Vayamos con la Corona. Al parecer, el rechazo de Rajoy a optar a la investidura generó malestar en la Corona, dicen muchos, y es posible, como bien puede verse, de paso, que a falta de Espíritu Santo el Hijo se encuentre hoy en una tesitura similar a la del Padre en su día. A los Borbones sucesivamente reinantes me refiero. El Padre, a la hora de ponerle la mecha —en la parte que le correspondía— al mecanismo de la transición, tropezó con el escollo de un renuente, indispuesto, evasivo y recalcitrante Arias Navarro, este, no con excesiva fama de ladrón, al menos en relación a lo que había en la época, aunque bien se llevaba lo suyo y algo más, pero sí de carnicero.
Y esto no era fama. Fue un carnicero en su juventud, y tan notable, como para destacar inter pares cuando aquel oficio abundaba y tantos carniceros había que hasta trajo el hambre tamaña abundancia de matarifes, pero con ello, unido a su firmeza doctrinal, no menor que su escasez intelectual, igualmente en comparación con otros fascistas de la primera época, alcanzó las alturas. Quien no cuestiona, sino que obedece y colabora entusiasmado y además tiene y gasta puño de hierro, escala fácil. Cualquiera conoce esa tipología, o animalidad.
Pero, llegada la hora de la transición (o el maquillaje), aquel tipo insípido y acorazado que había llegado nada menos que a Presidente del Gobierno no estaba dispuesto a ponerse ni a consentir que se pusiera nadie —por considerarlo intelectualmente una traición y una mariconada— ni la más mínima gota de crema Nivea en su espalda ni en la de la nación, así calcinara el sol y el viento arruinara el cutis. Y el Rey Juan Carlos, la clase política entera y España por extensión pronto tropezaron con él.
La operación de cirugía para librarse de semejante carcinoma es de todos conocida. La pilotó Torcuato Fernández Miranda, quien, en lo tocante a luces, superaba con creces a la inmensa mayoría de la carcunda de su contemporaneidad y cuerda y dio finalmente en el relevo, encarnado en la figura de Adolfo Suárez. Es todo historia, pero nunca conviene olvidarla.
Pues bien, ante la hoy considerada casi unánimemente como imprescindible regeneración política y democrática, eso que tantos llaman segunda transición —gracias a sus luces de segunda—, y sea que se plantee la desiderata como de alta o baja intensidad, de derechas, de izquierdas o de extremo centro, el hoy rey Felipe tiene, como su padre, un bastón puesto entre las ruedas que se llama Mariano Rajoy, asimismo Presidente del Gobierno. Y es un bastón que no sólo inmoviliza y fosiliza España, sino a la propia monarquía.
No es comparable, también es cierto, un demócrata de baja intensidad como Rajoy con el fascista de alta intensidad que nunca dejó de ser Arias Navarro, y no pretendo igualarlos por esa vía, pero sí que es cierto que, cada cual en su tiempo, constituyen un problema similar. Y el problema es que hoy, tanto la Corona como el país tienen que deshacerse de Rajoy por razones de una mínima higiene íntima, pero él no oye de ese oído ni piensa oír y, por lo tanto, la operación para descabalgarlo probablemente se esté convirtiendo en una cuestión de estado.
Por supuesto, personalizar todos los males en don Mariano es, seguro, una exageración, pues los males son los de su generación, que es la mía, los de sus congéneres y adláteres, sin olvidar tampoco a sus opositores y, concretando más, los de su ejecutiva y también ejecutoria, pero, admitiendo cuantos matices sean necesarios, lo cierto es que hoy el PP puede estar cronificando sus males en un problema de estado. Y más problema aun cuando, además, el estado está en parte cronificando su mal en el PP y en su corrupción, aunque no sólo la de este partido, pues campa como una hidra por las propias venas del estado y de él irradia hacia abajo como una cascada imparable y no precisamente de agua clara.
A día de hoy, y resultados electorales a la vista, la sociedad parece situada en el camino de alcanzar un acuerdo sobre el hecho de que está cuajada de males, aunque menos acuerdo haya sobre sus soluciones, pero esta misma sociedad se encuentra a su vez con la paradoja de que una parte considerable de ella, alrededor del 25%, o al menos de la sociedad que vota —pues de quien siempre otorga y calla poco merece hablarse—, lo hace en sentido contrario a este consenso regeneracionista, y con que, por la natural y necesaria repartición de opciones, ese 25% resulta ser la principal minoría de las muchas que componen el parlamento y el país, en definitiva. Lo cual lleva a la terrible conclusión de que existe un cuerpo con una tumoración de un 20 o un 25% de su masa, ahí es nada, sin conocerse qué médico pueda acometer semejante cirugía, máxime en un paciente que, por lo demás, deja bien claro que tampoco desea operarse.
Pero es igualmente cierto que ese 75% de españoles que hoy tiene al PP en cuarentena, por considerarlo un agente cancerígeno, es una mayoría socialmente aplastante que necesita tomar alguna medida respecto del aislamiento del mal. Y ese es el problema de estado. Del Estado, por una parte secuestrado, y por la otra, atrapado en su propia contradicción de tender, por la inercia de los grandes buques, a seguir una trayectoria de confrontación con la sociedad que lo constituye, sociedad que va conociendo que así no se puede continuar y que demanda a ese Estado mismo tomar medidas para revertir una situación que es una vergüenza propia y ajena, y que afecta de manera visible a todo lo que se tiene por lo más sagrado, la democracia, el sustento, el trabajo, el cuidado de la población, la libertad, la justicia... Toda esa panoplia de sagradas palabras que hoy cuelga de un clavo medio sacado de la pared y a punto de venirse al suelo.
Así, la Corona, dicen, parece que haya tomado partido o que lo vaya a ir tomando. No sabría yo, naturalmente, si por ética o conveniencia, aunque para el caso dé lo mismo, pero es harto probable que haya visto ya cuál sea su propio interés y que resulte de este, como en la transición, que coincida con el de la mayoría social y no con el del búnker. Si fuera correcto el análisis, la conclusión sería que, efectivamente, la Corona tendrá que pilotar, por su bien, ese cambio en el Estado al que dará lo mismo llamar segunda transición o cualquier otra invención periodística. Lo de menos será el nombre, lo importante, si ese cambio contenga alguna sustancia o si se convertirán las buenas intenciones en un paripé más.
Pero el paciente ya no está para paripés. Se puede jugar con la imposición de manos, la oración al Ángel de la Guarda o con la homeopatía cuando uno tiene un resfriado, y lo que pasará es que sanará solo o derivará en una pulmonía que la sanidad pública curará en una semana, si el paciente se deja. Pero si uno tiene un cáncer con metástasis, lo más que harán algunas yerbas será, con suerte, quitar el dolor, mientras avanza uno, tan aliviado, hacia el catafalco. Esto es lo que ya se ha venido a comprender al respecto, y hasta los Borbones puede que lo hayan comprendido. A fin de cuentas, tampoco es tan complejo conceptualizar lo del cesto y las manzanas podridas, hay quien lo logra a los cuatro años. De edad, no de legislatura.
Y si no lo han alumbrado aún, no es del todo descartable que también alumbren de seguido, así como otros poderes fácticos, que seguir demorando una estructuración coherente de un estado de estados y desoír por sistema peticiones manifestadas democráticamente por parte de una población que ejerce su derecho a expresarse, opinar, pedir y exigir, sólo podrá acabar llevando a un enfrentamiento civil tipo antigua Yugoslavia a las muy malas o, a las menos peores, a levantarse una mañana con una declaración unilateral de independencia de unos, quien sabe si ocho meses después, de otros, estilo antigua Unión Soviética. Y a ver que cara ponga entonces nuestro tradicional fascismo, cuando ni siquiera pueda optar al recurso de enviar los tanques, como era canónico.
Porque este —más la corrupción y su necesario corolario, el despilfarro, son los dos principales problemas que hoy encara la nación o, mejor dicho y peor todavía, que no encara, porque ese es el quid, que no los enfrenta. Fuera de los mínimos logros económicos, que alguno alcanza hasta el más indocumentado de los gobiernos, el principal mal hacer del PP consiste lisa y llanamente en que ha logrado algo para nada fácil. Incrementar en una sola legislatura en casi veinte puntos el independentismo catalán. Es decir, la desafección al sistema y al país. Considerando además que no ha habido masacres ni hechos de guerra, dicho logro es prácticamente insuperable.
Solo este dato sería suficiente y sobraría para que cualquier poder fáctico deseara deshacerse del autor o autores intelectuales de semejante catástrofe. No digamos ya la Corona que, por definición y tradición histórica, tiende a abarcar y poseer. Cualquier sistema político asentado tiende a desaparecer cuando se desmembran sus territorios y tan imposible es que esto lo ignoren la Corona y su entorno, como que ignoren igualmente que, a estas alturas de mundo, las imposiciones y los métodos autoritarios, además de por completo desacreditados, no llevan a la larga a ninguna otra parte más que a obtener lo contrario de lo que se pretende.
Porque entonces, ante el hecho cumplido de una declaración de independencia, la monarquía sería responsabilizada por su incapacidad de mediar para instar criterios de cordura democrática, beneficiosos para todos. Y cabe preguntarse: ¿cree alguien que hubiera caído la monarquía británica si el referéndum escocés hubiera obtenido un resultado contrario al habido? Evidentemente, no. ¿Y por qué no? Porque la diferencia estriba en que el referéndum se negoció civilizadamente, las partes hablaron y acordaron y el Estado, el británico, echó todo su peso, pero siempre dentro de la legalidad, para ganarlo. Como lo ganaría y por más diferencia casi con seguridad, el Estado español en el caso de una consulta en Cataluña o en el País Vasco.
Pero si se optara por seguir dejar pudriendo el problema y acudiendo como única y eterna solución a la imposición permanente de la fuerza, militar o jurídico-legal, como es la tentación de tantos, y ante un hecho hoy ya para nada inimaginable como la citada declaración unilateral de independencia, la Corona, en el mejor de los casos, pasaría automáticamente a ser tenida por responsable subsidiaria mucho más que por la principal perjudicada y, en consecuencia, a valer media corona o, en la peor, a tener que marchar de vuelta con ella a Roma o a Estoril o, más bien, a Riad o a Rabat, con el toisón y el escudo de los aguiluchos bajo el brazo, y siempre que el helicóptero levantara a tiempo, lo que nunca se sabe y más vale no fiar nada a ello. Y no serán aquellas ciudades malos lugares para una irritada vejez, si la bossa sona, pero seguro que no son los que más apetecería la institución.
Por todo lo cual, el estado seguramente esté tramando y ya lleve algún tiempo elucubrando sobre cómo instar al harakiri a quien sea menester, y lo estará haciendo con la Corona a la cabeza, obviamente, de la forma en que sabe hacerlo y como lo hizo en la transición del franquismo y, más recientemente, en la abdicación de Juan Carlos.
Es más, si la Corona pudo hacerle la cama a Dios Padre mismo, retirándolo cuando no quedó más remedio, educadamente y sin estruendos y para que disfrutara de la jubilación, no puede caber gran duda sobre que ya se esté haciéndole la cama despacio y con infinito cuidado a nuestro actual Arias Navarro, al tiempo que se exigirá con la misma educación —disuélvanse— a muchos de sus barones —el equivalente a aquellos dinosaurios franquistas— que hagan mutis por el foro, callados y dignamente, empujándolos con una mano armada con el palo del espectro de la justicia como estímulo para la urgencia del desalojo y armada la otra con la zanahoria de un buen retiro y un olvido pactado de sus pecados, de lo cual se ocupará igualmente la siempre adormecible mano de la justicia que, guiada como Dios manda, bien sabe hacer lo que conviene, que igual sirve para un roto que para un descosido.
En consecuencia, el aislamiento profiláctico al cual la cámara ha sometido, somete y seguramente someterá al señor Arias Navarro... digo, perdón, a don Mariano Rajoy, no solo parece ser una derivada de la postura de cada partido político que, legítimamente, decida no pactar con leprosos y corruptos sin remedio, sino que es posible que sea también la postura que se haya pactado o se esté pactando entre las otras instancias no parlamentarias, pero sí fácticas, que ocupan la cúpula del verdadero poder. Grosso modo: la Corona, el Ejército, la Iglesia, el IBEX, la banca, la patronal...
No ya solo para los lectores, para la gente normal, para mí, sino para los arriba citados, a unos por unas razones, a otros por otras, unas legítimas, otras de conveniencia, pero igualmente razones, la imagen nauseabunda de cientos de cuatreros entrando y saliendo de los juzgados, un exvicepresidente del gobierno a la cabeza de los mismos, presidentes autonómicos en presidio, toda laya de cargos institucionales, imputados, juzgados y condenados, más lo que no se sabe, pero que tantos de ellos saben y temen que tal vez se acabará sabiendo, no puede llevar a otra conclusión que, de una u otra manera, a esto se le pondrá un dique y que este actual PP será descabezado aunque sólo sea para evitar que otras cabezas más altas sigan siendo llevadas por el mismo camino.
Y como no se puede estar decapitado y silbando, Rajoy y la práctica totalidad de la vieja ejecutiva del PP serán acompañados a su retiro con las mejores palabras y modales por el bien de muchos otros, porque el delito que han cometido es el más nefando para el poder: robar y que te pillen. No es profesional, y los buenos profesionales del asunto, algunos de los arriba listados, es lo único que no consienten jamás.
Y lo que digan el PSOE, Ciudadanos, Podemos, Izquierda Unida, el PP mismo o el sursum corda es lo de menos. La única ley fáctica es la antigua ley de los espadones, o bastón o cajón. Si te alzas y triunfas, bastón de mando, si pierdes, cajón de pino.
Hoy, la ley del mercado que ha sustituido a la de los espadones es otra. Roba todo lo que puedas y tendrás nuestra bendición y además honores, pero si te pillan, desfila, memo. Y memo porque, aun gozando de todos los instrumentos para que no te pillaran, la desmesurada codicia te ha llevado a pifiarla, deshonrando así y poniendo en peligro a todo el benemérito gremio de los cleptócratas que sabemos robar con el necesario cuidado y sigilo y buen fin. Ponernos en condiciones de que nos señalen, y con hechos, eso es lo intolerable.
Son las servidumbres que tiene la sociedad de la imagen, donde ya no importa la ideología, sino la cara que te asocien a según qué. ¿Y con cuál cara podría hoy gobernar Mariano Rajoy y a qué la tiene asociada para siempre? Ni aun si estuviéramos atando los perros con longaniza lo conseguiría, me temo. No digamos ya cuando tenemos cerca de un 30% de pobreza. Gobernará tal vez el PP finalmente, antes o después de otras elecciones, debidamente custodiado y escoltado, si esa fuera la voluntad concertada de los mismos arriba citados, pero no será Rajoy quien lo haga, descuiden. Y la Corona no levantará un dedo por él... O bueno, tal vez levantará el brazo con el dedo pulgar hacia abajo.