15-M o las repetidas huelgas ‘a la lavanda’, incapaces de sacar de una jornada de agitación ni una sola mejora social desde hace ya un decenio, son muy buen ejemplo y máxime, cuando, incluso en Grecia con sus últimas y reiteradas huelgas, algunas bastante violentas, no ha obtenido tampoco su ciudadanía la más mínima concesión.
Es decir, el mecanismo por el cual se obtenían mejoras, constatables estas comparando el estado de la situación en cada lugar de un decenio a otro, por ejemplo, y encontrándolas siempre en cierto número, parece haber dejado de funcionar en los dos sentidos, nada se obtiene de oficio, desde arriba, sino todo lo contrario, y nada se obtiene ya tampoco desde abajo. El poder, los poderes, por sí mismos o por erogación vicaria de aquellos a quienes deban rendir cuentas, pero que ya no son sus poblaciones, al parecer, ya no dan tregua ni concesiones. Parecen enrocados en un estado final, irreflexivo, arrogante e inamovible que a lo que mejor recuerda es a los años últimos del Ancien Régime anteriores a la Revolución francesa, lo que hurtó a ese poder la visión real de la situación, llevándolo a un tranquilo y sosegado pero irresponsable descanso sobre un lecho de cajones de pólvora.
En España, además, el fenómeno parece particularmente agravado, pues un cincuenta por ciento de paro juvenil remite, por buscarle comparición, más bien a una sociedad de ‘manos muertas’, pero que no es el caso, que a ningún fenómeno similar que se pueda rastrear en el último siglo, pues unas circunstancias de paro tales yo no sabría decir cuando se hayan dado aquí en ese periodo, pero junto a un estado de quietud social que, a mí por lo menos, no deja de producirme perplejidad, por incomprensible. No se sabe bien si es el silencio que se hace en el bosque, o en el mar, y que precede a la tempestad, o la expresión de un estado de estupor, postración, laxitud e inanición que más bien le corresponderían a un organismo gravemente enfermo, emaciado y moribundo y no a una sociedad que se quiere suponer viva y activa.
El anterior momento político en España que de alguna manera pudiera recordar esta situación es el de los años finales del siglo XIX y los primeros del XX, en los cuales la crisis colonial remató los tremendos desajustes ya existentes. Llevó en treinta, cuarenta años años a la ‘dictablanda’, a una guerra colonial insensata, a un cambio de forma de estado, a un intento revolucionario, a un golpe de estado y a otro y finalmente a una guerra civil y a una dictadura inacabable y de la cual, por cierto, nunca se acabaron de reformar la totalidad de sus malas hechuras.
Que las cosas actualmente puedan ir a una mayor velocidad no parece un postulado arriesgado, más aún si le añadimos la crisis de la posible sedición, desmembramiento, o autodeterminación (como cada cual prefiera llamarla) de partes del estado y el debate, nunca cerrado sobre la forma del estado mismo. Si le añadimos la crisis del modelo europeo, o más bien de su ausencia, que es otro estado fallido en sí, más la ruina económica, extrema en España y nada desdeñable fuera, y sin permitirse además olvidar el frente ecológico cuyo estallido, tal vez en un sólo decenio, puede contener por sí solo solo las potencialidades de una plaga bíblica, parece que se cuenta con los elementos necesarios para poder predecir cualquier catástrofe. Y saber marear este océano de las calamidades no parece por desgracia tarea al alcance del colectivo de rapaces al que llamamos mercado, hoy al mando, ni del de sus sobrevenidos capataces o encargados de las tareas sucias, al que todavía llamamos estado.
Además, una sociedad cuya juventud no tiene acceso al trabajo, y durante largos años ya, contiene en sí misma la espoleta de un estallido social sin necesidad de apelar a mayores añadidos de calamidades. Que este estallido se haya demorado por unas u otras causas, no es objeto de este artículo, pero que acabará dándose no parece un postulado aventado. Una generación condenada a no producir y a no servir para nada, para nadie ni para sí misma, condenada a no tener casa, a no tener hijos, a depender de sus mayores, a no contar ni económica ni política ni socialmente y a no poder vivir según los usos que su tiempo demanda, clama a la conciencia social de cada cual, y a la religiosa de quien la tenga, y debería de clamar igualmente a los estamentos dirigentes, hijos de su mismo tiempo y que, sin embargo, permiten tal situación, por ideología mal entendida (y aún suponiéndole tales conocimientos, bien se entiende), por desidia, por incompetencia, por rapacidad, por acomodamiento, por falta de inteligencia, por miedo, y adoptando solamente sucesivas medidas de las cuales ni una sola ha servido para revertir mínimamente la situación, y hablando, hablando, hablando sin encontrar jamás solución a nada... y en fin, por la suma de causas que sean, pero que pronto ya no se van a poder tolerar como excusas sempiternas en las que se puedan amparar para seguir justificando tan inacabable inoperancia.
Sancionar además, como se ha hecho, la ¡obligación constitucional! de pagar las deudas contraídas como país por encima de cualquier otra consideración de conveniencia estatal, ciudadana, social o simplemente moral, y además al unísono, por acuerdo de la gran mayoría de la cámara, ya descalifica suficientemente a los firmantes y votantes de tal despropósito, pues tal cosa justificará la entrega definitiva de la soberanía, de las llaves de la caja, del polvorín, de la catedral, del anillo de la abuela y de la población en calidad de rehenes, como esclavos o como víctimas propiciatorias de lo que sea que dispongan los Cresos de turno, y casi a modo de lo que hacían los poderes de la antigüedad, que consideraban a las gentes (domina gentium, como gustaban de llamarse a sí mismos los romanos) como propiedades, sujetas a obligación de trabajo gratuito, a levas de guerra, tomando a los derrotados y a los acreedores como esclavos y con derecho a vida y muerte sobre todo lo que fuera capaz de moverse sobre la tierra, y a sus sucesores.
No es poco cambio social este regreso a la antigüedad más provecta y a una economía de rapiña, pero per Friedmaniana via, para una mala tarde de reunión en Cortes, sometidas a teutónico diktat, eso sin duda, pero que lleva a preguntarse si además de ello realmente sus señorías, quiere suponerse que bien informadas, fueron conscientes de la enormidad y radical originalidad, en cuanto a lo anacrónico, de lo que estaban firmando y del tamaño de la hipoteca que, a cambio de poco o nada, colgaron sobre la ciudadanía a la que dicen representar y que les paga por ello.
Aunque también es cierto que por cualquier torero es bien sabido que más cornadas recibirá de sus apoderados que del miura. Y qué hermoso verbo resulta, por cierto, apoderarse, puesto así, en reflexivo, para explicar cumplidamente este todo tan miserable.
Por lo tanto, y antes de entrar de nuevo las poblaciones en el feliz estado de esclavitud, y en la condición de propiedad o cosa de amo, con sus látigos, negociados de trabajos forzados, suplicios y demás delicatessen del caso, parecería que bien pudiera estar justificada la consideración de que futuras acciones de protesta reiterada, de insumisión, de desacato, de boicot, de resistencia, de rebelión abierta y finalmente de revolución no vayan a ser hipótesis definitivamente descabelladas. Sólo habrá que esperar a ver hasta dónde apriete el hambre, que es la siguiente mejora a la vista, y que antecederá seguramente a las ejecuciones masivas, como es canónico. Para ese día, tal vez, los hijos y los nietos dejarán por unos días el aifoún y la gueimboi en el suelo de la tienda de campaña en la que subsistan en la calle y conciban, como cualquier estupefacto descubridor de mediterráneos, la idea tan novedosa de cachiporras, puñales y fusiles, pero, por una vez, vistos desde la parte de la empuñadura y el gatillo, y no apretados contra sus riñones o en la sien, como toda la vida.
Y harán bien sin duda alguna, y poca responsabilidad podrá entonces achacárseles, fuera de la demora. Porque si se demoran un poco más de lo lógico y con un poco de suerte, sus mayores ya estaremos muertos, de hipopensión los más, seguramente, aunque así, también es cierto, a alguna boca menos tendrán que atender aquellos ¿afortunados? que finalmente lo cuenten.
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