No sé si será insuficiencia de lecturas con la adecuada actualidad, que voy a donde no debo, o a donde no está lo que busco, o si lo que ocurre es todo lo contrario, que visito y miro y escudriño lo suficiente, pero lo que no encuentro nunca son términos esclarecedores en sí, de esos que explican, generan y preñan la realidad.
Me inclino a pensar que será lo segundo. Que faltan. Porque surgen plataformas, asociaciones ciudadanas, partidos y grupos, y cada día en mayor cantidad, todos armados de la mejor voluntad, repletos de razones sociales, éticas y de sentido común, y todos ellos situados aproximadamente a la izquierda del espectro político, si no de nombre, desde luego de facto, por más que la transversalidad –ese cajón de sastre tan de diseño– y el sentido de la ¿modernidad? parece que no consientan llamar a la izquierda, izquierda, y que, además, nadie hable, postule, plantee o proponga tratar de lo evidente, de lo lógico, de lo inevitable, de lo único operativo y de lo único razonable también, de un frente popular, o una unión de izquierdas que acometa la tarea de enfrentar el estado calamitoso de la política, del sistema, de la economía y de la brutal desestructuración social que todo ello está generando, con su corolario de desatención, exclusión, pobreza, miseria y hambre.
Y desde luego, si se desea ponerle a este remedio otro nombre, hágase, pero conservando ese nombre la substancia de lo que indique para que no nos veamos, una vez más, ante la operación habitual de apelar a nombres de prestigio para, a continuación, vaciarlos de contenido, peligro y práctica de los que no sé si quedaremos alguna vez exentos.
Y será necesario porque, además, pero desde hace ya demasiados años, la derecha renuncia, a veces casi indignada, a autodenominarse derecha, y aunque la izquierda no parezca recurrir a referirse con tanta indignación a su propia esencia, sí echa mano, sin embargo, de todos los eufemismos que caben en el diccionario para terminar por hacer exactamente lo mismo. Es decir, negarse tres veces y treinta y tres veces tres, con bíblico desparpajo. No siendo esto poco, las veces que la izquierda, siquiera teórica, ha poseído el BOE, que no es poco haber, también ha tendido a negarse a sí misma, cuando a esa triste pamplina, sin embargo, jamás se ha plegado la derecha. Y haciendo muy bien, pues es una monstruosidad y una estafa a los propios votantes el disponer del BOE y no intentar usarlo.
Porque este negarse a sí misma la derecha lo ha venido haciendo nada más que de boquilla –¿Quiénes? ¿De derechas nosotros? ¡Noooo!–, y vengan golpes de pecho y apelaciones a su extraordinaria sensibilidad social, pero con el mazo dando y sin soltarlo jamás. Y tanto, porque es gracias a esa ‘sensibilidad social’ tan destacada que el trabajo, ¡le voilá!, nos levantaremos una mañana y estará prácticamente hecho. Me refiero al de alumbrar una izquierda numéricamente poderosa, aún llamándola cada cual como prefiera llamarla, dado que pareciera que el llamar a las cosas por su nombre encoge el ánimo.
Pues, curiosamente, y de nuevo en este juego de contradicciones incomprensibles, por no llamarlas insensatas, el trabajo no se lo habrá debido la izquierda a sí misma, a su voluntad, trabajo y buen hacer. Habrá sido la propia derecha –disfrazada bajo todos los nombres de conveniencia que mejor prefiera calzarse, neoliberales, conservadores, mercado, entidad posesora del sentido del estado, y hasta casi, si me lo permiten, incluso el de socialdemocracia, con las mejores zalamerías y el obsequioso consentimiento de la misma– la que, a base de aplicar, ella sí, con firmeza sus recetas, cuyos resultados son el origen de la oleada de justo descontento, ha terminado por desplazar a la masa de los votantes al lugar opuesto al de su interés de partido.
La izquierda, en el momento actual con una mayoría sociológica no aplastante, pero sí suficiente, enfrenta hoy en España casi un largo año de impasse, de verdadera intriga, podría decirse, y en todos los amplios sentidos del término, hasta unas elecciones, las próximas municipales, que ya se quisieran adivinar como cardinales, como un auténtico hito que pueda significar el inicio de la articulación de un futuro diferente.
Pero esta labor la acometerá la izquierda desde unas condiciones extremadamente difíciles. La primera, seguramente, el inacabable monto de firmas y de aquiescencias otorgadas contra su más elemental interés, y que habrán de ir revirtiendo, una por una, con el esfuerzo y el desprestigio añadido de tener que ir diciendo que no a lo que ya se haya dicho que sí, so pena de no lograr jamás regresar a una situación que se corresponda con sus intereses. O, mejor dicho, a los intereses de sus votantes, los millones de accionistas de la empresa Estoy indignado y cabreado S. A., pero propietarios del único capital de curso legal en estas lides, su voto, pequeño desajuste este que ha venido a configurarse hoy, después de todo, como la verdadera madre del cordero, por expresarlo en román paladino. Y si no lo creen, pregunten en el PSOE.
El tremendo aldabonazo que Podemos ha propinado a la cicatera, medrosa y tranquila mecánica regular del sistema político vigente, no se corresponde con su tamaño real en número de votos, sino con algo muchísimo más sutil y difuso que parece estar articulando por debajo y de manera capilar a la sociedad, algo que la une y que hoy la hace temible para tantos viejos mandarines, estafadores, o ambos a la vez. Y la causa de ello es sencilla, y es la de antes, que el trabajo, en buena parte, ya está hecho.
Porque la discusión no se mueve ya entre los polos de si la política, llamémosla tradicional, ha venido desempeñando sus tareas con mejor o peor acierto. No hay discusión sobre ello, porque la contestación popular no es sólo que dichas tareas se desempeñaron peor de lo acostumbrado –que ya es decir– sino mal, muy mal, o insoportablemente mal. Y como esto se le achaca con cierto maximalismo, pero tampoco ociosamente, sin duda, a todo el espectro político, la sensación es la de que estamos caminando en derechura hacia un nuevo momento fundacional, como aquellos que pudieron ser tres en la España del siglo XX: el advenimiento de la República, el golpe de estado fascista, finalmente triunfante, y la reinstauración de la Corona, como acto fundacional de la Transición.
Y al igual que en aquellos tres momentos citados las prácticas y usos de la política anterior fueron desechados, por no decir barridos en su buena mayoría, no cabe pensar otra cosa sino que el cambio futuro vaya a poder hacer algo parecido con las actuales. Es un asunto, además, de modernidad, de cambio de época, de recambio generacional, por el final biológico y político de los protagonistas de la Transición, y de necesidad de instalarse en otros usos diferentes del manejo de la cosa pública por simples razones de justicia, de economía y, casi fundamentalmente, de eficacia. Porque en los usos habidos y consolidados, en lo substancial, ya no cree casi nadie, y desde luego por muy poderosas razones. Y parece estar claro también sobre en cuál sentido y dirección irán estos cambios, de tener lugar.
La ciudadanía, más que nunca –y a nada recuerda mejor esto que a la Transición misma–, es hoy un hervor y un fervor de propuestas, de acciones, de críticas, de deseos de cambio. El antaño famoso ‘cambio’ de la Transición, y llámesele hoy a parecido fenómeno con el nombre o el eufemismo que se desee, se está articulando ahora como fermento de creación de nuevos partidos, de plataformas, de asociaciones ciudadanas y de las agrupaciones de todo tipo que citaba antes.
Muchos quieren estar otra vez en política, no ya como políticos, sino como ciudadanos con opinión y con peso y, finalmente, todo esto ha revitalizado esa participación ciudadana que había desaparecido en cierto modo, pero que estos años de crisis y de padecimiento de injusticias insoportables condujeron a su resurrección y a que se sienta la necesidad de articularla de nuevo para buscar por nuevas vías las satisfacciones que se le niegan a la población por medios que todos entendíamos, hasta no hace demasiado tiempo, que eran los debidos.
Pero estas satisfacciones no fueron recibidas, y de los otorgamientos a los que se aspiraba –sintomática acción esta la de otorgar–, se empieza a pensar que deben funcionar a la inversa, es decir, es la ciudadanía quien otorga el desempeño de cargos y funciones a sus representantes, no estos quienes otorgan, por su bondad, determinadas concesiones. Porque ya no se habla tampoco de concesiones, sino de la obligación del desempeño adecuado y eficaz de lo que son deberes de los representantes públicos, que no son sino administradores sujetos al escrutinio de su manera de obrar y, además, relevables del cargo, cuyas funciones y tareas las marcan las leyes que emanan de la Constitución.
Y si no emanan, lo a discutir entonces, y con no poca razón, es la Constitución misma, que no es tótem, ni tabú ni verdad religiosa salvífica y revelada, a remedo de cualquier latría sobre cuyos principios no se disputa, sino un mero instrumento funcional más, en nada diferente a una maquinaria, un inmueble o un reglamento, nunca un artículo de fe, una abstracción a la que adorar y, menos todavía, propiedad privada de nadie en concreto, sino un simple bien público más, por importante, o aun el primero, que pueda ser de entre ellos.
En consecuencia, este bien queda necesariamente sujeto a acuerdos sobre la eficacia, necesidad y buen funcionamiento de las partes del mismo. Los artículos de la Carta Magna se empiezan a entender como habitaciones o piezas sujetas a revisión sobre su uso e ingeniería, no como mandamientos o decálogo pertenecientes al orden de la fe, de lo místico o lo abstracto. Si una habitación no se usa, se cierra temporalmente o se derriba, si una pieza funciona mal, se rediseña, si sobra, se retira, si falta otra, se añade. Se puede tardar algo más o algo menos, pero debe hacerse. Tan sencillo como eso.
Pero los partidos que, siquiera nominalmente, serían los llamados a ocuparse y consensuar sobre ello, no lo hicieron, al contrario, optaron por la ‘fosilización’ de la Carta Magna y de sí mismos. Y no por nada, por supuesto, sino porque tal como está, se diría que es algo que favorece y conviene a sus intereses, los que sean. Pero el asunto es que parece que a quienes no empiezan a cuadrarles esos intereses es a sus pequeños accionistas, la ciudadanía, la siempre olvidada, en favor de los intereses de los grandes accionistas, porque además, y no raramente, estos malamente coinciden.
Sin embargo, en la actualidad, este comportamiento habitual de los partidos, y de sus gobiernos, y esto sí es novedad, ya no se ve como ‘lo normal’ en ellos, como hasta ahora venía ocurriendo con cierta resignación; es más, hoy se empieza a entender como verdadera expresión de lo insoportable. Por primera vez en largo tiempo, se diría que la calle demanda, de manera cada vez más mayoritaria, y de manera extremadamente civilizada, por cierto, dada la magnitud de los incumplimientos y de las extorsiones a los que se ha ido viendo sometida, un cambio completo de modos y maneras de gobernar, y seguramente también de los instrumentos necesarios para ello.
Tal vez resulte pedante sacar a colación ahora a Antonio Gramsci –uno de los gigantes intelectuales del siglo XX, muerto en Italia, en la cárcel, en tiempos del fascismo, en 1937–, pero es que podría ser que sea en España y en el sur de Europa, ahora o en un futuro próximo, donde algunos de sus postulados teóricos estén encontrando una correspondencia con la realidad.
Postulaba Gramsci, y es seguro que lo explico malamente o demasiado grosso modo, que las revoluciones ocurren después, y no antes, de que una realidad nueva se haya instaurado ya en la conciencia ciudadana, en el sentir de las personas, en su fuero interno, siendo entonces cuando no existe posibilidad de pararlas, y no por falta de capacidad policial ni militar, siempre sobradas, sino por la inexistencia de la capacidad o de la justificación para que ni siquiera el poder se avenga a defenderse por las malas, porque el ‘verdadero’ poder ya estaría tomado, incluso desde dentro y previamente, por un pensamiento nuevo, y lo único que quedaría entonces sería otorgarle su carta de existencia y ponerse a obrar en consecuencia.
Y esto, añado yo, que en otros tiempos históricos solía terminar manifestándose casi exclusivamente mediante el advenimiento de una revolución, puede ocurrir que se manifieste hoy por simples y sencillos hechos electorales, y los cataclismos electorales bien pueden revestir la misma facticidad de una intervención militar o de una revolución popular. Ese es el verdadero poder de la democracia. Y haría así bien escasa la diferencia entre deponer sátrapas y deponer gobernantes, pero seguramente por la sencilla razón de que ciertos gobernantes, en teoría democráticos, han devenido, en la práctica, en sátrapas.
Sin embargo, para una revolución, llamémosla democrática, de urna y voto, y no para una algarada, también es imprescindible que una mayoría real –existente o por existir– pueda articularse en lo que de verdad sea consecuencia de su poder y su número, es decir, y ateniéndose siempre a lo hablado en cuanto a términos democráticos, algo que solo puede cuantificarse, para tener carta real de existencia, mediante diputados en número suficiente, en el consiguiente cambio de gobernación que emana de ese número.
Pero, con la mediatización que introduce la Ley Electoral, con su apabullante favoritismo y escoramiento a favor de los más votados –hecho este en sí, por cierto, profundamente antidemocrático–, lo cierto es que, en la práctica, la única posibilidad de la izquierda para articularse como verdadero mecanismo de poder, con mandato y capacidad efectiva para efectuar lo cambios necesarios, está en concurrir en bloques los mayores y los menos posibles a las elecciones que se vayan celebrando. Tres o cuatro partidos de izquierdas, socialdemocracia incluida –hoy el PSOE, mañana quién sabe–, y todos ellos con fuerzas relativamente aproximadas o poco escalonadas entre sí en número de votantes, por establecer una hipótesis, llevarían casi, en la práctica, a la imposibilidad de ninguna modificación relevante incluso en un momento en el cual estas son casi imprescindibles por simple higiene social, por no decir por causa de la sobrevenida catástrofe social.
Y esta catástrofe social no son decires, son números apabullantes y espeluznantes jamás vistos en España más que en la posguerra. 25% de tasa de pobreza, no cuantificada, se entiende, por Podemos o la izquierda, sino por Caritas, benemérita, esta sí, y reconocida organización de la Iglesia Católica. Hambre en los niños que van al colegio, necesidad de sostenerlos en lo alimenticio, casi lo último de lo imaginable hace diez, hace veinte años. 26% de tasa de paro, que se comenta sola, la más alta de la OCDE, 55% de paro juvenil, es decir, la muerte social para la mitad de la juventud. La imposibilidad de hijos, de vivienda, de futuro y de pensiones para ellos. Su desaparición como ciudadanos, como sujetos de derechos, en la práctica. Una locura, una vesania insensata. Como una guerra sin cañones, como un tsunami sin agua. Como la devastación de un terremoto a escala de un país entero, no de una región o una localidad.
Y sin mayoría para modificar la Constitución, para articular y enfrentar y ver de solucionar de modo diferente el asunto territorial, sin mayoría para atender las peticiones de la ciudadanía, cuyas prioridades, por ejemplificar, ya no son ciertamente solo las de poder abortar esta próxima ley del aborto, que habrá que enmendar por higiene democrática a las veinticuatro horas de que una nueva mayoría tome el poder, sino una legislación contra el hambre y sus causas, de poco o de nada servirá ganar unas elecciones que, a la postre, resultarán entonces como perdidas.
De ahí el apelar, desde el título, a un frente popular o, insisto, a otros nombres cualesquiera que señalen a lo mismo. Sin él, o su equivalente, la frustración –y la fractura social–, incluso en la victoria, podría ser casi total. Recibo, como muchos, imagino, con alegría circunspecta el anuncio de un mandato dado por Izquierda Unida a su diputado-estrella emergente Alberto Garzón, para articular y sondear los movimientos necesarios para una estrategia de comunidad de intereses y de acciones, de convergencia electoral, de coalición, de unificación, ojalá, o, en fin... de lo que sea posible y como se prefiera llamarla en relación a Podemos.
Pero quisiera poder soñar, además, con una gran coalición que integrara, además de a IU y a Podemos, a Guanyem, y al PSOE, o a sus actuales despojos y a su devenir, o a su tampoco imposible escisión, y a UPD, si realmente estuviera de este lado del futuro, y a multitud de muchas otras formaciones todas las cuales comparten, se quiere creer, el sentido de la necesidad de una nueva manera de hacer ciudadanía y política y de enfrentar la emergencia, si esta emergencia fuera en sus resultados, como creo firmemente, y para un tercio de la población, parecida a la de una guerra, con las medidas que las guerras requieren.
Deseo creer, y me gustaría pensar, que somos muchos los que tenemos esta misma ilusión, la de poder acudir unidos en una gran agrupación electoral, bajo fórmulas a consensuar, que pudiera hacer corresponder, insisto, el poder del número con su necesario equivalente en mandato para gobernar. Y en que esa gobernación, por supuesto, se atuviera al mandato recibido, a su vez, de todos estos pequeños accionistas de una empresa con el mayor capital posible: el de la voluntad de la ciudadanía.
Don Alberto, y dígame: esa su marcha en solitario o siempre en el pelotón de cabeza, su resistencia al viento que silba por encima de nuestras cabezas, la cantidad de energía que despliega para salir airoso, posteo tras posteo, ¿con qué las alimenta?, ¿vitaminas? Y mire, ¿naturales o de frasco? Es que me río yo de Podemos, ¿sabe? Así que tenga mucho cuidadito con la Pepera Santa Inquisición y sus ejércitos mediáticos, y si no, mire debajo, mire... ¡Ay, qué tiempos tan revueltos, señor!
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Este…, qué preguntas más raras, pero en lo sustancial, lecturas aparte, me alimento de ensaladas, legumbres, pasta y arroces, platos de cuchara, pescado, poca carne, algo más de fiambre, huevos, quesos, frutas, dulces bien pocos, algo de soja para enfriar el café y leche en mínima cantidad, si exceptuamos la mala, que esa me la hacen ingerir por completo gratis, de regalo, no, sino por narices, y en dosis masivas.
EliminarHusmeo en Internet, hojeo un periódico o pongo la tele y noto cómo me la trasfunden de inmediato como si llevara puesto un goteo de un dedo de grueso. Litros por minuto a los que no queda otro remedio que darles salida, transformados en palabras por minuto. Y cuánto más se logra escribirlas, algo se aplaca el cuerpo. Pero a la mínima que me descuido y atiendo a cualquier frente de la actualidad, noto de inmediato como me pinchan de nuevo el catéter…
Es todo. Un saludo.
Chapeau, chapeau, chapeau. Es usted un sabio, don Alberto. Y en mi humildad de plumilla desmedrada suscribo cuanto dice, con verdadero entusiasmo.
ResponderEliminarGracias, lectora. Pero no soy un sabio. Dejémoslo sólo en algo menos desinformado que demasiados.
ResponderEliminarLos sabios son otra cosa. Y, personalmente, con que algunos más que menos se pusieran a ello, a lo señaldo en el texto, ya me daría por satisfecho.
Gracias por sus palabras.