Atónitos, incrédulos, estupefactos sobrevivimos la población, los súbditos que, digan lo que digan, es lo que seguimos siendo, ante las imágenes de las nuevas estrellas televisivas que cada día nos manda ver el Señor Juez, puestas en la picota, con ritmo trepidante y digno de una buena obra de ficción, y vergonzantes, vergonzosos y sólo productores de vergüenza ajena todos esos inacabables mequetrefes, pero señores ex vicepresidentes del gobierno, ministros, senadores del reino, diputados de altas cámaras o de cámaras de gama baja, alcaldes, presidentes de diputación, sindicalistas, concejales, presidentes de comunidades autónomas, consejeros de toda laya, familiares del Rey Nuestro Señor, banqueros, empresarios, artistas, conseguidores, pillos de corte, lamemanteles... Y ya nadie nos vemos capaces de encontrar términos de comparación con nada que nos resulte congruente, humano, familiar, comprensible, digerible, soportable.
Es una inundación que no concluye, un bochorno que no afloja, un viento que no amaina. Todas las lluvias y las sequías pertinaces acaban y también las heladas, los calores, los huracanes, las erupciones volcánicas y los maremotos, los terremotos, los incendios... todos acontecen alguna vez y devastan, pero concluyen. Esto no, esto acontece y devasta, acontece y devasta, en interminable secuencia jamás seguida de una bonanza.
Sigue y sigue como una contemplación verdadera del infierno, con su disfrute ad aeternum de los más refinados tormentos de la imaginería medieval, pero nunca padecidos por los culpables, sino por los justos, en este advenido y sorprendente infierno del revés, en el que nadan en calderos hirvientes y penan asaetados los inocentes, verdadero birlibirloque que nos han traído estos tiempos penosos de apocalipsis de la decencia.
Y el cine, siempre fuente de todos los prodigios, de lo insensato, de lo inimaginable, de lo estupefaciente, tampoco da razón verdadera y cabal de este suplicio de la gota malaya, el de los mil cortes, pues el cine lo puede mostrar una hora y treinta minutos y eso ya puede hacerlos insoportables, pero este tormento dura años y años, con la diferencia de que jamás pierden o mueren los malos, nunca triunfan los buenos –será que no debe de haberlos– o será que estamos asistiendo a la aparición impensable, pero imparable, triunfal y poderosa de un nuevo género, de un nuevo arte, de una mejorada comedia humana: holográfica y 3.0, invasiva, televisada no stop, y en los medios, en las redes, total, interminable, completa, pánica, ocupante de toda la realidad y capaz de generar espectáculos de una completitud y complejidad jamás antes imaginada.
Así, esas obras maestras cinematográficas, que una a una nos recuerdan los usos de este machadero que habitamos, Bienvenido Mister Chance, El Hundimiento, Todos a la Cárcel... apenas logran cada una dar más que una pincelada apenas aproximada y pintoresca si comparadas con este desmantelamiento absoluto, metódico e inexorable, pero siempre negado con palabras enforradas, que se decía de antiguo, de todos aquellos principios que se suponían subyacentes a la aclamada palabra democracia y de la convivencia civilizada que esta prometía y proclamaba sostener.
Porque el drama coral, esta obra grandiosa e inquietante a lo Carl Orff, lo es precisamente porque no es solo un rey su protagonista, ni lo es un policía que mate por placer, ni lo es un ministro enajenado por exceso de sacristía, ni lo es un ladrón que roba por su instinto y condición moral, ni lo son un Bárcenas, ni un Rato, ni las sagas de Pujoles o de Ruíz Mateos multiplicados, ni un Blesa, ni un Villar, ni un Fabra... ni tampoco lo son los idiotas por formación y vocación, ni los gánsteres porqué papá y mamá les negaron un caramelo de niños, ni lo son los estafadores por causa de sus aviesos estudios de Ciencias de la Apropiación y por los pésimos consejos para emprender sólo con esas artes, es que lo son todos y cada uno en una coralidad o totalidad romana, de corte bizantina o de solemnidad oriental, mostrando una barbarie intelectual y moral heredada de la antigüedad clásica, salvaje y perversa, mendaz en cada palabra que profiere, insufrible, repugnante de índole y portadora de mal.
Y cada uno de todos los repulsivos protagonistas de la obra son sólo una gota de agua, ya infecta, desde luego, pero es que el todo que aúnan, el tutti, es esta brutal inundación inacabable de excrementos, este rayo que no cesa, el rayo continuado de un Zeus no justiciero, sino, sin más, caprichoso, pobre hombre, veleidoso, ignorante, gilipollas, dañino y rapaz.
Es un espectáculo como de la Primera Guerra Mundial, de las trincheras que se toman una a una, frente a resistencias desesperadas y dementes, infinitamente costosas y, al cabo, inútiles, y es también como ese cerco al búnker de Hitler en el cual el enloquecido defensor lo sacrifica todo, niños, mujeres, jóvenes, viejos, perros, gatos... antes que rendirse a la obviedad de la existencia del mal que encarna y produce continuo y a la de su próximo e inevitable castigo y desaparición. Pero, ciertamente, no, los modos no son los mismos, pero sí lo es la esencia del asunto, la negación a reconocer la propia incapacidad de obrar rectamente y la decisión, a pezuña y coz, de llenar de cadáveres propios y ajenos todas las trincheras y la totalidad del paisaje.
Y no es igual, por supuesto, el número de cadáveres físicos, la indignación no me ha hecho perder tanto el juicio como para sostenerlo, pero sí lo es el número de cadáveres jurídicos, el exterminio del espíritu de las leyes o la adopción inmoral de las que ya nacieron enfermas de espíritu, la matanza de las artes de la convivencia, el asesinato del entendimiento y del compromiso entre seres dotados de razón, el entierro de las ideas de justicia social, de equidad, de trato igual para todos, de repartos coherentes del esfuerzo y de las recompensas y la voluntad de desaparición definitiva por tiro en la nuca de la idea de la intangibilidad de los bienes públicos, quedando obligados a ello especial y muy específicamente sus administradores... ¡Qué antigualla estas y como se ríen, las hienas, de quienes creemos en ellas!
Todo esto es a lo que estas actitudes nos han llevado y esto lo que equivale, no lo duden, a muchos miles de cadáveres, por más que las leyes, las hechas por ellos y por los semejantes a ellos, se entiende, no lo contemplen ni vayan a contemplarlo de esta misma manera jamás.
Y ha excavado todo ello un agujero social muy profundo del que habrá que salir a fuerza de uñas, pero robados, despojados, estafados, sin medios y malheridos, con las estructuras de convivencia deshechas, con la economía llevada a décadas atrás, y todo ello sin haber pegado nadie un tiro, sin una matanza, sin delitos execrables de genocidio o de lesa humanidad, pero gracias a un conjunto de actitudes, debidamente mantenidas bien tiesas por una legislación de rapiña militante, que, con estas inverosímiles, sostenidas, acrecentadas y en nada enmendadas prácticas de mal gobierno, ha terminado por llevarnos a un estado, social y humano, en poco diferente al que que se tendría después de una guerra de exterminio. ¿Porque, no son acaso dos millones de pisos vacíos que en diez años serán polvo y esqueletos insanos, casi lo mismo que dos millones de pisos reducidos a escombros? ¿Y no son acaso cinco millones de parados casi lo mismo que cinco millones de desplazados, de malheridos, de inútiles a la fuerza, de sobras humanas?
Y porque ya hay que lamentar, pues, una generación perdida, mutilada y lisiada en lo social y en lo ciudadano como las de posguerra en lo físico, y porque se sufre un incremento generalizado de la ignorancia, se padece una pérdida de prestaciones y derechos que hace buenos a los que, esmirriados y con insoportable parsimonia, fue alumbrando el franquismo. Este el resultado, en fin, de esta guerra sin muertos, pero con millones de seres humanos convertidos en deshechos sociales y demográficos, en parias civiles y económicos: los parados, los desahuciados, los desatendidos, los niños sin comida suficiente, los que viven una miseria de otras épocas...
Recuerdo, y no hará tal vez un año, el escándalo levantado entre los defensores de la fortaleza medieval de su poder, cuando se hablaba, aunque en realidad, sólo a nivel de periodismo y sólo de opinión pública, de una causa general, judicial, bien se entiende, y cómo su reacción era de indignación infinita y de estupefacción, citando la posibilidad de que tal planteamiento no fuera, además, otra cosa que una barbarie jurídica.
Y lo sería, seguramente, pero lo que vemos hoy, apenas poco tiempo después, y acontecidos y averiguados más y más hechos indescriptibles y en número extraordinario, y sin el más mínimo aspecto de que se haya llegado, ni de lejos, al conocimiento de lo que sigue escondido debajo de las alfombras y corroyendo y pudriendo las cañerías y las vigas del edificio, es que en realidad, en efecto, no existe causa general, ni posibilidad jurídica de que la haya. Sin embargo, esta sí ha sido puesta en marcha, a la postre, por la simple fuerza del empuje de los fangos y los purines, que ya son todo el paisaje, y, en consecuencia por la apertura de un tal número de causas, una tras otra, que ahora, esa imposibilidad de la causa general se está transmutando, de facto, en la certeza de haberse obtenido su equivalente, que bien convendría llamar la generalidad de las causas.
Así, el número abracadabrante de estas causas judiciales y la entidad de las personas sospechosas, encausadas, imputadas, citadas, averiguadas y, más raramente, condenadas, traerá el resultado de que, para pasmo de todos, el de los responsables que se creían investidos de inmunidad casi divina por la cual jamás sería posible llegar a su desenmascaramiento y el de los perjudicados, que jamás llegaron a pensar que la realidad de lo por todos intuido y, en el fondo, más que sabido, se pudiera llegar a sustanciar en lo que podría llamarse un conocimiento oficial, mucho más sólido que el “se dice”, en un verdadero conocimiento jurídico y público, no adquirido por habladurías, sino por autos, actuaciones e investigaciones judiciales y policiales, con su consiguiente averiguación de daños, perjuicios, responsables, cuantías y de los necesarios cohechos imprescindibles para todo ello.
Es una verdadera marea social de descontento y desespero lo que viene engrosándose con cada caso de corrupción desenmascarado e investigado. Y no es ajena a ella la postura de la Justicia. Ciertamente el político, como toda la clase empresarial, tiene infinita más facilidad para prevaricar y jugar a su beneficio que el juez, y esto, que es una maldición en su primer término, es, en cambio, una bendición en el segundo. De todos los pilares clásicos del ordenamiento de un estado, en los tiempos actuales, en las democracias modernas, y asumiendo, eso sí, que la nuestra lo fuera en parte, la judicatura, como tal órgano, es la que menos acceso tiene a tales prebendas incontroladas.
Y forzoso es pensar que no será sólo por puro buenismo de ellos mismos o del sistema, sino por el hecho incontestable que la Judicatura, o las fuerzas policiales igualmente, son quienes van siempre a la cola de los acontecimientos. Cuando quiere la Justicia llega a investigar algo es porque las bodas del cohecho entre político y empresarios ya estaban celebradas, los papeles necesarios y debidamente oscurecedores de cada asunto ya estaban firmados por las asesorías jurídicas oportunas, los frutos del matrimonio, la obra o el servicio (en gran parte innecesarios para el bien público, pero imprescindibles para poder percibir la comisión generadora de todo el mecanismo), ya han sido levantados o proporcionados y la recompensa, en primoroso negro, ya se fugó en acolchados maletines a plácidos y retorcidos escondites guardados por los más serios cancerberos, a la espera de su conversión en irreprochables billetes de curso legal.
Por tanto, cuando llegan los asuntos al juez, las recompensas extra que algunos de ellos pudieran esperar, al margen de su sueldo, prestigio y ascensos –en todos estos casos en los que los gastos y los beneficios ya están repartidos entre los monipodios– dependerán ya tan sólo y exclusivamente de su disposición a hacer la vista gorda, a obrar con añadida lentitud o a prevaricar, cobrando por ello, pero siendo esta, de todas las acciones que pueda acometer un juez, con mucho la más peligrosa y arriesgada. En consecuencia, la prevaricación judicial es un fenómeno raro en España y, esto se convierte en la garantía que hace que la justicia, a pesar de la lacra de su coste y lentitud, acabe llevando a puerto investigaciones que no son del interés del mundo de la política ni del poder con mayúsculas.
Se les ponen a los jueces, desde el poder político y económico, todos los bastones legales entre las ruedas posibles, es indudable, pero esto conlleva la contrapartida, sin duda, de una cierta animadversión de la judicatura misma ante esos poderes, inevitable desde la consideración de que, en definitiva, y a pesar de todo el mimo institucional recibido, y de las santas declaraciones de respeto, acatamiento y demás paripés mediáticos emitidos con mendaz y vomitiva redundancia desde los poderes políticos y económicos, los jueces constituyen el único verdadero contrapoder capacitado para, antes o después, y ante el mínimo error de a quien tengan ya bajo su lupa, poder proceder en su contra.
Y debe de suponerles, incluso, un placer a los jueces el obrar justamente, pues sus problemas, en realidad, les vienen casi siempre de los “de arriba” que no de los “de abajo”, y porque, ya puestos a ser figura incontestable del sagrado santoral democrático del Estado, y a pesar de la parafernalia, lo cierto es que las expectativas de “buena vida”, o no digamos ya de “vidorra” de un juez en ejercicio, comparadas con las de cualquier abogado, notario o inspector de hacienda que hagan carrera y, no digamos ya, si saltándose la ley, en un partido o una empresa, son del todo diferentes.
En este sentido, y ya lo dije hace más de dos años, lo cierto es que se recaba la sensación de que a este estado del malestar, a este este califato de Alí Babá que nos ha tocado de unas décadas a esta parte en suerte, el único estamento que parece estar en condiciones de ponerle coto es el judicial. Y, de hecho, eso es lo que vemos que está ocurriendo. Cuando los jueces toman cartas, bien de oficio, en los asuntos que la calle lleva ya reclamando años, o bien cuando las denuncias acaban llegando a sus manos y empezando a investigarse y resolverse, a su ritmo de caracol, es cierto, el mecanismo ya muy difícilmente para hasta llegar a puerto. O casi.
Porque el descontrol ha sido de enorme magnitud. Evidentemente por el lado político, y empujado siempre por esa clase empresarial nuestra, africana, si esto no fuera insultar a los africanos, imposible de alinear con la casta empresarial promedio en Europa, y en tanta parte ignorante, esclavista, explotadora y refugio de listos y avispados como en pocos otros lugares, entre otras cosas, por causa de la propia legislación que nunca parece haber hecho otra cosa que estimularla y consentirla, y de la que sólo puede decirse que han salido de ella bribones que convierten en digno y respetable a Luis Candelas y en comprensible a Monipodio, que a fin de cuentas, sólo era un “matao”.
Así hoy, ahora, las únicas “alegrías”, a la gente común, a la ciudadanía de a pie, sólo se las está proporcionando una judicatura que, aún a la velocidad del caracol, la mayoría de las presas que coge, no las suelta. Y, una tras otra, presa a presa, caso a caso, va señalando el que casi parece el único camino para lograr acotar y revertir esta ceremonia del espanto en la que actuamos la inmensa mayoría de comparsas, pero pagándole las entradas y debiéndole el decorado y los sueldos de los actores al conocido empresario, señor Mercado, que no vive en España y, al parecer, en ninguna parte, que no atiende al teléfono y que nadie sabe dónde se encuentra, salvo para cobrar.
Escuchaba esta noche, al respecto, a don José María Brunet, en 24 horas de TVE, periodista catalán y en cual todavía habita algo de seny, expresar cómo la consternación se apodera de cualquiera ante la escucha de cada nueva noticia sobre cada recua de estafadores y ladrones (pero estos sustantivos son míos) identificados cada nueva mañana de Dios.
Pero al escucharle, de pronto, y en el sentido de lo anterior, me he sentido en total desacuerdo. No, no es la consternación el primer sentimiento que acude a las mientes de un ser civilizado, pero ya castigado como un toro inocente al que se le llevan puestos cien pares de banderillas, el primer sentimiento es de júbilo, de una alegría disparada, el alivio por la constatación, ya casi inusitada, de disfrutar de una tregua, de que la justicia cabe que exista.
Después, sí, después viene la consternación por la nunca acabada existencia de ese estado-fiesta nacional que paga al poderoso para maltratar al toro, por el dolor y la cochambre sanguinolienta de la propia espalda agujereada y torturada sólo para que uno más vivo que otro se meta aún más dinero en la bolsa, y la consternación, porque, y aquí vuelvo casi al principio, sólo se trata de una tregua, porque la fiesta, nuestra bárbara fiesta sigue y sigue siempre, porque luego llegarán, puntuales como en toda tragedia griega, el picador y después la engañosa muleta y, finalmente, el estoque y esa puntilla o descabello, que al toro de esta corrida, el común de la ciudadanía, siempre le espera, bajo las vernáculas especies de la pérdida de sus ahorros porque se los roba, así, sin más, un banco, porque se le rebaja la pensión y aún se le dice que se le sube, para mayor escarnio, porque no se atiende a su enfermedad como se podría y debiera, porque se le abandona en la indigencia y aún se hace rechifla de ello.
Y causa verdaderas bascas ver a los responsables y superiores de cada ladrón sorprendido jugueteando con la llave maestra de la caja de la familia, de la de los hambrientos, la de los enfermos, la de los necesitados, o con la bolita de trilero del emprendimiento, pidiendo perdón y jurando, por éstas, que son cruces, que ellos nunca hubieran podido imaginar que Fulano, al que eligieron, auparon, sostuvieron y jamás enmendaron, fuera a resultar un individuo de tan baja catadura moral. Y esto una vez y otra y, Primera Guerra Mundial de nuevo, negándose hasta el final de los tiempos, como manda el guión, a salir de la trinchera, sin apartar ni un saco terrero de la fila, con el casco y la bayoneta calada, enrocados de manera vitalicia cada cual en su agujero y descargando sus sucias responsabilidades sobre los fiambres de sus correligionarios y los prisioneros de su misma parcialidad que, antes o después le cantarán todo al enemigo, al señor juez, una vez desalojados, a fortiori, de las trincheras que tenían delante.
Hoy, Esperanza Aguirre, y todas las mañanas, puntual como nadie a su desayuno de sapos y quebrantos, a su oficio de maitines por las almas de los muertos de la Congregación, Dolores de Cospedal, y cada dos días, tres... Floriano, Pons, Hernando, Soraya…, armados de sus caras de cemento y de sus gladios desenvainados y en rigurosos turnos de guardia para no desangrarse aún más en la defensa demente de la Ciudad Prohibida, los últimos y más selectos oficiales de la guardia pretoriana, los que todavía no cuelgan de un gancho de sangrar en el matadero judicial, inocentes de toda inocencia, depositarios de toda la sacra romanidad de esta Roma Imperial corrupta y decadente, limpios como dioses y valiosos y valerosos como arcángeles –mientras no se presente el vehículo de atestados de la Guardia Civil, la carreta de su San Martín, a indicarles lo contrario–, comparecen dando, una por una, inverosímiles explicaciones, excusas de orates, pregonando propósitos de enmienda que le causarían rubor y vergüenza ajena a un pederasta, y estrechados, estrechados y apiñados todos en fiera cohorte ante el Tancredus Maximus, que, encerrado en el círculo de mármol repulido y deslizante de su miedo y de su menos valer, ya no es capaz ni de balbucir los nombres de sus más fieles caídos, e... e... ese, e... e...seee... otro, ese señor, ese diputado, e... e... e...seee..., e... e... e...seee...
Qué vergüenza y qué horror. Y qué furor. Y qué pocos ganchos para la carnicería modelo que se podría levantar.
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