Lo
que defendemos.
Cuando
yo nací, en el año 1954, en una buena mitad de los ya entonces
autoproclamados, civilizados y avanzados países de la Europa de
entonces, al final de la Segunda Guerra Mundial, se le acababa de
otorgar el derecho al voto a las mujeres desde hacía apenas un puñado de años y con no pocas opiniones en contra. Es decir, mi madre lo obtuvo
ya en su edad más que adulta y mis abuelas en su madurez más que
avanzada. Tenían hijos, titulaciones, trabajaban... pero en media
Europa las mujeres no podían votar. Y en otros países, España
entre ellos, este derecho, hoy tan elemental que se nos olvida cuál
es su verdadero peso, se había alcanzado apenas una, dos, tres
decenas de años atrás. Es decir, no hace un siglo. En el resto del
mundo de entonces, tal derecho no existía sin más. En algunos,
empezaba a concebirse, en otros, era simple derecho-ficción.
Y
los ordenamientos jurídicos en estos mismos países ‘avanzados’,
adornados con el apellido de democráticos o sin él, no contemplaban
en su inmensa mayoría el derecho al divorcio, al aborto, a la
libertad religiosa o a la libertad de no profesar una religión, a la
libertad de expresión, a la libertad de prensa y opinión, tampoco
la desaparición de la censura militar, civil y de prensa, la pena de
muerte era prácticamente omnipresente y la tortura y los castigos
corporales resultaban, como mínimo, tolerados, si no una práctica
común y en uso.
Y
el servicio militar era obligatorio casi sin excepciones, no existía
el derecho a la objeción de conciencia, la homosexualidad se
castigaba social y penalmente, no se imaginaba ni remotamente la
posibilidad del matrimonio homosexual, la igualdad de derechos entre
hombres y mujeres, casi a cualquier efecto que quisiera considerarse,
no existía, y en muchos de esos mismos países, en los Estados
Unidos de América, sin ir más lejos, el racismo de estado seguía
por completo vigente con leyes que lo promovían y lo sancionaban
como bueno y necesario, y la carta de declaración de los derechos
humanos de la recién nacida ONU era, en la práctica, una fábula
piadosa todavía por llevar a la realidad en prácticamente cualquier
lugar, nuestro benemérito “Occidente” incluido.
Este
era el mundo al que vine hace sesenta años, no trescientos, y este
era el cuadro que podía describirse en todos los países, algunos
derechos arriba o abajo, y este, el Occidente desde el que hoy tanto
pontificamos sobre nuestra modernidad y bondad, aunque ahora, sin
duda, con mejor razón en lo tocante a libertades y derechos.
Y
no hablemos ya del mismo cuadro, si contemplado otros cien o ciento
cincuenta años atrás, en aquellos mismos países. Existía aún la
esclavitud en buena parte de ellos, las penas corporales eran
atroces, la pena de muerte se aplicaba en no pocos casos por
comportamientos que hoy ni siquiera tienen tipificación penal y las
ejecuciones eran públicas y, a menudo, literalmente dignas de
bestias salvajes, si esto no fuera estigmatizar injustamente a las
bestias.
La
cárcel era el lugar natural en el que se acababa por razón de
pobreza o por deudas, no sólo por la comisión de delitos. La
Inquisición y la intolerancia religiosa permanecían, no existía
separación iglesia-estado, y donde esta apuntaba, era un puro decir,
si no un espectro, las vesanias de lo “militar o lo “policial”
sobre lo “civil” eran algo hoy también inimaginable y las listas
de derechos enumerados arriba no existían en buena parte, pero ni
siquiera en la imaginación del más utópico, benigno, avanzado y
mejor intencionado de los filósofos ilustrados.
Pero
lo verdaderamente maravilloso de esta recapitulación hacia un pasado
no tan lejano, aunque prendida con alfileres y en la que tanto
faltará por anotar, es que en todos los apartados enunciados, y en
muchos más, no se ha hecho otra cosa que avanzar, y mucho, y deprisa, en el
sentido de extender los derechos inherentes a las personas, por ser
tales, y en el de alumbrar, proteger y tipificar otros muchos, como
las protecciones sociales, que me ahorro describir, y de los que
tantos nos sentimos orgullosos casi en la misma medida en la que
solicitamos su extensión y mejora... Así como de los nuevos
derechos que ya se van apuntando para el porvenir.
Y
este, y no otro, es el verdadero y colosal tesoro que tenemos que
defender y del que somos beneficiarios los ciudadanos que tenemos la
fortuna de vivir hoy en lo que llamamos “Occidente”. Pero
ciudadanos que somos, además, o así debiera de ser entendido,
depositarios y fiduciarios de este mismo tesoro junto con la
obligación, para mí moral, de dichas ciudadanías y de sus
representantes y dirigentes de aumentarlo y entregarlo mejorado a las
sucesivas generaciones.
Esto
es lo que se entiende, o al menos yo lo entiendo así, como la idea
central del progreso, que incluye tanto aspectos abstractos, es decir
éticos, políticos y jurídicos, como también prácticos, el
primero de ellos, el justo manejo de lo económico. Y es un progreso
que, curiosamente, contiene también completo en su seno el concepto
de conservación, la de toda la enormidad de estos mismos beneficios,
lo que nos permite incluir, asimismo, a los conservadores, igualmente
usufructuarios de todos estos bienes jurídicos y sociales, obtenidos
tantas veces a su pesar, pero que una vez disfrutados, tampoco ellos
están dispuestos ya a perder. Y, como es lógico, convendría
apostillar.
Y
esto ocurre así en un “Occidente”, por seguir poniéndole un
nombre, aunque este nombre carezca ya por completo hoy de cualquier
lógica geográfica, a cuyo seno ideológico, si bien a unas u otras
velocidades, se incorpora el mundo en una buena parte de su
totalidad. Porque, en lo sustancial, y aun con todos los matices que
se desee aportar, no puede excluirse, ni de las consideraciones
anteriores ni de este mundo de la modernidad, a ese enorme continente
artificial que se llama Rusia. Así como entran también en esa
república global de la civilización, ya a marchas forzadas, a ritmo
de crucero o demasiado poco a poco, como cada cual prefiera, China,
India, el subcontinente asiático, Sudamérica y Centroamérica y
algunos países de África.
Oceanía
pertenece a él, el microcosmos japonés, igualmente y, de nuevo y
con cuantos matices y asimetrías se deseen considerar, lo cierto es
que se trata de un acontecer absolutamente global que trae bienestar
a cualquier ciudadanía a la que alcanza. Y, curiosamente, en sus
fundamentos, no se debe tan sólo a lo económico, hoy tan ensalzado,
sino más bien a la existencia de la Ilustración, por no remontarse
al Derecho Romano, de la Revolución francesa, de la Constitución
Americana, a la Carta Internacional de los Derechos Humanos de la ONU
y a otras varias recomendaciones y corpus legales del mismo organismo
que, por más que siempre ojalativos y aun con cicatería,
continuadamente fueron siendo llevados a la práctica. Todo ello en
su conjunto es lo que ha ido trayendo una mejora constante de las
formas de nuestra civilización. Y merced a estas construcciones
teóricas y legales que, de enseñarse, publicitarse, imponerse y
recomendarse, como ocurrió con la Biblia, el Corán, el Talmud y
tantos otros libros “sagrados”, bastante mejor y más tempranero
gallo nos hubiera cantado a todos los seres humanos.
Porque
ese es el núcleo central de lo que cualquiera entiende en nuestros
bendecidos países de “Occidente” como sus libertades y sus
derechos, por más mediatizados y en peligro que se encuentren todos
ellos acá, allá y acullá. Pero lo cierto es que tales derechos,
son los unos consecuencia de otros anteriores, todos ellos alcanzados
en su día, atravesando grandes penalidades y conflictos, y que
configuran en su conjunto un bloque de libertades y de beneficios sin
cuento que ha costado obtener, en tiempo, todo el transcurso de la
edad Moderna y de la Contemporánea, y que, a mi entender, y al de
muchísimos otros, no son negociables, no es posible retrotraerlos y
resultan irrenunciables.
Esto
es lo que, frente a cualquier atentado, y el de Charlie Hebdo no ha
sido más que el último de una serie de ellos, podemos y debemos
defender como nuestros “activos” o los activos de “Occidente”,
y son tantos y tan fundamentales que no cabe otra cosa que
felicitarse de su existencia y, por supuesto, adoptar la firme
decisión de defenderlos. Aunque muy otra cosa será el cómo se
defiendan, pues parece correcto suponer que estos mismos logros y
estado de civilización contienen también en su seno las recetas
para no caer en lo que no es legítimo ni razonable hacer para
defenderlos, por contraproducente, o aun, si no lo fuera, por
inhumano.
Así,
esos pudrideros de las vidas, de la razón y de la humanidad, y ese
entierro moral, además, de quienes los propugnan, como Guantánamo y
los hechos allí acontecidos, no sólo no defienden a nadie de nada,
sino que pasan a ser, por lógica elemental, causa de nuevos
desastres en el sentido de lo que, precisamente, se pretende evitar
con su vergonzosa existencia. Luego, si alguien, en alguna parte,
todavía propugna adoptar estos métodos para defender la
“civilización”, sólo cabe contestar que eso mismo decía
Hitler, que no sólo perdió fáctica y éticamente, sino que quedó
desautorizado para la eternidad, o al menos eso nos gustaría
suponer.
Y
regresando al hilo central del discurso, en el listado anterior, me
faltaba ex profeso el Islam, o el conjunto de países cuyas
ciudadanías profesan esa religión o modo de entender su vida y
sociedades, lo cual es el quid de la cuestión. No dejo de ser
consciente, al ir a hablar de ello, de que es mucho mi
desconocimiento respecto de esa religión o manera de vivir y
vivirse, y de que, seguramente, me será muy difícil, además, dejar
de hacerlo desde la óptica de mi sistema de civilización –por no
llamarlo eurocentrismo–, lo cual no podrá llevarme más que a
inexactitudes, pero me pliego a hacerlo porque la alternativa sería
permanecer callado y porque, en definitiva, mi desconocimiento
tampoco creo que sea superior al del promedio de quienes tampoco
dejan de decir durante estos días al hilo de los acontecimientos,
algunos de ellos, por cierto, verdaderas indignidades y
despropósitos, como Juan Manuel Prada, en ABC, sin ir más lejos.
http://www.abc.es/historico-opinion/index.asp?ff=20150110&idn=16254547188
Lo
que sí creo saber es que el Islam, como conjunto, y reconociendo
asimismo la forzosa vaguedad de cualquier generalización, no ha
realizado su Larga Marcha, por llamarlo de algún modo, no ha pasado
por su Revolución francesa, no ha atravesado su revolución
industrial, no ha forjado sus alianzas militares estables y de
intereses, no ha tenido su Gandhi, su Lenin, su Mao, su Washington ni
su Voltaire y, fundamentalmente, no ha realizado la imprescindible
separación de religión y estado que sí ha acometido el resto del
mundo, con el indudable éxito descrito más arriba. Y el resultado
de todo ello, visto y entendido desde aquí, desde “Occidente”,
es una extraordinaria dificultad mutua de comprensión, porque desde
aquí, insisto, hay demasiadas razones para entender que el Islam no
ha ingresado en el mundo moderno más que en determinados aspectos,
por desgracia secundarios.
Y
por muy equivocado que pueda ser este juicio, lo cierto es que
corresponde a una “impresión” o “sensación” generalizada en
todo “Occidente”, que tiene que tener por fuerza sus causas. Y
aunque siempre cabría argumentar, es evidente, que la causa de este
estado de opinión es que nuestras autoridades, universidades y
medios nos embaucan con cuentos, que razones hay para ello, y porque
intentarlo, es bien cierto que lo intentan demasiadas instituciones y
demasiadas veces, da ciertamente, por otra parte, la sensación de
que no puede ser tanto ni tan totalitariamente como para poder causar
tan generado estado de opinión, para que tan enorme cantidad de
gente pueda, o podamos, estar tan por completo engañados.
Y
ni que decir tiene que puede ser del todo legítimo no desear
ingresar en la Edad Moderna, pero lo cierto es que esto lleva a
irresolubles problemas de relación entre unas y otras comunidades de
seres humanos. Sin embargo, en lo sustancial, sí existe un criterio
evidente para “pesar” estados de civilización y este no es otro
que el de los flujos migratorios. La gente no huía de Roma hacia la
Selva Negra, ni de la antigua Alemania Occidental a la Alemania del
Este, ni de Estados Unidos a Méjico. E igualmente no huye de Europa
al Magreb, ni a Afganistán o a Pakistán. Los movimientos ocurrían
y ocurren en sentido inverso, tal es la realidad que, sin duda, puede
resultar muy incómoda. Pero más incómodo es tener que huir, cabe
también matizar.
Y
esto es, en sí, un veredicto, un plebiscito, porque, si no se mueven
todavía más ciertas poblaciones hacia otros países y
civilizaciones, no es sino por la decisión de no acogerlas y
rechazarlas, dicho sea de paso, que no por la de no desear hacerlo
quienes no caben en sus propios corsés. Y, evidentemente, de lo que
se huye principalmente es de la pobreza, el hambre y la violencia,
pero muchos también escapan de otro tipo de hambre: la de la
libertad, y esto sí requiere más explicación.
Y
aquí regresamos al quid de la cuestión, que es la renuncia al
ingreso en la Modernidad. Y hubo un momento, es cierto, hasta los
años 60-70 del siglo XX, en que parecía que, efectivamente, sí se
movía el Islam, o siquiera el Magreb, en dirección al mundo
moderno, hacia la misma integración de civilizaciones que el resto
de países muy dispares estaban empezando a acometer. Y no sólo en
lo económico y tecnológico, sino en lo fundamental, lo sociológico,
lo civilizador.
Las
figuras de Ataturk y Nasser, en definitiva dos autócratas, pero dos
hombres fuera de lo común, sacudieron y removieron todo el Islam,
pero resultó un movimiento abortado cuya finalización se extendió
como en un dominó. Fue lo más próximo, junto a las recientes
revoluciones árabes, acabadas todas ellas en agua de borrajas
mientras no se demuestre lo contrario, a un intento de acercamiento
del mundo árabe a los parámetros sociológicos del resto del mundo,
y de todo ello, sólo de Turquía, aunque con demasiados matices, se
podría proclamar que ha recorrido ya una parte de ese camino, si
bien todavía con grandes dificultades y con ese viejo mecanismo de
dos pasos adelante y uno atrás, que muy bien puede ser sana
prudencia, pero que también consume, descorazona y no acaba nunca de
despejar contradicciones ni de arribar a soluciones.
Y
es que, en definitiva, y una vez más con la coletilla de ‘visto
desde aquí’, se percibe la sensación de que el Islam pretende
regirse, en todo y para la eternidad, por un código de pastores del
siglo VII para circular por los meandros del XXI, y esto es algo que
a muchos nos parece del todo incomprensible. Porque, de hecho, la
principal labor de “Occidente” consistió durante varios siglos
en desprenderse de códigos equivalentes, de matriz igualmente
religiosa y constrictores de la realidad y de la innovación, desde
la moral a la técnica. Pero, aun en el remoto supuesto de que se
lograra alcanzar tal encaje con algún éxito, lo que parecería
todavía más difícil de lograr es convencer a los poseedores de
códigos del siglo XXI para que se rijan por los del siglo VII.
Lasciate ogni speranza,
cabría añadir.
Sin
embargo, esta es la sensación que se percibe en “Occidente”, no
ya tanto la muy simplista de que ‘con su pan se lo coman’, que
hasta ahí, vaya y pase, sino por la mucho más y claramente sentida de
‘por aquí nosotros no vamos a pasar’, y esta sí compartida
hondamente por sus élites y su población de a pie. Porque no cabe
duda de que ni con un atentado ni con diez, ni con millares de ellos,
podría estar en condiciones el universo del islamismo
fundamentalista de socavar la presunción occidental de vivir en un
mundo bastante mejor que el suyo. O de que el suyo resulta, aquí y
desde aquí, en buena parte incomprensible e inaceptable. Y valga esto,
dicho desde Japón, desde Francia, desde Australia o desde Argentina.
Y
hasta aquí las razones para sentirnos orgullosos de nuestros valores
de civilización. Porque, sin embargo, en nuestro sempiterno discurso
dirigido a nuestro ombligo -esa onfaloscopia, en el hermoso
neologismo de don Rafael Sánchez Ferlosio con el que tantas veces
señala el mejor de nuestros escritores nuestros peores vicios-,
omitimos el ser conscientes de nuestras culpas por ese estar mirando
siempre más que complacidos hacia nuestros éxitos, casi tanto como
hacia la cartera, lo que ya es mirarse con globalizada ternura.
Lo
que no podemos defender, pues.
Y
es que lo que no podemos defender, como sociedades tomadas una por
una y como civilización occidental en su conjunto, es el papel que
nuestra misma civilización ha desempeñado y desempeña en el propio
conflicto del Islam consigo mismo, y en el nuestro, donde lo haya,
con él.
“Occidente”
es responsable históricamente de su colonialismo de los siglos
anteriores y de prácticas comerciales, económicas, industriales y
militares que no fueron otra cosa que rapiña portadora de
devastación en tierra ajena, con su consecuencia de pobreza y de la
más honda corrupción en la propia.
Y
es responsable actualmente, no sólo de los males de una
globalización económica sin el necesario apoyo, moderación y
sustento de una gobernación responsable e igualmente global, sino
del neocolonialismo, con su ventajas para nosotros, las que sean,
pero ni que decir tiene, peor que mal repartidas, y con sus
depredaciones, que padecen en su inmensa mayoría los de siempre, los
más desgraciados de aquí y casi todos de los de ellos, el tercer
mundo, menos sus sátrapas, que son los mismos que los nuestros en lo
tocante a calidad o indignidad humana, pero que están sometidos a
menos controles, los que sí existen en “Occidente”, siquiera
contemplado el asunto de forma comparativa.
Con
esta realidad de nuestro ‘debe’, como tenemos en el ‘haber’
nuestra ciencia, nuestra tecnología y nuestro régimen, sin duda
perfectible, de libertades, es con lo que tenemos que convivir, pero
también tratar de convencer a quienes, como los afganos, por
ejemplo, por hache o por be y sin haber sido nunca llamados a ello, y
véase los persas primero, los británicos luego, después los rusos
y los norteamericanos, invadimos y maltratamos a sangre y fuego en
nombre de nuestro “civilizado” sentir.
¿Que
su régimen y costumbres son odiosos para nosotros? Desde luego. Pero
bombardeando sus casas y matando a sus niños no los llevaremos jamás
a convencerse de nuestra autoproclamada bondad. ¿Qué logró la
invasión francesa en España en la Guerra de la Independencia? Que
el pueblo se apiñara alrededor de un tirano odioso y lo erigiera en
su símbolo. Y retrasar, además, un puñado de decenios el arraigar
de un proceso que, lentamente, sin duda, se había iniciado para
integrarse en esa modernidad de la que Francia era entonces adalid.
Pero,
y aun más hoy en día, decir que se exporta tolerancia y civilización
destripando poblaciones es una contradicción en términos de tal
magnitud que nadie puede asumirla, ni un espíritu libre ni tampoco
uno sometido, de la misma manera que nadie aquí podemos asumir los
atentados islamistas y la repetida carnicería a la que ellos mismos
someten a sus poblaciones en sus territorios y no digamos ya, cuando
nos las traen a los nuestros.
Pero
son las dos caras de una misma moneda y escarbar y ahondar en quién
empezó antes nos llevaría a las cruzadas, al siglo VI, al Imperio
romano, a Hammurabi, a dos antropoides con clava matándose por una
nuez...
No
hay solución ni posibilidad de acuerdo desde el y tú más, y tú
antes, y menos cuando dos monos comparten los mismos pecados, y a
nosotros va a venir nadie a decírnoslo, precisamente, pero, con la
memoria y la historia en la mano, y con los hechos mismos del
presente, no cabe dejar de anotar una serie de consideraciones que,
por desgracia, están en el ‘debe’ de nuestro civilizado
“Occidente”.
Una,
que el momento del nacimiento del panarabismo hacia un estado ‘mejor’,
entendido desde nuestros actuales puntos de vista, no fue así
considerado por las potencias occidentales de entonces, y el
conflicto del Canal de Suez, en el año 1956, además de una
catástrofe política en Occidente, que a punto estuvo de llevar a un
enfrentamiento militar de Estados Unidos contra Francia y Gran
Bretaña, supuso el nacimiento de Israel como potencia militar en la
zona y el desmantelamiento del viaje hacia la modernidad de Egipto,
concluido definitivamente con la posterior pérdida de sus guerras
con Israel.
En
ese momento, y con el conflicto de la descolonización e
independencia de la Argelia francesa en plena actividad, el
surgimiento de Egipto y el Magreb como pequeña potencia, no sólo
militar sino, fundamentalmente, social, fue impedido por “Occidente”
y hasta hoy la zona no ha recuperado las potencialidades que apuntaba
en la época, con un socialismo propio muy matizado por el Islam e
impulsado por la entonces Unión Soviética. El sentimiento percibido
entonces por el mundo árabe fue el de una puñalada recibida por la
espalda desde “Occidente”, y con toda la razón, cabe añadir.
Seguidamente, los posteriores desarrollos de los conflictos con
Israel jamás aportaron nuevas razones para que de verdad Egipto y el
mundo árabe pudiera confiar y colaborar con “Occidente” como un
socio en lugar de como semicolonias todavía sometidas a dictados
exteriores. Se han perdido, pues, casi tres generaciones en el
conflicto y el propio y deseado viaje de la zona hacia la modernidad,
que a buen seguro hubiera arrastrado a buena parte del Islam en la
misma dirección.
Más
tarde, la crisis petrolera de los primeros setenta, trajo al mundo el
poder económico de las monarquía petroleras, con las cuales,
energía de por medio, el mundo transigió. Pero, una vez más, en un
juego de culpas del que resulta difícil saber quién las tuvo
mayores, y también como consecuencia de la Guerra Fría, por el
papel de la Unión Soviética y por el inmenso río de corrupción
que aún sigue fluyendo sin fin, del bolsillo del comprador al
vendedor y de vuelta del vendedor al comprador para pagar silencios y
comprar acuerdos, la cuestión social en los países petroleros fue
tapada con la mayor diligencia y persistencia, permaneciendo así
esas islas de medioevo, no sólo intactas y sempiternas en sus
arenales, sino después exportadoras de fundamentalismo, del que el
caso de Ben Laden no es más que el más mediático de entre otros
muchos similares.
Así,
y después las inacabables guerras por el control del petróleo, en
las que “Occidente” nunca ha dejado de intervenir, y cuyos
beneficios son de tal magnitud que lo han llevado hasta a permitirse
el lujo insensato de no alterar su modelo energético, como bien
hubiera podido y debido hacer, de obrar de verdad en nombre del bien
público de sus poblaciones, empujándolo a verse abocado, en
consecuencia, a seguir alimentando esos fundamentalismos que con la
otra mano dice aborrecer.
Pues
tal es, en efecto, la contradicción, por hoy irresoluble, de tratar
con semejantes proveedores. No sólo no ha sido posible destinar un
dólar para el despegue hacia una modernidad no sólo económica, que
sí ha sido un éxito (aunque inverosímil sería que no fuera así
con semejante río de dólares percibidos por el petróleo), sino
social, de las monarquías petroleras, sino que el dinero de
“Occidente” se ha acabado empleando en parte por estas para
financiar el fundamentalismo islámico y, como consecuencia de ello,
el terrorismo.
Y
el listado, clásico, de horrores de esos estados da vergüenza
escribirlo y tener que conocerlo. La posición de la mujer, la
barbarie insoportable de sus legislaciones penales, la imposición e intrasigencia religiosa, el trato a las
poblaciones de terceros países del tercer mundo que trabajan en
ellas... No se puede compilar una lista sin horror y sin asco, así
como no se puede concebir que nuestras calefacciones y energía
necesaria para mover nuestra sociedad industrial tengan que soportar
esta contrapartida sólo para que algunos millares de millonarios
puedan seguir con su negocio y que estos mismos millonarios, a su
vez, sean los que efectivamente impidan que disfrutemos de
alternativas energéticas, hoy del todo plausibles y mucho más aun
si estas alternativas se hubieran empezado a desarrollar con apoyos
públicos hace dos, tres, cuatro decenios. Pero así es y sólo cabe
registrarlo.
Finalmente,
añadir que, además, lo que tenemos en tantos lugares de
“Occidente”, eso que llamamos terrorismo islámico, no es más
que una consecuencia, en nuestros territorios bien modesta, por más
que su reflejo mediático sea extremo, de un conjunto de guerra
civiles o étnicas, religiosas y entre estados que enfrentan a unos
países islámicos con otros, a unas facciones con otras, a unas
sectas del Islam con otras, a las poblaciones sometidas a regímenes
inhumanos con sus sátrapas y dictadores. Hace cien años,
seguramente, no nos habríamos ni enterado. Una masacre más en
cualquier remoto lugar. El problema es que ya no quedan lugares
remotos ni en dirección del país rico al pobre, ni viceversa.
Nosotros, o nuestros millonarios, más bien, hemos querido y traído
la globalización y suspirado por ella. Pues bien, ahí la tenemos,
pero no sólo trae beneficios, como mendaz e insistentemente se
proclama desde todas partes. Tiene también muchas y muy indeseables
contrapartidas.
Y
sí cabe registrar, para concluir, la ceguera, si no el engaño de
cuántos dicen gobernarnos para nuestro bien. Estos días últimos
han sido días de auténticos excesos absurdos, de imbecilidad social
y mediática, de identificaciones y uniones contra natura, de pérdida
de la brújula intelectiva por parte de demasiados, de exhibición de
actitudes y comportamientos inverosímiles, días de peligrosa deriva
hacia la toma de decisiones indeseables, muchas de ellas, seguramente
insensatas.
El
clamor de tantos para acabar con Schengen, por ejemplo. Pero ¿por
qué, por Alá misericordioso? ¿Es que acaso los asesinos de los
periodistas no eran franceses nacidos en Francia? ¿Habría que
impedirles caminar por Francia por ser sus padres argelinos?
¿Serviría impedirles vivir en Alemania, si donde quieren matar es
en Francia y son franceses? ¿Debe extraerse, en consecuencia, la
conclusión, a lo Marine Le Pen, es decir, sencillamente fascista, de
mandar a todos los argelinos a Argelia y a los turcos a Turquía?
¿Qué nueva barbarie es esto? Están todos los libros de historia
llenos de las justificadas quejas y lamentaciones por las criminales
y catastróficas decisiones tomadas, en contra de sus propios
intereses, por la muy imperial decisión de Castilla o de España de entonces de expulsar a sus judíos y a
sus árabes, en 1492 y en 1609. Y vienen ahora estos solones a
proponernos la expulsión de poblaciones y el cierre de fronteras
como remedio al terrorismo. Valiente modernidad de hallazgo.
Quiten
Schengen, si así lo desean nuestros imbecilizados mandocantanos, y
acaben con este simulacro vergonzante de Europa unida, pero no nos
vengan a decir que la causa para ello son diez atentados en diez años
en treinta países. Hasta la más rara de las enfermedades
infrecuentes se ha cobrado más víctimas en ese mismo tiempo. Y es
que perder el sentido de la medida equivale a perder la razón y el
sentido común, es someterse al dictado del día a día, con sus
aconteceres puntuales, en vez de pensar, legislar, actuar y proceder
a largo plazo, serena, calculada, eficazmente. Es como proponer
abolir los ferrocarriles porque de vez en cuando se produce un
accidente.
Y
así, ayer, un humorista francés sin sentido de la oportunidad, pero
humorista, un hombre ingenioso, pero discutible, pero no sin duda un
asesino, ha acabado por pagar los platos rotos, dando con sus huesos
en la cárcel, por unos servicios franceses de seguridad incapaces,
tan incapaces como para tener localizados previamente a los asesinos
y, sin embargo, haberles dado la oportunidad de actuar y a sus
cómplices de huir. Si esta va a ser la cosecha de éxitos contra el
terrorismo por el ‘necesario’ y ‘beneficioso’ cambio de leyes
al respecto, venga Dios, el que prefieran, lo vea y perdone a cuantos
idiotas sea menester, de esos que no tienen sentido del humor, pero
sí porras y decretos ley. Quien no sepa o no quiera distinguir la
palabra y la sátira o incluso el sarcasmo de los hechos delictivos, que prohíba la
Celestina, el Quijote o a Molière, y se ponga a así a parecida
altura intelectual y moral de quienes le descerrajan un cargador de
Kalashnikov a quien hace un chiste o expresa una opinión, incluso
estúpida.
Porque,
y lo tengo claro, si a mí me preguntaran qué es mejor, padecer
una muerte de algunos inocentes de vez en cuando o padecer un régimen
donde las libertades desaparecen y donde se encarcela, por sistema y
preventivamente a sospechosos que aún no han cometido un delito,
sólo por su supuesta proclividad a cometerlo, y donde también se
encarcela a sospechosos inocentes por completo y que jamás fueran a
cometer tales delitos, y sólo por la imposibilidad de separar el
grano de la paja, sin duda, yo preferiría la primera hipótesis, por
dolorosa que resulte. De hecho, ha sido precisamente este argumento,
la imposibilidad de la separación del grano de la paja y la
constatación del hecho repetido de que muchísimos inocentes
acabaron su vida ejecutados por delitos que no cometieron, la principal razón para desterrar la pena de muerte en este ‘Occidente
intelectual’ que decimos defender.
¿Qué
ocurre ahora entonces, que la validez de este argumento, hasta ahora
irrefutable, queda de pronto en entredicho sólo para que
determinados órganos de poder puedan demostrar una eficacia en el
desempeño de sus tareas protectoras que, de otra manera, no son
capaces de llevar a cabo? Es, sencillamente una vergüenza, y una
demostración más de las capacidades intelectivas de los trileros
que, para nuestra desgracia, nos gobiernan. Y no sólo en España,
bien se entiende.
Y
así, entonces pasamos del terrorismo al ‘horrorismo’ –que yo
también se pergeñar neologismos como cualquier bachiller en su twitter–
y a la amenaza de las detenciones indiscriminadas, a la de bordear de
nuevo lo extrajudicial o de que lo judicial vuelva a sumirse en la
nebulosa que tanto parece gustar al político, dotándose del poder
de autorizarse a adoptar decisiones no avaladas por quienes deben
hacerlo, el poder judicial, y sí por sí mismo, con su continuada
pretensión de acudir al decreto ley, a las escuchas e
investigaciones sin control, al recurso a las excepciones de ley
para casi todo, a la discrecionalidad de los ministros del interior.
Esa que tantos sabemos que acaba trayendo detrás la de los ministros
de defensa, por decirlo suave.
Y pasamos, además, a ese otro verdadero horrorismo de las imágenes de estos días, con
esos jefes de estado aislados, desvinculados, apartados y sí, desde
luego, del todo aterrorizados ante la idea de verse envueltos por sus
propias ciudadanías para marchar junto con ellas a entonar su más
que legítima protesta contra la barbarie. ¿Qué daño no habrán
hecho esas imágenes de esos mandatarios esterilizados, envueltos en
el celofán de su lejanía, en la distancia de su seguridad
artificial, marchando ajenos, apartados, separados del pueblo al cual
proclaman defender?
¿Podrán
después de esas fotos, a una manzana de distancia de la población
pero a una civilización entera de distancia de la comprensión de
qué es el saber gobernar y dirigir, y protegidos y separados por
medio ejército de aquellos que seguramente nada iban a hacerles más
que agradecerles el mezclarse con ellos y el encabezarlos, podrán de
verdad seguir diciendo que el grito de ‘no nos representan’,
nuestra última aportación a la modernidad, y no pequeña, esté
injustificado, sea una iniquidad, no se corresponda con la realidad?
Es
horrorismo y nuestras principales autoridades son auténticos horroristas.
Produce verdadero horror verlos, saberlos, conocerlos, padecerlos.
Mil veces mejor hubieran quedado en sus casas, leyendo un comunicado
más amparados por la bandera y el logotipo correspondiente. No
reconfortaría, pero siquiera produciría menos arcadas.
Sin
embargo, para terminar, sí existe un lugar de esperanza al cual
acogerse. Hace sesenta años, como indiqué al inicio del texto,
nosotros éramos, a bastantes efectos, nuestro propio Islam, casi eso
mismo que ahora le afeamos a otros. Padecíamos gobiernos
efectivamente teocráticos, dictatoriales y muy escasamente
democráticos y nos parecíamos mucho más a nuestras mismas
poblaciones aún en el siglo XVIII de lo que hoy nos parecemos a
nosotros mismos vistos hace sesenta años.
Y
este indica que un largo y maravilloso camino bien puede
recorrerse en el transcurso de dos, tres generaciones. Y China, sin
duda, es el ejemplo viviente de cuánto se puede caminar en apenas
medio siglo. No queda sino desear que el Islam logre emprender esa
ruta y que pueda, además, seguir orando tranquilamente en sus
mezquitas, como aquellos de nosotros, o de los japoneses, o de los aztecas y todos
cuantos lo deseen en cualquier lugar, puedan seguir haciéndolo en sus
templos. Pero libremente, no llevados a punta de culata por nadie ni sometidos por un
adoctrinamientos forzoso y único.
Y
el resto os será dado por añadidura, como dijo uno que puso un
negocio de eso mismo precisamente, de templos.