A la luz de las últimas, pero permanentes, manipulaciones políticas sobre los jueces, por lo demás, seguramente atenidas a ley, pero manipulaciones, no vendría de sobra una reflexión sobre todo ello. Y, preferentemente esta reflexión bien debería de realizarse más bien a futuro, en atención a los más que posibles cambios que la propia democracia española vaya a generar en su seno en tiempos que no tardarán demasiado en venir, pocos años ya. Y cambios casi obligados en función de las carencias que padece la misma y que son el indudable origen, en resumen, de buena parte de nuestros lodos. De los de la justicia y de todos los demás.
Porque de poco sirve llorar sobre la leche derramada o, más bien, la mala leche, y enumerar las prevaricaciones, por más que legales, insisto, de casi cualquier poder ejecutivo sobre el poder judicial. Estas prevaricaciones se producen continuo, unas veces son más mediáticas que otras, pero lo cierto es que la intervención del poder ejecutivo en el judicial es constante, recalcitrante y, por supuesto persistentemente generadora de lo que no cabe otra cosa que llamar anti-derecho.
Es vieja y conocida letanía, y sin duda filfa en buena parte, la de la separación entre los poderes clásicos: el ejecutivo, el legislativo y el judicial más el del último llegado, el llamado cuarto poder, es decir el de los medios y el de la opinión pública, cada cual de estos dos últimos inserto el uno en el otro, como el Ying y el Yang.
Obvio es, para empezar, que el cuarto poder poco cuenta, tanto institucionalmente como de facto. En lo tocante a los medios de información, porque no son, en puridad, un órgano del estado, salvo la excepción de las radiotelevisiones públicas, pero que cada vez son seguidas por menos gente y que, por lo tanto, menos influyen proporcionalmente y ello como graciosa consecuencia, precisamente, de la inveterada pretensión de influir con ellas a favor del poder y sin tener en cuenta los criterios de independencia, cuya única existencia real, hoy en día, es la de su constante proclamación huera, que nunca su realidad contrastada.
Y por lo que respecta a los medios de titularidad privada, aunque su objetivo teórico no es sólo el de la información, sino el entretenimiento y el ocio, más la obligada coletilla de referencia a sus santificadas funciones culturales, que es lo mismo que no decir nada o un mero brindis al sol, lo cierto es que todos ellos no son otra cosa que empresas constituidas con legítimo ánimo de lucro y que esto es a lo cual, de manera fundamentalísima, se dedican, con la consecuencia lógica de que cada vez que entran en conflicto cualesquiera otras cuestiones con dicho ánimo de lucro, lo que se va al garete es la imparcialidad, la intención cultural, supuesto que alguien sepa, hoy en día, qué sea eso exactamente y hasta el entretenimiento si fuera necesario y porque este no diera dinero.
Dicho de otra manera, si el mundo fuera del revés a lo que es y si lo que se vendiera con éxito y demandara incesantemente la sociedad fueran textos de Gramsci o de Chomsky o debates de altura, educados y razonados, sin griterío, insultos y arrancado de moños, como los de la añorada La clave, entonces hete aquí que los tendríamos todos los días, en todos los medios, y jamás sería posible ver un Gran Hermano u otras cosas de parecida sustancia, más que en un mísero tanto por ciento de la programación, y esto sólo para sacarle el dinero posible también a ese raro nicho ecológico minoritario, ese que en ese mundo al revés preferiría ver culos, violencia gratuita o balones rodando en lugar de hacer lo que todos los demás, leer el Quijote, escuchar a Rafael Sánchez Ferlosio, al obispo de Solsona o Lieders de Schumann, en cintas sinfín.
Consecuencia de todo ello es que este cuarto poder, el de los medios, poco cuenta y poco pesa cada vez que tiene que enfrentarse a sus hermanos mayores, los otros tres, puesto que cualquiera de ellos, llegados a las manos con el cuarto por cualquier quisicosa, lo cruje de inmediato y sin más con un simple decreto, ley o sentencia, y a otra cosa.
Y la otra rama del cuarto poder, por llamar poder a algo, la de la opinión pública y que tampoco es, por voluntad de los legisladores de nuestra ‘democracia’ un órgano del estado ni nada que se le parezca, podada está de raíz desde el nacimiento mismo del arbolillo y ni siquiera puede expresarse legalmente en referéndum porque lo solicite ella, sino sólo cuando se le ‘otorga’ y por razones generalmente no de su interés, sino del interés del primer poder, el ejecutivo. Con lo cual, seguir llamando poder a algo que sólo tiene el de manifestar su repulsa a lo que sea y sin que tal cosa tenga, reglamentaria o legislativamente, el más mínimo efecto legal, salvo el del propio derecho de manifestación –que en algo impide, bien es cierto, el matar la libre opinión a palos, aunque esto aún con matices–, no parece, casi, más que una triste burla. Una más.
Pero no es esto lo más grave, porque la tradicional clasificación de poderes ignora y ni siquiera mienta al primero y más verdadero de todos ellos, el económico, del que, per traversa vía, emanan todos los demás. Y emanan no sólo en la realidad, sino históricamente. ¿Qué otra cosa es un reino o una república que un derivado del hecho de que la caja de caudales original del primer macho alfa, del primer rey, del arconte, del sátrapa, del amo, sufrió lentísimamente un largo proceso de escisión, en virtud del cual una parte de la misma se hizo pública? Pero en origen era una, y así, todas las discusiones de la modernidad, y menos, giran sobre cuáles cuantías de las cajas conviene que sean públicas y cuáles privadas. Pero lo cierto es que en el origen fue la caja, que no el caos, y sólo después ya vino la separación de las aguas, de las tierras y todas esas fábulas tan bellas.
Sin embargo, ha acontecido un hecho histórico, a principios de los años 70 del siglo XX, que ha trastocado toda reflexión clásica sobre los poderes. Hasta ese momento, cualquier capital privado, es decir, perteneciente al poder económico, estaba sometido a las regulaciones y también al albedrío del poder ejecutivo. De alguna manera el ejecutivo controlaba, hasta cierto punto, los usos y finalidades a las que este se dedicaba y además dictaminaba con efectos de ley sobre la legitimidad de dichos fines. Dicho de otro modo, el Rey, o figura equivalente en cualquier parte, podía, porque podía, encarcelar, desterrar, confiscar los bienes y hasta ejecutar a los que ostentan el poder económico, por lo general otros aristócratas y sus propios pares, antes, y después, ricos a secas investidos de cualquier titulación u oficio altisonante, bien porque el rey mismo fuera un tirano, bien porque este o aquel poderoso fueran unos verdaderos infames y, más generalmente, por ambas causas. Pero, en definitiva, el poder lo ostentaba quien decía detentarlo y de quien todo el mundo sabía que, en efecto, lo ostentaba. No había confusiones ni dudas al respecto.
Y el poder económico, así como las desigualdades, eran enormes, más aún en conjunto que en la actualidad, pero en los casos de conflicto este quedaba sometido a las decisiones del poder ejecutivo de cada lugar, tuviera este la forma que tuviera. En última instancia, esto garantizaba que el rey fuera efectivamente el rey, el dictador, dictador, el presidente, presidente y que el interés público, bajo cualquier forma que adoptara una gobernación, y por espuria o antidemocrática que esta fuera y por más de boquilla que se profiriera la expresión de ‘interés público’, y esto incluso bajo las formas del fascismo histórico moderno, permitía saber que el rey, el dictador, el presidente, eran el amo y referente final y que su poder era el máximo de los imaginables, por más que nunca pudiera ser total, ni siquiera en los totalitarismos, en las repúblicas bananeras o en los sultanatos. Pero existía siquiera dicho referente al cual dirigirse y tanto para lo bueno, para la súplica de la erogación de bienes y prebendas y de legislación, como para execrar lo malo o incluso achacárselo: las guerras, los robos, las imposiciones, la desigualdad...
Hoy, sin embargo, nos encontramos con el hecho real, históricamente jamás acontecido, de que la cabeza oficial y última de cada poder ejecutivo es, a muchos efectos, una cabeza vacía. O vicaria. Y si bien es claro que poderes no le faltan porque aún ostenta muchísimos, lo cierto es que el principal, es decir el poder que gobierna y el que además posee la caja del tesoro, ya no le pertenece.
Este se ha entregado, y con él, el poder real y efectivo de gobernar, a aquellas instancias económicas a las que de antiguo, llegado el caso de venir a las malas y a las peores, se les cortaba la cabeza sin más y se les confiscaba la hucha. Y ahora, nos encontramos con el caso literalmente opuesto. Es el poder ejecutivo de cualquier país el que tiene que entregar su cabeza, y sus fondos, cuando entra en conflicto con el poder ecónomico, cada vez más en cualquier lugar del mundo y, muy particularmente agravado en Europa, o, mejor dicho, en la Unión Europea.
Es, obviamente, un absurdo lógico y la mayor dejación de soberanía y la mayor traición a cada pueblo jamás registrada en ninguna época. Y deriva, sencillamente, de una única decisión, la de permitir una prácticamente total libertad de comercio, inscrita en las leyes, y a la cual se someten los gobiernos como al designio inapelable de un dictador mucho mayor que cualquiera de ellos, grandes potencias incluidas, y al que han otorgado la capacidad real de triturarlos, lo cual constituye, sin duda posible, la más inverosímil de las decisiones políticas de las que yo haya tenido noticia jamás.
Y no es que esta capacidad de los mercados de triturar a un gobierno opuesto a ellos no sea real en parte, pero lo cierto es que se le atribuye a este susodicho mercado o verdadera tiranía universal, sin duda mucha mayor fuerza de la que tiene, porque su fuerza no viene de otra cosa que de la dejación de quienes deberían controlarlos o de siquiera unirse con otros semejantes para hacerlo.
Pero no se hace, porque un poder ya no se atreve con el otro. Nada más sencillo, en teoría, el que, por ley, en lugar de multar a una multinacional por el 5% de lo que ha robado, la multa fuera el doble de la cifra de beneficios obtenida mediante la mala práctica y que, de no poder cobrarse dicha multa, se cierre, prohiba o incaute la empresa en todo un ámbito territorial, al cual sólo se le permitiría de nuevo el acceso al mismo respetando determinadas condiciones, y condiciones que de no interesar a dicha empresa a buen seguro aceptaría otra que ocupara su lugar.
Y no es decir que esto lo haga Guatemala, cincuenta veces más pequeña que una multinacional, es que no se ve qué impediría a la Union Europea, por ejemplo, aplicar este mismo criterio con tantas multinacionales que a todos nos acuden a las mientes y cuyas prácticas financieras, monopolísticas y tributarias son, más o menos, las del viejo pirata Morgan. Ni qué impediría tampoco que la misma Unión alumbrara leyes que dejaran ciertas prácticas en la ilegalidad y las pusiera bajo el ojo de su jurisdicción de lo criminal, con sus consecuencias.
Pero, y queriendo deshilvanar ahora la reflexión en sentido contrario a como lo he venido haciendo, es decir, ahora de más grande a más pequeño, lo cierto es que bien se deja ver que la zarabanda judicial, origen primero de este escrito, bien se explica ahora desde la óptica del pez grande que se come al chico.
Se ha comido la economía de mercado a los estados y, con ellos, su ordenamiento jurídico y su razón de ser, la organización de una convivencia reglada y justa, también llamada democracia, sólo por el mero hecho de oponerse estos, en pequeña parte, a la facticidad de dicho poder económico, que ha logrado arrancar, comprándolas, legislaciones a su exclusivo favor que lo han convertido en omnímodo y tan irremediable como el granizo.
Ahora, esta amarga medicina o, mejor dicho, veneno, desciende cuerpo abajo por el tejido social, primero por los propios tres poderes tradicionales y desde ellos a todo el resto. La prevaricación primigenia de sustituir un estado de derecho por un estado sometido a un diktat económico que él mismo se ha privado de poder emitir, necesita repicarse hacia abajo para que todo lo que emane de dicho poder económico llegue hasta la última hojuela del cuerpo social para mejor arrancarle su savia, su espíritu vital y toda la independencia elemental de cada ser humano.
Es todo un monstruoso aparato legal que quiere y puede superponerse sobre otro construido de antiguo, a base de incontables sacrificios de muchedumbres y levantado con las mejores intenciones de ser una máquina creada para el bien de todos, hasta cierto punto. Hoy, esta maquinaria, parasitada por la nueva, se aprovecha para todo lo contrario y esto permite explicar estas superposiciones de ley que tan perplejos nos dejan.
Cuando el Ejecutivo, en definitiva, no es más que una sucursal, más o menos bien disimulada y bellamente decorada, de una Cosa Nostra mucho más grande que aspira a gobernarlo todo desde el único presupuesto de su propio beneficio, no es otra cosa que lógico que la filial de una filial de Cosa Nostra imponga a sus poderes subordinados, es decir, los otros tres, el legislativo el judicial y el cuarto, sea este lo que fuere, los usos que, a su vez, le han sido impuestos, primero por su propia dejadez, y después, por ser ya tarde para rebelarse o por mera incapacidad y cobardía, que también suman en la ecuación, sin olvidar el ánimo de lucro.
Por lo tanto, el que un ejecutivo (el español y tantos otros), intervenido y sometido a un poder mayor que el suyo, el de la UE, a su vez sometida a ese otro que ella misma creó al hacer dejadez del propio y del cual, para ostentarlo, se supone que fue creada, pero que por habérselo cedido amablemente al mercado, sin mediar sangre ni guerra, lo perdió, el que dicho ejecutivo o ejecutivos -decía– impongan ahora esas mismas leyes, cuerpo social abajo, es lo lógico y lo necesario desde su punto de vista. Ergo, se legisla a favor del único, verdadero y ya primer poder, el del mercado y después hay que adaptar el resto. Y sin contar las bajas propias, como en la guerra. O, a lo sumo, como fuego amigo.
Si se le suma, además, que incluso dentro de los principales partidos políticos en España, pero, en realidad, casi en cualquier parte de Europa también, esta misma lógica insana ya está operativa y vigente desde hace más de veinte años, lo que se obtiene, de últimas, es que estos partidos son tan prisioneros de su propia financiación como los gobiernos lo son de la alta finanza desgobernada que los lleva y los trae a donde quiere a punta de palo y zanahoria, como a los asnos que han demostrado ser. Y esta financiación se ha allegado, en gran parte, mediante métodos ilegales en los cuales, por fuerza, están implicadas las cúpulas de dichos partidos y la totalidad, evidentemente, de sus ejecutivas de las ramas económicas de cualquiera de ellos.
Por ello, y aún a pesar de los signos de cambio de tiempos que se avecinan, se sigue legislando en contra del sentido común, pero a favor de las necesidades propias y, en lo tocante al poder judicial, se le somete a aún mayores pruebas y esfuerzos de torsión en contra de los fines para los cuales se supone que fue creado y existe.
Así, a base de hermosas palabras enforradas, pero de hechos que niegan una vez y otra su hermosa envoltura, los jueces son apartados según convenga si no se deciden a apartarse ellos a tiempo, algunos fiscales ofician de abogados defensores, cuando así se les indica, otros abogados defensores hacen de fiscales, por no decir de jueces cada vez que sea menester y así se les haga saber, y los jueces, al menos parte de ellos, hacen de lo que les digan, con un ojo a este codicilo y otro al contrario, pues la juridicidad en general goza de suficiente elasticidad como para garantizar absolución o pena de muerte con el mismo caso, el mismo imputado y los mismos hechos probados o sin probar.
Y esto no es más que el funcionamiento de las cosas cuando estas van al revés desde el principio y desde lo más arriba. Que luego la Infanta haya de quedar como una mujer idiota, si la absuelven, o de excelente y amorosa compañera, si al final comparte la suerte de su consorte, es lo de menos. Ande yo caliente... Y que al consorte se le pidan 20 años de cárcel por robar tres millones de euros, allá cada cual con sus considerandos interiores, pero la comparación con otros casos semejantes y también con los opuestos de asesinos, violadores, terroristas, etc, a lo único que lleva, sin otro remedio, es al desprestigio de la institución, incapaz ya de cualquier gradación que pueda entender el sentido común.
Por lo tanto, si hay que echar a cuatro jueces justos de la carrera para proteger a un tesorero y a sus mandantes, y también mandantes, pero con g, que no jefes y aún menos ejemplos, o sí, pero de lo peor, no es consecuencia más que de los usos y prácticas que la relativización moral del bien público y la exaltación y el cultivo de la ventaja privada han logrado instaurar en todo el cuerpo social, desde el monarca emérito hasta el fontanero sin IVA, pasando por la totalidad del resto.
Le hemos, no, perdón, le han construido una escalera de plata y al cielo al Primer Poder, al Mercado, y después han destruido, nuestro buenos gobiernos, los peldaños que hubieran permitido perseguirlo hasta el mismo Olimpo, donde ahora habita apartado y feliz. Y quedamos ya todos sometidos a su código deontológico. El trae p’acá, que eso es mío y, si no me lo das, cabrón, te meto el puño con la navaja, hijo puta. Todo ello en román paladino.
Y si no, pregúntenle al juez Ruz, que igual se lo explica mejor, por jurídicas soledades.
El cante de las minas, el pico con el que nos arrancan. Ayayayayyy.