miércoles, 30 de julio de 2014

El molt Deleznable

La realidad política supera a cualquier aforismo. Por eso, en parte, decidí dejar de escribirlos, o siquiera al ritmo al que estaba acostumbrado. Es una competidora invencible porque no hay bestialidad, perfidia, maldad, traición o iniquidad que no se le ocurra a ella antes de que uno empiece apenas a establecer cualquier hipótesis malévola, siquiera recreativa, y hágase lo que se haga y por más que uno se esfuerce se le acaba siempre andando a la zaga.
Se constata, se glosa, se deja patente el pasmo ante cualquier falsedad, latrocinio, falta absoluta de pudor, ignorancia crasa y culpable, paralogismo sangrante, contradicción en términos o, en fin, lo que sea de entre lo que nos sirve cada mañana el cotarro político-delictivo como desayuno y no se ha salido aún del asombro que produce tanto arte, tanta fantasía, tanto genialidad para quedarse con lo ajeno, cuando con el café recién engullido y por digerir, no se acerca aún la hora del piscolabis de media mañana y un nuevo artista circense, del hambre ajena, del cohecho en provecho propio, del meter la mano en la caja de los huérfanos, de las viudas, de los parados, de los desahuciados, una nueva y perfecta cara de cemento, ya supera al anterior con un nuevo número inesperado,  inimaginable, asombroso, perfecto, esopilante, redondo...
Y se nos vacía el saco de las comparaciones, de los adverbios, de los adjetivos, de los que andamos con ellos siempre al uso, pero también la modesta bolsita de los acertados y luminosos, esos impensados que ayudan a construir las mejores metáforas, porque hasta el último edil de la última aldea, hasta el más pequeño empresario pastelero de sus pasteles, fabricante de sus quimeras y vendedor de sus vapores, por no hablar de toda la pirámide de lo mismo sobre cada uno de ellos, se levanta una mañana y con su creativo quehacer, pero siempre exclusivamente orientado al peculado, deja antigua cualquier genialidad descriptiva, cualquier expresión de asombro que no por bella y trabajada e impecablemente construida sirve ni veinticuatro horas para expresar la cotidiana sorpresa, la novedad de puro antigua, la estupefacción por cada nueva y afortunada creación de la más original, pujante, creativa, exitosa y moderna de las empresas del país, ¡Me lo llevo! S. A., personificada hoy por uno de sus dirigentes, mañana por otro cualquiera, dentro de diez minutos otro más... en agotadora zarabanda de brain stormings, como dicen los idiotas, pero orientados siempre e indefectiblemente al disfrute de lo que es de otros.
¡Cuarenta años robando el Molt Deleznable!, ¡Y a qué escala!, y ahí es nada el ejemplo, la ejecutoria, el plan de futuro que es el del pasado, que es el del presente, que es el plan nuestro de cada siempre, robar, robar y robar. Como los Ruiz Mateos, pero imaginémoslos sólo por un instante, ¡Ay, Jesús!, administrando el bien común, con esas garras. Jerez, pues, como La Bisbal y todas y todos ellos como el ladrón de Bagdad y sus despojados.
Joda el Venerable, pues, mangando doblones como aspira aire una turbina. Mangando junto a sus siete enanitos y a la dulce Blancaneus. Mangando en la unidad inmarcesible y sacrosanta de sus intereses propios. Mangando desde la empresa familiar básica. La familia que roba unida hasta en paracaídas se puede tirar unida. Tal sería el mensaje de fondo, pero familia, a fin de cuentas, más rapaz e insaciable y constante en la procura de lo ajeno que la de alguna de esas pertenecientes a ‘esa otra etnia’, de tan mal predicamento en tantas partes pero que, comparativamente, deja en mejor lugar a estas últimas, cuya escala de acción y perjuicios no es comparable, por más que la Guardia Civil casi nunca opine lo mismo.
El molt Honorable botiguer en Cap igualado en las acrisoladas y mejores artes del afanar con aquellos a los que el populacho y también la buena burguesía ilustrada de cada lugar más delezna. El molt Honorable tiñendo las canas de la burra, colocándole una dentadura postiza, tapándole las mataduras de los tábanos con una silla de cuero, igualmente falso, y así, treinta, cuarenta, cincuenta años, pero previsoramente envuelto el Caco Bonifacio en la Senyera y ondeándola, no sea que... 
Qué pena de banderas y ¡Qué silla aquella silla!, mirada de lejos... ¡Cómo relucía ese asiento!, ¡Pedazo de trono tallado y repujado!, el de la Generalitat Catalana, nada menos, símbolo, uno más, de la representación democrática y de la voluntad de un pueblo –signifique esto lo que signifique–, pero convertido, como tantas sillas gestatorias, representativas, preeminentes, presidenciales y primadas en asientos para culos de garduña, en cubiles u oteros de rapaz, en vulgares tableros de caballete, de los de trilero, usados como cajón donde guardar las joyas y las cucharas robadas, los parneses afanaos con esmero, como mesillas donde repartirse los trajeados, perfumados e impecables monipodios su merecida pasta, el parné, la tela marinera, el botín de sus desvelos. A lo corsario, a lo Alí Babá, a lo Luis Candelas, a lo del lugar, y a lo nuestro, para que cuanto antes sea lo suyo, siempre.
Calçotada y sardana. Y en tanto el recio casteller de debajo de la torre mantuviera las manos levantadas sujetando con su esfuerzo la estructura, la fe, el país, el cotarro, le llegaba el molt Honorable por detrás y le vaciaba la faldriquera con incomparable tacto. Sin faltar una fiesta y más o menos desde los tiempos de Wilfredo el Velloso. Pero no, no lo digo porque sea Cataluña, bien se entiende, que aquende los Monegros no podemos hablar más que de lo mismo y en lo que nos roban es en lo que de verdad más nos parecemos, pese a quien pese y ya que adelgazamos todos por igual y a ojos vista. No hay fantasía ninguna en el aserto. Que aquí suenan, el Oé, oé –expresión de la musicalidad patria donde pueda haberla–, un pasodoble, una muñeira, un chotis, una saeta a la Esperanza Macarena o un rap, incluso, y los mismos encargados, pero los de acá abajo, hacen con la misma diligencia el mismo trabajo. Y sin faltar igualmente ni un laborable, ni una fiesta, ni un sólo día dudoso o epiceno. Para que luego hablen de falta de diligencia. Y ande y vaya usted a que un juez lo demuestre con parecida diligencia y diligencias. Que su trabajo lo hará en diligencia o en caracol, si puede. Y para cuando se demuestre algo, de no producirse antes el sobreseimiento, será usted abuelo y si lo fuera ya, pues abono.
Y no es que no se conociera el percal, naturalmente, que no se intuyera, que no fluyera toda una corriente soterrada que inevitablemente hablara de ello, que no hubiera, alguna vez, intervenido hasta la justicia, aunque con esa inevitable genuflexión y falta de efectividad con la que interviene, siempre a la violeta, con afán de no molestar más que lo imprescindible, reverentemente, cuando se trata de ir a escarbarle las caries y las bubas al jefe de uno mismo, con la mala leche y el poder que tienen cada uno de estos gachós advenidos a Honorables...
Y absoluciones continuas, entonces, alardes de tecnicismos, afortunada existencia de fallos de forma, prescripciones oportunas, imposibilidades de contraste de datos, silencios culpables, cortinas de humo, mentiras piadosas, ausencia de pruebas y sólo patria, patria, patria, como única, pero sólida y casi siempre certera prueba de descargo. Toda la panoplia. Y así años, lustros, decenios... Inocentes todos hasta que ellos mismos decidan lo contrario, a su mejor conveniencia. –Lo siento mucho, no volverá a pasar...–. Y a algunos de los robados hasta se les aflojan los lagrimales. Pero ellos, los buenos cocodrilos, son lagripeores, no lo olvidemos.
Pero hoy, lo que epata es esta martingala-serpiente de verano del Patriarca en su Invierno, quien, intocable por edad, pero con sobrado botín puesto a recaudo, sale a entregar su pensión, su despacho, su coche oficial, las medallas, los títulos, las condecoraciones y todo lo que quedara de la memoria entera de su oficial hacer para defender a su pollada, a su camada negra de mequetrefes enseñados a sus pechos, es decir, el ex-venerable ejerciendo a dos manos de don Gil y pollas, según la también portentosa, pero cierta, etimología del conocido término y todo ello a exclusivo beneficio del patrimonio familiar, esa bandera. Ande yo caliente y que me quiten lo bailao, como todo aparato teórico, como ejercicio de seny.
Pues este es su último servicio a su propio, opaco y oscurísimo reino particular, levantado al amparo de su reinado oficial, el salir a defender a su indefendible pollada cuando esta se ha visto ya irremediablemente acosada y desenmascarada. Y así como al Rey Nuestro Señor, también la familia, en última instancia, será lo que le haya costado el descrédito y la honra a don Jordi, que nos sus propios manejos. ¡Ay!, la familia...
Bueno, no, la famiglia, la famiglia pero dicho juntando los dedos de ambas manos en sus puntas y meneando simultáneamente adelante y atrás los antebrazos, acercándolos y separándolos de la cara. L’onorata società, en italiano, o mejor en siciliano, especie de catalán de allí, para entendernos, que es como mejor convendría acercarse al caso con alguna posibilidad de lograr explicarlo. Que no de juzgarlo y castigarlo, bien se entiende. Y oigan Ustedes, un respeto, que es mucho lo que muchos deben a este hombre, aunque al final hubiera que cargárselo, como más de uno y más de dos dirán de los de la famiglia, precisamente. O que ha pagado un pecador por otro, como preferiría explicar yo y en conclusión, una manera como cualquier otra de hacer justicia creativa y ayudar a mi Señor, que dirán en Hacienda y en la Fiscalía, aunque por lo bajini, se entiende.
Porque no olvidemos, para concluir, que esta carnicería en un vaso de chupito tampoco hubiera sido necesaria, y que se hubiera muerto y sería enterrado el molt Honorable con funeral de estado y tristísimos chelos a tutiplén, de no ser porque a su Honorable sucesor en el sillón-cepillo de recaudación se le ocurrió ir a tocarle las narices al no poco Honorable, también, estado español. Y aquí, que por honor no quede y hasta todo el mundo hubiera tragado, aproximadamente. Hoy por ti, mañana por mí. Pero deslindar y trocear patrias eso sí que ya no. Faltaría otra.
Y como hoy no hace falta tirar de pistoleros para casi nada, se manda a Hacienda a mirar con profesional esmero y dedicación las cartillas de ahorro de los niños hasta que estas dicen todo lo que tienen que decir e incluso tres veces más de lo que dicen y hasta lo que no dicen, si fuera necesario, y eso sobra y es más que suficiente para acabar con quien no tiene la más mínima honorabilidad, ni siquiera para pegarse un tiro, a la vieja usanza, después de haber sido pillado con los calzones por los talones y los tirantes colgando, tirándole un tiento a la criada, pero no a ella, sino a su monedero con la otra mano, y aprovechándose de que ya tenía a la moza más o menos ocupada mientras le susurraba al oído y de paso, fem patria, pubilla. Pero en realidad el cazado por alzada será el sucesor, que para eso se ha gastado el tiro con pólvora del rey y que así se ha quedado con la cara que se ha quedado, de la más desoladora consternación, como si el pillado fuera él.
Y –No es lo que parece, señor Juez–, protestará el abuelo, como es canónico. Pero ya no le servirá de nada. Otro Honorable menos. Que pase el siguiente.

domingo, 20 de julio de 2014

El lobo


Propone el PP, o la FAES –vayamos nadie a distinguirlos– que el candidato que obtenga un 40% de los votos en las elecciones municipales sea nombrado alcalde de manera automática. Sin más. Y aducen para ello razones de ‘regeneración social’ y de mejores usos democráticos, pero enfrentando así, nada menos y de manera mortal, el sentido común y la lógica matemática misma con lo que ellos se atribuyen llamar lógica democrática, esa ciencia que, al parecer, dominan por encima de cualquier otro contable, fontanero, cocinero o demócrata. Santa cosa es siempre la sabiduría de las casas bien y más principales
Pero entonces, burla burlando, pues burla es el trágala, y aplicando sus mismos criterios de ‘mejor democracia o regeneración’ –y esto porque lo digo yo e igualmente sin necesidad de explicarlo, pues no veo razón, esta sí democrática, para que nadie tengamos que ser menos que nadie en el derecho a no dar explicaciones o a emitir arbitrios sujetos a nuestro interés– bien podría sugerirse también, basados en esa misma ‘lógica’ democrática y matemática, que este mismo criterio porcentual se aplicara al asunto de un referéndum de independencia en Cataluña o en Cádiz oeste, y sólo por cuadrarle ello a sus aborígenes, por ejemplo.
Porque cierto es que maravilloso credo ‘regeneracionista’ parece este invento, tan sorprendente, oportuna y milagrosamente descendido y recibido, como lenguas pentecostales, pero sólo y exclusivamente sobre y en las cabezas de aquellos por cuya causa tenemos –desgraciadamente– que estar hablando, desde hace bastante más de un siglo, precisamente de regeneración, y término, dicho sea de paso, que nos han robado –como todo lo demás– y no por otra causa, en definitiva, más que la de su propia degeneración, como venimos no pocos a temernos, no, sino a saber a ciencia cierta.
Pero bienvenido sea el invento, pues, y considérese entonces suficiente un 40% de votos para nombrar un alcalde –y corriendo el tiempo, por qué no, también un presidente de Gobierno, un Consejero Delegado o un Papa de Roma, y distinga entre ellos quien pueda. Porque así cabría también esperar o reclamar –qué menos que un poco de criterio de igualdad– que valga asimismo ese guarismo para que un territorio decida independizarse o para tomar –también por ejemplo– el control de una empresa, en lugar de con el tradicional 50,001% o con ese 66,66%, casi mágico, que autoconsiente la Constitución para reformarse a sí misma. Y para que esta última, cómo no y en consecuencia, porque ¿regeneramos o no regeneramos, en definitiva? pueda también, con el 40% –o el 30%, si le cuadra mejor a quien sea–, decir Diego donde decía digo o para que, por el contrario, prefiera digo a Diego, aunque siempre con exquisitos modales regenerativos, esperemos, por favor.
Pues, ¿por qué este nuevo guarismo, habría de traernos la bienvenida, prístina, radiante, maravillosa y ‘regenerada’ democracia, según dicen, pero sólo para unos asuntos, mientras que no podría hacerlo para otros muy semejantes y que están todos ellos, a fin de cuentas, sometidos a la misma realidad numérica de los votos habidos, escrutados y cosechados? 
¿Sí o no entonces? ¿reformamos también la Constitución con un 40% de consenso? Porque si vamos a llamar a esta cosa nada menos que regeneración democrática, que no es poco pomposo patronímico, la del poder nombrar a un alcalde con un número arbitrario de votos, inferior al que dictan la lógica y el sentido común, cabría muy bien preguntarse por qué no debieran aplicarse el mismo nombre y los mismos criterios numéricos para otros procesos electivos o de representación delegada.
¿O será –más bien– que la respetable Doña Regeneración no es tan respetable, ni tan doña y ni mucho menos tan Regeneración como le dicen? ¡Vengan entonces doña Rosa Díaz y doña María Dolores de Cospedal, sus sacras vestales, lo vean y rasguen horrorizadas sus sacerdotales vestiduras!
Porque... ¿debemos acaso y entonces suponer que no estamos hablando, perdón, que no nos están hablando más que de otra tradicional formulación de la Ley del Embudo? pues ¡Ave María Purísima!
¡Ay! ¡Pero si esa patita debajo de la puerta no es blanca! ¡Mamá, mamá, que es el lobo! ¡Socorro!
¿La zarpa del dictador, hijo mío? ¡Cierra la muralla!

sábado, 5 de julio de 2014

Regeneración democrática, que le dicen...


Que consistiría, al parecer, en la todavía mayor preeminencia otorgada al más fuerte, al triunfador, y aun por encima de sus propios méritos, méritos porcentuales, quiero decir, y contabilizados estos en votos de vellón en cada comicio. Y una manera esta, exquisitamente democrática, sin duda, de ver las relaciones entre los partidos y los mecanismos para alcanzar el poder, aunque solo fuera el local.
Y viene hoy a cuento la premisa respecto de esa proposición del PP de que gobierne en los ayuntamientos, por decreto, el partido más votado, sin haber alcanzado una mayoría absoluta. Si se tratara de un bar, pues, algo así como si el bote se le entregara exclusivamente al camarero que más tiques hubiera emitido el mes en que se celebraron los comicios, sin mirar a más, y para cuatro años solamente. Es obvio que el sentido de la justicia distributiva, en lo privado y en lo público, no debe de pertenecer demasiado al ámbito moral de la enseñanza religiosa que tan mayoritariamente aparentan haber recibido sus señorías, ni tampoco el aspecto en el que haya hecho esta más hincapié en estas ultimas décadas. O milenios.
Así, excluyendo los casos de habida mayoría absoluta, donde poco hay que discutir, por ahora, pero que también se podría, el PP y la FAES proponen ahora entregar –cuando truena– el poder al más votado con mayoría simple, sin más matices, y lo que viene en la práctica a significar lo siguiente, y lo expongo con un ejemplo.
Si un partido A obtiene el 40%, el B el 30%, el C el 16% y los D y E, ambos, el 7% de los votos emitidos, entregar el gobierno local a quien obtuviera ese 40% (o el 35%, que también puede darse, sin ir más lejos, en las pasadas europeas, o aun menos del 30%), lo que se estará realmente es obrando contra la decisión del 60 o el 70% de los votantes, que prefirieron, en perfecta e igual legitimidad, dar su preferencia a otros partidos, o a otras políticas.
Este 60% del ejemplo, además, es nada menos que un 50% más –lo mismo que una mitad más de personas–, que el 40% de los triunfadores pluripremiados, si las matemáticas no fueran, como suelen, una opinión, y por lo tanto, se le impondría a muchos más que a menos la voluntad y el hacer de aquellos que el electorado en su conjunto ha expresado que NO desea que los gobierne.
Porque, no se olvide, cuando se vota por A, al mismo tiempo que se expresa esta voluntad, se expresa la de NO hacerlo por las demás opciones, pues, de dudar, se abstendría cada cual y, por lo tanto, lo mismo debiera valer el sí que se le otorga a un partido específico que el no implícito a los demás, lo cual, por cierto, establece una exclusión, que no es poco en lógica matemática, y debiera serlo también jurídicamente, si es que la razón y el sentido común tuvieran algún tipo de curso legal en estos asuntos.
Pero alguno sí lo tienen, y de ahí la elemental corrección, existente en cualquier sistema civilizado, de que un partido mayoritario, sin mayoría absoluta, necesite del apoyo, o siquiera de la abstención, es decir, de un dejarles hacer, pero vigilante, de otros partidos que representan a ulteriores porcentajes de votantes, para que de esa manera quien gobierne, siquiera nominalmente, lo haga algo más también en nombre de los intereses de los más que de los menos, como no vendría a ocurrir en el caso propuesto por FAES y PP.
Y que esta corrección es del todo necesaria, lo demuestran también los muchos sistemas de votación existentes en los principales países democráticos, donde, cuando para determinados cargos, si de entrada no se obtiene una mayoría absoluta, se celebra una segunda vuelta entre los dos candidatos más votados, para que se vea la forma y posibilidad de que estos arrastren, casi como en una mesa de póquer, las voluntades de terceros. A cambio ello, se entiende, de acuerdos y matizaciones que los terceros, ya excluidos, negocian con los A y B, entre los que hay que elegir, y que a su vez explican y participan a sus votantes de C, D y E, para ver de alcanzar una mayoría que, en parte, también beneficie a estos terceros. Y mayoría, por cierto, que bien pudiera decantarse por B en lugar de por A, como ocurre con buena frecuencia. Y a nadie en los numerosos países democráticos donde se celebran ciertas elecciones a dos vueltas se le ocurre hablar de falta de democracia de las mismas, al menos, por el mecanismo en sí.
Y en estos lugares, solo cuando la mayoría absoluta tampoco se alcanza en segunda votación, se otorga el triunfo y el gobierno de X al candidato A o B con más votos. Pero de ninguna manera antes. Parece pura y simple higiene democrática, una cuestión de mera justicia numérica y un buen uso institucional que insta a buscar los consensos y los acuerdos, que son, en política, mucho más importantes y fructíferos que las meras imposiciones de un ganador.
Porque la proposición de entender el ‘ganar’ como valor absoluto, por encima de tantos otros bienes cívicos igualmente necesarios, como el consenso, el pacto o la negociación, convertiría a la democracia en satrapía absoluta si se estableciera la obligación de que la minoría mayor gobernara siempre y en todo caso. Es más, cuanto más se mira a ello, más simple fascismo viene a parecer.
Y desaparecerían, de paso, con la propuesta, los acuerdos moderadores de las pretensiones de unos y otros contendientes, imprescindibles, a mi entender, para dirigir a la política hacia la búsqueda de puntos de interés comunes entre opuestos, hacia lugares de encuentro, en virtud de los cuales, mayor cantidad de ciudadanos se encontrarían menos a disgusto que si siempre sometidos a los postulados, sin matices, de uno solo cada vez que este ganara.
Porque esto llevaría a la política a parecerse más a un simple hecho de espada y garrote que a una confrontación civilizada, donde lo que se jugaría sería solamente el poder, sin mayores preocupaciones por el bien común que reside, o debiera residir también, entre otras, por ejemplo, en el logro de conseguir una cierta satisfacción de la población con los políticos que la administran por su delegación. 
¿Y qué ocurriría, además, con las mociones de censura, que hoy son el reflejo directo de los cambios ocurridos en las estrategias de alianzas que permiten alcanzar el poder? ¿Desaparecerían estas, por imposibilidad de llevarlas a puerto sin nuevos comicios que cambiaran las mayorías ya habidas? ¿Cuál tipo de presión podría entonces adoptar la población, que tampoco dispone del recurso a instar referéndums, si se le retirara ahora este único, complejo y cicatero mecanismo para poder rectificar, a través de sus representantes, determinadas políticas cuando estas fueran ya tan poco del gusto de la mayoría como para llevar a cambiar las alianzas que permiten ejercer el poder?
Es decir, más se abunda en el escenario hipotético, más parece este el de una auténtica regresión, una más, añadida al pésimo uso que padecemos de compensar en exceso al partido mayoritario en cada comicio, y que, solo en virtud de esto, obtiene ya más representación en porcentaje de la que realmente le corresponde. Luego, la propuesta, en resumen, no solo viene a no rectificar la infame ley electoral, sino que abunda en sus distorsiones en el mismo sentido, pero llevándolas al máximo.
Pero no es ocioso todo ello. La razón de fondo para preconizar estas iniciativas, cada vez menos democráticas, es que las poblaciones se separan más y más de sus gobernantes; la desafección, en suma. Pero no se produce esta por mala voluntad de la ciudadanía, evidentemente, sino porque los partidos políticos, y el sistema representativo en general, entraron, en la práctica, en barrena. No en cuanto a su capacidad y efectividad para seguir gobernando, mejor o peor, sino en tanto que no logran el apoyo electoral al que estaban acostumbrados, que no es consecuencia más que de su pérdida de prestigio, por razones tan conocidas que no es preciso abundar en ellas.
No obteniendo ya los partidos tasas del 50%, o próximas, se encuentran ahora con que pueden ganar elecciones con el 30%, y que esto llevaría a la obligación de buscar consensos que no desean. Solo quieren hacer valer la victoria como un valor absoluto, y es entonces cuando surge, casi de manera natural, digamos, esta creatividad matemática, que lleva también a la política a adoptar pésimas prácticas numéricas, un poco a remedo de esa contabilidad creativa que tristemente tan bien conocemos y que hoy contamina gobiernos, instituciones, organismos públicos y privados, a los mismos organismos de control de la contabilidad, a los auditores, a las financieras y, prácticamente, a toda empresa. Y ello no solo por las vías ilegales habituales, sino incluso por las legales, porque hoy no hay quien sea de verdad capaz de distinguir entre cuál sea un robo con palanca y soplete y cuál el de una SICAV. Así que ahora, además de a las malas prácticas habituales, apelarán además a la de la contabilidad creativa de votos. Algo como santificar, pero en otro campo, las prácticas de la difunta Caja Madrid, para ponerlas al mando de todo lo demás.
En este entender creativo de los impuestos, de las obligaciones, de las responsabilidades con lo público y de la propia honradez y decencia social y privada de cada cual, el que la gran política se sume ahora a la adición contable de votos donde no los haya habido es una respuesta que, bien mirado, y desde su óptica, pues ¿por qué no?... y llamando a la figura, además, ‘regeneración democrática’. Por mor de la claridad y la transparencia, entiendo, y para ahorrar el desagrado de llamarla caciquismo, esa cosa tan antigua. Cómo hoy mismo, aunque ahora no recuerdo con exactitud al pecador –tal vez Alfonso Alonso–, pero sí el pecado, y que clamaba desde su atrilillo por la mentada ‘regeneración’ poniendo como prístino ejemplo de la misma a la Ley de Transparencia. Pero existiendo el detalle, al respecto, de que esa ley todavía no existe. Un simple despiste, imagino. Pero así es (si os parece), como nos dejó Pirandello, que escribía en, por y para Sicilia. Es decir, desde nuestra misma isla, barrunto.
Y recuerda todo ello, inevitablemente, a esa ya famosa porcata o porcellum –términos de innecesaria traducción, supongo– sacada adelante por el hoy convicto excavaliere Berlusconi, y consistente en regalarle al partido que hubiera obtenido la mayoría simple una prebenda adicional denominada ‘premio de mayoría’, consistente en regalarle los diputados adicionales de más, y porque sí, para permitirle alcanzar la mayoría absoluta al partido más votado, para favorecer así la ‘gobernabilidad’, ese corral de cuatreros.
Tan atrabiliario debió de parecer el mecanismo a sus propios impulsores –que lo sacaron adelante con el apoyo de una coalición–, que así, como porcata, quedo bautizada la ley al punto, y no ya por la oposición, sino por su propio impulsor y redactor del texto de la misma, el Senador Calderoli, del partido de Berlusconi, por tan ajena a la razón –y desde luego a la democracia– y porque más parecería boutade o invento rabelesiano, de puro hiperbólico, que una realidad en verdad posible en un parlamento, el italiano, que aun a pesar de todo ello, seguía llamándose a sí mismo ‘democrático’.
Tanto es así, que el Tribunal Constitucional italiano, a principios de este año, declaró inconstitucional el premio de mayoría en el corto plazo, eso sí, de ocho años para deliberarlo... Como si nos lo hubieran remitido a nosotros, en resumen. Que todo este sur es un mezclarse de coyundas entre pares, sólo cabe añadir.
Y así, llegamos a hoy, cuando estos asadores de la manteca nos vienen en este julio de suspensión del período de sesiones en Cortes –porque llamarlo vacaciones sería nombrar las cosas por su nombre y, eso, antes muertos...–, y so capa de la dichosa ‘regeneración democrática’, se citan para septiembre con el PSOE para debatir tan crucial asunto. Pero el PSOE, en principio, no les dio con la puerta en las narices, todo lo contrario, se tomaron 72 horas para decir que no, pero... Y luego otras 24 para contestar que bueno, que quizás, pero con segunda vuelta, y que bueno, lo hablamos, lo hablamos... si eso. Como cualquier novia remisa, pero novia.
¿Y por qué tanto tener que pensarlo de entrada? Pues porque ellos mismos, en algún momento de su negra historia, llegaron a llevar esa misma propuesta en su programa electoral, la de elegir como alcalde, sin más, al más votado.
¿Y por qué eso mismo que hoy rechazan? Porque su momento hubo en el cual pensaban que les favorecía, cuando disponían asimismo de mayoría absoluta en algunos lugares y de relativa en muchos más.
¿Y por qué, ahora, rechazan el mecanismo de una vuelta y proponen el de dos? Porque ahora la mayoría relativa la ostenta el PP, y ellos el segundo lugar, pero con un mecanismo de segunda vuelta, con la mayoría general de izquierdas que se va configurando, en esa segunda vuelta, con el apoyo previsible de bastantes de esas izquierdas, revertirían muchos resultados en un gran número de casos.
¿Y qué tiene todo esto que ver con la regeneración democrática? Pues ahí está el busilis... Evidentemente, nada. Porque al margen de la tergiversación que ya impone la Ley Electoral, y que de ninguna manera hablan de retocar, pues les favorece a ambos, este actual tener que sujetarse a pactar entre partidos para llegar al poder, el que sea, el local, el autonómico, el estatal... es, sin duda, la parte más democrática que tenemos en el sistema, porque obliga a mayorías que de alguna forma están sustentadas por los votos que aporta cada formación para pactar en nombre de esos votos –siquiera nominalmente– y porque para poder gobernar no queda otra entonces que avenirse a ‘limar’ los aspectos más ‘espinosos’, digamos, de cada programa de partido.
Porque las verdaderas catástrofes para las poblaciones son, realmente, las mayorías absolutas, en cuyo seno vienen a ocurrir los mayores descontroles presupuestarios, se afianza la corrupción, y se pueden alumbrar leyes de, digamos, voluntad única, como es perfecto ejemplo el caso presente de la nueva Ley del Aborto, ese aborto de ley, que de ninguna manera sería hoy posible en España de no existir una mayoría absoluta.
Pues bien, a esa escala de gobernación por la simple vía del ‘porque lo digo yo y para eso he ganado’ es a lo que aspira y llevaría esta ‘regeneradora’ propuesta del PP en toda la escala local, y a ese tipo de gobernanza –¿no queríais sopa?, pues dos cazos– que vendrá cuando aun incluso a quien no tenga la mayoría absoluta se la asignen, casi manu militari, y pueda obrar con la comodidad, impunidad y falta de acuerdo que toda mayoría absoluta conlleva.
Y si un partido o coalición de ellos no puede apear del cargo a un alcalde, incluso con los números suficientes para poder hacerlo, ¿de qué clase de regeneración democrática nos están hablando estos trileros? ¿De la de sentar a un individuo cualquiera en el cargo, y no poderlo remover de él, ocurra lo que ocurra, hasta las siguientes elecciones?
Pues de acuerdo, pero lo que yo quiero, entonces, es poderme fumar lo mismo que ellos, pero legalmente, y disfrutar así de las mismas alucinaciones democráticas, porque no debe ser manco, no, el derivado vegetal que les inspira.

miércoles, 2 de julio de 2014

Frente popular ¿Podríamos?

No sé si será insuficiencia de lecturas con la adecuada actualidad, que voy a donde no debo, o a donde no está lo que busco, o si lo que ocurre es todo lo contrario, que visito y miro y escudriño lo suficiente, pero lo que no encuentro nunca son términos esclarecedores en sí, de esos que explican, generan y preñan la realidad.
Me inclino a pensar que será lo segundo. Que faltan. Porque surgen plataformas, asociaciones ciudadanas, partidos y grupos, y cada día en mayor cantidad, todos armados de la mejor voluntad, repletos de razones sociales, éticas y de sentido común, y todos ellos situados aproximadamente a la izquierda del espectro político, si no de nombre, desde luego de facto, por más que la transversalidad –ese cajón de sastre tan de diseño– y el sentido de la ¿modernidad? parece que no consientan llamar a la izquierda, izquierda, y que, además, nadie hable, postule, plantee o proponga tratar de lo evidente, de lo lógico, de lo inevitable, de lo único operativo y de lo único razonable también, de un frente popular, o una unión de izquierdas que acometa la tarea de enfrentar el estado calamitoso de la política, del sistema, de la economía y de la brutal desestructuración social que todo ello está generando, con su corolario de desatención, exclusión, pobreza, miseria y hambre.
Y desde luego, si se desea ponerle a este remedio otro nombre, hágase, pero conservando ese nombre la substancia de lo que indique para que no nos veamos, una vez más, ante la operación habitual de apelar a nombres de prestigio para, a continuación, vaciarlos de contenido, peligro y práctica de los que no sé si quedaremos alguna vez exentos.  
Y será necesario porque, además, pero desde hace ya demasiados años, la derecha renuncia, a veces casi indignada, a autodenominarse derecha, y aunque la izquierda no parezca recurrir a referirse con tanta indignación a su propia esencia, sí echa mano, sin embargo, de todos los eufemismos que caben en el diccionario para terminar por hacer exactamente lo mismo. Es decir, negarse tres veces y treinta y tres veces tres, con bíblico desparpajo. No siendo esto poco, las veces que la izquierda, siquiera teórica, ha poseído el BOE, que no es poco haber, también ha tendido a negarse a sí misma, cuando a esa triste pamplina, sin embargo, jamás se ha plegado la derecha. Y haciendo muy bien, pues es una monstruosidad y una estafa a los propios votantes el disponer del BOE y no intentar usarlo.
Porque este negarse a sí misma la derecha lo ha venido haciendo nada más que de boquilla –¿Quiénes? ¿De derechas nosotros? ¡Noooo!–, y vengan golpes de pecho y apelaciones a su extraordinaria sensibilidad social, pero con el mazo dando y sin soltarlo jamás. Y tanto, porque es gracias a esa ‘sensibilidad social’ tan destacada que el trabajo, ¡le voilá!, nos levantaremos una mañana y estará prácticamente hecho. Me refiero al de alumbrar una izquierda numéricamente poderosa, aún llamándola cada cual como prefiera llamarla, dado que pareciera que el llamar a las cosas por su nombre encoge el ánimo.
Pues, curiosamente, y de nuevo en este juego de contradicciones incomprensibles, por no llamarlas insensatas, el trabajo no se lo habrá debido la izquierda a sí misma, a su voluntad, trabajo y buen hacer. Habrá sido la propia derecha –disfrazada bajo todos los nombres de conveniencia que mejor prefiera calzarse, neoliberales, conservadores, mercado, entidad posesora del sentido del estado, y hasta casi, si me lo permiten, incluso el de socialdemocracia, con las mejores zalamerías y el obsequioso consentimiento de la misma– la que, a base de aplicar, ella sí, con firmeza sus recetas, cuyos resultados son el origen de la oleada de justo descontento, ha terminado por desplazar a la masa de los votantes al lugar opuesto al de su interés de partido.
La izquierda, en el momento actual con una mayoría sociológica no aplastante, pero sí suficiente, enfrenta hoy en España casi un largo año de impasse, de verdadera intriga, podría decirse, y en todos los amplios sentidos del término, hasta unas elecciones, las próximas municipales, que ya se quisieran adivinar como cardinales, como un auténtico hito que pueda significar el inicio de la articulación de un futuro diferente.
Pero esta labor la acometerá la izquierda desde unas condiciones extremadamente difíciles. La primera, seguramente, el inacabable monto de firmas y de aquiescencias otorgadas contra su más elemental interés, y que habrán de ir revirtiendo, una por una, con el esfuerzo y el desprestigio añadido de tener que ir diciendo que no a lo que ya se haya dicho que sí, so pena de no lograr jamás regresar a una situación que se corresponda con sus intereses. O, mejor dicho, a los intereses de sus votantes, los millones de accionistas de la empresa Estoy indignado y cabreado S. A., pero propietarios del único capital de curso legal en estas lides, su voto, pequeño desajuste este que ha venido a configurarse hoy, después de todo, como la verdadera madre del cordero, por expresarlo en román paladino. Y si no lo creen, pregunten en el PSOE.
El tremendo aldabonazo que Podemos ha propinado a la cicatera, medrosa y tranquila mecánica regular del sistema político vigente, no se corresponde con su tamaño real en número de votos, sino con algo muchísimo más sutil y difuso que parece estar articulando por debajo y de manera capilar a la sociedad, algo que la une y que hoy la hace temible para tantos viejos mandarines, estafadores, o ambos a la vez. Y la causa de ello es sencilla, y es la de antes, que el trabajo, en buena parte, ya está hecho.
Porque la discusión no se mueve ya entre los polos de si la política, llamémosla tradicional, ha venido desempeñando sus tareas con mejor o peor acierto. No hay discusión sobre ello, porque la contestación popular no es sólo que dichas tareas se desempeñaron peor de lo acostumbrado –que ya es decir– sino mal, muy mal, o insoportablemente mal. Y como esto se le achaca con cierto maximalismo, pero tampoco ociosamente, sin duda, a todo el espectro político, la sensación es la de que estamos caminando en derechura hacia un nuevo momento fundacional, como aquellos que pudieron ser tres en la España del siglo XX: el advenimiento de la República, el golpe de estado fascista, finalmente triunfante, y la reinstauración de la Corona, como acto fundacional de la Transición.
Y al igual que en aquellos tres momentos citados las prácticas y usos de la política anterior fueron desechados, por no decir barridos en su buena mayoría, no cabe pensar otra cosa sino que el cambio futuro vaya a poder hacer algo parecido con las actuales. Es un asunto, además, de modernidad, de cambio de época, de recambio generacional, por el final biológico y político de los protagonistas de la Transición, y de necesidad de instalarse en  otros usos diferentes del manejo de la cosa pública por simples razones de justicia, de economía y, casi fundamentalmente, de eficacia. Porque en los usos habidos y consolidados, en lo substancial, ya no cree casi nadie, y desde luego por muy poderosas razones. Y parece estar claro también sobre en cuál sentido y dirección irán estos cambios, de tener lugar.
La ciudadanía, más que nunca –y a nada recuerda mejor esto que a la Transición misma–, es hoy un hervor y un fervor de propuestas, de acciones, de críticas, de deseos de cambio. El antaño famoso ‘cambio’ de la Transición, y llámesele hoy a parecido fenómeno con el nombre o el eufemismo que se desee, se está articulando ahora como fermento de creación de nuevos partidos, de plataformas, de asociaciones ciudadanas y de las agrupaciones de todo tipo que citaba antes.
Muchos quieren estar otra vez en política, no ya como políticos, sino como ciudadanos con opinión y con peso y, finalmente, todo esto ha revitalizado esa participación ciudadana que había desaparecido en cierto modo, pero que estos años de crisis y de padecimiento de injusticias insoportables condujeron a su resurrección y a que se sienta la necesidad de articularla de nuevo para buscar por nuevas vías las satisfacciones que se le niegan a la población por medios que todos entendíamos, hasta no hace demasiado tiempo, que eran los debidos.
Pero estas satisfacciones no fueron recibidas, y de los otorgamientos a los que se aspiraba –sintomática acción esta la de otorgar–, se empieza a pensar que deben funcionar a la inversa, es decir, es la ciudadanía quien otorga el desempeño de cargos y funciones a sus representantes, no estos quienes otorgan, por su bondad, determinadas concesiones. Porque ya no se habla tampoco de concesiones, sino de la obligación del desempeño adecuado y eficaz de lo que son deberes de los representantes públicos, que no son sino administradores sujetos al escrutinio de su manera de obrar y, además, relevables del cargo, cuyas funciones y tareas las marcan las leyes que emanan de la Constitución.
Y si no emanan, lo a discutir entonces, y con no poca razón, es la Constitución misma, que no es tótem, ni tabú ni verdad religiosa salvífica y revelada, a remedo de cualquier latría sobre cuyos principios no se disputa, sino un mero instrumento funcional más, en nada diferente a una maquinaria, un inmueble o un reglamento, nunca un artículo de fe, una abstracción a la que adorar y, menos todavía, propiedad privada de nadie en concreto, sino un simple bien público más, por importante, o aun el primero, que pueda ser de entre ellos.
En consecuencia, este bien queda necesariamente sujeto a acuerdos sobre la eficacia, necesidad y buen funcionamiento de las partes del mismo. Los artículos de la Carta Magna se empiezan a entender como habitaciones o piezas sujetas a revisión sobre su uso e ingeniería, no como mandamientos o decálogo pertenecientes al orden de la fe, de lo místico o lo abstracto. Si una habitación no se usa, se cierra temporalmente o se derriba, si una pieza funciona mal, se rediseña, si sobra, se retira, si falta otra, se añade. Se puede tardar algo más o algo menos, pero debe hacerse. Tan sencillo como eso.
Pero los partidos que, siquiera nominalmente, serían los llamados a ocuparse y consensuar sobre ello, no lo hicieron, al contrario, optaron por la ‘fosilización’ de la Carta Magna y de sí mismos. Y no por nada, por supuesto, sino porque tal como está, se diría que es algo que favorece y conviene a sus intereses, los que sean. Pero el asunto es que parece que a quienes no empiezan a cuadrarles esos intereses es a sus pequeños accionistas, la ciudadanía, la siempre olvidada, en favor de los intereses de los grandes accionistas, porque además, y no raramente, estos malamente coinciden.
Sin embargo, en la actualidad, este comportamiento habitual de los partidos, y de sus gobiernos, y esto sí es novedad, ya no se ve como ‘lo normal’ en ellos, como hasta ahora venía ocurriendo con cierta resignación; es más, hoy se empieza a entender como verdadera expresión de lo insoportable. Por primera vez en largo tiempo, se diría que la calle demanda, de manera cada vez más mayoritaria, y de manera extremadamente civilizada, por cierto, dada la magnitud de los incumplimientos y de las extorsiones a los que se ha ido viendo sometida, un cambio completo de modos y maneras de gobernar, y seguramente también de los instrumentos necesarios para ello.
Tal vez resulte pedante sacar a colación ahora a Antonio Gramsci –uno de los gigantes intelectuales del siglo XX, muerto en Italia, en la cárcel, en tiempos del fascismo, en 1937–, pero es que podría ser que sea en España y en el sur de Europa, ahora o en un futuro próximo, donde algunos de sus postulados teóricos estén encontrando una correspondencia con la realidad.
Postulaba Gramsci, y es seguro que lo explico malamente o demasiado grosso modo, que las revoluciones ocurren después, y no antes, de que una realidad nueva se haya instaurado ya en la conciencia ciudadana, en el sentir de las personas, en su fuero interno, siendo entonces cuando no existe posibilidad de pararlas, y no por falta de capacidad policial ni militar, siempre sobradas, sino por la inexistencia de la capacidad o de la justificación para que ni siquiera el poder se avenga a defenderse por las malas, porque el ‘verdadero’ poder ya estaría tomado, incluso desde dentro y previamente, por un pensamiento nuevo, y lo único que quedaría entonces sería otorgarle su carta de existencia y ponerse a obrar en consecuencia.
Y esto, añado yo, que en otros tiempos históricos solía terminar manifestándose casi exclusivamente mediante el advenimiento de una revolución, puede ocurrir que se manifieste hoy por simples y sencillos hechos electorales, y los cataclismos electorales bien pueden revestir la misma facticidad de una intervención militar o de una revolución popular. Ese es el verdadero poder de la democracia. Y haría así bien escasa la diferencia entre deponer sátrapas y deponer gobernantes, pero seguramente por la sencilla razón de que ciertos gobernantes, en teoría democráticos, han devenido, en la práctica, en sátrapas.
Sin embargo, para una revolución, llamémosla democrática, de urna y voto, y no para una algarada, también es imprescindible que una mayoría real  –existente o por existir– pueda articularse en lo que de verdad sea consecuencia de su poder y su número, es decir, y ateniéndose siempre a lo hablado en cuanto a términos democráticos, algo que solo puede cuantificarse, para tener carta real de existencia, mediante diputados en número suficiente, en el consiguiente cambio de gobernación que emana de ese número.
Pero, con la mediatización que introduce la Ley Electoral, con su apabullante favoritismo y escoramiento a favor de los más votados –hecho este en sí, por cierto, profundamente antidemocrático–, lo cierto es que, en la práctica, la única posibilidad de la izquierda para articularse como verdadero mecanismo de poder, con mandato y capacidad efectiva para efectuar lo cambios necesarios, está en concurrir en bloques los mayores y los menos posibles a las elecciones que se vayan celebrando. Tres o cuatro partidos de izquierdas, socialdemocracia incluida –hoy el PSOE, mañana quién sabe–, y todos ellos con fuerzas relativamente aproximadas o poco escalonadas entre sí en número de votantes, por establecer una hipótesis, llevarían casi, en la práctica, a la imposibilidad de ninguna modificación relevante incluso en un momento en el cual estas son casi imprescindibles por simple higiene social, por no decir por causa de la sobrevenida catástrofe social.
Y esta catástrofe social no son decires, son números apabullantes y espeluznantes jamás vistos en España más que en la posguerra. 25% de tasa de pobreza, no cuantificada, se entiende, por Podemos o la izquierda, sino por Caritas, benemérita, esta sí, y reconocida organización de la Iglesia Católica. Hambre en los niños que van al colegio, necesidad de sostenerlos en lo alimenticio, casi lo último de lo imaginable hace diez, hace veinte años. 26% de tasa de paro, que se comenta sola, la más alta de la OCDE, 55% de paro juvenil, es decir, la muerte social para la mitad de la juventud. La imposibilidad de hijos, de vivienda, de futuro y de pensiones para ellos. Su desaparición como ciudadanos, como sujetos de derechos, en la práctica. Una locura, una vesania insensata. Como una guerra sin cañones, como un tsunami sin agua. Como la devastación de un terremoto a escala de un país entero, no de una región o una localidad.
Y sin mayoría para modificar la Constitución, para articular y enfrentar y ver de solucionar de modo diferente el asunto territorial, sin mayoría para atender las peticiones de la ciudadanía, cuyas prioridades, por ejemplificar, ya no son ciertamente solo las de poder abortar esta próxima ley del aborto, que habrá que enmendar por higiene democrática a las veinticuatro horas de que una nueva mayoría tome el poder, sino una legislación contra el hambre y sus causas, de poco o de nada servirá ganar unas elecciones que, a la postre, resultarán entonces como perdidas.
De ahí el apelar, desde el título, a un frente popular o, insisto, a otros nombres cualesquiera que señalen a lo mismo. Sin él, o su equivalente, la frustración –y la fractura social–, incluso en la victoria, podría ser casi total. Recibo, como muchos, imagino, con alegría circunspecta el anuncio de un mandato dado por Izquierda Unida a su diputado-estrella emergente Alberto Garzón, para articular y sondear los movimientos necesarios para una estrategia de comunidad de intereses y de acciones, de convergencia electoral, de coalición, de unificación, ojalá, o, en fin... de lo que sea posible y como se prefiera llamarla en relación a Podemos.
Pero quisiera poder soñar, además, con una gran coalición que integrara, además de a IU y a Podemos, a Guanyem, y al PSOE, o a sus actuales despojos y a su devenir, o a su tampoco imposible escisión, y a UPD, si realmente estuviera de este lado del futuro, y a multitud de muchas otras formaciones todas las cuales comparten, se quiere creer, el sentido de la necesidad de una nueva manera de hacer ciudadanía y política y de enfrentar la emergencia, si esta emergencia fuera en sus resultados, como creo firmemente, y para un tercio de la población, parecida a la de una guerra, con las medidas que las guerras requieren.
Deseo creer, y me gustaría pensar, que somos muchos los que tenemos esta misma ilusión, la de poder acudir unidos en una gran agrupación electoral, bajo fórmulas a consensuar, que pudiera hacer corresponder, insisto, el poder del número con su necesario equivalente en mandato para gobernar. Y en que esa gobernación, por supuesto, se atuviera al mandato recibido, a su vez, de todos estos pequeños accionistas de una empresa con el mayor capital posible: el de la voluntad de la ciudadanía.