martes, 27 de enero de 2015

De las medidas y de las penas.



Hay una cosa que me desquicia de los termómetros. Estamos en pleno invierno, es enero y afuera hay dos grados. En esta habitación, veinte. O, al menos, eso jura mi fiel aparato. Pero yo estoy muerto de frío y llevo dos jerséis. Y llega mayo y afuera hay veinticinco, veintisiete gloriosos grados, como los misterios. Y el mismo termómetro de esta misma habitación, con los mismos enseres dentro y este mismo escribidor, e igualmente con la ventana cerrada y sin dar el sol, sentencia que dentro tengo veintitrés, veinticuatro grados. Pero yo estoy felizmente en camiseta y tengo calor.

Así pues, ¿con cuatro grados de diferencia se puede pasar de la zozobra a la felicidad térmica? Porque no es eso lo que diríamos cualquiera de la temperatura, así, al bote pronto, ni lo que de toda la vida nos ha sido enseñado. Sin embargo, es lo que hay. Y la conclusión inevitable, entonces, es que mi frío y mi calor no dependen gran cosa de lo que afirme el termómetro de mi cuarto, así se desgañite. Porque parecen depender mucho más directamente de lo que caiga fuera y a completo despecho del termómetro mismo y también de los muy respetables señores Fahrenheit, Réaumur, Celsius y del mismo Lord Kelvin, mazo de sabedores sobre el asunto, pensaba uno.

Lo peor, es que lo mismo se diría que ocurre con las magnitudes macroeconómicas, esos supuestos termómetros de la economía, instrumentos rutilantes y cromados que dicen medir las incontrovertibles verdades y magnitudes de una ciencia positiva. Pero esto, sólo de avenirse cualquiera, bien se entiende, a llamar ciencia a la economía y a su instrumental, no se sabe si quirúrgico o militar, con el que esta se justifica a sí misma para apellidarse ciencia. Porque es una ciencia que proclama un día una cosa y al otro su contraria y sin que se le despeine ni un caracolillo debajo de su preceptiva capa de Patrico. Que esa sí que es la verdadera constante fundamental de la economía, la capa de Patrico que uniforma la cabeza de sus patricios, y no otras.

Porque lo cierto es que ya es rutinario que la economía y sus hechiceros y sus sacerdotes y sus gurús, incluso sus supuestos einsteines, galileos y descartes predigan una cosa, pero lo que acontezca sea otra distinta. Y así una vez y otra, con una previsibilidad que ya la quisiera la física nuclear para sí. Si dicen esto, pasa lo otro, infaliblemente. Y sea que se equivoquen ellos o que se equivoquen sus prismas, péndulos y visores, lo cierto es que cada vez que esa tribu proclama sus verdades, no pocos nos sentimos con cierto derecho al escepticismo epistemológico, es decir, a concluir con mesura, sosegadamente y en razón... !Y tu puta madre, farsante!

Y no por acientíficos, cabe añadir, que la ciencia, con su C mayúscula nos ha llevado con cierto éxito a la Luna y hasta a volver de ella, y a Marte y a que tengamos sobre nuestras mesas esos ingenios portentosos que llamamos ordenadores. Y a que se nos cure un cáncer bastantes más veces de las que no, que no es poco éxito, me concederán.

Pero si una ciencia y sus sabedores te juran a pies juntillas que tú engordas y engordas, pero tú, tu espejo y tu peso, que te costaron un pico, y tu madre y tu mujer y tu hijo y hasta Pascual, el del bar de abajo, donde quemas el subsidio, por excesivo, llevan una larga temporada diciéndote que te estás quedando en la huesa y que te vayas a mirártelo, uno, por muy doctor que pudiera ser por el Caltech o el MIT mismísimos, bien se puede acabar por permitir ciertas discrepancias con algunos paradigmas, con el acreditado instrumental de medida, con las conclusiones e incluso con la madre que los parió a todos ellos.

Máxime cuando, por añadidura, un ‘científico’ del FMI, o un celebrado ex directivo de Saca & Mantecas & Brothers o de la Banca de Inversión Landrú, Candelas & Associated, con sus acreditados postgrados en Alcatraz, Sing Sing, La Santé y Nanclares de Oca, y con la avidez más aviesa y rapaz pintada en la cara, te vienen a recriminar que es que tú, de economía, no entiendes nada de nada, tarugo, y que mejor te callas y dejas hacer a los que saben y conocen. Y te agarran del bracito consumido por los restauradores caldos que se llevan hechos con lo que fueran tus bíceps y te dicen: –Pero hombre de Dios, si mire usted las chichas que le van saliendo... Eso es que no sólo progresa adecuadamente, sino que come más de lo debido. Ande, relájese, huya del estrés. Mire, yo mismo, sin ir más lejos, no sabe cómo elimino las tensiones gracias al squash. Y me deshago de las toxinas, de paso. Se lo recomiendo vivamente–.

Y tú, tú no quieres convertirte en un asesino. Pero cuesta lograrlo, ya lo creo. Y por lo menos te das el gusto de hacerles un escrache, aun siendo delito de lesa humanidad, o ya más bien de genocidio, y te plantas debajo de sus casas con tremebundos carteles donde apuntas, lleno de ira y revanchismo insoportable, que ¡Jolines!, que ¡Caramba! y que ¡Qué contrariedad, muy señor mío!, que es lo más que le está permitido decir a la infantería social sin tener que dar con su apreciada sustancia para caldos patricios en presidio o en galeras. O en la morgue, donde certificarán su muerte natural. –Natural porque estaba consumido, el pobre, y no, no, queda descartado por completo, la bala en el pecho no tuvo nada que ver, si ya estaba aniquilado, el escuerzo–, según dictaminará el peritaje forense. Satisfactoria victoria póstuma, pues. –No, si ya le decía yo que adelgazaba y adelgazaba, doctor...–.

Y así, tal cual, toda esta mejora que nos ponderan con más números que un cabalista. –¡El uno por ciento más!–, le dice el galeno a Paco o, más bien a su huesa, cuando baja de la báscula. –¡Muy bien!, bien se aprecia el esfuerzo y la mejora, pero no entiendo cómo no pone usted más cara de alegría. Pues ándese con cuidado, que no es nada bueno para la salud ser un cenizo...–. Le espeta el sabio.

Pero llega otro galeno al punto, ajusta una miaja la ruedecilla del peso y le dice: –Por favor, vuelva a subirse usted, es que estaba mal calibrado. ¿Lo ve? ¡Es el dos por ciento más!... ¡Enhorabuena, amigo, se está poniendo usted de buen año!– Mas entonces aparece de inmediato otro entendedor y sin que le dé ni tiempo a Paco a volverse a poner los zapatos agujereados y la chaquetuca raída, le dice que espere un momento, agarra el peso, lo sacude un poco, lo calza de una esquina, le aprieta un tornillo, le gira una tripa, mueve una pesa, toca otra más, le echa unas gotas de 3 en 1 y una jaculatoria y le indica: –Es que ha habido una modificación en el protocolo de las pesadas, así que tenga usted la amabilidad de volverse a subir a la báscula...– ¡Mire, mire, es el tres por ciento!, ¡El tres por ciento de mejora!, ¡Increíble!, ¡Alabado sea el Santísimo! ¿Es que no ve usted cómo se está poniendo de cebón? Eso son esas vitaminas que le indicamos, tienen pésimo sabor pero van como un tiro... ¿Ve cómo teníamos razón? ¡Albricias, albricias!– Y se finca de hinojos y se pone a rezar un Credo y una Salve, debidamente orientado hacia Santiago de Compostela o hacia la Basílica del Pilar... pues ejerce y disfruta el sabio, como cualquiera, de nuestras libertades constitucionales. Y como es de justicia.

Y el escuchimizado mejorante se baja del peso, como si este tuviera la altura de un alféizar, con todo el cuidado para no quebrarse una espinilla, ya prácticamente a la vista entre los pellejos de lo que fueron sus piernas y se vuelve, como puede, para su solución habitacional, de la que le desahuciarán la semana próxima, salvo que la fuerza de la gravedad invierta su sentido y se modifiquen la velocidad de la luz y la constante de Planck. Y el número de Avogadro.

–Matilde, que me ha dicho el doctor Guindos otra vez, aunque hoy tenía un follón del carajo en la consulta, que engordo a ojos vistas, ¿Tú cómo lo ves? –Si Paco, sí que engordas a ojos vista, mi amor precioso...–.

Y lo abraza con delicada ternura y le da un beso en los dos hilos consumidos y cenicientos de sus labios que ya ni le mal disimulan la calavera y después se vuelve, yéndose para el baño, mientras se saca un pañueluco del puño para enjugarse los ojos en el pasillo, donde no la vea. Y para poder quedarse llorando a rienda suelta. A solas. Relajadamente.

miércoles, 21 de enero de 2015

Preguntas para el futuro próximo



Inicio con este suelto, estos días noticia de cabecera en numerosos medios de todo el mundo:
Como parte de su crítica al "vertiginoso incremento de la desigualdad", Oxfam ha publicado un estudio que estima que el 1% más rico de la población mundial tendrá más dinero que el 99% en 2016.

Y, añado, ese 1% de la población mundial son 70 millones de personas, los que cabría llamar los ‘muy ricos’. Pues bien, dentro de esa misma categoría de los más afortunados, los porcentajes seguirían siendo casi los mismos. El 1% de ellos, es decir 700.00 personas, poseerían otra vez el 99% del total de ese grupo, y aun esta operación se podría repetir otras dos veces más y seguiría siendo casi cierta. Y quedaría al final ese grupo de personas que cabrían en un autobús, como a veces se glosa la cifra, siete, setenta personas, o cien, o mil, porque daría lo mismo, que, en definitiva, poseen la mayor parte de los bienes de la tierra. Y con nuestra bendita aquiescencia.

Una de ellas, el propietario de Zara, Amancio Ortega, la mayor fortuna de España, que posee, él solo, algo más del ¡5%! de todo el producto nacional bruto de este país, una cifra que, para entender su magnitud, representa dos tercios de lo que ha costado el rescate total de la banca en España, con su consecuencia de ruinas y de servicios dejados de prestar por el estado, y que representa incluso más de lo que ha sido el total de los recortes padecidos. Y España no es un pequeño país, ocupa por su PIB el número 13 o 14 de la lista de los del mundo, es decir, lo creamos o no, es mucho más una potencia económica que otra cosa.

Y en este dudoso honor de la desigualdad estamos, por cierto, entre los más aventajados de los alumnos, el segundo país de Europa al respecto. Y estas cifras abracadabrantes, vistas a secas, dirán poco o mucho, según se sepa o quiera ponerlas en contexto, pero de lo que informan, en sustancia, es de que, por ejemplo, la riqueza del mundo no estaba así de desigualmente repartida desde la Belle époque, años 20 del siglo XX, casi un siglo. Y no porque lo diga yo, que me limito a registrar lo que dicen agencias internacionales o Krugman, Piketty, Stiglitz... en fin, organismos de toda credibilidad y premios nobeles, economistas mundialmente acreditados, sabios y autoridades en su campo, en definitiva, y también lo mismo, dicho, analizado y estudiado por algunos de nuestros economistas más celebrados, Santiago Niño, Vicenç Navarro o el fallecido Sampedro Y coro hoy ya de tal magnitud que hasta ha venido a unírsele, ¿quién?, pues el mismo Papa de Roma. Vivir para ver.

Y lo que esta desigualdad viene a recordarme, pero ya de mi exclusiva cosecha, es al siglo XVIII, en su infame distribución de rentas. Que desembocó en la Revolución francesa, para recordatorio de sátrapas. Y me lo recuerda en el sentido de la irresponsabilidad de sus gobernantes y de sus clases aristocráticas, del todo comparables en su insensibilidad social y dejación de sus deberes a nuestras clases actuales de gobernantes y a nuestra moderna ‘aristocracia’ económica, esa que, por otro nombre, pero bien poco diferente en sus privilegios y usos a la de hace tres siglos, hoy llamamos la de los ‘señores’ del mercado.

Pero incluso, y a mayor agravante para la modernidad, son muchos los factores a favor de nuestros antepasados ilustrados en comparación con nuestros políticos actuales. Porque, en definitiva y con todo lo pavoroso del cuadro de su época, nuestros ilustrados tatarabuelos venían de algo que era indudablemente peor y su tarea de gobernanza consistió, en muchas de sus partes sustanciales, en aspirar a la modernidad y en lograr una mejora sobre las condiciones anteriores, sólo que no realizada con la diligencia y al ritmo que ya esa época y aquella sociedad demandaban irremediablemente. Y este desacople entre lo que ellos veían posible y lo que era realmente imprescindible fue lo que trajo la Revolución, en definitiva, por su incapacidad de interpretar el terreno que estaban pisando, un terreno que creían conocido y propio, pero que ya había dejado de serlo. Y, ¿cómo no comparar, entonces, actitudes, incapacidades y cegueras que, a pesar de los siglos y los cambios, no dejan de parecer calcadas, se las mire cómo se las mire?

Y sin embargo, este hacer de entonces, hasta cierto punto voluntarioso, pero insuficiente y cicatero en tanta medida, de ninguna manera puede proclamarse que fuera tan dañino y absurdo como el de nuestros gobernantes de los últimos 30-40 años, responsables sin más paliativos de que el fenómeno de la desigualdad invirtiera su larga tendencia a la mejora, perfectamente computado con estadísticas hasta entrados los años 70, y de que, a partir de ese punto, ese mal hacer llevara a invertir dicho ritmo histórico de los dos siglos anteriores y aun se agravara posteriormente en sentido inverso al que cualquiera entiende por bueno, deseable y coherente, y a velocidades cada vez mayores en su empeoramiento.

Siendo ello lo que ha llevado a las cifras que encabezan el artículo, un verdadero caso de alarma mundial, que, hoy, en Europa, justifica cualquier pesimismo, cualquier diatriba y la ya más que urgente necesidad de empezar a actuar para desmantelar semejante absurdo de situación que, a mi entender de nuevo, bordea hoy lo simplemente criminal, y que, si no es tenido mayoritariamente por tal, es por la simple falta de leyes que así lo contemplen, pero que acabarán por hacerlo.

Porque no es lo mismo partir de una situación indeseable o terrible y no ser capaces de enmendarla al ritmo que las sociedades demandaban, como sucedió en el siglo XVIII, que el partir de una situación contraria, incomparablemente más favorable ya en pleno siglo XX, y llevarla a números que se van pareciendo cada vez más a los de épocas históricas que se creían felizmente olvidadas y superadas en cualquier sentido.

Paul Krugman, premio Nobel de Economía, tiene realizado el siguiente diagnóstico al respecto, y este es de una sencillez al alcance del entendimiento de un párvulo: Las clases políticas de estos últimos años no han sido capaces de oponerse (el subrayado es mío) a las élites económicas mundiales y de sus propios países. Así dicho, palabra más o menos, pues cito de memoria. Y así de sencillo y obvio. Naturalmente, dicha consideración difícilmente apelable, lleva emparejado el entendimiento de algo igualmente meridiano: que hubo un momento anterior en que sí se enfrentaban los políticos a sus élites, como la historia nos tiene enseñado.

Y, este vergonzoso, cobarde e incivil no oponerse de hoy en día, añado yo, lleva a consecuencias merecedoras de frase bíblica. Porque los pueblos, que votan civilizadamente cuando las cosas van bien, o siquiera regular, cuando van mal, terminan por votar a patadas y pueden acabar espetándoles a sus políticos: por no ser ni fríos ni calientes os vomitaré de mi boca.

Porque los políticos, es decir, los llamados a ejercer el control social en sus estados, han abdicado de buena parte de las funciones a desempeñar para lograrlo y que no consisten precisa y solamente en atender a las medidas de policía para mantener tranquilas, o sujetas, a las poblaciones. Esas son soluciones del XIX, que bien pueden seguir sirviendo en el XXI, pero pueden servir una vez, dos, doce, treinta veces. Hasta que las costuras revientan y son entonces las fieles policías y las fuerzas armadas las que amablemente acompañan a la santa turba a ocupar el poder, en la esperanza común de rediseñarlo.

Y, además, la pregunta sería: ¿mantener las poblaciones sujetas? ¿Pero sujetas a qué? ¿Sujetas a satisfacer única y necesariamente las necesidades de sus élites y no, además, las de todo el común, que son las de los muchísimos más? ¿Y cuál éxito social sería eso? ¿Y qué clase de modernidad, entonces, sería este regreso a una antigüedad, no ya ilustrada, sino bimilenaria? 

Porque la contestación obvia a estas alturas de civilización, con poblaciones cada vez mejor educadas y conocedoras de tantas más cosas que las poblaciones esclavas de siglos anteriores y, además, más y más interconectadas por todos los maravillosos avances de la modernidad, no puede ser otra que una laica, pero igualmente religiosa y civil y justificada y coral y sonora y olímpica y solemnísima pedorreta, canónicamente realizada con los dedos de una mano apretados en círculo delante de la boca y que resuene atronadora desde las Aleutianas a las Canarias, pasando por los géiseres de Islandia y los arrozales de China.

Porque hoy las nuevas preguntas son de otra clase y aun más lo serán en el próximo futuro, y abarcarán un campo amplísimo de cuestiones, de las cuales, hasta ahora mismo, sólo se ha procedido a atender y satisfacer en su mayor parte solo a aquellas derivadas de las necesidades económicas de las élites.

Y cabrá preguntarse entonces, por ejemplo, a dónde lleva y a quién beneficia que el trabajo, paulatinamente, lo realicen más y más robots y no personas, porque liberarse de la bíblica maldición de trabajar para caer directamente en la de no comer, así y sin más matices, que es como viene ocurriendo, coincide exactamente con la popular figura de hacer un pan con unas hostias, y que será expresión castellana de lo más rústica, pero que retrata con perfecta limpieza y entendimiento de cualquiera el sentir de lo que es exactamente hacer gilipolleces, o el permitir hacerlas.

Y el a quiénes beneficia tal práctica se contesta sólo. No al trabajador que va al paro, para ya no salir de él, sino a quien tiene el capital suficiente para adquirir y beneficiarse en exclusiva de la labor de esas máquinas que realizan el trabajo de uno o muchos hombres y que cuestan la décima o la centésima parte de lo que habría que pagarle a un ser humano, o a varios, a lo largo de su vida laboral, y adquiridas además y precisamente con esa finalidad, la de deshacerse de los seres humanos. 

No digamos ya si se logra, encima, que a cargo de estas máquinas, vía deslocalización –otra práctica esta, por cierto, sobre la que también habrá que preguntarse, y mucho–, sean contratados seres semiesclavos en lugar de los antiguos trabajadores industriales, usufructuarios de muchos derechos, al contrario que los de estos nuevos siervos que se reducen al de su vida y reproducción, la yacija, el alimento y unos céntimos, a cambio de su inacabable trabajo. Luego entonces, todos esos avances sirven para la acumulación de un beneficio creciente para unos y para el ingreso en la pobreza de infinitos más y con el sustancial añadido de que no venimos de la Edad Media, sino de una época de riqueza y mejor reparto de la misma, no de lo contrario. Sin embargo, cualquiera comprende que esto, llevado a sus últimas consecuencias, prefigura por fuerza, de no tomarse otras medidas, un estallido social.

Pero lo cierto es que el desarrollo tecnológico se dirige con toda evidencia hacia la sustitución del trabajo del hombre por el de máquinas, cada vez en más sectores y a una escala que ríase nadie de lo ocurrido al principio de la era industrial. Y esto, tengámoslo bien claro, sería bueno y maravilloso, o debiera serlo, seguramente, mediando una adecuada regulación. De no haberla, en breve, es decir, en treinta, en sesenta, en cien años, no el 10, ni el 25, ni el 50% de muchas poblaciones, antaño prósperas, estará desocupado, lo estará el 60%, el 70% o más de las mismas.

Pero como es igualmente evidente, tal cosa no podrá ser posible contemplada desde cualquier parámetro de los que tenemos por razonables en la actualidad. Porque estas cifran convertirían en imposible el simple concepto de tributación y los servicios sociales a ella asociados y la seguridad y casi cualquier prestación moderna imaginable... Si al 50% de la población, o tal vez más, no se le pueden cobrar impuestos, pues carece de ingresos, ni, en consecuencia, se la va a poder sanar en la enfermedad, llevarla al colegio o tener para darle de comer, y si tampoco se halla la manera de retribuirla por no hacer nada, por el mero hecho de existir, pero debiendo asegurarle al tiempo su supervivencia, siquiera en teoría, ¿qué tipo de sociedad, vista desde el ahora, podría ser esta? Nada que alguien desearía ver. En el mejor de los casos, la de una antigüedad olvidada en la noche de los tiempos, en el peor, la de un estado de conflicto ininterrumpido, guerra y degollina permanente, aquello que acontece cuando no hay ni para comer ni para atender las necesidades primordiales.

Por lo tanto, una excelente pregunta sería: ¿Cómo se habrán de regular social, impositiva y legalmente estos robots y estas máquinas-herramienta, progresivamente más capaces de cualquier tarea y más sofisticadas y productivas? Porque estos aparatos y conjuntos de ingenios híbridos entre hardware y software van a ser los que hagan el trabajo en el futuro, atendidos cientos o millares de millones de ellos por unos otros pocos millones de robots más inteligentes aun y por un corto puñado de millones de humanos a cargo de todo ello. Y esta visión de las máquinas realizándolo prácticamente todo ya no es hoy una hipótesis de ciencia ficción de los tiempos de Julio Verne. Es algo que ya tocamos diariamente con las manos y que sabemos que tan sólo irá a más.

Pero, con los recursos legales y usos sociales de hoy en día, vaya a decírsele hoy, a cualquier titular de los infinitos beneficios que producen dichas máquinas, que de su uso derivan no sólo tan espléndidos beneficios, sino algo definitiva y simultáneamente antisocial, por lo que, en consecuencia, habrán de irse haciendo a la idea de pagar por sus mejoras tecnológicas no sólo su precio de mercado, sino otro mucho mayor aun, el equivalente a X salarios, es decir a buena parte de los que se ahorran para conseguir igual o mayor beneficio, para que de alguna manera así se restituya a la sociedad el daño que se le produce, y siéntese cada cual a imaginar lo que podrían contestar estos propietarios.

Y sin embargo, habrá que hablar de ello y plantearlo y generar las medidas necesarias para que la mayoría de los hombres, en el futuro desprovistos del trabajo que hagan las máquinas por ellos –y, hoy por hoy, el trabajo aun es un derecho– puedan, sin embargo, seguir procurándose su sustento y continuar viviendo como cualquiera entiende que sea el mínimo de lo decente en cualquier momento determinado del futuro, y sin que, se quiere también suponer, se haya de volver a estándares de supervivencia propios de la Edad Media.

Porque un esclavo resulta, como de hábito y desde siempre, ‘útil’, únicamente en la medida del trabajo que desempeña para esa máquina sin alma a la que hoy llaman caritativamente actor económico, pero antaño, explotador. Sin embargo, un parado será en la práctica, para esas mismas entidades o máquinas de producción a caballo entre lo humano y lo inhumano, un deshecho económico y social, rezando para su económico y único entender que ese parado y todos los de su condición han de ser mantenidos a cambio de nada y, si es que de verdad no hay más remedio que mantenerlos, porque se les obligue a ello, o como aquel que dice, a culatazos. Lo cual subleva sus productoras tripas y ciertamente sin querer reparar jamás, no sólo en el mal social producido, sino en que esa condición de deshecho bien puedan ellos mismos adquirirla por cualquier avatar de la existencia o de la fortuna. Como en la antigüedad clásica, en resumen, donde el negrero o el amo, en presencia de cualquier inesperado acontecer podía pasar, de una hora a otra, a la condición de esclavo. Portentoso avance el que encaramos, desde luego.

Ni que decir tiene, por añadidura, que ninguna de estas maquinarias de producir, tomadas una por una, se aviene a admitir que la propia existencia de los desocupados es, en buena parte, responsabilidad de su búsqueda y consecución de mayores beneficios, usando para escudarse frente a ello una verdad que, a su vez, es irrebatible. Y esta es que si no acometen todos y cada uno la consecución de beneficios por la vía de la robotización y tecnificación extrema, lo hará su competencia, llevándolos a su extinción. Lo cual, por desdicha, es efectivamente cierto, pero es cierto sólo por la razón de que así se les PERMITE hacerlo a todos ellos y sin obtención de contrapartidas.

Porque los estados, además de intentar regular, con bastante poco éxito, por cierto, los mecanismos de monopolio y competencia, bien podían dirigir sus miradas a considerar muy seriamente un concepto que vuela muy por encima de todo ello, que sería el tratar de averiguar en qué consiste exactamente el legítimo beneficio privado, el socialmente aconsejable, el tolerable, sin que reviente el sistema y el ecológicamente asumible, estipulando en consecuencia, para permitir alcanzarlo, cuáles sean los medios técnicos que resultan igualmente legítimos y los beneficiosos o no. Pero visto todo ello desde el punto de vista del interés general y social, y no sólo desde la parcialidad de cada productor industrial, financiero o comercial.

Porque entonces, hechas las preguntas y consensuadas las contestaciones, pero no sólo con las élites, se podrían configurar los necesarios instrumentos legales que permitirían modificar el entendimiento sobre cuál es el sentido del trabajo, cuál es en verdad su utilidad social, si verdaderamente es un derecho, un deber o cuál estado intermedio entre ellos y, sobre todo, se lograrían orquestar los medios para que, sin casi trabajo humano o con él, pero adecuadamente repartido este y regulados y tasados sus posibles sustitutos mecánicos según necesidad, se alcanzara el único objetivo razonable para todo este cambio de paradigma: que es el asegurarle a la especie los medios suficientes para su supervivencia, trabajando ella misma o trabajando para ella sus siervos mecánicos. Pero para TODA ella, no para una parte exigua de la misma, lo cual es exactamente el núcleo de la cuestión.

Y así, de la misma manera que hoy se considera ilegítimo, aun cuando bien pudiera ser legítimo, el fabricar cocaína para otros usos que los médicos, igualmente se podría considerar ilegítimo que una pieza determinada de  maquinaria fuera fabricada, si se considerara que su uso resultara perjudicial para la especie, y no por causas médicas solamente, sino porque, por ejemplo, su uso quedara claro que fuera a dejar en la calle, o en la indigencia, a millones de personas, resultando, por lo tanto, su utilización mucho más perjudicial que beneficiosa, una vez tenidos en cuenta todos los parámetros sobre los que incidiera y no sólo aquellos del ansiado beneficio para sus propietarios.

Es, sin duda, una pregunta para el futuro, como lo es otra, hoy mucho más popular, que es la de la legitimidad de un estado o no, o la de un conjunto de ellos, para imponer límites a las diferencias de las retribuciones de las distintas personas. Retribuciones de empleados, para entendernos, no las de los propietarios o accionistas de los distintos tinglados industriales o financieros, que no perciben sueldo, sino otro tipo de emolumentos y de cuya tasación, hoy casi anecdótica, no saldría ya una pregunta a realizar, sino una enciclopedia de ellas. 

Y no es ociosa, puesto que en un pasado nada lejano, los años sesenta del siglo XX, este diferencial de sueldos alcanzaba unas oscilaciones máximas del orden de poco más de 100 a 1. Hoy esta horquilla de la excelencia, aunque para mí y no pocos, de la ignominia, ha alcanzado ya cifras de 500 a 1 y tiende rápidamente a crecer. Una vez más, estos datos no los imagino, los aporta Joseph Stiglitz en su obra El precio de la desigualdad, que mora, debidamente pagada, en mi iPad, y para que no se diga que no contribuyo al necesario sustento de un premio Nobel.

Y es menos ociosa todavía porque esta diferencia es generadora directa de todavía mayor desigualdad, absoluta, en cuanto a su magnitud, y relativa, en la medida en que va a más. Y es, por otra parte, moralmente perversa, por establecer tales diferencias entre los seres humanos, en cuanto al valor de su trabajo, que difícilmente puedan justificarse nada más que desde el criterio económico del interés concreto de una empresa, pero que de ninguna manera resultan trasladables a ningún beneficio social común que pueda derivarse de semejantes desniveles.

Y además, no, no son ensoñaciones, tampoco. También es de la prensa de hoy mismo la noticia de que un tal Francisco Rivera, alias 'Paquirrín' y de profesión 'hijo de', ingresa diarios 7.000 euros por su honrado esfuerzo en no tengo el más mínimo interés en conocer ni en citar en cuál programa, ni de cuál cadena, ni para hacer el qué. Sus compañeros de esfuerzos en la tarea, contratados para hacer lo mismo que él, pero ¡Ay!, sin su cotizada titulación de 'hijo de', cobran, algunos, 30 euros diarios, otros 50. Efectuadas las divisiones, da el trabajador en la báscula unas honradas ratios de 233 a 1 y de 140 a 1 en la escala relativa de emolumentos a su favor. Pas mal. El esfuerzo para prosperar y la voluntad de superación hacen al hombre grande y siempre reciben su merecida recompensa el tesón y el estudio. Bien lo vemos.

A su vez, y esta es otra cuestión, estas remuneraciones de empleados que alcanzan estas magnitudes, y que no son hoy ninguna raridad en el mundo financiero sino su estándar, están empezando a ser denunciadas incluso por los consejos de accionistas de grandes corporaciones, que ven como parte de sus beneficios pasan a manos de unos gestores pagados como cresos pero que, con mucha frecuencia, llevan a demasiadas de estas grandes corporaciones a resultados que de ninguna manera se compadecen con la pujanza de dichos emolumentos.

Una regulación de estos abismos de desigualdad, no sólo sería positiva como terapia social contra la moderna deriva de una búsqueda de beneficio desacoplada de la realidad y generadora de verdaderas antisinergias, pues muy difícilmente, si un dirigente gana 500 veces más que un empleado de a pie, vaya el segundo a realizar el trabajo con demasiado entusiasmo ni con demasiado espíritu cooperativo y corporativo, sino que incluso sería acogida favorablemente por muchos actores del capitalismo más puro y duro que, con toda razón, se sienten estafados por sus propios gestores.

Naturalmente, quien podría acometer este camino de moderación con la mayor facilidad, una vez más, sería el propio mundo de la empresa, pero la salvedad antes citada –si yo no actúo como los demás, me sacarán a patadas del sagrado patio de los beneficios–, termina aconsejando que esto también tenga que ser acometido por quien puede hacerlo, sin verse coartado por las obligaciones internas de cada empresa, es decir, por el estado o conjunto de ellos.

Pero estos estados, a día de hoy, se han lavado las manos con respecto al mundo económico, al que dejan hacer mucho más y mucho más libremente de lo que cualquier buen déspota ilustrado se hubiera permitido soñar. Y así, es el ratón que se muerde la cola o que, más bien, nos roe las manos y los silos, y el nudo gordiano que habrá que cortar para volver a dejar determinadas decisiones económicas, hoy abandonadas al arbitrio exclusivo de la libre empresa, en las legítimas manos políticas, únicas representantes adecuados de la soberanía popular, si es que verdaderamente la representaran, lo cual hoy no es el caso, pero sí que lo que debiera de ser. Y si no todas las decisiones económicas, evidentemente, las principales, estratégicamente hablando.

Y una de ellas, ya para concluir, hoy bien obvia y en creciente exposición en el candelero mediático, por fortuna, es el camino que se habrá de tomar respecto de ciertas ‘exclusivas farmacéuticas’ que, por una parte, son hijas legítimas del esfuerzo inversor y la creatividad de los grandes laboratorios, pero que, por otro, es indudable, resultan en un bien público de primerísima necesidad, pero cuyos precios, artificialmente inflados en pos de la consecución de un beneficio, las hacen imposibles de obtener por parte de aquellos que más las necesitan.

Y en lo que a esto concierne, lo reconozco, declaro mi completa perplejidad por los números que vamos recibiendo de las informaciones de los medios. Porque, y hasta ahí es comprensible, las farmacéuticas declaran que, con los plazos para la explotación de una patente y los elevadísimos costes de investigación y los largos tiempos necesarios para las pruebas y tests de cada nuevo producto, el plazo de amortización de cada nuevo hallazgo es muy corto para las inversiones involucradas, por lo que todo ello conduce a tener que subir enormemente los precios de venta para que, en el plazo en que se es titular de la patente, se puedan recuperar los costes. Y esto es lo que se oye por el lado ‘bueno’ de la comunicación, porque por el malo, el del mazo, se añade siempre la consideración, como coletilla –por no llamarla amenaza– de que si no es así, no merece la pena investigar, por inviable económicamente, y entonces no habrá posibilidad de descubrir o sintetizar nuevos medicamentos y remedios imprescindibles, lo sentimos.

Y podría comprenderse en parte y hasta cierto punto. Lo que no parece tan fácil de comprender, sin embargo, es como, por ejemplo, en el caso del traído y llevado Sovaldi para la hepatitis C, si su coste de producción, como se dice, es de 1.000 euros, se venda a 30.000, o a 60.000. Porque quiero entender que se trata, nada menos, que de un medicamento que no sólo salva, sino que cura definitivamente moribundos, de los que, al parecer, hay millones en el mundo. Pero es obvio que si producir x dosis, cuesta mil euros, producir 30 x dosis, como en cualquier proceso industrial, costará bastante menos. Y que vender 30 x dosis, en lugar de sólo x de ellas, pero a un precio considerablemente más bajo, en el que los beneficios en lugar de 30 x sean sólo de 5 x, por decir un número, llevará más o menos a obtener en el mismo tiempo un beneficio parecido, o mayor, que en definitiva, a la farmacéutica, es lo único que le importa. Pero a la sociedad no, y a los moribundos menos.

Porque el que exista un remedio para una enfermedad cuya única salida, sin él, es la muerte, y que no se puedan arbitrar soluciones, por causa de pura mecánica capitalista, un poco más orientadas al beneficio de todos los afectados y no sólo al de la industria, dice verdaderamente muy, muy poco, de la capacidad de nuestras sociedades modernas de encarrilarse por el bien común. Brasil y la India han roto estos nudos gordianos con la simple decisión de la fabricación de genéricos que, por supuesto, también dejan sus beneficios a la industria, pero de modo bastante más pausado. Y, de últimas, bien se podría preguntar también por la pertinencia o no de la creación, como alternativa, de laboratorios públicos, destinados a proporcionar aquellos remedios que la industria, por el escaso beneficio a obtener con los mismos, considere que no le conviene investigar ni producir, pero que las sociedades, naturalmente demandan, porque los precisan.

¿Y es que acaso ese monstruo de la libre competencia tendría verdaderamente algo que decir y digno de ser escuchado en cuestiones que atañen a la mera supervivencia y sólo por el mero hecho de que ciertas industrias, en determinados campos sanitarios, o simplemente estratégicos, se vieran menoscabadas en sus expectativas de beneficios porque se decidiera, democrática y justificadamente, retirarlas en parte de la explotación de los mismos y acometer una explotación pública, incluso deficitaria, de ellos?

Porque no es lo mismo el déficit para un estado que para una corporación privada. Un estado puede perder o, mejor dicho, gastar dinero para aquello que le interese, no tiene por qué ganar dinero proporcionando sanidad, sólo tiene que proporcionarla al menor coste posible, en igualdad de calidad, y punto. Porque es un gasto tan imprescindible para una sociedad como para el particular el de la vivienda o el de la comida. Y para sufragarlo, se tributa lo mismo que el particular trabaja para su propio alimento. No hay necesariamente que incluir un concepto de beneficio o, mejor dicho, el beneficio no es dinerario, sino social; lo cual, por cierto, y además, redunda también en un no desdeñable beneficio económico para un estado.

La empresa tiene otros condicionantes, pero, entonces, no puede venir a solicitar que determinados servicios imprescindibles sólo los prestará a cambio de beneficios. Menos aun puede exigir el prestar los servicios, beneficiarse de ellos, encima en exclusiva, y negarle al propio sector público hasta el derecho a prestar los que menos le interesen económicamente a ella, so capa de competencia desleal. Pero es lo que viene ocurriendo y es una insensatez sin paliativos, salvo para ellos.

Como es una insensatez ese coro infamante de que el estado, cuando acomete la prestación y producción por su cuenta de algún servicio, sea tildado de competidor desleal y de aniquilador de oportunidades de negocio. No es a la industria a quien debiera competir el tildar a los responsables de la gobernanza de esto o de lo otro, sino justamente lo contrario, porque es la opinión y la necesidad pública la que se manifiesta, o debiera, a través de sus gobiernos, y estos debieran ser los responsables de calificar la actividad económica, y autorizarla o no, según los superiores intereses de todos.

En fin, cualquier estado responsable tendría que hacerse estas preguntas y ver las formas de obrar en consecuencia. Pero, eso sí, atreviéndose a hacer frente a sus propias élites, cada vez que fuera necesario y en beneficio, además, de todo el resto. Ese pequeño detalle.

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jueves, 15 de enero de 2015

Charlie Hebdo. Lo que defendemos y lo indefendible.

Lo que defendemos.
Cuando yo nací, en el año 1954, en una buena mitad de los ya entonces autoproclamados, civilizados y avanzados países de la Europa de entonces, al final de la Segunda Guerra Mundial, se le acababa de otorgar el derecho al voto a las mujeres desde hacía apenas un puñado de años y con no pocas opiniones en contra. Es decir, mi madre lo obtuvo ya en su edad más que adulta y mis abuelas en su madurez más que avanzada. Tenían hijos, titulaciones, trabajaban... pero en media Europa las mujeres no podían votar. Y en otros países, España entre ellos, este derecho, hoy tan elemental que se nos olvida cuál es su verdadero peso, se había alcanzado apenas una, dos, tres decenas de años atrás. Es decir, no hace un siglo. En el resto del mundo de entonces, tal derecho no existía sin más. En algunos, empezaba a concebirse, en otros, era simple derecho-ficción.
Y los ordenamientos jurídicos en estos mismos países ‘avanzados’, adornados con el apellido de democráticos o sin él, no contemplaban en su inmensa mayoría el derecho al divorcio, al aborto, a la libertad religiosa o a la libertad de no profesar una religión, a la libertad de expresión, a la libertad de prensa y opinión, tampoco la desaparición de la censura militar, civil y de prensa, la pena de muerte era prácticamente omnipresente y la tortura y los castigos corporales resultaban, como mínimo, tolerados, si no una práctica común y en uso.
Y el servicio militar era obligatorio casi sin excepciones, no existía el derecho a la objeción de conciencia, la homosexualidad se castigaba social y penalmente, no se imaginaba ni remotamente la posibilidad del matrimonio homosexual, la igualdad de derechos entre hombres y mujeres, casi a cualquier efecto que quisiera considerarse, no existía, y en muchos de esos mismos países, en los Estados Unidos de América, sin ir más lejos, el racismo de estado seguía por completo vigente con leyes que lo promovían y lo sancionaban como bueno y necesario, y la carta de declaración de los derechos humanos de la recién nacida ONU era, en la práctica, una fábula piadosa todavía por llevar a la realidad en prácticamente cualquier lugar, nuestro benemérito “Occidente” incluido.
Este era el mundo al que vine hace sesenta años, no trescientos, y este era el cuadro que podía describirse en todos los países, algunos derechos arriba o abajo, y este, el Occidente desde el que hoy tanto pontificamos sobre nuestra modernidad y bondad, aunque ahora, sin duda, con mejor razón en lo tocante a libertades y derechos.
Y no hablemos ya del mismo cuadro, si contemplado otros cien o ciento cincuenta años atrás, en aquellos mismos países. Existía aún la esclavitud en buena parte de ellos, las penas corporales eran atroces, la pena de muerte se aplicaba en no pocos casos por comportamientos que hoy ni siquiera tienen tipificación penal y las ejecuciones eran públicas y, a menudo, literalmente dignas de bestias salvajes, si esto no fuera estigmatizar injustamente a las bestias.
La cárcel era el lugar natural en el que se acababa por razón de pobreza o por deudas, no sólo por la comisión de delitos. La Inquisición y la intolerancia religiosa permanecían, no existía separación iglesia-estado, y donde esta apuntaba, era un puro decir, si no un espectro, las vesanias de lo “militar o lo “policial” sobre lo “civil” eran algo hoy también inimaginable y las listas de derechos enumerados arriba no existían en buena parte, pero ni siquiera en la imaginación del más utópico, benigno, avanzado y mejor intencionado de los filósofos ilustrados.
Pero lo verdaderamente maravilloso de esta recapitulación hacia un pasado no tan lejano, aunque prendida con alfileres y en la que tanto faltará por anotar, es que en todos los apartados enunciados, y en muchos más, no se ha hecho otra cosa que avanzar, y mucho, y deprisa, en el sentido de extender los derechos inherentes a las personas, por ser tales, y en el de alumbrar, proteger y tipificar otros muchos, como las protecciones sociales, que me ahorro describir, y de los que tantos nos sentimos orgullosos casi en la misma medida en la que solicitamos su extensión y mejora... Así como de los nuevos derechos que ya se van apuntando para el porvenir.
Y este, y no otro, es el verdadero y colosal tesoro que tenemos que defender y del que somos beneficiarios los ciudadanos que tenemos la fortuna de vivir hoy en lo que llamamos “Occidente”. Pero ciudadanos que somos, además, o así debiera de ser entendido, depositarios y fiduciarios de este mismo tesoro junto con la obligación, para mí moral, de dichas ciudadanías y de sus representantes y dirigentes de aumentarlo y entregarlo mejorado a las sucesivas generaciones.
Esto es lo que se entiende, o al menos yo lo entiendo así, como la idea central del progreso, que incluye tanto aspectos abstractos, es decir éticos, políticos y jurídicos, como también prácticos, el primero de ellos, el justo manejo de lo económico. Y es un progreso que, curiosamente, contiene también completo en su seno el concepto de conservación, la de toda la enormidad de estos mismos beneficios, lo que nos permite incluir, asimismo, a los conservadores, igualmente usufructuarios de todos estos bienes jurídicos y sociales, obtenidos tantas veces a su pesar, pero que una vez disfrutados, tampoco ellos están dispuestos ya a perder. Y, como es lógico, convendría apostillar.
Y esto ocurre así en un “Occidente”, por seguir poniéndole un nombre, aunque este nombre carezca ya por completo hoy de cualquier lógica geográfica, a cuyo seno ideológico, si bien a unas u otras velocidades, se incorpora el mundo en una buena parte de su totalidad. Porque, en lo sustancial, y aun con todos los matices que se desee aportar, no puede excluirse, ni de las consideraciones anteriores ni de este mundo de la modernidad, a ese enorme continente artificial que se llama Rusia. Así como entran también en esa república global de la civilización, ya a marchas forzadas, a ritmo de crucero o demasiado poco a poco, como cada cual prefiera, China, India, el subcontinente asiático, Sudamérica y Centroamérica y algunos países de África.
Oceanía pertenece a él, el microcosmos japonés, igualmente y, de nuevo y con cuantos matices y asimetrías se deseen considerar, lo cierto es que se trata de un acontecer absolutamente global que trae bienestar a cualquier ciudadanía a la que alcanza. Y, curiosamente, en sus fundamentos, no se debe tan sólo a lo económico, hoy tan ensalzado, sino más bien a la existencia de la Ilustración, por no remontarse al Derecho Romano, de la Revolución francesa, de la Constitución Americana, a la Carta Internacional de los Derechos Humanos de la ONU y a otras varias recomendaciones y corpus legales del mismo organismo que, por más que siempre ojalativos y aun con cicatería, continuadamente fueron siendo llevados a la práctica. Todo ello en su conjunto es lo que ha ido trayendo una mejora constante de las formas de nuestra civilización. Y merced a estas construcciones teóricas y legales que, de enseñarse, publicitarse, imponerse y recomendarse, como ocurrió con la Biblia, el Corán, el Talmud y tantos otros libros “sagrados”, bastante mejor y más tempranero gallo nos hubiera cantado a todos los seres humanos.
Porque ese es el núcleo central de lo que cualquiera entiende en nuestros bendecidos países de “Occidente” como sus libertades y sus derechos, por más mediatizados y en peligro que se encuentren todos ellos acá, allá y acullá. Pero lo cierto es que tales derechos, son los unos consecuencia de otros anteriores, todos ellos alcanzados en su día, atravesando grandes penalidades y conflictos, y que configuran en su conjunto un bloque de libertades y de beneficios sin cuento que ha costado obtener, en tiempo, todo el transcurso de la edad Moderna y de la Contemporánea, y que, a mi entender, y al de muchísimos otros, no son negociables, no es posible retrotraerlos y resultan irrenunciables.
Esto es lo que, frente a cualquier atentado, y el de Charlie Hebdo no ha sido más que el último de una serie de ellos, podemos y debemos defender como nuestros “activos” o los activos de “Occidente”, y son tantos y tan fundamentales que no cabe otra cosa que felicitarse de su existencia y, por supuesto, adoptar la firme decisión de defenderlos. Aunque muy otra cosa será el cómo se defiendan, pues parece correcto suponer que estos mismos logros y estado de civilización contienen también en su seno las recetas para no caer en lo que no es legítimo ni razonable hacer para defenderlos, por contraproducente, o aun, si no lo fuera, por inhumano.
Así, esos pudrideros de las vidas, de la razón y de la humanidad, y ese entierro moral, además, de quienes los propugnan, como Guantánamo y los hechos allí acontecidos, no sólo no defienden a nadie de nada, sino que pasan a ser, por lógica elemental, causa de nuevos desastres en el sentido de lo que, precisamente, se pretende evitar con su vergonzosa existencia. Luego, si alguien, en alguna parte, todavía propugna adoptar estos métodos para defender la “civilización”, sólo cabe contestar que eso mismo decía Hitler, que no sólo perdió fáctica y éticamente, sino que quedó desautorizado para la eternidad, o al menos eso nos gustaría suponer.
Y regresando al hilo central del discurso, en el listado anterior, me faltaba ex profeso el Islam, o el conjunto de países cuyas ciudadanías profesan esa religión o modo de entender su vida y sociedades, lo cual es el quid de la cuestión. No dejo de ser consciente, al ir a hablar de ello, de que es mucho mi desconocimiento respecto de esa religión o manera de vivir y vivirse, y de que, seguramente, me será muy difícil, además, dejar de hacerlo desde la óptica de mi sistema de civilización –por no llamarlo eurocentrismo–, lo cual no podrá llevarme más que a inexactitudes, pero me pliego a hacerlo porque la alternativa sería permanecer callado y porque, en definitiva, mi desconocimiento tampoco creo que sea superior al del promedio de quienes tampoco dejan de decir durante estos días al hilo de los acontecimientos, algunos de ellos, por cierto, verdaderas indignidades y despropósitos, como Juan Manuel Prada, en ABC, sin ir más lejos.  http://www.abc.es/historico-opinion/index.asp?ff=20150110&idn=16254547188 
Lo que sí creo saber es que el Islam, como conjunto, y reconociendo asimismo la forzosa vaguedad de cualquier generalización, no ha realizado su Larga Marcha, por llamarlo de algún modo, no ha pasado por su Revolución francesa, no ha atravesado su revolución industrial, no ha forjado sus alianzas militares estables y de intereses, no ha tenido su Gandhi, su Lenin, su Mao, su Washington ni su Voltaire y, fundamentalmente, no ha realizado la imprescindible separación de religión y estado que sí ha acometido el resto del mundo, con el indudable éxito descrito más arriba. Y el resultado de todo ello, visto y entendido desde aquí, desde “Occidente”, es una extraordinaria dificultad mutua de comprensión, porque desde aquí, insisto, hay demasiadas razones para entender que el Islam no ha ingresado en el mundo moderno más que en determinados aspectos, por desgracia secundarios.
Y por muy equivocado que pueda ser este juicio, lo cierto es que corresponde a una “impresión” o “sensación” generalizada en todo “Occidente”, que tiene que tener por fuerza sus causas. Y aunque siempre cabría argumentar, es evidente, que la causa de este estado de opinión es que nuestras autoridades, universidades y medios nos embaucan con cuentos, que razones hay para ello, y porque intentarlo, es bien cierto que lo intentan demasiadas instituciones y demasiadas veces, da ciertamente, por otra parte, la sensación de que no puede ser tanto ni tan totalitariamente como para poder causar tan generado estado de opinión, para que tan enorme cantidad de gente pueda, o podamos, estar tan por completo engañados.
Y ni que decir tiene que puede ser del todo legítimo no desear ingresar en la Edad Moderna, pero lo cierto es que esto lleva a irresolubles problemas de relación entre unas y otras comunidades de seres humanos. Sin embargo, en lo sustancial, sí existe un criterio evidente para “pesar” estados de civilización y este no es otro que el de los flujos migratorios. La gente no huía de Roma hacia la Selva Negra, ni de la antigua Alemania Occidental a la Alemania del Este, ni de Estados Unidos a Méjico. E igualmente no huye de Europa al Magreb, ni a Afganistán o a Pakistán. Los movimientos ocurrían y ocurren en sentido inverso, tal es la realidad que, sin duda, puede resultar muy incómoda. Pero más incómodo es tener que huir, cabe también matizar.
Y esto es, en sí, un veredicto, un plebiscito, porque, si no se mueven todavía más ciertas poblaciones hacia otros países y civilizaciones, no es sino por la decisión de no acogerlas y rechazarlas, dicho sea de paso, que no por la de no desear hacerlo quienes no caben en sus propios corsés. Y, evidentemente, de lo que se huye principalmente es de la pobreza, el hambre y la violencia, pero muchos también escapan de otro tipo de hambre: la de la libertad, y esto sí requiere más explicación.
Y aquí regresamos al quid de la cuestión, que es la renuncia al ingreso en la Modernidad. Y hubo un momento, es cierto, hasta los años 60-70 del siglo XX, en que parecía que, efectivamente, sí se movía el Islam, o siquiera el Magreb, en dirección al mundo moderno, hacia la misma integración de civilizaciones que el resto de países muy dispares estaban empezando a acometer. Y no sólo en lo económico y tecnológico, sino en lo fundamental, lo sociológico, lo civilizador.
Las figuras de Ataturk y Nasser, en definitiva dos autócratas, pero dos hombres fuera de lo común, sacudieron y removieron todo el Islam, pero resultó un movimiento abortado cuya finalización se extendió como en un dominó. Fue lo más próximo, junto a las recientes revoluciones árabes, acabadas todas ellas en agua de borrajas mientras no se demuestre lo contrario, a un intento de acercamiento del mundo árabe a los parámetros sociológicos del resto del mundo, y de todo ello, sólo de Turquía, aunque con demasiados matices, se podría proclamar que ha recorrido ya una parte de ese camino, si bien todavía con grandes dificultades y con ese viejo mecanismo de dos pasos adelante y uno atrás, que muy bien puede ser sana prudencia, pero que también consume, descorazona y no acaba nunca de despejar contradicciones ni de arribar a soluciones.
Y es que, en definitiva, y una vez más con la coletilla de ‘visto desde aquí’, se percibe la sensación de que el Islam pretende regirse, en todo y para la eternidad, por un código de pastores del siglo VII para circular por los meandros del XXI, y esto es algo que a muchos nos parece del todo incomprensible. Porque, de hecho, la principal labor de “Occidente” consistió durante varios siglos en desprenderse de códigos equivalentes, de matriz igualmente religiosa y constrictores de la realidad y de la innovación, desde la moral a la técnica. Pero, aun en el remoto supuesto de que se lograra alcanzar tal encaje con algún éxito, lo que parecería todavía más difícil de lograr es convencer a los poseedores de códigos del siglo XXI para que se rijan por los del siglo VII. Lasciate ogni speranza, cabría añadir.
Sin embargo, esta es la sensación que se percibe en “Occidente”, no ya tanto la muy simplista de que ‘con su pan se lo coman’, que hasta ahí, vaya y pase, sino por la mucho más y claramente sentida de ‘por aquí nosotros no vamos a pasar’, y esta sí compartida hondamente por sus élites y su población de a pie. Porque no cabe duda de que ni con un atentado ni con diez, ni con millares de ellos, podría estar en condiciones el universo del islamismo fundamentalista de socavar la presunción occidental de vivir en un mundo bastante mejor que el suyo. O de que el suyo resulta, aquí y desde aquí, en buena parte incomprensible e inaceptable. Y valga esto, dicho desde Japón, desde Francia, desde Australia o desde Argentina.
Y hasta aquí las razones para sentirnos orgullosos de nuestros valores de civilización. Porque, sin embargo, en nuestro sempiterno discurso dirigido a nuestro ombligo -esa onfaloscopia, en el hermoso neologismo de don Rafael Sánchez Ferlosio con el que tantas veces señala el mejor de nuestros escritores nuestros peores vicios-, omitimos el ser conscientes de nuestras culpas por ese estar mirando siempre más que complacidos hacia nuestros éxitos, casi tanto como hacia la cartera, lo que ya es mirarse con globalizada ternura.

Lo que no podemos defender, pues.

Y es que lo que no podemos defender, como sociedades tomadas una por una y como civilización occidental en su conjunto, es el papel que nuestra misma civilización ha desempeñado y desempeña en el propio conflicto del Islam consigo mismo, y en el nuestro, donde lo haya, con él.
“Occidente” es responsable históricamente de su colonialismo de los siglos anteriores y de prácticas comerciales, económicas, industriales y militares que no fueron otra cosa que rapiña portadora de devastación en tierra ajena, con su consecuencia de pobreza y de la más honda corrupción en la propia.
Y es responsable actualmente, no sólo de los males de una globalización económica sin el necesario apoyo, moderación y sustento de una gobernación responsable e igualmente global, sino del neocolonialismo, con su ventajas para nosotros, las que sean, pero ni que decir tiene, peor que mal repartidas, y con sus depredaciones, que padecen en su inmensa mayoría los de siempre, los más desgraciados de aquí y casi todos de los de ellos, el tercer mundo, menos sus sátrapas, que son los mismos que los nuestros en lo tocante a calidad o indignidad humana, pero que están sometidos a menos controles, los que sí existen en “Occidente”, siquiera contemplado el asunto de forma comparativa.
Con esta realidad de nuestro ‘debe’, como tenemos en el ‘haber’ nuestra ciencia, nuestra tecnología y nuestro régimen, sin duda perfectible, de libertades, es con lo que tenemos que convivir, pero también tratar de convencer a quienes, como los afganos, por ejemplo, por hache o por be y sin haber sido nunca llamados a ello, y véase los persas primero, los británicos luego, después los rusos y los norteamericanos, invadimos y maltratamos a sangre y fuego en nombre de nuestro “civilizado” sentir.
¿Que su régimen y costumbres son odiosos para nosotros? Desde luego. Pero bombardeando sus casas y matando a sus niños no los llevaremos jamás a convencerse de nuestra autoproclamada bondad. ¿Qué logró la invasión francesa en España en la Guerra de la Independencia? Que el pueblo se apiñara alrededor de un tirano odioso y lo erigiera en su símbolo. Y retrasar, además, un puñado de decenios el arraigar de un proceso que, lentamente, sin duda, se había iniciado para integrarse en esa modernidad de la que Francia era entonces adalid.
Pero, y aun más hoy en día, decir que se exporta tolerancia y civilización destripando poblaciones es una contradicción en términos de tal magnitud que nadie puede asumirla, ni un espíritu libre ni tampoco uno sometido, de la misma manera que nadie aquí podemos asumir los atentados islamistas y la repetida carnicería a la que ellos mismos someten a sus poblaciones en sus territorios y no digamos ya, cuando nos las traen a los nuestros.
Pero son las dos caras de una misma moneda y escarbar y ahondar en quién empezó antes nos llevaría a las cruzadas, al siglo VI, al Imperio romano, a Hammurabi, a dos antropoides con clava matándose por una nuez...
No hay solución ni posibilidad de acuerdo desde el y tú más, y tú antes, y menos cuando dos monos comparten los mismos pecados, y a nosotros va a venir nadie a decírnoslo, precisamente, pero, con la memoria y la historia en la mano, y con los hechos mismos del presente, no cabe dejar de anotar una serie de consideraciones que, por desgracia, están en el ‘debe’ de nuestro civilizado “Occidente”.
Una, que el momento del nacimiento del panarabismo hacia un estado ‘mejor’, entendido desde nuestros actuales puntos de vista, no fue así considerado por las potencias occidentales de entonces, y el conflicto del Canal de Suez, en el año 1956, además de una catástrofe política en Occidente, que a punto estuvo de llevar a un enfrentamiento militar de Estados Unidos contra Francia y Gran Bretaña, supuso el nacimiento de Israel como potencia militar en la zona y el desmantelamiento del viaje hacia la modernidad de Egipto, concluido definitivamente con la posterior pérdida de sus guerras con Israel.
En ese momento, y con el conflicto de la descolonización e independencia de la Argelia francesa en plena actividad, el surgimiento de Egipto y el Magreb como pequeña potencia, no sólo militar sino, fundamentalmente, social, fue impedido por “Occidente” y hasta hoy la zona no ha recuperado las potencialidades que apuntaba en la época, con un socialismo propio muy matizado por el Islam e impulsado por la entonces Unión Soviética. El sentimiento percibido entonces por el mundo árabe fue el de una puñalada recibida por la espalda desde “Occidente”, y con toda la razón, cabe añadir. Seguidamente, los posteriores desarrollos de los conflictos con Israel jamás aportaron nuevas razones para que de verdad Egipto y el mundo árabe pudiera confiar y colaborar con “Occidente” como un socio en lugar de como semicolonias todavía sometidas a dictados exteriores. Se han perdido, pues, casi tres generaciones en el conflicto y el propio y deseado viaje de la zona hacia la modernidad, que a buen seguro hubiera arrastrado a buena parte del Islam en la misma dirección.
Más tarde, la crisis petrolera de los primeros setenta, trajo al mundo el poder económico de las monarquía petroleras, con las cuales, energía de por medio, el mundo transigió. Pero, una vez más, en un juego de culpas del que resulta difícil saber quién las tuvo mayores, y también como consecuencia de la Guerra Fría, por el papel de la Unión Soviética y por el inmenso río de corrupción que aún sigue fluyendo sin fin, del bolsillo del comprador al vendedor y de vuelta del vendedor al comprador para pagar silencios y comprar acuerdos, la cuestión social en los países petroleros fue tapada con la mayor diligencia y persistencia, permaneciendo así esas islas de medioevo, no sólo intactas y sempiternas en sus arenales, sino después exportadoras de fundamentalismo, del que el caso de Ben Laden no es más que el más mediático de entre otros muchos similares.
Así, y después las inacabables guerras por el control del petróleo, en las que “Occidente” nunca ha dejado de intervenir, y cuyos beneficios son de tal magnitud que lo han llevado hasta a permitirse el lujo insensato de no alterar su modelo energético, como bien hubiera podido y debido hacer, de obrar de verdad en nombre del bien público de sus poblaciones, empujándolo a verse abocado, en consecuencia, a seguir alimentando esos fundamentalismos que con la otra mano dice aborrecer.
Pues tal es, en efecto, la contradicción, por hoy irresoluble, de tratar con semejantes proveedores. No sólo no ha sido posible destinar un dólar para el despegue hacia una modernidad no sólo económica, que sí ha sido un éxito (aunque inverosímil sería que no fuera así con semejante río de dólares percibidos por el petróleo), sino social, de las monarquías petroleras, sino que el dinero de “Occidente” se ha acabado empleando en parte por estas para financiar el fundamentalismo islámico y, como consecuencia de ello, el terrorismo.
Y el listado, clásico, de horrores de esos estados da vergüenza escribirlo y tener que conocerlo. La posición de la mujer, la barbarie insoportable de sus legislaciones penales, la imposición e intrasigencia religiosa, el trato a las poblaciones de terceros países del tercer mundo que trabajan en ellas... No se puede compilar una lista sin horror y sin asco, así como no se puede concebir que nuestras calefacciones y energía necesaria para mover nuestra sociedad industrial tengan que soportar esta contrapartida sólo para que algunos millares de millonarios puedan seguir con su negocio y que estos mismos millonarios, a su vez, sean los que efectivamente impidan que disfrutemos de alternativas energéticas, hoy del todo plausibles y mucho más aun si estas alternativas se hubieran empezado a desarrollar con apoyos públicos hace dos, tres, cuatro decenios. Pero así es y sólo cabe registrarlo.
Finalmente, añadir que, además, lo que tenemos en tantos lugares de “Occidente”, eso que llamamos terrorismo islámico, no es más que una consecuencia, en nuestros territorios bien modesta, por más que su reflejo mediático sea extremo, de un conjunto de guerra civiles o étnicas, religiosas y entre estados que enfrentan a unos países islámicos con otros, a unas facciones con otras, a unas sectas del Islam con otras, a las poblaciones sometidas a regímenes inhumanos con sus sátrapas y dictadores. Hace cien años, seguramente, no nos habríamos ni enterado. Una masacre más en cualquier remoto lugar. El problema es que ya no quedan lugares remotos ni en dirección del país rico al pobre, ni viceversa. Nosotros, o nuestros millonarios, más bien, hemos querido y traído la globalización y suspirado por ella. Pues bien, ahí la tenemos, pero no sólo trae beneficios, como mendaz e insistentemente se proclama desde todas partes. Tiene también muchas y muy indeseables contrapartidas.
Y sí cabe registrar, para concluir, la ceguera, si no el engaño de cuántos dicen gobernarnos para nuestro bien. Estos días últimos han sido días de auténticos excesos absurdos, de imbecilidad social y mediática, de identificaciones y uniones contra natura, de pérdida de la brújula intelectiva por parte de demasiados, de exhibición de actitudes y comportamientos inverosímiles, días de peligrosa deriva hacia la toma de decisiones indeseables, muchas de ellas, seguramente insensatas.
El clamor de tantos para acabar con Schengen, por ejemplo. Pero ¿por qué, por Alá misericordioso? ¿Es que acaso los asesinos de los periodistas no eran franceses nacidos en Francia? ¿Habría que impedirles caminar por Francia por ser sus padres argelinos? ¿Serviría impedirles vivir en Alemania, si donde quieren matar es en Francia y son franceses? ¿Debe extraerse, en consecuencia, la conclusión, a lo Marine Le Pen, es decir, sencillamente fascista, de mandar a todos los argelinos a Argelia y a los turcos a Turquía? ¿Qué nueva barbarie es esto? Están todos los libros de historia llenos de las justificadas quejas y lamentaciones por las criminales y catastróficas decisiones tomadas, en contra de sus propios intereses, por la muy imperial decisión de Castilla o de España de entonces de expulsar a sus judíos y a sus árabes, en 1492 y en 1609. Y vienen ahora estos solones a proponernos la expulsión de poblaciones y el cierre de fronteras como remedio al terrorismo. Valiente modernidad de hallazgo.
Quiten Schengen, si así lo desean nuestros imbecilizados mandocantanos, y acaben con este simulacro vergonzante de Europa unida, pero no nos vengan a decir que la causa para ello son diez atentados en diez años en treinta países. Hasta la más rara de las enfermedades infrecuentes se ha cobrado más víctimas en ese mismo tiempo. Y es que perder el sentido de la medida equivale a perder la razón y el sentido común, es someterse al dictado del día a día, con sus aconteceres puntuales, en vez de pensar, legislar, actuar y proceder a largo plazo, serena, calculada, eficazmente. Es como proponer abolir los ferrocarriles porque de vez en cuando se produce un accidente.
Y así, ayer, un humorista francés sin sentido de la oportunidad, pero humorista, un hombre ingenioso, pero discutible, pero no sin duda un asesino, ha acabado por pagar los platos rotos, dando con sus huesos en la cárcel, por unos servicios franceses de seguridad incapaces, tan incapaces como para tener localizados previamente a los asesinos y, sin embargo, haberles dado la oportunidad de actuar y a sus cómplices de huir. Si esta va a ser la cosecha de éxitos contra el terrorismo por el ‘necesario’ y ‘beneficioso’ cambio de leyes al respecto, venga Dios, el que prefieran, lo vea y perdone a cuantos idiotas sea menester, de esos que no tienen sentido del humor, pero sí porras y decretos ley. Quien no sepa o no quiera distinguir la palabra y la sátira o incluso el sarcasmo de los hechos delictivos, que prohíba la Celestina, el Quijote o a Molière, y se ponga a así a parecida altura intelectual y moral de quienes le descerrajan un cargador de Kalashnikov a quien hace un chiste o expresa una opinión, incluso estúpida.
Porque, y lo tengo claro, si a mí me preguntaran qué es mejor, padecer una muerte de algunos inocentes de vez en cuando o padecer un régimen donde las libertades desaparecen y donde se encarcela, por sistema y preventivamente a sospechosos que aún no han cometido un delito, sólo por su supuesta proclividad a cometerlo, y donde también se encarcela a sospechosos inocentes por completo y que jamás fueran a cometer tales delitos, y sólo por la imposibilidad de separar el grano de la paja, sin duda, yo preferiría la primera hipótesis, por dolorosa que resulte. De hecho, ha sido precisamente este argumento, la imposibilidad de la separación del grano de la paja y la constatación del hecho repetido de que muchísimos inocentes acabaron su vida ejecutados por delitos que no cometieron, la principal razón para desterrar la pena de muerte en este ‘Occidente intelectual’ que decimos defender.
¿Qué ocurre ahora entonces, que la validez de este argumento, hasta ahora irrefutable, queda de pronto en entredicho sólo para que determinados órganos de poder puedan demostrar una eficacia en el desempeño de sus tareas protectoras que, de otra manera, no son capaces de llevar a cabo? Es, sencillamente una vergüenza, y una demostración más de las capacidades intelectivas de los trileros que, para nuestra desgracia, nos gobiernan. Y no sólo en España, bien se entiende.
Y así, entonces pasamos del terrorismo al ‘horrorismo’ –que yo también se pergeñar neologismos como cualquier bachiller en su twitter– y a la amenaza de las detenciones indiscriminadas, a la de bordear de nuevo lo extrajudicial o de que lo judicial vuelva a sumirse en la nebulosa que tanto parece gustar al político, dotándose del poder de autorizarse a adoptar decisiones no avaladas por quienes deben hacerlo, el poder judicial, y sí por sí mismo, con su continuada pretensión de acudir al decreto ley, a las escuchas e investigaciones sin control, al recurso a las excepciones de ley para casi todo, a la discrecionalidad de los ministros del interior. Esa que tantos sabemos que acaba trayendo detrás la de los ministros de defensa, por decirlo suave.
Y pasamos, además, a ese otro verdadero horrorismo de las imágenes de estos días, con esos jefes de estado aislados, desvinculados, apartados y sí, desde luego, del todo aterrorizados ante la idea de verse envueltos por sus propias ciudadanías para marchar junto con ellas a entonar su más que legítima protesta contra la barbarie. ¿Qué daño no habrán hecho esas imágenes de esos mandatarios esterilizados, envueltos en el celofán de su lejanía, en la distancia de su seguridad artificial, marchando ajenos, apartados, separados del pueblo al cual proclaman defender?
¿Podrán después de esas fotos, a una manzana de distancia de la población pero a una civilización entera de distancia de la comprensión de qué es el saber gobernar y dirigir, y protegidos y separados por medio ejército de aquellos que seguramente nada iban a hacerles más que agradecerles el mezclarse con ellos y el encabezarlos, podrán de verdad seguir diciendo que el grito de ‘no nos representan’, nuestra última aportación a la modernidad, y no pequeña, esté injustificado, sea una iniquidad, no se corresponda con la realidad?
Es horrorismo y nuestras principales autoridades son auténticos horroristas. Produce verdadero horror verlos, saberlos, conocerlos, padecerlos. Mil veces mejor hubieran quedado en sus casas, leyendo un comunicado más amparados por la bandera y el logotipo correspondiente. No reconfortaría, pero siquiera produciría menos arcadas.
Sin embargo, para terminar, sí existe un lugar de esperanza al cual acogerse. Hace sesenta años, como indiqué al inicio del texto, nosotros éramos, a bastantes efectos, nuestro propio Islam, casi eso mismo que ahora le afeamos a otros. Padecíamos gobiernos efectivamente teocráticos, dictatoriales y muy escasamente democráticos y nos parecíamos mucho más a nuestras mismas poblaciones aún en el siglo XVIII de lo que hoy nos parecemos a nosotros mismos vistos hace sesenta años.
Y este indica que un largo y maravilloso camino bien puede recorrerse en el transcurso de dos, tres generaciones. Y China, sin duda, es el ejemplo viviente de cuánto se puede caminar en apenas medio siglo. No queda sino desear que el Islam logre emprender esa ruta y que pueda, además, seguir orando tranquilamente en sus mezquitas, como aquellos de nosotros, o de los japoneses, o de los aztecas y todos cuantos lo deseen en cualquier lugar, puedan seguir haciéndolo en sus templos. Pero libremente, no llevados a punta de culata por nadie ni sometidos por un adoctrinamientos forzoso y único.
Y el resto os será dado por añadidura, como dijo uno que puso un negocio de eso mismo precisamente, de templos.