martes, 28 de octubre de 2014

El hundimiento. Mariano Rajoy, interpretado por Bruno Ganz.

Atónitos, incrédulos, estupefactos sobrevivimos la población, los súbditos que, digan lo que digan, es lo que seguimos siendo, ante las imágenes de las nuevas estrellas televisivas que cada día nos manda ver el Señor Juez, puestas en la picota, con ritmo trepidante y digno de una buena obra de ficción, y vergonzantes, vergonzosos y sólo productores de vergüenza ajena todos esos inacabables mequetrefes, pero señores ex vicepresidentes del gobierno, ministros, senadores del reino, diputados de altas cámaras o de cámaras de gama baja, alcaldes, presidentes de diputación, sindicalistas, concejales, presidentes de comunidades autónomas, consejeros de toda laya, familiares del Rey Nuestro Señor, banqueros, empresarios, artistas, conseguidores, pillos de corte, lamemanteles... Y ya nadie nos vemos capaces de encontrar términos de comparación con nada que nos resulte congruente, humano, familiar, comprensible, digerible, soportable.
Es una inundación que no concluye, un bochorno que no afloja, un viento que no amaina. Todas las lluvias y las sequías pertinaces acaban y también las heladas, los calores, los huracanes, las erupciones volcánicas y los  maremotos, los terremotos, los incendios... todos acontecen alguna vez y devastan, pero concluyen. Esto no, esto acontece y devasta, acontece y devasta, en interminable secuencia jamás seguida de una bonanza.
Sigue y sigue como una contemplación verdadera del infierno, con su disfrute ad aeternum de los más refinados tormentos de la imaginería medieval, pero nunca padecidos por los culpables, sino por los justos, en este advenido y sorprendente infierno del revés, en el que nadan en calderos hirvientes y penan asaetados los inocentes, verdadero birlibirloque que nos han traído estos tiempos penosos de apocalipsis de la decencia.
Y el cine, siempre fuente de todos los prodigios, de lo insensato, de lo inimaginable, de lo estupefaciente, tampoco da razón verdadera y cabal de este suplicio de la gota malaya, el de los mil cortes, pues el cine lo puede mostrar una hora y treinta minutos y eso ya puede hacerlos insoportables, pero este tormento dura años y años, con la diferencia de que jamás pierden o mueren los malos, nunca triunfan los buenos –será que no debe de haberlos– o será que estamos asistiendo a la aparición impensable, pero imparable, triunfal y poderosa de un nuevo género, de un nuevo arte, de una mejorada comedia humana: holográfica y 3.0, invasiva, televisada no stop, y en los medios, en las redes, total, interminable, completa, pánica, ocupante de toda la realidad y capaz de generar espectáculos de una completitud y complejidad jamás antes imaginada.
Así, esas obras maestras cinematográficas, que una a una nos recuerdan los usos de este machadero que habitamos, Bienvenido Mister Chance, El Hundimiento, Todos a la Cárcel... apenas logran cada una dar más que una pincelada apenas aproximada y pintoresca si comparadas con este desmantelamiento absoluto, metódico e inexorable, pero siempre negado con palabras enforradas, que se decía de antiguo, de todos aquellos principios que se suponían subyacentes a la aclamada palabra democracia y de la convivencia civilizada que esta prometía y proclamaba sostener.
Porque el drama coral, esta obra grandiosa e inquietante a lo Carl Orff, lo es precisamente porque no es solo un rey su protagonista, ni lo es un policía que mate por placer, ni lo es un ministro enajenado por exceso de sacristía, ni lo es un ladrón que roba por su instinto y condición moral, ni lo son un Bárcenas, ni un Rato, ni las sagas de Pujoles o de Ruíz Mateos multiplicados, ni un Blesa, ni un Villar, ni un Fabra... ni tampoco lo son los idiotas por formación y vocación, ni los gánsteres porqué papá y mamá les negaron un caramelo de niños, ni lo son los estafadores por causa de sus aviesos estudios de Ciencias de la Apropiación y por los pésimos consejos para emprender sólo con esas artes, es que lo son todos y cada uno en una coralidad o totalidad romana, de corte bizantina o de solemnidad oriental, mostrando una barbarie intelectual y moral heredada de la antigüedad clásica, salvaje y perversa, mendaz en cada palabra que profiere, insufrible, repugnante de índole y portadora de mal.
Y cada uno de todos los repulsivos protagonistas de la obra son sólo una gota de agua, ya infecta, desde luego, pero es que el todo que aúnan, el tutti, es esta brutal inundación inacabable de excrementos, este rayo que no cesa, el rayo continuado de un Zeus no justiciero, sino, sin más, caprichoso, pobre hombre, veleidoso, ignorante, gilipollas, dañino y rapaz.
Es un espectáculo como de la Primera Guerra Mundial, de las trincheras que se toman una a una, frente a resistencias desesperadas y dementes, infinitamente costosas y, al cabo, inútiles, y es también como ese cerco al búnker de Hitler en el cual el enloquecido defensor lo sacrifica todo, niños, mujeres, jóvenes, viejos, perros, gatos... antes que rendirse a la obviedad de la existencia del mal que encarna y produce continuo y a la de su próximo e inevitable castigo y desaparición. Pero, ciertamente, no, los modos no son los mismos, pero sí lo es la esencia del asunto, la negación a reconocer la propia incapacidad de obrar rectamente y la decisión, a pezuña y coz, de llenar de cadáveres propios y ajenos todas las trincheras y la totalidad del paisaje.
Y no es igual, por supuesto, el número de cadáveres físicos, la indignación no me ha hecho perder tanto el juicio como para sostenerlo, pero sí lo es el número de cadáveres jurídicos, el exterminio del espíritu de las leyes o la adopción inmoral de las que ya nacieron enfermas de espíritu, la matanza de las artes de la convivencia, el asesinato del entendimiento y del compromiso entre seres dotados de razón, el entierro de las ideas de justicia social, de equidad, de trato igual para todos, de repartos coherentes del esfuerzo y de las recompensas y la voluntad de desaparición definitiva por tiro en la nuca de la idea de la intangibilidad de los bienes públicos, quedando obligados a ello especial y muy específicamente sus administradores... ¡Qué antigualla estas y como se ríen, las hienas, de quienes creemos en ellas!
Todo esto es a lo que estas actitudes nos han llevado y esto lo que equivale, no lo duden, a muchos miles de cadáveres, por más que las leyes, las hechas por ellos y por los semejantes a ellos, se entiende, no lo contemplen ni vayan a contemplarlo de esta misma manera jamás.
Y ha excavado todo ello un agujero social muy profundo del que habrá que salir a fuerza de uñas, pero robados, despojados, estafados, sin medios y malheridos, con las estructuras de convivencia deshechas, con la economía  llevada a décadas atrás, y todo ello sin haber pegado nadie un tiro, sin una matanza, sin delitos execrables de genocidio o de lesa humanidad, pero gracias a un conjunto de actitudes, debidamente mantenidas bien tiesas por una legislación de rapiña militante, que, con estas inverosímiles, sostenidas, acrecentadas y en nada enmendadas prácticas de mal gobierno, ha terminado por llevarnos a un estado, social y humano, en poco diferente al que que se tendría después de una guerra de exterminio. ¿Porque, no son acaso dos millones de pisos vacíos que en diez años serán polvo y esqueletos insanos, casi lo mismo que dos millones de pisos reducidos a escombros? ¿Y no son acaso cinco millones de parados casi lo mismo que cinco millones de desplazados, de malheridos, de inútiles a la fuerza, de sobras humanas?
Y porque ya hay que lamentar, pues, una generación perdida, mutilada y lisiada en lo social y en lo ciudadano como las de posguerra en lo físico, y porque se sufre un incremento generalizado de la ignorancia, se padece una pérdida de prestaciones y derechos que hace buenos a los que, esmirriados y con insoportable parsimonia, fue alumbrando el franquismo. Este el resultado, en fin, de esta guerra sin muertos, pero con millones de seres humanos convertidos en deshechos sociales y demográficos, en parias civiles y económicos: los parados, los desahuciados, los desatendidos, los niños sin comida suficiente, los que viven una miseria de otras épocas...
Recuerdo, y no hará tal vez un año, el escándalo levantado entre los defensores de la fortaleza medieval de su poder, cuando se hablaba, aunque en realidad, sólo a nivel de periodismo y sólo de opinión pública, de una causa general, judicial, bien se entiende, y cómo su reacción era de indignación infinita y de estupefacción, citando la posibilidad de que tal planteamiento no fuera, además, otra cosa que una barbarie jurídica.
Y lo sería, seguramente, pero lo que vemos hoy, apenas poco tiempo después, y acontecidos y averiguados más y más hechos indescriptibles y en número extraordinario, y sin el más mínimo aspecto de que se haya llegado, ni de lejos, al conocimiento de lo que sigue escondido debajo de las alfombras y corroyendo y pudriendo las cañerías y las vigas del edificio, es que en realidad, en efecto, no existe causa general, ni posibilidad jurídica de que la haya. Sin embargo, esta sí ha sido puesta en marcha, a la postre, por la simple fuerza del empuje de los fangos y los purines, que ya son todo el paisaje, y, en consecuencia por la apertura de un tal número de causas, una tras otra, que ahora, esa imposibilidad de la causa general se está transmutando, de facto, en la certeza de haberse obtenido su equivalente, que bien convendría llamar la generalidad de las causas.
Así, el número abracadabrante de estas causas judiciales y la entidad de las personas sospechosas, encausadas, imputadas, citadas, averiguadas y, más raramente, condenadas, traerá el resultado de que, para pasmo de todos, el de los responsables que se creían investidos de inmunidad casi divina por la cual jamás sería posible llegar a su desenmascaramiento y el de los perjudicados, que jamás llegaron a pensar que la realidad de lo por todos intuido y, en el fondo, más que sabido, se pudiera llegar a sustanciar en lo que podría llamarse un conocimiento oficial, mucho más sólido que el “se dice”, en un verdadero conocimiento jurídico y público, no adquirido por habladurías, sino por autos, actuaciones e investigaciones judiciales y policiales, con su consiguiente averiguación de daños, perjuicios, responsables, cuantías y de los necesarios cohechos imprescindibles para todo ello.
Es una verdadera marea social de descontento y desespero lo que viene engrosándose con cada caso de corrupción desenmascarado e investigado. Y no es ajena a ella la postura de la Justicia. Ciertamente el político, como toda la clase empresarial, tiene infinita más facilidad para prevaricar y jugar a su beneficio que el juez, y esto, que es una maldición en su primer término, es, en cambio, una bendición en el segundo. De todos los pilares clásicos del ordenamiento de un estado, en los tiempos actuales, en las democracias modernas, y asumiendo, eso sí, que la nuestra lo fuera en parte, la judicatura, como tal órgano, es la que menos acceso tiene a tales prebendas incontroladas.
Y forzoso es pensar que no será sólo por puro buenismo de ellos mismos o del sistema, sino por el hecho incontestable que la Judicatura, o las fuerzas policiales igualmente, son quienes van siempre a la cola de los acontecimientos. Cuando quiere la Justicia llega a investigar algo es porque las bodas del cohecho entre político y empresarios ya estaban celebradas, los papeles necesarios y debidamente oscurecedores de cada asunto ya estaban firmados por las asesorías jurídicas oportunas, los frutos del matrimonio, la obra o el servicio (en gran parte innecesarios para el bien público, pero imprescindibles para poder percibir la comisión generadora de todo el mecanismo), ya han sido levantados o proporcionados y la recompensa, en primoroso negro, ya se fugó en acolchados maletines a plácidos y retorcidos escondites guardados por los más serios cancerberos, a la espera de su conversión en irreprochables billetes de curso legal.
Por tanto, cuando llegan los asuntos al juez, las recompensas extra que algunos de ellos pudieran esperar, al margen de su sueldo, prestigio y ascensos –en todos estos casos en los que los gastos y los beneficios ya están repartidos entre los monipodios– dependerán ya tan sólo y exclusivamente de su disposición a hacer la vista gorda, a obrar con añadida lentitud o a prevaricar, cobrando por ello, pero siendo esta, de todas las acciones que pueda acometer un juez, con mucho la más peligrosa y arriesgada. En consecuencia, la prevaricación judicial es un fenómeno raro en España y, esto se convierte en la garantía que hace que la justicia, a pesar de la lacra de su coste y lentitud, acabe llevando a puerto investigaciones que no son del interés del mundo de la política ni del poder con mayúsculas.
Se les ponen a los jueces, desde el poder político y económico, todos los bastones legales entre las ruedas posibles, es indudable, pero esto conlleva la contrapartida, sin duda, de una cierta animadversión de la judicatura misma ante esos poderes, inevitable desde la consideración de que, en definitiva, y a pesar de todo el mimo institucional recibido, y de las santas declaraciones de respeto, acatamiento y demás paripés mediáticos emitidos con mendaz y vomitiva redundancia desde los poderes políticos y económicos, los jueces constituyen el único verdadero contrapoder capacitado para, antes o después, y ante el mínimo error de a quien tengan ya bajo su lupa, poder proceder en su contra.
Y debe de suponerles, incluso, un placer a los jueces el obrar justamente, pues sus problemas, en realidad, les vienen casi siempre de los “de arriba” que no de los “de abajo”, y porque, ya puestos a ser figura incontestable del sagrado santoral democrático del Estado, y a pesar de la parafernalia, lo cierto es que las expectativas de “buena vida”, o no digamos ya de “vidorra” de un juez en ejercicio, comparadas con las de cualquier abogado, notario o inspector de hacienda que hagan carrera y, no digamos ya, si saltándose la ley, en un partido o una empresa, son del todo diferentes.
En este sentido, y ya lo dije hace más de dos años, lo cierto es que se recaba la sensación de que a este estado del malestar, a este este califato de Alí Babá que nos ha tocado de unas décadas a esta parte en suerte, el único estamento que parece estar en condiciones de ponerle coto es el judicial. Y, de hecho, eso es lo que vemos que está ocurriendo. Cuando los jueces toman cartas, bien de oficio, en los asuntos que la calle lleva ya reclamando años, o bien cuando las denuncias acaban llegando a sus manos y empezando a investigarse y resolverse, a su ritmo de caracol, es cierto, el mecanismo ya muy difícilmente para hasta llegar a puerto. O casi.
Porque el descontrol ha sido de enorme magnitud. Evidentemente por el lado político, y empujado siempre por esa clase empresarial nuestra, africana, si esto no fuera insultar a los africanos, imposible de alinear con la casta empresarial promedio en Europa, y en tanta parte ignorante, esclavista, explotadora y refugio de listos y avispados como en pocos otros lugares, entre otras cosas, por causa de la propia legislación que nunca parece haber hecho otra cosa que estimularla y consentirla, y de la que sólo puede decirse que han salido de ella bribones que convierten en digno y respetable a Luis Candelas y en comprensible a Monipodio, que a fin de cuentas, sólo era un “matao”.
Así hoy, ahora, las únicas “alegrías”, a la gente común, a la ciudadanía de a pie, sólo se las está proporcionando una judicatura que, aún a la velocidad del caracol, la mayoría de las presas que coge, no las suelta. Y, una tras otra, presa a presa, caso a caso, va señalando el que casi parece el único camino para lograr acotar y revertir esta ceremonia del espanto en la que actuamos la inmensa mayoría de comparsas, pero pagándole las entradas y debiéndole el decorado y los sueldos de los actores al conocido empresario, señor Mercado, que no vive en España y, al parecer, en ninguna parte, que no atiende al teléfono y que nadie sabe dónde se encuentra, salvo para cobrar.
Escuchaba esta noche, al respecto, a don José María Brunet, en 24 horas de TVE, periodista catalán y en cual todavía habita algo de seny, expresar cómo la consternación se apodera de cualquiera ante la escucha de cada nueva noticia sobre cada recua de estafadores y ladrones (pero estos sustantivos son míos) identificados cada nueva mañana de Dios.
Pero al escucharle, de pronto, y en el sentido de lo anterior, me he sentido en total desacuerdo. No, no es la consternación el primer sentimiento que acude a las mientes de un ser civilizado, pero ya castigado como un toro inocente al que se le llevan puestos cien pares de banderillas, el primer sentimiento es de júbilo, de una alegría disparada, el alivio por la constatación, ya casi inusitada, de disfrutar de una tregua, de que la justicia cabe que exista.
Después, sí, después viene la consternación por la nunca acabada existencia de ese estado-fiesta nacional que paga al poderoso para maltratar al toro, por el dolor y la cochambre sanguinolienta de la propia espalda agujereada y torturada sólo para que uno más vivo que otro se meta aún más dinero en la bolsa, y la consternación, porque, y aquí vuelvo casi al principio, sólo se trata de una tregua, porque la fiesta, nuestra bárbara fiesta sigue y sigue siempre, porque luego llegarán, puntuales como en toda tragedia griega, el picador y después la engañosa muleta y, finalmente, el estoque y esa puntilla o descabello, que al toro de esta corrida, el común de la ciudadanía, siempre le espera, bajo las vernáculas especies de la pérdida de sus ahorros porque se los roba, así, sin más, un banco, porque se le rebaja la pensión y aún se le dice que se le sube, para mayor escarnio, porque no se atiende a su enfermedad como se podría y debiera, porque se le abandona en la indigencia y aún se hace rechifla de ello.
Y causa verdaderas bascas ver a los responsables y superiores de cada ladrón sorprendido jugueteando con la llave maestra de la caja de la familia, de la de los hambrientos, la de los enfermos, la de los necesitados, o con la bolita de trilero del emprendimiento, pidiendo perdón y jurando, por éstas, que son cruces, que ellos nunca hubieran podido imaginar que Fulano, al que eligieron, auparon, sostuvieron y jamás enmendaron, fuera a resultar un individuo de tan baja catadura moral. Y esto una vez y otra y, Primera Guerra Mundial de nuevo, negándose hasta el final de los tiempos, como manda el guión, a salir de la trinchera, sin apartar ni un saco terrero de la fila, con el casco y la bayoneta calada, enrocados de manera vitalicia cada cual en su agujero y descargando sus sucias responsabilidades sobre los fiambres de sus correligionarios y los prisioneros de su misma parcialidad que, antes o después le cantarán todo al enemigo, al señor juez, una vez desalojados, a fortiori, de las trincheras que tenían delante.
Hoy, Esperanza Aguirre, y todas las mañanas, puntual como nadie a su desayuno de sapos y quebrantos, a su oficio de maitines por las almas de los muertos de la Congregación, Dolores de Cospedal, y cada dos días, tres... Floriano, Pons, Hernando, Soraya, armados de sus caras de cemento y de sus gladios desenvainados y en rigurosos turnos de guardia para no desangrarse aún más en la defensa demente de la Ciudad Prohibida, los últimos y más selectos oficiales de la guardia pretoriana, los que todavía no cuelgan de un gancho de sangrar en el matadero judicial, inocentes de toda inocencia, depositarios de toda la sacra romanidad de esta Roma Imperial corrupta y decadente, limpios como dioses y valiosos y valerosos como arcángeles –mientras no se presente el vehículo de atestados de la Guardia Civil, la carreta de su San Martín, a indicarles lo contrario–, comparecen dando, una por una, inverosímiles explicaciones, excusas de orates, pregonando propósitos de enmienda que le causarían rubor y vergüenza ajena a un pederasta, y estrechados, estrechados y apiñados todos en fiera cohorte ante el Tancredus Maximus, que, encerrado en el círculo de mármol repulido y deslizante de su miedo y de su menos valer, ya no es capaz ni de balbucir los nombres de sus más fieles caídos, e... e... ese, e... e...seee... otro, ese señor, ese diputado, e... e... e...seee..., e... e... e...seee...

Qué vergüenza y qué horror. Y qué furor. Y qué pocos ganchos para la carnicería modelo que se podría levantar.

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martes, 14 de octubre de 2014

El pasado futuro

Llegarán tiempos de cambio, de grandes cambios permanentemente pospuestos ex profeso, pero que las circunstancias tal vez ya no permitirán dejar para un futuro más lejano.

La España de los movimientos abruptos y de los golpes de péndulo prepara otro más, quién sabe si de gran magnitud. Esta sociedad mal amalgamada e insatisfecha, articulada con imperdibles, desestructurada, rapaz e ignorante camina, no conscientemente, a buen seguro, pero sí a buen paso, al encuentro de una manera nueva de buscarse –o de negarse– a sí misma, de una forma más de iniciar otro recorrido al que inevitablemente se le asignará la cualidad de esperanzador.


Rapaz porque eso es lo que, en substancia, se le ha enseñado a ser, en parte por el sistema educativo, y además, en casa, en la calle, en los medios, en todo lugar. Haz tu bien y no mires a costa de quién. Aviva, emprende, toma lo que puedas y no des más que lo imprescindible. Rapiña o te rapiñarán.


Monipodio, el Buscón... Siempre el siglo XVI, el XVII. ¿Invento mío, pesimismo? ¡Qué va! Díaz Ferrán, Blesa, Ruiz Mateos, Fabra, Roca, Urdangarín... y miles más de su género y calaña son el paisaje empresarial, intelectual e institucional que nos enmarca. Latrocinio de guante blanco con sus cacerías, ostentación, poder para despilfarrar en lugar de administrar, exhibiciones de vergonzosa ignorancia, acumulación de lujos en un paisaje de penurias, desigualdad, soberbia, desconsideración, zafiedad y simpatía festivas, pero encubridoras de delitos. Estos han sido los modelos sociales y éticos hasta antes de ayer por la tarde. Y no tendría yo claro que no lo siguieran siendo. Y esos los espejos para el educador y el educando.


E ignorante porque, de esta matriz de enseñanza, de este paisaje social, deriva gran parte de todo lo demás. Se dejó de lado o, mejor dicho, jamás se consintió el enseñar lo que permite distinguir a la humanidad de la simple barbarie, renunciando a formar ciudadanos cabales y bien informados. Se renunció a la ciencia razonada, a la gaya ciencia, a la recompensada curiosidad por la curiosidad, al saber por el placer de saber, de donde arrancan las verdaderas utilidades y sabidurías que después se derraman sobre el cuerpo social que pone los medios para alentarlas. Y se obligó al mal enseñar unas humanidades nunca entendidas como instrumento para formar personas desde afuera y desde dentro, sino impartidas sólo como adoctrinamiento a base de listas, nombres, hazañas y fechas, como un sudado temario de oposición.


Humanidades ajenas a su nombre, impartidas en la completa ausencia de todo lo estimable y lo exigible para la construcción de un ser humano, sólo entendido ya como sujeto agente y paciente de acción económica y mero actor, primario o secundario, dedicado a funciones productivas. Pollos en la granja.


Y esas oposiciones... hijas de una enseñanza sin alma ni reflexión y con sólo codicilos por corazón, con el resultado de la inexistencia de estadistas, de pensadores, de sabios instalados en la administración, donde sólo campan notarios, abogados del estado, jueces, fiscales, inspectores de hacienda, de antiguo pomposamente llamados humanistas, y hoy, ni eso en su menor expresión, salidos de estas granjas para fabricar directivos y propietarios del estado entendidos como clases dirigentes, sólo ejecutivos y ejecutores feroces, casta hoy, según la feliz expresión de Beppe Grillo, en resumen.


Y parte de los cuales nutren ese ejército de leguleyos y asimilados de los que salen los mayores discapacitados morales que ingresan en las filas de la prevaricación activa para posibilitar el acomodo de la legislación a las necesidades de otros congéneres de parecida preparación, los cuales, desde el lado contrario, les reclaman y obtienen beneficios, leyes a su medida, libertad de movimientos para los tiburones económicos, contención de toda reivindicación social, imposibilidad de atender y dirigir todo reparto de cargas y distribución de beneficios. 


Y todos ellos, ajenos por completo unos y otros a la realidad de la vida y de las gentes, a los dictados de un futuro menguante y amenazador, pero que ya llega, que ya está aquí exigiendo soluciones originales que ellos jamás podrán proporcionar, demuestran ser personas incapaces de gestionar los imprescindibles acuerdos entre partes que son lo que de verdad constituye ese imperio de la justicia y de la razón que pretende llamarse a sí mismo democracia, revelándose sólo como agentes necesarios de la voluntad y el dictado del poderoso, convertidos en razón única para la configuración del estado. Como en cualquier tiempo anterior que se creyera olvidado.


Así, toda una abominable carga histórica gravita sobre la vieja esperanza de poder revertir la misma alguna vez, algún siglo. Apenas han pasado cuarenta años de democracia, o del mejor remedo de ella que ha sido posible pergeñar, y ello aun a pesar del enorme caudal de ilusión, esfuerzo y buena fe que trajo la muerte del dictador, el enésimo. Pero ya se deja bien ver que esta democracia camina a su fin, y que lo alcanzado, lo único real que se tiene verdaderamente entre las manos una vez más, no es, por desgracia, tener un país realmente en buen estado de funcionamiento, deseable y capaz de dar satisfacciones y ejemplos, sino uno en el que sólo existe el viejo y generalizado deseo de volver a empezar a intentar serlo, entero o siquiera por partes, por cierto, pero que ha de acontentarse, como siempre, con emitir patrióticos y patéticos ojalás, fundamentados en nada real. Porque ojalá, en substancia, sólo significa ¡quiéralo Dios! Pero los países modernos se levantan desde otros supuestos y Dios nada tiene que ver con todo ello, incluso para los creyentes.


Magrísima cosecha, pues. El vuelva usted mañana del día a día decimonónico trasladado al vuelva usted mañana para más generaciones perdidas, robadas, condenadas a la ignorancia y al malvivir por debajo de lo que sería razonable, por debajo de lo que se ve en cualquier país de alrededor que tiene las mismas posibilidades y que vive considerablemente mejor aplicando el mismo esfuerzo, por debajo de lo que se podría y se debiera alcanzar apenas con un ejercicio de organización y de estructuración social y de buen gobierno, ese que nunca nos llega y jamás nos dura.


Porque seguimos, ¡oh, de palabra no, desde luego!, pero sí de hecho, en un mundo de chambelanes y de virreyes, pero cuando incluso ya han desaparecido la mayoría de los reyes de la faz de la tierra, en un mundo de súbditos, cuando nos rodea uno exterior de ciudadanos, en un mundo de despilfarradores de lo propio y de lo ajeno, cuando las costuras de la tierra revientan y esta ya no es capaz de acoger a más depredadores.


Un país que erige obras dignas de zares o de faraones, con su correspondiente costo, para algo tan sencillo y funcional como un aeropuerto, una casa de jueces, un pabellón para músicos o deportistas, una línea de tren de acá a acullá, pero que se pretenden contemplar todas ellas, una y otra vez, como Escoriales a erigir en honor y loor de la inmarcesible españolidad o localidad de cada predio para epatar al burgués y al paleto, para engatusar al turista.


Como si una estación de tren o una carretera, por más que extraordinarias, fueran acaso los espejos donde tuviera siempre que mirarse la excelencia nacional y constituyeran la verdadera satisfacción de las necesidades de la ciudadanía, ignorando que la excelencia de la gobernación y la consiguiente satisfacción de los gobernados derivan bastante más del saber redistribuir y, aun más, de aquilatar todo gasto, huyendo de los innecesarios y de los despilfarros de relumbrón, y destinando lo no gastado de esta manera a todo aquello que, precisamente, el despilfarro y la ampulosidad impiden atender. Eso que falta y que hoy va siendo casi todo.


Sobra dar ejemplos, los tenemos a miles. Puentes que cuestan lo que diez puentes, trenes que cuestan lo que diez trenes, edificios que cuestan lo que diez edificios. Y sólo por la necesidad intrínseca de erigirlos así, ampulosos, para que, precisamente, cuesten más y para que las comisiones ilegales derivadas, para todos los implicados, sean mucho mayores, cometiendo lo que para mí es el delito insoportable, pero siempre impune, de detraer todo ello del caudal necesario para el verdadero bien social, y con la agravante, encima, de ser obras ajenas al sentido común y a las verdaderas necesidades a satisfacer. Y realizadas, además, para poder propalar un juicio de excelencia que, incluso resultando verdadero en ciertos casos por la incontestable calidad de parte de lo erigido, sin embargo, resultará ser falso a la larga.


Y será y es falso por los costes ocultos, pues cada exceso detrae de lo de verdad necesario y porque de poco sirve una obra faraónica, incluso si bien concebida y realizada, cuando, por los gastos habidos y los futuros a afrontar para su uso y conservación, resultará ser siempre una losa sobre los caudales públicos. Caudales que, por cierto, no se obtienen de la nada, sino de los impuestos de todos, que vemos así cómo se despilfarran, a beneficio de muy pocos, una buena parte de la contribución y del esfuerzo común y cómo, además, se deriva a las generaciones futuras el pago de los intereses. Una política que vende los activos, se los come, gasta de más y deja las deudas. La locura insufrible de un padre de familia vesánico, pero al que todos estamos sometidos.


Lo cual lleva al juicio negativo de la población, hoy ya coral, y a la consiguiente desafección, con justa causa, siendo esto, por cierto, otro de los principales costos ocultos y por lo que ahora tantos de los responsables, que no entienden nada de su propia manera de obrar, a excepción de la satisfacción por lo allegado a sus bolsillos merced a las mismas, se preguntan estupefactos.


–¿Cómo, construimos un AVE que ni en Alemania y aun protestan?– Pero se protesta, en efecto, porque si ni los alemanes, con sus legendarios medios, hijos sin duda de una gestión eficaz, afrontan tales lujos, una explicación tendrá el asunto. Y esta es bien sencilla. Las escuelas alemanas o parte del sistema social alemán salen de eso mismo, de gestionar acuciosos y de no acometer obras disparatadas, o al menos de no hacerlas en nuestra faraónica y mentecata desproporción y desmesura, entre otras cosas. Y de que en Alemania –o en USA–, no es que no haya Bigotes ni Blesas, los hay, como en cualquier parte y, es más, dejados a su albedrío obscurecerían el sol. Pero aparecen en relación de 1 a 10 con los nuestros, o menos, porque, precisamente, no se les deja a su albedrío, por más que lo pretendan. Y son despedidos de su cargos y van la mayoría a la cárcel en derechura en cuanto se les sorprende con la mano en la palanqueta. Y los juicios y las sentencias no tardan doce años en producirse. Y tampoco pasan los reos en la cárcel veinte horas y un día. Por añadidura.


Habría que haber visto a doña Esperanza Aguirre, a su equivalente de allá, se entiende, de haber dado, en sus exhibiciones de exquisito comportamiento ciudadano, con una patrulla de la policía local de cualquier urbe de los Estados Unidos de América. Todos sabemos cómo habría acabado el asunto, y todos sabemos como debería solucionarse aquí también, pero ni aun así escapamos a nuestro destino de ser gobernados, adoctrinados y administrados por demasiados mequetrefes que no sólo hacen el mal, sino que infectan con su comportamiento la ejecutoria de aquellos otros, la mayoría, que atienden a su deber en las administraciones y que se comportan de manera competente y eficaz. Pero cuando las cúpulas desbarran, el resto de los mecanismos chirrían, y no hay más vueltas que darle.


Y, con todo ello, nos incumbe ahora una tarea histórica descomunal que bien podría resumirse en el neologismo desespañolizar. Somos incluso en el ejercicio de la rapiña y en el del negar el pan y la sal a la inmensa mayoría de los propios compatriotas el único de los grandes imperios que no aprovechó la prosperidad, hija de la rapacidad y característica fundacional de todos ellos, para transmutar a mejor las condiciones sociales y económicas de los pobladores de sus metrópolis.


Podrá decirse cuanto se quiera de malo de los imperios antiguos y modernos, y se hará con razón actual e incluso histórica, si cupiera, pero no se puede negar que frente a la prosperidad advenida de aquellos que extraían sin piedad recursos ajenos de las poblaciones que sometieron, el caso español fue paradigmático, junto al ruso. Frente al desarrollo social e industrial de Francia, Gran Bretaña, el más tardío de Estados Unidos, el de los Países Bajos, el del mismo Portugal, y ello por no hablar de los imperios de la antigüedad, las riquezas y bienes pasaban por España de largo y las que aquí quedaban desaparecían en las exclusivas manos de cuatro beneficiarios. Casi, con apenas matices, como hoy mismo ocurre con tantas bicocas de las que se peroran siempre dulces maravillas, pero cuyos beneficios jamás acaban repartidos con algún sentido distributivo y social.


De ese modelo de estado imperial derivamos y de la gestión de garra y espada, por llamarla de algún modo, de los sucesivos espadones decimonónicos, aun prolongados en el siglo XX hasta el punto de que todavía queda una buena parte de población viva para poder recordar el último. Y no son imaginaciones mías. El derecho hipotecario, ese generador de escenas de Dickens, tiene, en efecto, más de un siglo, y estas escenas, por lo tanto, no son una casualidad, sino consustanciales con el mismo e hijas de su época y modelo. Y el Concordato con la Ecclessia triunfante es otra pieza digna de los tiempos del Renacimiento, así como los modos de gobierno que padecemos aún parecen a veces dignos de ese colonialismo económico y moral, pero dirigidos hacia el interior, ya decaído en Europa, en parte, desde el final de la Primera Guerra Mundial y, definitivamente desde la Segunda Guerra, pero que aquí se postergaron hasta los tres cuartos del siglo XX, y aun después, pues en la Transición, a pesar de las grandes e incesantes palabras hueras, tampoco se acabó de barrerlos.


Todo, pues, como la reforma agraria, aquel viejo mantra local, de la que ya se hablaba en el XVIII, y que aún se arrastró cansina e inacabada, para quien tenga memoria, hasta los hechos de Marinaleda, ya en las últimas décadas del siglo XX.


Así, cada extracción de un gránulo de razón, cada derribo de un derecho o de una costumbre medieval, de un fuero anacrónico, cada logro de una mejora cívica, social, económica, cada acción de pretender establecer un mínimo derecho protector y de tratar de mantenerlo, cuestan inacabables desgarros sociales, diatribas de teatro cómico, luchas de decenios, cuando no de siglos, debates a goyescos garrotazos, inquinas de generaciones.Y no pasa año, contradiciendo toda palabrería que afirma lo contrario, sin que cualquier policía de una u otra categoría no acabe con la vida de algún ciudadano, pero sin mediar conflicto a fuego o accidente en una acción en caliente. Aún hace nada tuvimos el enésimo caso. Seis agentes que pasearon a un ciudadano hasta la playa, para tranquilamente asesinarlo allí. Ni ajuste de cuentas, ni cuestiones personales, ni tráfico de drogas. Matar por matar. Porque se puede y soy la autoridad. Cosas de locos, cosas que se siguen queriendo creer que debieran ser hoy inimaginables, pero que ahí siguen configurando nuestra realidad. Como siempre.


Y hoy, ni una hora menos ni un año atrás, no en pleno franquismo, no en una asonada decimonónica entre Narváez, Serrano, Prim y compañía, a catorce ciudadanos se les hace conocer la petición fiscal de un total, entre todos ellos, de setenta y cuatro años de cárcel por haber arrojado una botella y roto unos cristales en unos hechos del 15-M de... ¡hace tres años y medio! Seis y siete años para algunos. Son aberraciones que dejan temblando la imaginación y la conciencia, el tejido del ser y la esencia del entendimiento de lo que es la justicia y la administración de un estado. En particular, si se las compara con la realidad social que nos rodea. Todos sabemos de asesinos que pasaron dos años, y menos, en la cárcel y de que no hay manera de que ingresen en ella los poderosos ya condenados con sentencias firmes. La comparación y el sentido de la medida son esenciales para ejercer la justicia y reclamar el respeto por aquello obrado con la ley en la mano. Hechos como este disparan directamente a la línea de flotación del estado y producen, ellos solos, infinitos más males que los bienes que se pretenden alcanzar con estas políticas de mano dura propias de siglos anteriores.


Da la sensación, por no describirlo aun con mayor vistosidad, de que las leyes albergan una discrecionalidad y elasticidad tan absolutas, que igual sirven cada una de ellas para exculpar a uno y condenar a otro en absoluta igualdad de condiciones en cuanto a la comisión del delito, y de que, por lo tanto, tales leyes no poseen la verdadera condición de leyes sino que más bien parecen códigos de libre uso y arbitrio para que unas u otras facciones de quienes las administran o, mejor se diría, empuñan, puedan obrar a su albedrío y al dictado de un poder que las utiliza de una forma en verdad medieval. –¡Llévense a ese hombre a la mazmorra y olvídenlo allí!– Esa es la imagen que irremediablemente suscitan, pero pasada por el escarnio de un pretendido rebozado al que se llama ley, y con el debido respeto, para más inri.


Así, los repugnantes y sucesivos espectáculos de las fiscalías del estado, empeñadas en criminalizar o en minimizar a priori comportamientos de unos y otros ciudadanos en exclusiva función de los intereses del gobierno de turno, son el perfecto complemento de esta sensación de habitar una sociedad fracturada, malograda, disfuncional y substancialmente arbitraria, injusta y mal distribuidora a sabiendas. Imposible de soportar y de vivir para muchos, una afortunada bicoca para otros. Sociedad de palo y zanahoria, de palo para casi todos, de dulce zanahoria para a quien convenga dársela o no quede otra que ofrecérsela.


Esto y mucho más es el panorama que tiene que enfrentar el futuro, junto a otros muchos condicionantes que ya no dependen exclusivamente de nosotros, pero frente a los cuales, también se tiende a actuar de la misma manera desde las irresponsables alturas que nos hemos dado a nosotros mismos, libremente o menos.


Así, todo lo que nos queda es, primero, la libertad de decir que no, y expresarlo y, segundo, ver si con estos mimbres medio putrefactos, y aun después de ser capaces de dar un zapatazo en la mesa, lo cual está del todo por verse, sea posible revertir la mayor de la situación y hacer un buen cesto. Con sinceridad, yo no lo creo, lo cual no quita para que sí crea que el intento debe hacerse y ya casi al precio que sea. Pues para lo peor ya sabemos a qué manos debemos entregarnos, y además, el estado natural de las cosas parece que será volver siempre a esas manos que rapiñan, casi como en un proceso termodinámico de inevitable enfriamiento. Pero como ese factor ya es conocido, y lo avalan toda nuestra historia más el presente, todo lo que se perderá intentándolo –y perdiendo una vez más– es regresar a de dónde veníamos. Como toda la vida.


Pero la verdadera gran pregunta es la de si de verdad queremos salir de ello, a la cual, yo no sé contestar por los demás, pero sí, desde luego, por mí mismo.


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martes, 7 de octubre de 2014

Los médicos con que miras, Ana Mato.

Expertos en epidemiología y técnicos del Ministerio de Sanidad, por seguir dándole un nombre al organismo y para entendernos, desaconsejaron la traída a España de los infectados de Ébola, en nuestro caso dos religiosos dedicados a labores médicas y humanitarias, como otros muchos, y cuya tarea es de las que todavía dignifica a lo que tantas veces cuesta no poco llamar humanidad, pero lo cual nada tenía que ver o no con la oportunidad o la conveniencia de traerlos.
Las razones de estos técnicos discrepantes, tan poderosas como sólidas, eran sanitarias y económicas. Obvias las primeras, seguramente más discutibles las segundas, pero razones sin duda. El coste de estos traslados ronda el medio millón de euros por caso, para tener después un largo 50% de posibilidades de proceder a la incineración del socorrido, según severo protocolo, eso sí, para descanso de concernidos. Y de hecho, lo acontecido han sido dos trasladados, dos fallecidos.
Y las razones médicas, de muchísimo más peso, son que la enfermedad, a la presente hora, no tiene un tratamiento seguro, que apenas ciertos métodos experimentales funcionan en unos casos sí y en otros no, que estos tratamientos son a base de fármacos en pruebas que, en la práctica, no están disponibles por la lentitud y coste de su fabricación y por su elevadísima demanda que de ningún modo pueden satisfacer, ni de lejos, los laboratorios que los distribuyen a goteo y porque esas muestras se entregan a unos peticionarios en detrimento de otros y casi más por razones y conveniencias políticas que por la existencia de un verdadero mecanismo productivo, que apenas se limita a la entrega de dichas muestras.
Y además, pero esto es un secreto que me ha contado mi amigo el boticario, y que apenas conocen treinta o cuarenta millones de personas en el mundo, porque hasta hoy mismo, en que al parecer el Ébola puede haberse convertido en un problema global, porque ya no afecta sólo a negros en su negritud, sino incluso a civilizados negreros, no se ha investigado lo suficiente el virus, y no al parecer por su complejidad, que al entender de mi informante, no es tanta, sino porque las expectativas de los retornos económicos para los laboratorios nunca fueron comparables a las de otros muchos medicamentos más generalistas, en los cuales, dar con una nueva fórmula, justifica con creces los gastos habidos para obtenerlos.
Ni que decir tiene que ahora correrán los laboratorios lo que sea menester, y si no, los harán correr, pero en el ínterim, no hay remedio porque no ha dado la gana, para entendernos.
Así, en estas circunstancias, sin terapia conocida y sin medios, más que paliativos, importar o repatriar enfermos podía considerarse una práctica del todo desaconsejable. Como así lo avisaron dichos técnicos. Huelga decir que la virulencia de la enfermedad es de las mayores conocidas y que los sistemas de aislamiento y protección frente a este mal, apenas pueden proporcionarse en contados hospitales en España, que el coste de mantener estos sistemas en funcionamiento continuado es enorme y que las posibilidades de escapes, fugas y contagios aunque, al parecer, sólo por contacto directo con fluidos del enfermo, pero con personal que apenas ha recibido preparación al respecto, como ellos mismos hoy se han  apresurado a comunicar a la opinión pública, no son descartables ni aún siguiendo las prácticas recomendadas y aplicándolas con todo rigor. 
Todo ello y en teoría, que ya era mala, por no decir aterradora, bastaba y más que sobraba para desaconsejar los traslados. No digamos ya sin tener en cuenta las “peculiaridades” locales, donde una cosa son las cuarentenas y el siempre abstruso entendimiento del término “rigor” en una población que, en su mayoría desconoce el significado de la palabra prohibido (más que nada por el secular gusto local de prohibir lo que no se debería y de no prohibir lo que se debería, mezclados al azar y al 50% cada uno, con el consiguiente desconcierto que esto siempre produce en los seres dotados de razón y juicio) y otra los turnos y la descontaminación, pues el personal trabaja las horas que lo haga, pero el virus todas las veinticuatro, la alimaña, convirtiendo así a cada trabajador libre de turno, si estuviera infectado, en una bomba vírica de relojería, como de hecho es lo que exactamente ha ocurrido.  
A esto hay que añadirle los efectos imponderables, también propios de nuestra idiosincrasia. El primero sería lo que podría tipificarse como el efecto “Torrente VI en el Clínico”, por no llamarlo “La guerra de Gila”, que es lo mismo, aunque contemplado desde otros aspectos teóricos y epistemológicos, pero ya tan antiguo que la muchachada con menos de cuarenta tacos no lo entendería, y no estoy yo para perder lectores.
Porque resulta ahora que los trajes y equipos de protección proporcionados al personal debían de ser de los del tipo IV que, siguiendo siempre al maestro Gila en su docto corolario sobre las gafas polarizadoras, “polan más”, pero siendo que los que se les proporcionaron eran del tipo II, que, según entiendo y como explica claramente el personal sanitario usuario de los mismos –y más valdrá no querer averiguar si protegido o disfrazado con ellos–, “polan” bastante menos.
Todo lo cual, traducido a términos de seguridad en el trabajo, viene a ser:
–¿Ah, cómo, que no quedan cascos en la obra?, pues qué contrariedad... ¡Pues que se pongan una boina y a currar! Y al que proteste, que el capataz se la encasquete bien encasquetá de un collejón. Y sí, porque lo digo yo, eso es, García. Y si preguntan los de siempre les dice que viene de arriba. ¿Algo más?... Hala, pues hasta mañana, que me voy al pádel y ya estoy tardando–.
Debiendo añadirse, para mejor entender el resto del subyacente protocolo tecno-biológico relativo al Ébola, que cuando el martillo le cae desde cuatro pisos en la boina al operario, tan sólo fallece el operario, lo cual es una molestia menor, aunque molestia, pero que, en cambio, cuando el bichito del Ébola, remedando al inolvidable Ministro Jesús Sancho Rof, a cargo del asunto de la Colza, año 1981, le cae sobre la boina al trabajador sanitario y se agarra a ella como una lapa, en lugar de estrellarse y hacerse añicos contra el casco, como se hubiera deseado y de funcionar el protocolo, el operario sanitario se va con el bichito de su corazón a sus asuntos y luego a la taberna, al híper, a ver a madre y a padre y a su chache, al cine, a la guardería, a unas oposiciones, si se tercia, a intercambiar fluidos con su pareja o compañía de elección, a una fiesta, a un concierto... y va dejando por allí inadvertidas muestras del simpático animalejo en todos aquellos a los que les caiga en desgracia, y esta vez todos ellos sin trajes ni nivel IV, ni III, ni II ni nada. Vamos, que ni un mandil de cocina. En camiseta o en gayumbos, y gracias, o bien con sus trajes obligatoriamente “permeables”, como le escuché ayer a una telemoza de noticiero y de cadena de campanillas, no de Telechichinabo, tratando de explicar las medidas de seguridad que han de dejarnos tranquilos, por no decir sedados.
Pero vamos ahora con las causas. Resulta que el gobierno, hacia las fechas en que había que tomar la decisión de repatriar o no a los religiosos afectados por Ébola, se encontró, por malhadadas razones electorales y al parecer muy contrarias a su sosiego, nada menos que con tener que despachar de preceptiva patada en el cielo del paladar a su Ministro Plenipotenciario para los Úteros y Casquerías Asociadas, el señor Alberto Ruiz Gallardón. Pero, sopesados los pros y contras, se optó finalmente, esta vez por razones, además, de disciplina interna, de adoptar el todavía más coercitivo método de aplicarle dicho impulso proyectivo en el escroto.
De resultas de ello, y a los ayes lastimeros e indisimulados del desventurado, y aún habiendo aplicado con posterioridad sobre la tumefacción un poderoso lenitivo a base Sulfato de Organismo Consultivo de la Comunidad, en sacarinizado excipiente de 8.500 Euros de dosis mensual, lo cierto es que aún quedaban por contentar sus hechuras, parcialidades y seguidores, todos del ala más radical de lo arcangélico, en razón de lo cual y por la vieja sabiduría gallega de con esta mano te lo quito y con esta otra te lo doy, se decidió hacer un gesto hacia los desconsolados sectores religiosos.
¿Y cuál mayor caridad cristiana que traer de vuelta a los afectados por el Ébola, religiosos ellos, aunque, y por cierto, de los de verdad, y publicitar esfuerzos, diligencia, gastos y medidas espectaculares para su verdaderamente merecida salvación? Y de paso, para exhibir a los GEO de la salud, con sus desvelos, su eficacia, su profesionalidad, con sus fósforos luminescentes, y sus vallados y barreras disuasorias de todo virus y mal y sus brazos en jarras asegurando el perímetro con sus ¡Circulen, bichos!, por el superior bien de la Sanidad de todos. 
Pero, ¡ay!, una cosa es ver CSI y las películas USA de desastres, resueltas por el héroe de turno salvador de la humanidad, así como el ver a esos médicos extraterrestres revestidos con trajes dignos de la fantasía de Iaac Asimov o de Blade Runner, en sus tiendas presurizadas y con sus equipos analíticos, capaces de muestrear todo el ADN de un granjero de Texas, y el de su sombrero, y el de su hamburguesa, en menos de medio segundo, y bien otra es entregarle el mando del dispositivo salvífico a Torrente ministro, Torrente responsable de los trajes de aislamiento, Torrente incinerador, Torrente incansable perseguidor de virus, Torrente Coordinador de Emergencias, Torrente redactor de protocolos de seguridad, Torrente Filemón, en sustancia, que es lo que tenemos hoy en estos predios del Marianato, del recorte por chicuelinas envuelto en el salvador capote, del Marca en la limusina como principal aparato de musculación intelectiva y guste o no saberlo, todo ello.  
Y hétenos aquí entonces, que, resuelto a limpio y democrático ucase el dilema, con sus antecedentes y sus consecuentes, y desoídos cumplidamente, por ser lo mejor para el bien de la Patria inmarcesible, los consejos de los técnicos, nos encontramos ahora con que el asunto, quizá la mayor bomba de relojería con la que estos artificieros a la violeta hayan soñado jamás con encontrarse, ya la tenemos activada en el comedor de casa, casi en el de Palacio, vamos. Y, encima, como quien dice en el de la mía, que tengo a los “aislados” a poco más de un kilómetro de mi domicilio. Quién iba a decírmelo a mí. Ancha que es África, Sancho, y yo ya con esta tos Y quien iba a decírtelo a ti, Mariano, racha que llevas, tío.
Pero menos mal que la situación está controlada, como afirma la Ministra Ana Mato. Y menos mal que tenemos la mejor ministra posible al mando del dispositivo. Qué sofoco, si no.
Y menos mal que la ministra no es Torrente subido en un Jaguar al que no se le mirará el diente. Menos mal que no es Torrente recibiendo agasajos de su amigo el Bigotes. Menos mal que se la ve serena, controlada y dueña de la situación, que se expresa mejor que Fernando Fernán-Gómez, que convence más y mejor que Mandela, que transmite amabilidad, eficacia, serenidad, auctoritas de la buena, de la antigua, de la de toda la vida, esa que procede de la sabiduría y el conocimiento, de la entrega a una misión, de la capacidad demostrada, de la indiscutible altura intelectual y moral.
Bendito sea Dios que nos deja, hoy, en sus manos.
Y maldito sea ese cenizo de Quevedo... Los médicos con que miras, Ana Mato.
–¿Ana, qué?–. –Mato–. –Ah Vaya–.

martes, 2 de septiembre de 2014

La cerdada, o el pre-golpismo. Acción y reacción.

Conviene a veces reflexionar sobre las mayores simplezas. En primer lugar, porque no suelen serlo tanto, y en segundo porque estas permiten extraer lecciones que no es del todo imposible que resulten de alguna utilidad para interpretar la actualidad y la realidad, en ocasiones tan próximas.
Una amable lectora me ha dirigido hoy a una pequeña noticia, de esas  amagadas entre los recovecos del día, que comunica a quien la lea que la cervecera Heineken retira su publicidad de un programa de La Sexta donde, a entender de la primera, se va contra la religión. Nada que objetar respecto a dicha acción, haga cada cual de su capa un sayo o una casulla, si así le cuadra, pero la lección que traía el suelto venía a continuación y es de las de anotar, para su aplicación, por alzada, a donde procediera.
Porque debajo del mismo, pegada en el medio que publicaba la noticia, Libertad Digital, perteneciente este, en la práctica, a la ultraderecha religiosa y neoliberal y del cual cabe suponer, por lo tanto, que la mayoría de sus lectores fueran simpatizantes o seguidores de tal sentir ideológico; se extendía una larga lista de comentarios de lectores que, en su práctica totalidad... ¡llamaban al boicot contra la marca cervecera!
El tiro por la culata, pues, en roman paladino, porque en lugar de concitar el texto entre sus lectores ese coro de adhesiones que seguramente daban por sentadas, se encontraron con lo opuesto. Y sin duda es pequeña cosa el caso, pero cabe añadir que los boicots siempre han sido un juguete muy peligroso y cuyo resultado, al igual que el de empezar una guerra, siempre es incierto. Y, adicionalmente, que ni siquiera el personal situado teóricamente más a la derecha del espectro parece estar ya para demasiadas milongas sin demasiada sustanciación. Y esto sí que es noticia.
Pero la lección, como glosa de las acciones mal pensadas y de las reacciones que estas provocan, viene grandemente a cuento hoy cuando, una vez más, el Presidente Rajoy insta (es decir, manda) que se le sienten el PSOE y los partidos nacionalistas a negociar ese esforcio, que diría Forges, bautizado como Regeneración democrática, que ya es Inri, con la amenaza añadida de que, en virtud de sus gónadas, legisle el sólo, manu militari, lo que tiene ya decidido al respecto de esa disparatada, pero venenosa, sugerencia suya de otorgar la mayoría absoluta en las elecciones locales a la minoría más votada.
Y referente a semejante barbarie jurídica, democrática, matemática, estadística e intelectual ya dije lo obvio hace más de un mes, aunque hoy me he llevado la relativa alegría, por llamarla de alguna manera, de encontrar más o menos una parte de mi texto de entonces relatado tal cual, no en su forma, pero si en toda su sustancia, en escolar.net. No soy de los que ven fantasmas donde no los hay, pero sí son de reseñar los reflejos del analista que cuenta lo mismo que uno, aunque una Cuaresma más tarde y no a las horas o a las pocas fechas del pavoroso hecho, como sin duda requería el caso.
Pero, regresando a donde pretendo, las acciones y reacciones ante la situación actual pueden ser previsibles. Y la situación actual es aproximadamente esta: Podemos puede estar a un punto en intención de voto del PSOE que, como también resultaba y resultará previsible, no levanta cabeza, o calabaza. Ni con el bobo, ni con el feo ni ahora con el guapo, a lo que se ve. Y es que insisten en esa casa antaño ilustre en no ir a mirárselo, por hablar moderno, y así les va de lindo. Naturalmente, estos datos son sólo una encuesta del diario El Mundo del día de ayer, el CIS no se atrevió a decir tanto hace una semana, pero, con la ejecutoria del segundo a este respecto, tan plausibles son los datos de El Mundo, como otros más o menos optimistas o pesimistas según el cristal de cada cual. Sin embargo lo que no va pareciendo ya un paisaje del todo utópico, tiendo a creer y vista la situación, es vislumbrar a futuro incluso un posible sorpasso de Podemos al PSOE, a costa de dejarlo más que demediado, y a IU, de paso, en cueros, como también apunta el sondeo.
Tal futuro, no del todo imposible, digo yo que estará de seguro analizándose con la debida angustia en las instancias pertinentes, es decir, en todo el aparato del estado y en sus más profundas covachas y cloacas, en los partidos políticos, en la judicatura, en los servicios de información, deformación y desinformación, en los cuartos de armas... y, verdaderamente más vale no pensar en qué serán capaces de pergeñar unos y otros al respecto, pero de lo que no cabe duda es de esa ya casi segura decisión de proceder a la reforma electoral con las intenciones anunciadas que, no encuentro manera mejor para definirla, vendría a situarla jurídica y democráticamente hablando en algo así como el pre-golpismo a todos los efectos, pues si el golpismo anula y amaña elecciones sin rubor alguno, este semi-amaño, participaría de ambas posturas, de la del amaño, tan cara a cualquier poder fáctico y no democrático, más de un maquillaje ya muy tenue de democracia, para que pudiera seguir sosteniéndose que esta aún siguiera vigente.
Así, y como efecto de semejante ley, imaginar una vez más o prever un paisaje en el cual la izquierda en su total, numéricamente, gane abundantemente las elecciones locales y, sin embargo, no alcance más que muy escasa alcaldías, es el resultado más que previsible, pues a tales efectos, con su mayoría absoluta, va el PP a imponer dicha impresentable legislación.
Pero... ¿Y después qué? ¿Es posible imaginar a qué se enfrentaría un PP triunfante en las locales con el 35% de los votos, gracias al amaño y solo por señalar un guarismo ni demasiado bajo ni demasiado alto? Porque se enfrentaría seguramente a una casi revuelta social y más seguramente a una revuelta política cuyo efecto, ya más seguramente y para el corto plazo de las  elecciones generales que la seguirán, no sería otro que generar una coalición de izquierdas y a la cual, dadas las circunstancias, muy mal se podría enfrentar.
Y cierto es que una coalición de izquierdas no la quieren los propios partidos de izquierdas ni por activa ni por pasiva, pero ¿y si te borran del mapa casi como si fuera a cañonazos, pero sólo mediante una ley pastelera, quedando unos tiritando, otros extraparlamentarios y otros ganadores a medias y para nada?, ¿Llevaría esto a una coalición? Yo pienso que probablemente sí y esto incluiría a su vez que el PP conservara su poder local, incluso incrementado, otro cuatrienio, sin duda, pero no siendo muy difícil intuir que semejante ley electoral fuera lo primero que desmantelara la coalición surgida para las generales, y previsiblemente triunfante, y de la cual, entonces, todo lo que podría decir, maldecir y protestar el PP es que la amasaron ellos mismos con sus malas artes y con sus propias manos.
No es este, obviamente, más que uno de los panoramas posibles, pues tampoco cabe descartar que incluso semejante cacicada terminara por producir el efecto contrario y depositara directamente en los brazos de Podemos, aún antes de lo esperable, un número de votos en numerosas localidades que los llevara directamente a beneficiarse ellos de la inverecunda marranada prevista para beneficiar a otros. Y esto sí que sería de verdad el alguacil alguacilado y un perfecto despiporre. Pero cabe también pensar que este efecto tampoco sea del todo imposible y alguien debe de saberlo también por esas alturas y llamar entonces desde ellas a la ‘sensatez’ de no avivar esas ‘llamas’ que se pretenden apagar.
Y todo ello resultaría en una excelente lección de por qué, en democracia, hay cosas con las que conviene no jugar jamás. Una, y ya es grave, es que no se pueden robar siempre y sin excepción los caudales del común sin que pase nada, porque su castigo se empieza ya a intuir, por lento que vaya, y no me refiero al muy desleído castigo judicial a los responsables, sino al verdadero castigo, el único que entienden cierto tipo de delincuentes de garra blanca, el de los votos esfumados.
Pero ponerse a jugar con los propios números de las elecciones y tergiversar el voto de cada cual a beneficio propio, es decir, ‘democracia’ del siglo XIX, caciquismo con el resultado de reducción a la nada de los sufragios de los que no te votan, ya sí que es de verdad harina de otro costal, porque no están los tiempos para ello, la población no anda exactamente en la sublevación, sin duda, pero sí extremadamente harta y camino de insumisa y parece bien posible que la salvajada les pueda costar a sus autores largos años de Purgatorio. Y nosotros que lo veamos, entonces.
Y otra cosa es que haga con el poder quien lo obtenga, y si servirá ello o no para salir de esta miseria, regresión, oscurantismo y desbarre social y democrático, pero eso ya no es tema de este artículo.
Sin embargo, y para concluir, cabe muy bien preguntarse sobre el verdadero estado de salud de la democracia cuando es posible que matemáticas electorales como las que se postulan y seguramente se impongan, es posible no solo ensoñarlas de la misma manera en la que cualquiera, en su fuero interno, fantasea con despedazar o masacrar a quien odia, a modo de imposible desiderata, sino que se proclaman como algo que debe pertenecer a la realidad por deseable, conveniente y bueno, se teorizan, se llevan a la misma, se sacan adelante, se imponen y, finalmente, obtienen su legalizada carta de existencia.
Sería como si cualquier mala película violenta, de cuarta categoría, de esas en las que cualquier asociación de malhechores de ínfima catadura, mata, desuella, destaza y aniquila a cientos de adversarios, con la complicidad del también ínfimo respetable que las sigue, pero que aún y con todo ello sabe y conoce de sobra al mismo tiempo que tal cosa no es más que pura ficción sin correlato verdadero con la realidad ni posibilidad alguna de que tales comportamientos se den en la vida común y corriente, fuera de pronto traída a la realidad y sus prácticas llegaran a la vida real apelando a un mecanismo que casi se podría definir como de magia invertida.
Porque esto redundará en un exterminio real de voluntades y números como igual de real fue el exterminio de cuerpos en el nazismo y como reales son aquellos exterminios que siguen a cualquier golpe de estado.
Y así, estos hechos como de política-ficción, por sencillamente monstruosos e inimaginables fuera del territorio de la fantasía creativa de buenos o malos guionistas y dirigidos en exclusiva a la recreación inocente del espectador, y sea este respetable de mejor o peor categoría moral, lo cual da lo mismo, son sin embargo los que vienen ahora nada menos que a gobernarnos traídos de la mano y la capacidad de creación de unos avispados que no van a contentarse sólo con los derechos de autor de una obra de ficción, sino que se disponen a convertirlos en nada menos que ¡en leyes!, en jurisprudencia, en normas de 'convivencia' y obligado cumplimiento y con sus correspondientes beneficios, para ellos, bien se entiende, de poder, de capacidad de imposición, de prevaricación legal, en fin, de cualquier ventaja imposible de obtener con los civilizados métodos de pacto y negociación que definen a las democracias, y todo lo cual no será entonces macana de película, videojuego o novela, créanlo.
Los peores monstruos de esta política ficción vienen hoy a querer ser nuestra realidad, para poseerla, y su contenido y sus pateados seremos nosotros, hecho calavera nuestro voto y tan inútil como las huesas de los masacrados a coces en cualquier ínfima película de kung-fu. ¡Menuda superproducción!

miércoles, 30 de julio de 2014

El molt Deleznable

La realidad política supera a cualquier aforismo. Por eso, en parte, decidí dejar de escribirlos, o siquiera al ritmo al que estaba acostumbrado. Es una competidora invencible porque no hay bestialidad, perfidia, maldad, traición o iniquidad que no se le ocurra a ella antes de que uno empiece apenas a establecer cualquier hipótesis malévola, siquiera recreativa, y hágase lo que se haga y por más que uno se esfuerce se le acaba siempre andando a la zaga.
Se constata, se glosa, se deja patente el pasmo ante cualquier falsedad, latrocinio, falta absoluta de pudor, ignorancia crasa y culpable, paralogismo sangrante, contradicción en términos o, en fin, lo que sea de entre lo que nos sirve cada mañana el cotarro político-delictivo como desayuno y no se ha salido aún del asombro que produce tanto arte, tanta fantasía, tanto genialidad para quedarse con lo ajeno, cuando con el café recién engullido y por digerir, no se acerca aún la hora del piscolabis de media mañana y un nuevo artista circense, del hambre ajena, del cohecho en provecho propio, del meter la mano en la caja de los huérfanos, de las viudas, de los parados, de los desahuciados, una nueva y perfecta cara de cemento, ya supera al anterior con un nuevo número inesperado,  inimaginable, asombroso, perfecto, esopilante, redondo...
Y se nos vacía el saco de las comparaciones, de los adverbios, de los adjetivos, de los que andamos con ellos siempre al uso, pero también la modesta bolsita de los acertados y luminosos, esos impensados que ayudan a construir las mejores metáforas, porque hasta el último edil de la última aldea, hasta el más pequeño empresario pastelero de sus pasteles, fabricante de sus quimeras y vendedor de sus vapores, por no hablar de toda la pirámide de lo mismo sobre cada uno de ellos, se levanta una mañana y con su creativo quehacer, pero siempre exclusivamente orientado al peculado, deja antigua cualquier genialidad descriptiva, cualquier expresión de asombro que no por bella y trabajada e impecablemente construida sirve ni veinticuatro horas para expresar la cotidiana sorpresa, la novedad de puro antigua, la estupefacción por cada nueva y afortunada creación de la más original, pujante, creativa, exitosa y moderna de las empresas del país, ¡Me lo llevo! S. A., personificada hoy por uno de sus dirigentes, mañana por otro cualquiera, dentro de diez minutos otro más... en agotadora zarabanda de brain stormings, como dicen los idiotas, pero orientados siempre e indefectiblemente al disfrute de lo que es de otros.
¡Cuarenta años robando el Molt Deleznable!, ¡Y a qué escala!, y ahí es nada el ejemplo, la ejecutoria, el plan de futuro que es el del pasado, que es el del presente, que es el plan nuestro de cada siempre, robar, robar y robar. Como los Ruiz Mateos, pero imaginémoslos sólo por un instante, ¡Ay, Jesús!, administrando el bien común, con esas garras. Jerez, pues, como La Bisbal y todas y todos ellos como el ladrón de Bagdad y sus despojados.
Joda el Venerable, pues, mangando doblones como aspira aire una turbina. Mangando junto a sus siete enanitos y a la dulce Blancaneus. Mangando en la unidad inmarcesible y sacrosanta de sus intereses propios. Mangando desde la empresa familiar básica. La familia que roba unida hasta en paracaídas se puede tirar unida. Tal sería el mensaje de fondo, pero familia, a fin de cuentas, más rapaz e insaciable y constante en la procura de lo ajeno que la de alguna de esas pertenecientes a ‘esa otra etnia’, de tan mal predicamento en tantas partes pero que, comparativamente, deja en mejor lugar a estas últimas, cuya escala de acción y perjuicios no es comparable, por más que la Guardia Civil casi nunca opine lo mismo.
El molt Honorable botiguer en Cap igualado en las acrisoladas y mejores artes del afanar con aquellos a los que el populacho y también la buena burguesía ilustrada de cada lugar más delezna. El molt Honorable tiñendo las canas de la burra, colocándole una dentadura postiza, tapándole las mataduras de los tábanos con una silla de cuero, igualmente falso, y así, treinta, cuarenta, cincuenta años, pero previsoramente envuelto el Caco Bonifacio en la Senyera y ondeándola, no sea que... 
Qué pena de banderas y ¡Qué silla aquella silla!, mirada de lejos... ¡Cómo relucía ese asiento!, ¡Pedazo de trono tallado y repujado!, el de la Generalitat Catalana, nada menos, símbolo, uno más, de la representación democrática y de la voluntad de un pueblo –signifique esto lo que signifique–, pero convertido, como tantas sillas gestatorias, representativas, preeminentes, presidenciales y primadas en asientos para culos de garduña, en cubiles u oteros de rapaz, en vulgares tableros de caballete, de los de trilero, usados como cajón donde guardar las joyas y las cucharas robadas, los parneses afanaos con esmero, como mesillas donde repartirse los trajeados, perfumados e impecables monipodios su merecida pasta, el parné, la tela marinera, el botín de sus desvelos. A lo corsario, a lo Alí Babá, a lo Luis Candelas, a lo del lugar, y a lo nuestro, para que cuanto antes sea lo suyo, siempre.
Calçotada y sardana. Y en tanto el recio casteller de debajo de la torre mantuviera las manos levantadas sujetando con su esfuerzo la estructura, la fe, el país, el cotarro, le llegaba el molt Honorable por detrás y le vaciaba la faldriquera con incomparable tacto. Sin faltar una fiesta y más o menos desde los tiempos de Wilfredo el Velloso. Pero no, no lo digo porque sea Cataluña, bien se entiende, que aquende los Monegros no podemos hablar más que de lo mismo y en lo que nos roban es en lo que de verdad más nos parecemos, pese a quien pese y ya que adelgazamos todos por igual y a ojos vista. No hay fantasía ninguna en el aserto. Que aquí suenan, el Oé, oé –expresión de la musicalidad patria donde pueda haberla–, un pasodoble, una muñeira, un chotis, una saeta a la Esperanza Macarena o un rap, incluso, y los mismos encargados, pero los de acá abajo, hacen con la misma diligencia el mismo trabajo. Y sin faltar igualmente ni un laborable, ni una fiesta, ni un sólo día dudoso o epiceno. Para que luego hablen de falta de diligencia. Y ande y vaya usted a que un juez lo demuestre con parecida diligencia y diligencias. Que su trabajo lo hará en diligencia o en caracol, si puede. Y para cuando se demuestre algo, de no producirse antes el sobreseimiento, será usted abuelo y si lo fuera ya, pues abono.
Y no es que no se conociera el percal, naturalmente, que no se intuyera, que no fluyera toda una corriente soterrada que inevitablemente hablara de ello, que no hubiera, alguna vez, intervenido hasta la justicia, aunque con esa inevitable genuflexión y falta de efectividad con la que interviene, siempre a la violeta, con afán de no molestar más que lo imprescindible, reverentemente, cuando se trata de ir a escarbarle las caries y las bubas al jefe de uno mismo, con la mala leche y el poder que tienen cada uno de estos gachós advenidos a Honorables...
Y absoluciones continuas, entonces, alardes de tecnicismos, afortunada existencia de fallos de forma, prescripciones oportunas, imposibilidades de contraste de datos, silencios culpables, cortinas de humo, mentiras piadosas, ausencia de pruebas y sólo patria, patria, patria, como única, pero sólida y casi siempre certera prueba de descargo. Toda la panoplia. Y así años, lustros, decenios... Inocentes todos hasta que ellos mismos decidan lo contrario, a su mejor conveniencia. –Lo siento mucho, no volverá a pasar...–. Y a algunos de los robados hasta se les aflojan los lagrimales. Pero ellos, los buenos cocodrilos, son lagripeores, no lo olvidemos.
Pero hoy, lo que epata es esta martingala-serpiente de verano del Patriarca en su Invierno, quien, intocable por edad, pero con sobrado botín puesto a recaudo, sale a entregar su pensión, su despacho, su coche oficial, las medallas, los títulos, las condecoraciones y todo lo que quedara de la memoria entera de su oficial hacer para defender a su pollada, a su camada negra de mequetrefes enseñados a sus pechos, es decir, el ex-venerable ejerciendo a dos manos de don Gil y pollas, según la también portentosa, pero cierta, etimología del conocido término y todo ello a exclusivo beneficio del patrimonio familiar, esa bandera. Ande yo caliente y que me quiten lo bailao, como todo aparato teórico, como ejercicio de seny.
Pues este es su último servicio a su propio, opaco y oscurísimo reino particular, levantado al amparo de su reinado oficial, el salir a defender a su indefendible pollada cuando esta se ha visto ya irremediablemente acosada y desenmascarada. Y así como al Rey Nuestro Señor, también la familia, en última instancia, será lo que le haya costado el descrédito y la honra a don Jordi, que nos sus propios manejos. ¡Ay!, la familia...
Bueno, no, la famiglia, la famiglia pero dicho juntando los dedos de ambas manos en sus puntas y meneando simultáneamente adelante y atrás los antebrazos, acercándolos y separándolos de la cara. L’onorata società, en italiano, o mejor en siciliano, especie de catalán de allí, para entendernos, que es como mejor convendría acercarse al caso con alguna posibilidad de lograr explicarlo. Que no de juzgarlo y castigarlo, bien se entiende. Y oigan Ustedes, un respeto, que es mucho lo que muchos deben a este hombre, aunque al final hubiera que cargárselo, como más de uno y más de dos dirán de los de la famiglia, precisamente. O que ha pagado un pecador por otro, como preferiría explicar yo y en conclusión, una manera como cualquier otra de hacer justicia creativa y ayudar a mi Señor, que dirán en Hacienda y en la Fiscalía, aunque por lo bajini, se entiende.
Porque no olvidemos, para concluir, que esta carnicería en un vaso de chupito tampoco hubiera sido necesaria, y que se hubiera muerto y sería enterrado el molt Honorable con funeral de estado y tristísimos chelos a tutiplén, de no ser porque a su Honorable sucesor en el sillón-cepillo de recaudación se le ocurrió ir a tocarle las narices al no poco Honorable, también, estado español. Y aquí, que por honor no quede y hasta todo el mundo hubiera tragado, aproximadamente. Hoy por ti, mañana por mí. Pero deslindar y trocear patrias eso sí que ya no. Faltaría otra.
Y como hoy no hace falta tirar de pistoleros para casi nada, se manda a Hacienda a mirar con profesional esmero y dedicación las cartillas de ahorro de los niños hasta que estas dicen todo lo que tienen que decir e incluso tres veces más de lo que dicen y hasta lo que no dicen, si fuera necesario, y eso sobra y es más que suficiente para acabar con quien no tiene la más mínima honorabilidad, ni siquiera para pegarse un tiro, a la vieja usanza, después de haber sido pillado con los calzones por los talones y los tirantes colgando, tirándole un tiento a la criada, pero no a ella, sino a su monedero con la otra mano, y aprovechándose de que ya tenía a la moza más o menos ocupada mientras le susurraba al oído y de paso, fem patria, pubilla. Pero en realidad el cazado por alzada será el sucesor, que para eso se ha gastado el tiro con pólvora del rey y que así se ha quedado con la cara que se ha quedado, de la más desoladora consternación, como si el pillado fuera él.
Y –No es lo que parece, señor Juez–, protestará el abuelo, como es canónico. Pero ya no le servirá de nada. Otro Honorable menos. Que pase el siguiente.

domingo, 20 de julio de 2014

El lobo


Propone el PP, o la FAES –vayamos nadie a distinguirlos– que el candidato que obtenga un 40% de los votos en las elecciones municipales sea nombrado alcalde de manera automática. Sin más. Y aducen para ello razones de ‘regeneración social’ y de mejores usos democráticos, pero enfrentando así, nada menos y de manera mortal, el sentido común y la lógica matemática misma con lo que ellos se atribuyen llamar lógica democrática, esa ciencia que, al parecer, dominan por encima de cualquier otro contable, fontanero, cocinero o demócrata. Santa cosa es siempre la sabiduría de las casas bien y más principales
Pero entonces, burla burlando, pues burla es el trágala, y aplicando sus mismos criterios de ‘mejor democracia o regeneración’ –y esto porque lo digo yo e igualmente sin necesidad de explicarlo, pues no veo razón, esta sí democrática, para que nadie tengamos que ser menos que nadie en el derecho a no dar explicaciones o a emitir arbitrios sujetos a nuestro interés– bien podría sugerirse también, basados en esa misma ‘lógica’ democrática y matemática, que este mismo criterio porcentual se aplicara al asunto de un referéndum de independencia en Cataluña o en Cádiz oeste, y sólo por cuadrarle ello a sus aborígenes, por ejemplo.
Porque cierto es que maravilloso credo ‘regeneracionista’ parece este invento, tan sorprendente, oportuna y milagrosamente descendido y recibido, como lenguas pentecostales, pero sólo y exclusivamente sobre y en las cabezas de aquellos por cuya causa tenemos –desgraciadamente– que estar hablando, desde hace bastante más de un siglo, precisamente de regeneración, y término, dicho sea de paso, que nos han robado –como todo lo demás– y no por otra causa, en definitiva, más que la de su propia degeneración, como venimos no pocos a temernos, no, sino a saber a ciencia cierta.
Pero bienvenido sea el invento, pues, y considérese entonces suficiente un 40% de votos para nombrar un alcalde –y corriendo el tiempo, por qué no, también un presidente de Gobierno, un Consejero Delegado o un Papa de Roma, y distinga entre ellos quien pueda. Porque así cabría también esperar o reclamar –qué menos que un poco de criterio de igualdad– que valga asimismo ese guarismo para que un territorio decida independizarse o para tomar –también por ejemplo– el control de una empresa, en lugar de con el tradicional 50,001% o con ese 66,66%, casi mágico, que autoconsiente la Constitución para reformarse a sí misma. Y para que esta última, cómo no y en consecuencia, porque ¿regeneramos o no regeneramos, en definitiva? pueda también, con el 40% –o el 30%, si le cuadra mejor a quien sea–, decir Diego donde decía digo o para que, por el contrario, prefiera digo a Diego, aunque siempre con exquisitos modales regenerativos, esperemos, por favor.
Pues, ¿por qué este nuevo guarismo, habría de traernos la bienvenida, prístina, radiante, maravillosa y ‘regenerada’ democracia, según dicen, pero sólo para unos asuntos, mientras que no podría hacerlo para otros muy semejantes y que están todos ellos, a fin de cuentas, sometidos a la misma realidad numérica de los votos habidos, escrutados y cosechados? 
¿Sí o no entonces? ¿reformamos también la Constitución con un 40% de consenso? Porque si vamos a llamar a esta cosa nada menos que regeneración democrática, que no es poco pomposo patronímico, la del poder nombrar a un alcalde con un número arbitrario de votos, inferior al que dictan la lógica y el sentido común, cabría muy bien preguntarse por qué no debieran aplicarse el mismo nombre y los mismos criterios numéricos para otros procesos electivos o de representación delegada.
¿O será –más bien– que la respetable Doña Regeneración no es tan respetable, ni tan doña y ni mucho menos tan Regeneración como le dicen? ¡Vengan entonces doña Rosa Díaz y doña María Dolores de Cospedal, sus sacras vestales, lo vean y rasguen horrorizadas sus sacerdotales vestiduras!
Porque... ¿debemos acaso y entonces suponer que no estamos hablando, perdón, que no nos están hablando más que de otra tradicional formulación de la Ley del Embudo? pues ¡Ave María Purísima!
¡Ay! ¡Pero si esa patita debajo de la puerta no es blanca! ¡Mamá, mamá, que es el lobo! ¡Socorro!
¿La zarpa del dictador, hijo mío? ¡Cierra la muralla!

sábado, 5 de julio de 2014

Regeneración democrática, que le dicen...


Que consistiría, al parecer, en la todavía mayor preeminencia otorgada al más fuerte, al triunfador, y aun por encima de sus propios méritos, méritos porcentuales, quiero decir, y contabilizados estos en votos de vellón en cada comicio. Y una manera esta, exquisitamente democrática, sin duda, de ver las relaciones entre los partidos y los mecanismos para alcanzar el poder, aunque solo fuera el local.
Y viene hoy a cuento la premisa respecto de esa proposición del PP de que gobierne en los ayuntamientos, por decreto, el partido más votado, sin haber alcanzado una mayoría absoluta. Si se tratara de un bar, pues, algo así como si el bote se le entregara exclusivamente al camarero que más tiques hubiera emitido el mes en que se celebraron los comicios, sin mirar a más, y para cuatro años solamente. Es obvio que el sentido de la justicia distributiva, en lo privado y en lo público, no debe de pertenecer demasiado al ámbito moral de la enseñanza religiosa que tan mayoritariamente aparentan haber recibido sus señorías, ni tampoco el aspecto en el que haya hecho esta más hincapié en estas ultimas décadas. O milenios.
Así, excluyendo los casos de habida mayoría absoluta, donde poco hay que discutir, por ahora, pero que también se podría, el PP y la FAES proponen ahora entregar –cuando truena– el poder al más votado con mayoría simple, sin más matices, y lo que viene en la práctica a significar lo siguiente, y lo expongo con un ejemplo.
Si un partido A obtiene el 40%, el B el 30%, el C el 16% y los D y E, ambos, el 7% de los votos emitidos, entregar el gobierno local a quien obtuviera ese 40% (o el 35%, que también puede darse, sin ir más lejos, en las pasadas europeas, o aun menos del 30%), lo que se estará realmente es obrando contra la decisión del 60 o el 70% de los votantes, que prefirieron, en perfecta e igual legitimidad, dar su preferencia a otros partidos, o a otras políticas.
Este 60% del ejemplo, además, es nada menos que un 50% más –lo mismo que una mitad más de personas–, que el 40% de los triunfadores pluripremiados, si las matemáticas no fueran, como suelen, una opinión, y por lo tanto, se le impondría a muchos más que a menos la voluntad y el hacer de aquellos que el electorado en su conjunto ha expresado que NO desea que los gobierne.
Porque, no se olvide, cuando se vota por A, al mismo tiempo que se expresa esta voluntad, se expresa la de NO hacerlo por las demás opciones, pues, de dudar, se abstendría cada cual y, por lo tanto, lo mismo debiera valer el sí que se le otorga a un partido específico que el no implícito a los demás, lo cual, por cierto, establece una exclusión, que no es poco en lógica matemática, y debiera serlo también jurídicamente, si es que la razón y el sentido común tuvieran algún tipo de curso legal en estos asuntos.
Pero alguno sí lo tienen, y de ahí la elemental corrección, existente en cualquier sistema civilizado, de que un partido mayoritario, sin mayoría absoluta, necesite del apoyo, o siquiera de la abstención, es decir, de un dejarles hacer, pero vigilante, de otros partidos que representan a ulteriores porcentajes de votantes, para que de esa manera quien gobierne, siquiera nominalmente, lo haga algo más también en nombre de los intereses de los más que de los menos, como no vendría a ocurrir en el caso propuesto por FAES y PP.
Y que esta corrección es del todo necesaria, lo demuestran también los muchos sistemas de votación existentes en los principales países democráticos, donde, cuando para determinados cargos, si de entrada no se obtiene una mayoría absoluta, se celebra una segunda vuelta entre los dos candidatos más votados, para que se vea la forma y posibilidad de que estos arrastren, casi como en una mesa de póquer, las voluntades de terceros. A cambio ello, se entiende, de acuerdos y matizaciones que los terceros, ya excluidos, negocian con los A y B, entre los que hay que elegir, y que a su vez explican y participan a sus votantes de C, D y E, para ver de alcanzar una mayoría que, en parte, también beneficie a estos terceros. Y mayoría, por cierto, que bien pudiera decantarse por B en lugar de por A, como ocurre con buena frecuencia. Y a nadie en los numerosos países democráticos donde se celebran ciertas elecciones a dos vueltas se le ocurre hablar de falta de democracia de las mismas, al menos, por el mecanismo en sí.
Y en estos lugares, solo cuando la mayoría absoluta tampoco se alcanza en segunda votación, se otorga el triunfo y el gobierno de X al candidato A o B con más votos. Pero de ninguna manera antes. Parece pura y simple higiene democrática, una cuestión de mera justicia numérica y un buen uso institucional que insta a buscar los consensos y los acuerdos, que son, en política, mucho más importantes y fructíferos que las meras imposiciones de un ganador.
Porque la proposición de entender el ‘ganar’ como valor absoluto, por encima de tantos otros bienes cívicos igualmente necesarios, como el consenso, el pacto o la negociación, convertiría a la democracia en satrapía absoluta si se estableciera la obligación de que la minoría mayor gobernara siempre y en todo caso. Es más, cuanto más se mira a ello, más simple fascismo viene a parecer.
Y desaparecerían, de paso, con la propuesta, los acuerdos moderadores de las pretensiones de unos y otros contendientes, imprescindibles, a mi entender, para dirigir a la política hacia la búsqueda de puntos de interés comunes entre opuestos, hacia lugares de encuentro, en virtud de los cuales, mayor cantidad de ciudadanos se encontrarían menos a disgusto que si siempre sometidos a los postulados, sin matices, de uno solo cada vez que este ganara.
Porque esto llevaría a la política a parecerse más a un simple hecho de espada y garrote que a una confrontación civilizada, donde lo que se jugaría sería solamente el poder, sin mayores preocupaciones por el bien común que reside, o debiera residir también, entre otras, por ejemplo, en el logro de conseguir una cierta satisfacción de la población con los políticos que la administran por su delegación. 
¿Y qué ocurriría, además, con las mociones de censura, que hoy son el reflejo directo de los cambios ocurridos en las estrategias de alianzas que permiten alcanzar el poder? ¿Desaparecerían estas, por imposibilidad de llevarlas a puerto sin nuevos comicios que cambiaran las mayorías ya habidas? ¿Cuál tipo de presión podría entonces adoptar la población, que tampoco dispone del recurso a instar referéndums, si se le retirara ahora este único, complejo y cicatero mecanismo para poder rectificar, a través de sus representantes, determinadas políticas cuando estas fueran ya tan poco del gusto de la mayoría como para llevar a cambiar las alianzas que permiten ejercer el poder?
Es decir, más se abunda en el escenario hipotético, más parece este el de una auténtica regresión, una más, añadida al pésimo uso que padecemos de compensar en exceso al partido mayoritario en cada comicio, y que, solo en virtud de esto, obtiene ya más representación en porcentaje de la que realmente le corresponde. Luego, la propuesta, en resumen, no solo viene a no rectificar la infame ley electoral, sino que abunda en sus distorsiones en el mismo sentido, pero llevándolas al máximo.
Pero no es ocioso todo ello. La razón de fondo para preconizar estas iniciativas, cada vez menos democráticas, es que las poblaciones se separan más y más de sus gobernantes; la desafección, en suma. Pero no se produce esta por mala voluntad de la ciudadanía, evidentemente, sino porque los partidos políticos, y el sistema representativo en general, entraron, en la práctica, en barrena. No en cuanto a su capacidad y efectividad para seguir gobernando, mejor o peor, sino en tanto que no logran el apoyo electoral al que estaban acostumbrados, que no es consecuencia más que de su pérdida de prestigio, por razones tan conocidas que no es preciso abundar en ellas.
No obteniendo ya los partidos tasas del 50%, o próximas, se encuentran ahora con que pueden ganar elecciones con el 30%, y que esto llevaría a la obligación de buscar consensos que no desean. Solo quieren hacer valer la victoria como un valor absoluto, y es entonces cuando surge, casi de manera natural, digamos, esta creatividad matemática, que lleva también a la política a adoptar pésimas prácticas numéricas, un poco a remedo de esa contabilidad creativa que tristemente tan bien conocemos y que hoy contamina gobiernos, instituciones, organismos públicos y privados, a los mismos organismos de control de la contabilidad, a los auditores, a las financieras y, prácticamente, a toda empresa. Y ello no solo por las vías ilegales habituales, sino incluso por las legales, porque hoy no hay quien sea de verdad capaz de distinguir entre cuál sea un robo con palanca y soplete y cuál el de una SICAV. Así que ahora, además de a las malas prácticas habituales, apelarán además a la de la contabilidad creativa de votos. Algo como santificar, pero en otro campo, las prácticas de la difunta Caja Madrid, para ponerlas al mando de todo lo demás.
En este entender creativo de los impuestos, de las obligaciones, de las responsabilidades con lo público y de la propia honradez y decencia social y privada de cada cual, el que la gran política se sume ahora a la adición contable de votos donde no los haya habido es una respuesta que, bien mirado, y desde su óptica, pues ¿por qué no?... y llamando a la figura, además, ‘regeneración democrática’. Por mor de la claridad y la transparencia, entiendo, y para ahorrar el desagrado de llamarla caciquismo, esa cosa tan antigua. Cómo hoy mismo, aunque ahora no recuerdo con exactitud al pecador –tal vez Alfonso Alonso–, pero sí el pecado, y que clamaba desde su atrilillo por la mentada ‘regeneración’ poniendo como prístino ejemplo de la misma a la Ley de Transparencia. Pero existiendo el detalle, al respecto, de que esa ley todavía no existe. Un simple despiste, imagino. Pero así es (si os parece), como nos dejó Pirandello, que escribía en, por y para Sicilia. Es decir, desde nuestra misma isla, barrunto.
Y recuerda todo ello, inevitablemente, a esa ya famosa porcata o porcellum –términos de innecesaria traducción, supongo– sacada adelante por el hoy convicto excavaliere Berlusconi, y consistente en regalarle al partido que hubiera obtenido la mayoría simple una prebenda adicional denominada ‘premio de mayoría’, consistente en regalarle los diputados adicionales de más, y porque sí, para permitirle alcanzar la mayoría absoluta al partido más votado, para favorecer así la ‘gobernabilidad’, ese corral de cuatreros.
Tan atrabiliario debió de parecer el mecanismo a sus propios impulsores –que lo sacaron adelante con el apoyo de una coalición–, que así, como porcata, quedo bautizada la ley al punto, y no ya por la oposición, sino por su propio impulsor y redactor del texto de la misma, el Senador Calderoli, del partido de Berlusconi, por tan ajena a la razón –y desde luego a la democracia– y porque más parecería boutade o invento rabelesiano, de puro hiperbólico, que una realidad en verdad posible en un parlamento, el italiano, que aun a pesar de todo ello, seguía llamándose a sí mismo ‘democrático’.
Tanto es así, que el Tribunal Constitucional italiano, a principios de este año, declaró inconstitucional el premio de mayoría en el corto plazo, eso sí, de ocho años para deliberarlo... Como si nos lo hubieran remitido a nosotros, en resumen. Que todo este sur es un mezclarse de coyundas entre pares, sólo cabe añadir.
Y así, llegamos a hoy, cuando estos asadores de la manteca nos vienen en este julio de suspensión del período de sesiones en Cortes –porque llamarlo vacaciones sería nombrar las cosas por su nombre y, eso, antes muertos...–, y so capa de la dichosa ‘regeneración democrática’, se citan para septiembre con el PSOE para debatir tan crucial asunto. Pero el PSOE, en principio, no les dio con la puerta en las narices, todo lo contrario, se tomaron 72 horas para decir que no, pero... Y luego otras 24 para contestar que bueno, que quizás, pero con segunda vuelta, y que bueno, lo hablamos, lo hablamos... si eso. Como cualquier novia remisa, pero novia.
¿Y por qué tanto tener que pensarlo de entrada? Pues porque ellos mismos, en algún momento de su negra historia, llegaron a llevar esa misma propuesta en su programa electoral, la de elegir como alcalde, sin más, al más votado.
¿Y por qué eso mismo que hoy rechazan? Porque su momento hubo en el cual pensaban que les favorecía, cuando disponían asimismo de mayoría absoluta en algunos lugares y de relativa en muchos más.
¿Y por qué, ahora, rechazan el mecanismo de una vuelta y proponen el de dos? Porque ahora la mayoría relativa la ostenta el PP, y ellos el segundo lugar, pero con un mecanismo de segunda vuelta, con la mayoría general de izquierdas que se va configurando, en esa segunda vuelta, con el apoyo previsible de bastantes de esas izquierdas, revertirían muchos resultados en un gran número de casos.
¿Y qué tiene todo esto que ver con la regeneración democrática? Pues ahí está el busilis... Evidentemente, nada. Porque al margen de la tergiversación que ya impone la Ley Electoral, y que de ninguna manera hablan de retocar, pues les favorece a ambos, este actual tener que sujetarse a pactar entre partidos para llegar al poder, el que sea, el local, el autonómico, el estatal... es, sin duda, la parte más democrática que tenemos en el sistema, porque obliga a mayorías que de alguna forma están sustentadas por los votos que aporta cada formación para pactar en nombre de esos votos –siquiera nominalmente– y porque para poder gobernar no queda otra entonces que avenirse a ‘limar’ los aspectos más ‘espinosos’, digamos, de cada programa de partido.
Porque las verdaderas catástrofes para las poblaciones son, realmente, las mayorías absolutas, en cuyo seno vienen a ocurrir los mayores descontroles presupuestarios, se afianza la corrupción, y se pueden alumbrar leyes de, digamos, voluntad única, como es perfecto ejemplo el caso presente de la nueva Ley del Aborto, ese aborto de ley, que de ninguna manera sería hoy posible en España de no existir una mayoría absoluta.
Pues bien, a esa escala de gobernación por la simple vía del ‘porque lo digo yo y para eso he ganado’ es a lo que aspira y llevaría esta ‘regeneradora’ propuesta del PP en toda la escala local, y a ese tipo de gobernanza –¿no queríais sopa?, pues dos cazos– que vendrá cuando aun incluso a quien no tenga la mayoría absoluta se la asignen, casi manu militari, y pueda obrar con la comodidad, impunidad y falta de acuerdo que toda mayoría absoluta conlleva.
Y si un partido o coalición de ellos no puede apear del cargo a un alcalde, incluso con los números suficientes para poder hacerlo, ¿de qué clase de regeneración democrática nos están hablando estos trileros? ¿De la de sentar a un individuo cualquiera en el cargo, y no poderlo remover de él, ocurra lo que ocurra, hasta las siguientes elecciones?
Pues de acuerdo, pero lo que yo quiero, entonces, es poderme fumar lo mismo que ellos, pero legalmente, y disfrutar así de las mismas alucinaciones democráticas, porque no debe ser manco, no, el derivado vegetal que les inspira.