Me
resulta muy difícil deslindar lo que llamaría derechos personales
–los que posee legalmente cada persona como tal en cada ámbito
jurídico– de los derechos que atañen a las colectividades
compuestas por esas personas, asimismo considerado cada cual en su ámbito
jurídico que, por lo general, es el de un estado.
Es
más, me sigue resultando extremadamente difícil también el deslindar,
intelectual, emocional y moralmente, lo que considero un derecho
existente de uno no existente; supongamos, a modo de ejemplo, el
derecho a abortar en un país donde tal derecho existe de su
equivalente no derecho en otro donde no se contemple.
Porque
resulta evidente que, en el primer caso, el aborto será una figura
jurídica considerada y sometida a la ley y, en el segundo, su
inexistencia jurídica como derecho, o su existencia solo como objeto
de prohibición o castigo, llevará a producir en el ser pensante,
como mínimo, un grave conflicto emocional para intentar comprender o embarcar,
dentro de su mismo sistema neurológico, que lo que en un lugar es
normal o intelectivamente casi neutro, pueda ocasionar en otro el ser
objeto de enjuiciamento, de cárcel, de pena capital incluso.
Pero
el derecho, si queremos compararlo con entes de
otro ámbito, se encuentra sin duda alguna entre las máquinas –o
maquinaciones, en el buen sentido– más sofisticadas que el
intelecto humano haya sido capaz de concebir y de manejar. Son
máquinas, en sentido epistemológico, construidas gracias al saber y
a la “tecnología” de su campo, igual que ocurre con el vehículo
a motor, heredero del hecho de andar, de la motricidad animal, con el
cohete o la astronave, remotos descendientes del tirar una piedra, arrojar una lanza o disparar una flecha, con la “sanidad” o la farmacia,
consecuencias claras, tras haber pasado por un largo y grueso
rebozado de acumulación de saber, de la magia, de los conjuros
pictóricos de las cuevas prehistóricas, de la necesidad y del
impulso desesperado de sanación del animal enfermo y herido. Y los
ejemplos son casi infinitos.
Así,
el derecho, la ley, con sus derechos, matizaciones y prohibiciones,
es también un derivado directo de la lucha, de la beligerancia y de
la competencia primigenia entre los animales, primero, y entre los
seres humanos, después. El derecho es una larga cinta inacabable e
inacabada, al igual que la larga cinta de las manufacturas o de la tecnología, la de la
cultura, la del saber científico o el moral, y hasta la del conocer
sobre el manejo de las propias emociones de cada cual con su entorno
y con su mismidad.
Pero
con respecto al derecho, incluso en el estado sofisticado en el que hoy pueda
hallarse comparado con tiempos anteriores, lo que resulta
tremendamente difícil de deslindar es algo tan sencillo de expresar
como un “esto sí y esto no”, qué es libertad, pues, y qué no,
lugar mental complejísimo donde se esconde el verdadero meollo de
casi toda cuestión, llamémosla “jurídica”.
Por
fortuna, como derivado o invención extraordinariamente tardía de la
propia historia del derecho, y de su prima hermana, la política, se
ha llegado, para fabricar leyes, a la inclusión efectiva de los conceptos de tolerancia y
consenso, e incluso al de humanitarismo, con los cuales, hoy, se
pretende, y así se proclama desde muchas instancias, que es con una
buena parte de ellos con los que también se construye modernamente toda
legislación.
Entonces,
volviendo al estupor intelectual que le puede producir al ser libre y
crítico, es decir a un humano ideal, el hecho de las diferentes e
incompatibles juridicidades según lugar, no resulta difícil
concebir el todavía mucho mayor estupor que se produce cuando estas se
producen también dentro del mismo lugar, obligando a tantos
ciudadanos a la dicotomía poco manejable entre lo que considera sus
derechos en el terreno de lo personal de los que NO son considerados
así en el terreno de lo colectivo, pero siendo los segundos sus
equivalentes naturales o sus derivados lógicos.
Porque
un colectivo de personas
se “acostumbra”, volente
o nolente, por no decir,
“amolda” a la juridicidad de su lugar. Tal aserto parece poco
discutible. Pero lo que será más difícil es convencer a este mismo
colectivo, al que supondremos, ut
supra, pensante y
civilizado o, como más
todavía me gusta decir,
medianamente romanizado, de que, por
ejemplo, el derecho asumido
por la totalidad de la población a no recibir a alguien en su casa
contra su voluntad,
a echarlo de ella, o a que alguien se vaya porque sí de donde no
desee estar, sin dar más explicaciones, sea un derecho que hoy, en
España, carezca de correlato en ciertas otras situaciones colectivas
parejamente fundamentales o, peor aun, según para cuáles casos sí,
pero para otros no, para estupor de muchos.
Desde
esta óptica precisamente, me atrevo a decir que el conflicto catalán
es un conflicto jurídico, pero incluso más, un conflicto meramente
intelectual por causa de una legislación estatal que, aun
autodenominándose democrática, sin embargo, no lo es plenamente. Lo
cual, como mínimo, obliga a caminar por intransitables callejones
emocionales e intelectivos a quienes quedan sujetos a su normativa, e
incluso hasta a aquellos que la emanan, lo que se produce,
precisamente, porque aquello que es lo normal, lo lógico, casi, y lo
asumido con respecto a las decisiones y libertades de cada
persona, se convierte en anómalo o, peor, en ilegal, cuando se trata
de expresarse colectivamente, no importa con respecto a qué.
Y de esto, no se sabe bien qué es más difícil, si recibir la explicación o tratar de darla a lo que no la tiene, porque los misterios del paráclito pueden estar bien dentro de su ámbito, pero en política y, no digamos ya en las tareas de sembrado de conceptos en seseras, en los tiempos actuales se requiere apelar a una cierta lógica cartesiana mínima para poder hacer clientes, pues ya no sirve para todo el mundo el antiguo y acreditado Dios lo manda o el Emperador lo manda.
Y de esto, no se sabe bien qué es más difícil, si recibir la explicación o tratar de darla a lo que no la tiene, porque los misterios del paráclito pueden estar bien dentro de su ámbito, pero en política y, no digamos ya en las tareas de sembrado de conceptos en seseras, en los tiempos actuales se requiere apelar a una cierta lógica cartesiana mínima para poder hacer clientes, pues ya no sirve para todo el mundo el antiguo y acreditado Dios lo manda o el Emperador lo manda.
Porque
no se compadece el que, como ciudadano, cualquier persona pueda
expresar su opinión y prácticamente sin más cortapisa que la de
que no la escuchen, pero sin consecuencias jurídicas, salvo que esté
llamando al asesinato, al terrorismo o al maltrato físico y
emocional de cualquier tipo, y que en cambio, no, pero de ninguna
manera, pueda obrar como colectivo opinando igualmente lo que le
parezca e instando al cumplimiento de sus intereses, como es derecho
de ley para el caso individual de cualquier persona física.
Imponer
y educar a una población, o siquiera pretenderlo, en que lo primero
sea un derecho sancionado y realmente existente, pero lo segundo, no,
y que, además, nunca podrá serlo, es un claro sinsentido o
contradicción en términos cuyo resultado no puede ser otro que el
estado de perplejidad, insatisfacción y agobio que produce en
numerosas personas y que acabará llevándolas, en sus
manifestaciones como colectividad, a exigir aquello que no puede
parecerles otra cosa que “lo normal”. Que no es sino el derecho a
comunicar su opinión y a solicitar que, lograda una mayoría, pueda
obrar según otro criterio que sea diferente al que se le impone, que
es lo inapelablemente democrático. Y sea esto el deseo de
independencia de un territorio, la consideración sobre una u otra
forma de estado, o la legalización o no de determinadas prácticas
sociales, comerciales, empresariales, jurídicas y cualquier etcétera
que se desee imaginar y sobre todo lo cual un colectivo tenga interés en dar su
opinión.
Pero
“lo normal” parece ser que no solo no lo es, según para qué,
sino que es delito, y además se apela, para afirmarlo, precisamente,
siempre a una entidad superior inamovible, a la Constitución o a la
“juridicidad” que sea, y siempre al estilo del cartel del tendero chusco: Hoy no se fía, mañana, sí. Pero cuando son precisamente estos mismos techos
jurídicos los que están ya más que puestos en cuestión por su
propia contradicción y ambivalencia, y por parecer siempre
dirigidos, además, y más que sospechosamente, a pronunciarse
siempre en el sentido del criterio interesado de quien detente el
poder ejecutivo, sin más matices. Lo que, tal vez, en el siglo XVIII
o en XIX podía considerarse la práctica “normal” y admitida en
el ejercicio del poder. Pero hoy, ya no y de ninguna manera.
Y
es de este superado sentir del poder sobre sus prerrogativas del cual vienen
ahora los sermones insufribles, los golpes de pecho, los jamás y los
nunca, las manos duras y nunca temblorosas y las apelaciones y
pronunciamientos sobre el inmarcesible poder del derecho, la
legalidad, etc. Legalidad por lo demás que, según para qué, se
cambia con mayor agilidad y presteza que una corista, cada vez que al
poder le cuadra hacerlo.
Pero
igual que conocía de sobra el franquismo cuál era la legalidad de
“su” Tribunal de Orden Público, tampoco cabe duda de que el
“régimen” actual, por llamarlo de algún modo, conoce hoy la
validez real de la suya, y este conocer incluye precisamente el bien
intuido saber, por parte de ellos mismos, de que a bastantes piezas
de esa “legalidad” les queda bien poco recorrido ya o, mejor y
más claro, dos cortes de pelo. Por fatiga de materiales, por
obsolescencia intelectiva y social de los custodios del entramado y
por sus propios vicios constructivos, por la masiva desafección
causada por todo ello mismo y por las razones de su propia
autocontradicción y de su manifiesta incompletitud.
Una
legalidad capaz de poner fuera de la ley, de negar los cauces de
expresión que la mayoría entiende por normales, a una buena parte
de su propia población, cauces que, por otra parte, son normales en
los países de nuestro entorno al que tanto gusta decir que se
pertenece y población que no se puede calificar de delincuente desde
ninguna perspectiva razonable, es una legalidad cuya duración solo
depende ya del primer cambio de viento, pues nada justifica su
irracionalidad petrificada y la “torcida intención” que
pertenece a un estarse y sentirse en común, propios de otras épocas,
hoy anacrónicos, amén de, seguramente, dañinos para casi todos.
Expresó
Bismarck este crudelísimo juicio: España es el país más fuerte
del mundo: los españoles llevan siglos intentando destruirlo y no lo
han conseguido. Han pasado otros más de cien años y aún sigue
siendo cierto el segundo brazo del aserto, ¡qué contumacia la
nuestra!, pero lo cierto es que parecemos estar más que nunca a
punto de conseguirlo. Pero ya sin invasión francesa, pérfida Albión,
larga mano de hugonotes, masones, judíos, moros, de la Santa Sede
misma o cualquier otra parecida catástrofe natural. Solo por simple
y sencilla mano de cristianos, es más, los propios, porque,
empadronados o no en parroquia, lo somos casi todos, los que no
queremos serlo y los que sí.
Y
nada menos que la Santa Rusia comunista, el ogro soviético,
consintió en desmantelarse como un trozo de hielo puesto sobre una
estufa. Un par de años, y andando. O tempora o mores. Ni
zarismo, ni comunismo, ni con cohetes atómicos ni sin ellos. Los
tiempos cambiaron, Rusia también, y a otra cosa. Pero no ha devenido por ello, precisamente, en un pelele.
Y
nada menos que los herederos del Imperio Británico, esa bagatela, le
han otorgado, no, han satisfecho la exigencia de referéndum
solicitada por los escoceses. Enfermos del estómago y verdes de
bilis, sin duda, lo cual, dicho sea de paso, resulta más que
comprensible, pero siendo capaces de dar la lección de saber
supeditar la razón de estado y el interés de su propio poder a nada
menos que ese gigante intelectual que es su más legítimo hijo y
hallazgo moral, la democracia parlamentaria que parieron justo allí y que, desde luego, en este caso han sabido honrar.
Aquí,
no. Aquí parimos el golpismo y el pronunciamiento, y aquí nos
vienen los hijos y nietos intelectuales de nuestro inacabable e
inacabado fascismo, de nuestro imperialismo de alpargata, meros
travestidos modernos de la moral, a disfrazarse la boca con la misma
palabra, pero de la que no entienden el significado, el sonido y no
digamos ya los usos.
Condecoradores
de Santísimas Vírgenes, ministros de capilla portátil para sus
viajes, que los hubo, hace diez, doce años, no doscientos,
depredadores de los caudales públicos y vigilantes de los úteros
ajenos, herederos de los herederos de los herederos de los usos de un
imperio, hoy ectoplasma, pero en cuyo nombre aún parece que se
gobierna, para asombro de cualquier filósofo que en el mundo haya,
reconvertidos en gestores-propietarios de lo público, pero que se
empecinan en manejarlo con teología del Renacimiento, ciencia
política del siglo XIX y actitudes de autócratas bananeros del XX.
Pero
¡ay!, parte de la población, y no sólo la catalana, sino también la canaria, por ejemplo, expone hoy su pretensión de que sea un
derecho el expresarse y decidir después en función de esa
expresión, la que sea. ¿Y cómo puede nadie, hoy en día y en su
sano juicio, negar tal derecho a cualquier colectivo? ¿Qué hacemos
ahora, suprimimos el derecho constitucional a manifestarse
civilizadamente, según para qué? ¿Y suprimimos también, en
consecuencia, el derecho de reunión y el que tiene cualquier hijo en
cualquier casa, cumplida su mayoría de edad –cumplir una mayoría
numérica, dijéramos, trasladando el concepto a lo público–, y lo
encadenamos en casa para siempre, explicándole además con un palo
en la mano que eso es lo legal? ¿Desde cuándo un padre puede
encadenar a un hijo a su casa en la edad moderna, ya pasado Napoleón
por todas las campas de Europa? ¿Y cuándo acabó oficialmente la
esclavitud aquí mismo, lo recuerda alguien?
Negamos
el cauce de un referéndum y, al tiempo, ese mismo referéndum, a
modo casi de irrisión, se contempla en la Constitución, pero solo
como libre arbitrio concedido o instado por inspiración del poder
ejecutivo, nunca entendido como derecho de la ciudadanía y sin
necesidad de mediar representación vicaria o interpuesta de los
partidos políticos encarnados en dicho ejecutivo, y tampoco
concebido como mecanismo automático, como lo es en Italia o en Suiza
–esos entes estatales tan ajenos, tan distanciados en esas lejanías
religiosas, morales, jurídicas y geográficas de la profundidad del
Pacífico–, para consultar y conocer sobre aquello que a un cierto
porcentaje de población le interese decir y después decidir en
consecuencia, si alcanzada una mayoría adecuada. Y sea ello lo que
sea que le interese: mandar devolver a los chinos a China, excluirse
de la ONU, dar un sueldo a sus discapacitados o mendigos o permitir
plantar o no una plataforma petrolífera o hacer o no pública la
gestión del agua. O la del vino.
Y
nuestra democracia vigilada –y vigilada, además, por quienes están
dando el más vergonzoso y lamentable de los espectáculos morales
posibles– sanciona pues, ¡gracias te damos, nobilísima dama!, el
libre arbitrio, pero solo aquel a emitir desde el poder, como
correspondería a la democracia que hubiéramos debido tener en los
años cuarenta del siglo XX, de haber estado alineados con los países
de nuestro entorno, de no haber vivido bajo una dictadura.
Pero
después, cuando hubiéramos podido de nuevo engancharnos al carro de
una democracia más evolucionada, aun la dictadura fue capaz, por la
vía de la presión militar, en el 78, de seguir imponiendo su óptica
de estado fascista en la práctica, de instaurar criterios siempre
demasiado arcaicos y cicateros sobre la configuración territorial y
los requerimientos para poderlos modificar. Y arcaicos mucho más,
por supuesto, en el entendimiento de cuáles son los poderes que
nunca se “concederían” a la ciudadanía para que no pudiera
obrar democráticamente, por encima incluso del parecer de sus
propios políticos o de determinados órganos del estado que no es ilegítimo concluir que ya solo se
representan, de facto, a sí mismos y que así, manifiestamente,
pretenden continuar.
Y
en ese sentido, igual que el ejército no debería ser “nadie”
respecto del entendimiento de qué es unidad territorial y su
mantenimiento o no, salvo agresión exterior, o salvo en el apartado
de acatar las órdenes que le dicte el ejecutivo, en el mismo
sentido, ni siquiera el ejecutivo debería ser “nadie” con
respecto a la toma de decisiones que, eventualmente, fueran sometidas
a referéndums populares instados por la población, de existir los
mecanismos para ello, pero que NO existen es España. Esta España en
donde nos desayunamos cada mañana con un curso, impartido por
futuros presidiarios –y esto no es un decir en modo “ojalativo”,
sino un conocimiento estadístico–, sobre qué se debe y puede
hacer en democracia y qué no, siempre y cuando sea lo que ellos
dispongan.
Y
el que no existan dichos mecanismos elementales y se apele, por lo
tanto, a hablar de ilegalidad por causa de la inexistencia de algo
que, en buena lid, debería existir, si la llamada democracia lo fuera realmente, no
es más que un mutuo juego de despropósitos y de contradicciones que
el sistema incluye en su propio seno y bajo el hermoso nombre, además,
de “fundamentales”, pero unos principios que, sometidos a un
escrutinio medianamente serio, bien dejan ver que son el propio
germen de la más que previsible modificación o destrucción del
sistema mismo. Que es en lo que estamos, y por tal variedad de causas
injustas e insoportables, que no podrán sino acabar por producir
otra cosa que el fallo multiorgánico de un enfermo terminal.
Quien
esto escribe no es independentista ni partidario de los
nacionalismos, empezando por el español y siguiendo por el catalán. No creo en ellos o, al menos,
no creo en ellos mientras no demuestren que son mejores que lo que
niegan. Pero si creo en la democracia, en la suiza o en la británica,
y no en esta democracia nuestra mientras no se haga medio sueca,
holandesa, danesa o una mezcla de todas ellas, y por la misma razón
que sé que un Jaguar no es un Dacia, y así me lo juren de rodillas
los fabricantes del segundo y por más que ambos rueden y circulen.
Por
eso, no creo en lo que no veo y sí creo en lo que veo, y lo que veo
es que aquí, la cuna del niño y el jergón del viejo los siguen
meciendo con cuentos y, por lo tanto, me parece legítimo y
comprensible que quien no se crea un cuento se quiera ir con la
música a otra parte, ya que no le permiten cambiar mínimamente el
texto. E incluso que se vayan con su propio cuento y aun si es
todavía más infame que aquel del que se huye. Pero eso es lo
democrático, a mi entender modesto. Escuchar el cuento que se desee,
creerlo o no y si es necesario, obrar en consecuencia. Porque creo en
los seres humanos concertados según razón, no en los estados
exclusivamente, y mucho menos en los estados que no merecen ya ni
serlo, por infames, por ruines y por ser peores de lo que podrían
ser al haber sido torticeramente constituidos, por nascencia, para
discriminar lo que no se debería y para no discriminar lo que se
debería.
La
patria, si es que hoy el término todavía significa gran cosa, es
mucho más la democracia y la libertad que la geografía, lo es más
la madre, la infancia y los sentimientos que una bandera, una
legalidad, una Constitución. Y alguien podrá matar a otro
sosteniendo que la patria es la ley, pero nunca podrá convencerlo.
Los amores se eligen, el lugar donde se nace, no. Pero sí aquellos a
los que se desea ir, los físicos y los mentales. Y nadie es dueño
de una tierra, con sus conjuntos, por serlo, sino por consenso de sus
habitantes, de los de esa tierra, se comprende, pero los consensos, hoy en día, hay que ganarlos, no imponerlos, pues entonces no son consensos, sino dictado. Y si esto último no
se entiende, tampoco se entenderá nunca ni se sabrá, siquiera
rudimentariamente, qué es democracia.
Por
añadidura, un barco puede navegar con una bodega inundada, pero no
con todas ellas, sin radar, pero no sin timón, sin capitán, pero
muy malamente sin oficiales, sin pericia, pero no sin combustible,
sin rumbo, pero no, encima, sin motor. Y mucho menos cuando se navega
así casi por gusto, no por necesidad, que es ya lo último.
Y
este es el estado del barco de nuestra democracia, por
desgracia para la inmensa mayoría. No es que no le ande la brújula
jurídica, es que no le funciona tampoco el timón moral, el motor
económico, el radar de la planificación, es que el vigía es ciego,
el contramaestre, un pirata reconocido, el oficial político no acabó
la ESO, el rancho de la tripulación se lo han comido los oficiales
corruptos, lo que transporta en las bodegas que le quedan sin inundar
son papeles mojados de títulos nobiliarios y cantorales de iglesia,
la carga de negros para vender va medio muerta, la de capataces
contratados para pegarles olfatea el futuro, ventea las narices y
duda, la paga es la mitad para los que aún la cobran y el
cirujano-barbero lo desembarcó el capitán en una isla desierta
porque, a su entender, salía caro.
Y
del barco, lo único que funciona es la sirena, que lleva horas
anunciando con su lúgubre proximidad que se acerca a los más
peligrosos parajes de la Costa de la Muerte. Y el capitán insiste en
que las lanchas de salvamento, además de no haberlas, no las hay
porque son una mariconada, un estorbo y un gasto. Y no le tiembla la
mano lo más mínimo al dirigir su cascajo en derechura hacia los
acantilados.
Lárgate
del barco fantasma, del barco
de los vampiros y de los zombis, lárgate
si quieres y puedes,
Cataluña, es más,
deberíamos largarnos todos si hubiera a dónde, aunque
no me guste, aunque no nos
guste a tantos, aunque en parte, seguramente, tampoco te guste a ti,
aunque sea una pena para
muchísimos,
pero mucho ojo
con tu capitán. Hasta ayer por la tarde compartía mesa de trile y
beneficios con el nuestro. Y eran y son un rato buenos, créeme, en lo
suyo, nuestros y vuestros altísimos estadistas del trinque..