martes, 20 de noviembre de 2018

Policía, divino tesoro.

Creo que ninguna policía del mundo conoce menos que la española qué es aquello que efectivamente defiende, más allá de de la vida y los bienes de la ciudadanía. E incluso en la defensa de la vida y bienes de cada cual, se diría que no posee ninguna certeza de que valga la pena defender esas vidas y de que esos bienes no procedan de delitos más graves, sino mejor tapados y protegidos que esos otros delitos que, con sus intervenciones, a veces incluso violentas, previene, impide o persigue.
Porque de delitos más graves hablamos: aquellos que se perpetran dentro del estado, de la paraestatalidad o en las administraciones públicas que favorecen o, por el contrario, chantajean a particulares que mantienen relaciones con las administraciones, y que los corrompen o se dejan corromper por ellos. Delitos que son más graves que atracar bancos u oficinas de Correos a mano armada, pero en nuestro país con unos índices de impunidad que tal vez sean de los más altos del mundo.
Y se podrá argumentar que también existen policías que defienden estados gobernados por regímenes tiránicos e infames, pero lo saben, al igual que conocen que no solo son instrumentos, sino parte de esas tiranías, de esas infamias, y gozan de sus infames ventajas (y en otro contexto cabría hacer distinción entre tiranías de derechas y tiranías de izquierdas, pero aquí, y hablando de policía, me niego a hacerlo: una policía que sea parte de una tiranía de derechas no se diferencia en nada de una tiranía de izquierdas).
Sin embargo, a una policía que defiende un estado democrático y un sistema basado en la libertad y el consenso (el peor de los sistemas posibles, a excepción de todos los demás, como afirmaba Churchill), si le llega a faltar la certeza de que la ley es igual para todos y de que todos son iguales frente a ella y de que no existen –como en la fábula de Orwell– ciudadanos que son más iguales que otros, es decir, una policía que, por el contrario, vemos actuando dentro de un contexto de privilegios e inmunidades, viene a convertirse en instrumento y en cómplice de una infamia peor que aquella de un estado declaradamente tiránico, y sin gozar de esas ventajas sin duda infames del arbitrio y del atemorizar que, por desgracia –más o menos conscientemente– son añoradas por esas gentes que se agrupan o se segregan dentro de una “clase privilegiada”, como decía el italiano Savinio.
Decir que la policía española defiende la democracia y la libertad es pura retórica. La democracia y la libertad se apoyan sobre la seguridad de las leyes y sobre la falta de distingos, dureza y prontitud con la que estas leyes son aplicadas. La democracia debe ser, en la administración de justicia, durísima e igualitariamente durísima, de lo contrario, se convierte verdaderamente en el peor de los sistemas posibles, frente a todos los demás. Y en España estamos llegando casi a este punto. Si hiciéramos una relación de todos los escándalos que han alegrado los últimos cuarenta años de nuestra historia, de todas las malversaciones, los cohechos, las intervenciones de particulares para modificar a su favor actos administrativos, las estafas y los homicidios (sí, también homicidios), ¿cuántos son aquellos a los que podríamos señalar como firmemente castigados? Muy pocos.
Y hablo de aquellos hechos que conocemos y que, por la entidad de los daños que produjeron y por la calidad y número de las personas involucradas han tenido un gran seguimiento periodístico. Y si consultamos la numerosa documentación producida por las diferentes comisiones parlamentarias sobre unos y otros asuntos delictivos, resulta fácil colegir que los comisarios de policía e investigadores de la Guardia Civil han cumplido con su deber. Pero, ¿podríamos decir lo mismo de las propias comisiones parlamentarias? No es así, viendo que estas han asimilado por lo menos una de las características de los fenómenos delictivos que pretenden combatir: la reticencia y la omertà, como cualquiera habrá podido comprobar en las sesiones de la comisión parlamentaria sobre el caso Gürtel.
En resumen, digámoslo con franqueza. Si lográramos colocarnos frente a las crónicas de estos años a la misma distancia desde la cual leemos, por ejemplo, la Historia secreta de Procopio de Cesarea, se nos haría más comprensible el hecho de que unos policías se pasen al otro lado e intenten robar un banco que el que otros policías se dejen matar para defenderlo. Pero al no lograr colocarnos a esa distancia, les rendimos homenaje a aquellos que caen en el cumplimiento de su deber, por desgracia vacío.

En fin… puesto que debe de resultarle obvio al lector que estos párrafos no pueden ser míos por su evidente agudeza, he de decir que son solo mi traducción casi literal de un texto de Nero su Nero (Negro sobre negro), del italiano Leonardo Sciascia, del año 1979, del que me he limitado a cambiar las palabras Italia o italianos por España o españoles y donde la referencia al caso Gürtel sustituye a un hecho judicial equivalente al que remitía el texto original. Y el resto de las portentosas similitudes, por no decir identidades, solo se deben a la simple e interminable realidad de la corrupción. O de la mediterraneidad. O de la cleptocracia, que no democracia. Y vaya nadie a intentar distinguirlas.
Naturalmente, las cosas tienen su causa, es decir, el absoluto estado de irritación o incluso de furia que me ha ido embargando (no solo a mí, supongo) en estos últimos tiempos antes los inacabables “asuntos” Villarejo: Corinna, Delgado, Cospedal… todos ellos más que imaginados, pero a la postre, intangibles, hasta que salieron de la chistera del incomparable mago de las escuchas, y todos ellos con su insoportable tufo de “paraestatalidad”, pero ya rematados estos últimos días por lo conocido sobre Bárcenas, su esposa, el chófer felón, el cura visitador, el conserje preguntón, etc., y lo que quedará por ver... hechos perpetrados –no hay mejor término– por una policía por completo enajenada, descarrilada y descarriada en lo tocante a sus funciones, deberes y al respeto a esa democracia que ensucian cada vez que la rozan con la lengua.
Policía de todos nosotros que robó papeles (lo cual de por sí ya sería delito a secas, por obrar sin mandamiento judicial), pero no para entregarlos al juez sino para… ¡sustraerlos a toda investigación! y a beneficio exclusivo de una cuadrilla de delincuentes asentados en el poder, varios de ellos ya condenados, y dirigido todo ello por un hoy dignísimo senador del PP, el señor Cosidó, quien no ha manifestado el más mínimo rubor al ser descubierto y además reconocerlo, sino que además ¡ha alardeado de ello!
Desde luego, Sciascia tendría con la mafia y el estado italiano –por desgracia a menudo indistinguibles–, material donde dirigir y ejercitar su muy fina nariz, legendaria en Italia en su época, pero dudo que él mismo, o el Cervantes de Rinconete y Cortadillo o el Quevedo del Buscón, hayan contado nada que no podamos superar aquí y en el tiempo presente, y empezando por la propia policía, guardiana teórica de las “esencias” democráticas que, además, proclama encarnar. Como para partirse el pecho en risas.

Y en estas, releyendo una vez más al viejo maestro, y esta vez sí que de verdad por casualidad, di con los párrafos aquí traducidos. No he podido negarme este mínimo placer, ya que de justicia, o incluso de una justa venganza –siquiera poética– o de la existencia de un estado merecedor del respeto ciudadano, para qué hablar. Jamás lo veremos nadie si el estado sigue amamantando y siendo amamantado por altos servidores de este jaez, a los que votamos, que no botamos.

jueves, 8 de noviembre de 2018

¡Franco, Franco, Franco!

Francisco Franco lleva muerto cuarenta y tres años. Bien es cierto que unos opinarán que diez, otros que sesenta, otros que doscientos, otros que quince, otros que ni idea de quién se está hablando, pero, resumiendo y para entendernos, esa cifra de cuarenta y tres años se podría entender como una media razonable entre sabedores o siquiera medio informados, quinquenio arriba o abajo.
Sin embargo, esto no es cierto y no está muerto en absoluto a sus ya cerca de ciento treinta primaveras. Es más, goza de excelente salud física, mental y ética. La verdad es que simplemente decidió abandonar algunas de sus funciones, –las de menor calado– por sobrevenido exceso de catéteres, según quiso aparentar para poder retirarse a una finca funeraria de su propiedad, supongo que para despistar en lo esencial con respecto a quién seguía mandando y, además, imagino también, para quitarse de en medio al yerno, que era un verdadero Jack el destripador, aunque titulado. Dime con quien andas… Aunque, eso sí, reservándose orientar en todo momento el qué hacer, como Lenin, viejo colega de momificación, aunque a la larga bastante menos exitoso este último en cualquiera de sus empresas.
Y este orientar, cualquiera lo entenderá, tampoco es otra cosa más que un eufemismo. El supuesto finado manda más desde debajo de una lápida que cualquier emérito de sangre azul, en activo o futurible, incensado, coronado y aposentado en el trono a título de Rey. Y más que cualquier tío Gilito March o tía Gilita Botín bañandose en el oro de sus cámaras acorazadas, que cualquier espadón durmiendo laureadas siestas sobre una caja de granadas y, por supuesto, más que cualquiera de los más que severamente vigilados capataces que ha ido permitiendo que figuraran sucesivamente en la presidencia del banco azul. Que es exactamente eso, el banco de los bancos, donde se alterna la gobernación, unas veces del BBVA, otras del Santander. De Cánovas a Sagasta y de Sagasta a Cánovas, que son plaza y calle en Madrid. Y no hay más.
Aquellos pobres psicópatas de Hitler, Stalin, Hiro-Hito, Mussolini, Mao-Tse-Tung (o Mao Zedong, como prefiera cada cual, según su nivel de mandarín), o aquel besugo de su vecino Caetano, que se dejó dar un golpe de estado por capitanes y comandantes  –algo así como un rector de universidad depuesto por bedeles–, son calificados sin duda y bastante meritoriamente como dictadores en cualquier libro serio de historia. O por lo menos, hay desalmados que así los llaman, negándoles los méritos.
Sin embargo, nuestro amado Generalísimo (apodado igual que el chino Chiang Kai-Shek, aunque miren como acabó el pobre, al mando de una pequeña ínsula, por no haber matado lo suficiente) concursa en toda otra categoría. La del dictador inmortal, y en esto supera a Julio César, a Alejandro Magno, a Gengis Khan o a Napoleón, que a los cuarenta años de su desaparición sin duda todavía daban miedo, pero un miedo retroactivo, porque ya no pintaban nada, ni siquiera pésimos paisajes o bodegones. Quedaban bien de personajes para cualquier panoplia histórica, para dar miedo a los niños, para la historia general de la infamia incluso, o para una buena escultura, es cierto; pero mandar, lo que se dice mandar, ya no mandaban nada, lo que desde luego no es el caso de nuestro General Superlativo.
Que lo dejó todo atado y bien atado y que bien lo sabía y alardeaba de ello. Y los que no lo creíamos éramos los vivos que quedábamos en su cortijo-cuartel. Infelices, incautos, desconocedores, en fin, optimistas que es lo peor que pueden permitirse ser quienes se adornan de avisados, porque… hombre… lo de atado… ¡qué modestia! Cementado, solidificado, indestructible… Una obra de duración ajena a lo humano, de orden metafísico o cosmológico, pero además una construcción de basalto verdadero y que se manifiesta con la misma realidad que alzar un edificio, trazar una autopista o, todavía con mayor solidez y tangibilidad, en la redacción de jurisprudencias que apenas pueden diferenciarse de los que él dictaba más que por la calidad de los modernos maquillajes legales, que esos sí que han cambiado superlativamente a mejor.
Pero lo que es la chicha y el esqueleto de lo mandado y la chicha y los esqueletos de los que mandan, son exactamente lo mismo y de la misma sagrada materia que él dispuso y los mismos que nos regirán por los siglos de los siglos, siendo optimistas.
Así que hoy andamos al retortero de pedirle permiso a él mismo para llevarlo a otro lugar. Y estamos los que sí y los que no, rojos de ira unos y otros por cambiarlo o no de nicho, de pudridero, de gusanera… Todos a mordiscos por un muerto que no está muerto… ¡Hay que joderse! Hoy incluso se ha sabido que hay un detenido por pretender atentar contra el presidente del gobierno –como si un presidente del gobierno español tuviera acaso vela en este entierro o desentierro–, por causa de que el guapo mozo insiste en expresar su deseo de sacar a Ello, a la Hispanidad misma reencarnada en un fajín, de su sepultura entre sus víctimas, para llevarlo a quién sabe dónde, quién sabe cuándo, y no a donde disponga, sino a donde le dejen y si es que le dejan y si es que un vulgar presidente del gobierno tiene alguna capacidad de disponer algo en España. Porque me da a mí que el General está para aguantar pocas moscas en los huevos, y ya veremos qué dispone sobre sí mismo, que es quien debe y puede. Y en eso estamos, a lo que haya de obedecerse.
Pero un tipo que prefirió enterrarse con los que asesinó –lo que no dice poco del personaje– y con los que murieron para construir su pirámide, como un vulgar faraón, y un tipo al que prácticamente lo despedazó su yerno en vida, sin lograr sacarle un ¡ay!, no es pájaro del que nos vayamos a deshacer tan fácilmente. Por eso tengo para mí que enterrarlo en la Almudena, junto al Apóstol Santiago, con Santa Teresa, en el vientre de una ballena, en un predio de la familia (que tiene algunos), en un nicho con otro nombre, o incinerarlo, mear las cenizas y esparcirlas por un vertedero o, por el contrario, despacharlas bendecidas por el Cardenal Primado a que nos vigilen desde el espacio en un satélite Hispasat, nos va a dar exactamente lo mismo.
Porque el tipo no está muerto ni vivo, el tipo ES, como Aleister Crowley, el embrollón y ocultista, yo soy aquel que es. Y este es Franco, es la España inmortal, la de Rinconete y Cortadillo, la de March y Gil y Gil, la de Bárcenas y la del concejal socialista que le paga las putas al empresariado con los fondos del paro, esa España en la que jamás se pone el hambre, y jamás y siempre son lo mismo y ÉL mismo. ÉL es el hilo de maravedíes, hogueras, garrotes y galeras que une al Cid con Isabel la Católica, a Cisneros con Torquemada, al Conde Duque de Olivares con Fernando VII, a Primo de Rivera con el primo de Rivera y del IBEX, que es de lo que se trata. ÉL cambia de nombre a capricho y se reencarna donde le cuadre a mayor gloria de sí mismo y como corresponde a todo buen budista, apostólico y romano. Toma nombres y especies como el personal que lo cree muerto se toma felizmente una caña o se cambia de camiseta, tacones o reloj, sin saber que el beneficio último de cada caña, de cada camiseta, de cada tacón y de cada reloj acaba todavía en sus bolsillos, en los de los suyos y en aquellos de quienes ÉL disponga exclusivamente.
Y una mañana se llama Lesmes, y es la Ley con puntillas y el personal de rodillas, otra Rajoy y es el Poder de abogar por Isco o por Carvajal o ambos, otra Arrimadas y es la Nueva Falange de todo lo viejo, otra Tejero, y es el Prototricornio, otra Cospedal, la verdad por siempre en diferido, otra Billy el Niño, el torturador de cámara –¿Aprieto más, Excelencia?–, otra Villarejo, el Primer Escucha del Reino, otra Jiménez Losantos, el bufón de Corte, otra González, hombre blanco hablar con lengua de serpiente, otra Aznar, el señor de las patas en la mesa de los gánsteres, otra Marichalar, la debilidad heráldica, otra Leonor, el futuro pasado por el pasado, otra Don Juanito, la comisionada bragueta, otra Trillo, el muñidor de todos los ordeños, otra Cifuentes, la cleptotitulada, y otra el siempre coral: –Les pido a perdón a todos, nunca volverá a suceder–

Y no, no sucederá que se muera nunca. Así que llévenselo a donde les dé la gana o déjenlo donde está. Nos va a dar lo mismo. Gobernaba, gobierna y seguirá gobernando mientras el Pisuerga siga pasando por Valladolid. Y si no, como si pasa por Córdoba. Gobernará igualmente y sin meterse en política, como siempre hizo. Y a nuestra entera satisfacción, por añadidura.

jueves, 27 de septiembre de 2018

No existe resignación que nos sea ajena.


Desde que dejé aquí mis últimas líneas han pasado tanto tiempo y tantas cosas que, efectivamente, parece haberse alcanzado el viejo y único objetivo de que apenas haya pasado ninguna.
Y aunque, desde luego, habrá quien argumente lo contrario, porque las apariencias son más tercas que la realidad y de siempre constituyen el aspecto al que se atiende con mayor cuidado, si se mira hoy con el debido desapego el organigrama del nuevo encargado del latifundio y a sus capataces y mayorales –léase gobierno–, las caras y sensibilidades, como se dice ahora, serán muy otras, pero de parecido cemento, por no decir mejorado.
Porque ahondando en nuestro afortunado presente, seguimos sometidos al mismo presupuesto, el exquisitamente antisocial de los gobiernos anteriores, seguimos sometidos al juicio inapelable de la misma matrona de la maza colocada al timón de las Cortes, seguimos bajo los mismos ‘mandos naturales’ a cargo de todo lo verdadero e inamovible, es decir, de la empresa, la banca y la finanza que, por supuesto, siguen obedeciendo –ya que nadie los obliga jamás a otra cosa– a sus propios intereses, que no a los del común, e igualmente continuamos sometidos a cierto número de otros parecidos mandos, más ‘naturales’ todavía, que hacen, desde lo que debieran de ser las fuerzas armadas de la nación, aquello que viven como lo natural y consustancial a su nunca discutida ni corregida índole, que es defender el franquismo y sus modos. Igual que hace ochenta, sesenta, cuarenta, veinte años y como será dentro de otros tantos, salvo poco previsibles alteraciones de la constante de Planck o del número de Avogadro.
Y, como es natural, la ley Mordaza ahí sigue, igual a sí misma, intacta en la totalidad de sus comas y codicilos y llevándose gente a la cárcel por lo que dice, que no por lo que hace, y sin que se haya escuchado por el momento atisbo alguno de que vaya a ser modificada en algún aspecto. Luego, claro, en Bélgica, en Alemania, en Inglaterra o en Suiza nos hacen pedorretas, y aquí los mejores picapleitos, juristas en su jerga, se hacen cruces y manifiestan su ofendido asombro y consternación por trato tan desconsiderado.
Siguen por completo ajenos a la comprensión de que lo que para ellos es delito de opinión (aunque ya no se le llame así, solo por el qué dirán), no lo sea en nuestros alrededores, es decir, en el mundo jurídicamente civilizado, pues tal figura no existe, coexistiendo libremente toda opinión, aun por abrupta, grosera, inconveniente o zafia que sea la forma de expresarla. Y, claro, se podrá soportar cualquier cosa, pero que alguien opine lo contrario y faltándole, además, a lo más sagrado, y que tal libertinaje no sea punible… ¡Venga Dios y lo vea! –Vamos, que lo cojo y le meto dos hostias ansina en los hocicos… y se queda con ellas, el hijoputa–. Todo ello, entiéndase bien, jurídicamente expresado y tipificado, lo que yo no puedo hacer, porque escribo en castellano, no para que no se me entienda.
Y de la Monarquía… qué decir. Hemos pasado tranquilamente del Rey de Oros, hoy Rey de Copas emérito, al Rey de Bastos y pronto de Espadas, es de temerse, dadas sus sensibilidades, con la misma naturalidad con la que enterramos a un dictador y lo cambiamos por un tahúr del Misisipí. Nada que no conozcamos. No existe resignación que nos sea ajena. Porque aquí toleramos, no, incensamos con exquisita unción tanto a un Carlos II el Hechizado como a un Fernando VII y, por lo tanto, estos monarcas modernos de baja intensidad y cuyos daños colaterales –hay que reconocerlo– no alcanzan a los de los arriba citados, pueden medrar tranquilos. Porque esto sí que es un Reich de los mil años, y no otros. Y nada del tercero, el primero y de toda la vida. Sépanlo. Y existe una sagrada momia que lo testifica y si aun albergan dudas, pregunten a los indios de indias. Algo saben.
Y la Constitución igualmente bien, gracias, que no estará hecha de la misma materia inefable y ungida por Dios de la Monarquía, pero se diría que casi. Está clavada de cuatro patas contra el terruño como una mula a la que no le da la gana de moverse, y sólo levanta de vez en cuando un cuarto trasero para soltar tremendas coces a cualquiera que se le acerque con la intención de peinarle la crin o de ponerle un emplasto en las pavorosas mataduras. ¿Y que ya huele mal la bestia por tanta inmovilidad bajo la solana implacable de Castilla? Pues que se jodan a los que les moleste.
Es una Constitución estilo doña Rogelia, paradigma mismo de lo eterno, lo inmarcesible y lo vetusto, no es una it-girl, así que no se lava, no se peina, no se perfuma y no hace gestos bobos con los dedos ni visajes o muecas a la moda para contentar a quien se le acerque y ya está. Y lo bien que le sienta, como proclaman casi al unísono racimos infinitos de ‘constitucionalistas’ que en su día se abstuvieron o votaron no a la Constitución. Y es que esto es España, no un país a la lavanda, de esos que le quitan y le ponen puntillas a su constitución más que si fuera una corista. Esos que andan cambiando sus constituciones como si fueran bragas son países sin respeto por sí mismos, pobres, débiles y atrasados, Estados Unidos de América, Alemania, Gran Bretaña, Francia, Italia, Rusia, Países Bajos, entes sin entendimiento de su esencia inmortal y su destino. Así les va.
Y en lo tocante a novedades, los nuevos ministros se asoman a cámara, al banco azul o a la tribuna de las Cortes y mienten como bellacos con el mismo desparpajo de siempre, el mismo de aquellos anteriores a los que desalojaron y el mismo que los anteriores a los anteriores de los anteriores, haciendo indistinguible al discapacitado moral aquel del bichito de la colza, animálculo que se mataba si se caía al suelo, con este otro ministro, que afirma que vendemos armas tan inteligentes que no pueden matar civiles, no, no pueden, y que eso está científicamente probado. Y no se le ríe nadie en la cara al gachó en la rueda de prensa, por Dios. Qué mala cosa es el hambre de los plumíferos y qué cosas tienen que digerir y transmitirnos los desdichados.
Como indistinguible era el señoritingo fascistoide con cuentas ocultas en el extranjero y empeñado en la titánica tarea de hurtar la energía solar a quienes pudieran disfrutarla, de una exfiscala que afirma no conocer a quien conoce y a quien trató repetidamente. Y no un conocimiento cualquiera, sino el del Señor mismo de las Grabaciones, el excomisario Villarejo, vamos, como para olvidar al menda, nuestro moderno remedo de Paesa, si es que Paesa fuera superable, y el mejor ejemplo de policía basura que un escritor pudiera concebir y prueba viviente de que un destacado golfo nacional superará siempre por quinientas pedradas a cinco al mejor guionista de Júlibu. Con la patria de Monipodio, Rinconete y Cortadillo ni una broma, oigan. En lo nuestro de amedrentar, falsear, chantajear, robar, tergiversar y luego reírse en la cara del despojado, no nos tose ni Lehman Brothers.
E indistinguible se hace una pepera de las que se hacen la rubia, agraciada con un master recibido de regalo para adornar el currículo, de una sociata con otro recibido por cortesía de la casa y por ser Vos quien sois. E iguales un presidente del gobierno, esmerado copista de textos ajenos para doctorarse, que otro presidente, hoy del PP, mañana de quién sabe, al que le regalan una licenciatura por su futuro bonito.
Y todo ello siendo tipificado o no como cohecho, falsedad en documento público o simple irregularidad inocente y ya prescrita –gracias a Dios– según le salga del bonete a cada juez de cada instancia. Que de buscar cuál juez tenga que juzgar qué y según mejor convenga, ya se ocupa la España inmortal, que eso sabe hacerlo como nadie. Vean, si no, al valeroso e irreductible Señor Juez de la Horca para los presos políticos catalanes, comparado con los benevolentísimos, clementísimos y serenísimos jueces del Supremo que le cayeron en suerte a ese ente insustancial de Pablo Casado. Porque de suerte se ha tratado, evidentemente. Y hay quien tiene mucha, como esos que les toca veinte veces la lotería y así se lo indican al juez que, naturalmente, les cree. ¿Por qué no iba a creerlos?
Y la transición, bien gracias, como siempre. Seguimos plenamente en ella, y lo que nos falta.… Fue tan importante que sólo a estúpidos e ignorantes se les podría ocurrir concluirla. Vivimos hoy en el régimen de la transición como los mejicanos vivieron con el PRI durante casi cien años. Aquello se llamaba Partido Revolucionario Institucional, que sólo de pensar en el nombre se le estrangula a uno el píloro. Pues aquí seguimos todavía transiendo y transidos. Y lo que te rondaré, morena.
Pasamos del Glorioso Movimiento a otra especie de movimiento lateral, como de tapadillo, para seguir moviéndose como estaba mandado en el Fuero de los Españoles, es decir, muy poco, pero además sin que lo pareciera. Moviéndose estando quietos, que ya es arte que no se pué aguantá, pero además moviéndose de otra manera, aunque solo un poco. Como un camarero que ensayara diferente paso de baile –Un pasito p’alante, María, un pasito p’atrás– mientras lleva la bandeja de las copas, pero sin que se derrame una gota de ningún licor, y mientras un maestro de esas libaciones mismas las va cambiando en los vasos, pasando el combinado de llamarse Fuero a llamarse Constitución, el Tribunal de Orden Público, Audiencia Nacional, el Jefe del Estado, Rey, la Policía Armada, Policía Nacional, el Sindicato vertical, Sindicato horizontal, y así cuanto pueda imaginarse… pero sin alterar ninguna función y sin pisar un solo callo de jerarca, solo cambiándole el uniforme, y sin tocarle el sueldo más que para subírselo, y, de verse necesario, prendiéndoles al mozo de estaca o al viejo torturador que mejor convengan a cada caso, el distintivo rojo en la medalla, no sea que se irriten. Y claro, ahora lo estudian en universidades tanto ajenas como propias. No me extraña, y habrá muchos a los que todavía no se les pueda volver a encajar la mandíbula ni cerrar los despavoridos ojos después de estudiar semejante mirabilia.
Y ya nos quedan pocos nombres intactos, la verdad, pero todavía los suficientes como para poder seguir otro medio siglo con la milonga, para deleite de todos. Obsérvese lo que cuesta cambiar el nombre de una calle dedicada a un genocida. Decenios. Pero finalmente lo reponen porque se levanta una mañana un fascista con un cable cruzado y tiene además la suerte de que su denuncia da con el juez apropiado. Y vuelta a empezar todo el procedimiento. Lo ves, lo oyes, lo escuchas, lo lees, lo sabes, te lo cuentan… pero sigues sin poder creértelo. Y venga, otro recurso, otro decenio más. Mi hijo será abuelo y aún quedarán un Sanjurjo o un Mola adornando esquinas en alguna parte y un alcalde orgulloso de reivindicarlos. Es más aburrido que el parchís, pero bastante menos inocente.
Por fortuna, siempre nos quedará el Concordato, que todavía sigue llamándose Concordato, ya ven, pura falta de fantasía, pero es que la Iglesia de siempre ha sido poco dada a ellas, excepto a las propias y doctrinales, y que para el caso sigue exactamente igual. Pero es que, si no… ¿qué clase de transición seguiríamos viviendo si no quedaran todavía cosas por cambiar de nombre, no digamos ya de contenido, y esto solo por apuntar a una verdadera revolución? Imaginen que al Concordato –en seis meses o en sesenta años–, se le cambian quince comas o un párrafo. Seguro que Júpiter cambia de posición en el cielo y mejor no pensar en la que pudiera liarse…
Y en ello seguimos. En seis meses o en sesenta años se sacará al Invicto Caudillo de su mastaba. O no. O con un poco de suerte se cae la mastaba encima del Caudillo, se acordona todo, se prohíbe el paso y se acabó el puñetero asunto… –Jesús, María y José, qué alegría–, suspirarán aliviados los encargados, liberados de tener que tomar una decisión, –¿Una decisión? ¿Pero es que se puede imaginar cosa más desagradable y horrible que tomar una decisión? Esas son cosas de bárbaros, de iletrados, de afrancesados, de luteranos, ¡quite hombre, quite!–. Y, en seis meses o en sesenta años, también se modificarán las pensiones con el IPC. O no, como anoche que lo cambiaron pero no lo cambiaron. Porque eso ya se cambió para que así no fuera, así que… –¡Ojo! cuidadito con tanto cambio, que igual es malo tanto correr…–. Y los toros... –¿Se prohibirán los toros, Señoría?–. –Pues seguramente, en seis meses o sesenta años, hijos, no sé bien qué deciros, o igual, no…–. –¡Y, a ver, no atosiguen!, ¡ya está bien!, que las cosas hay que pensarlas y madurarlas un poco, coño!–.
En resumen, la Universidad, bien, gracias, como siempre. Los títulos para quien se los paga o, además de pagárselos, para el que se los trabaja, pero esto segundo –quede bien claro por si alguien lo desconociera– sólo como alternativa menos recomendable, exclusiva para pobretes y desdichados de pocos o malos padrinos. 
En resumen, la Judicatura, bien, gracias, como siempre. Es más, el día menos pensado –en seis meses o en sesenta años– igual le plantan ordenadores y podrá comunicarse un juzgado con otro como si fueran una cadena de pescaderías, y ya no por oficio llevado a lomos de dromedario. Y los aforamientos para el que se los trabaja, las absoluciones para quien se las paga, las prescripciones para quien se las supo merecer dotando convenientemente a sus abogados para dilatar el proceso una generación. Es decir, una avalancha de novedades, como verán.
En resumen, la Milicia, bien, gracias, como siempre. Defendiendo el franquismo y su legado. Pero igual en seis meses o sesenta años condenan a algún militar a veinte minutos y un día de castillo, por defenderlo. Y que se jodan. Porque a veces también los socialistas más tibios saben comportarse como verdaderas bestias sedientas de sangre de españoles bien nacidos.

Y para acabar, la ministra Delgado, el asunto de esta semana. ¿Pero es que no sabía la criatura, de profesión fiscal, no monja carmelita, que cuando se visita un terrario hay que ponerse calzas de cuero de rinoceronte hasta la ingle, chaleco antibulos, cierre de seguridad en todas las articulaciones y casco de fibra de carbono, además de controlar exquisitamente lo que se dice y cómo se mueve una? Pues no, no lo sabía, a lo que se ha visto, y tuvo además la ocurrencia ¡hoy en día! de llamar maricón a un homosexual, hoy su compañero de tajo, es decir, ministro, que, buen cumplidor de los cánones de la modernidad, ya se había ocupado personalmente de hacer del dominio público que había salido del armario, es decir, que informaba la pobre de lo que cualquiera sabía ya y por propia mano del interesado. Vamos, un portento de agudeza. Pero es que, además, para terminar de bordar el asunto, declaró ante la selecta concurrencia que prefería un tribunal de hombres a uno de mujeres. Y todo ello ante las conocidas y sensibilísimas antenas del comisario Villarejo… Una orate sin más, un caso perdido.
Pobre mujer, que solo con esta última declaración y aún omitiendo toda otra consideración sobre el feo vicio de mentir cuando se le pregunta a un político, ya basta y sobra hoy en día para producir la muerte civil definitiva e irreversible de cualquier mentecato capaz de proferir semejante bestialidad. ¡Preferir un hombre a una mujer…! –¿Pero en qué estaba usted pensando, insensata? Vamos, vamos que un grupo de sanitarios protegidos por los GEO saquen a esta loca del hemiciclo y la lleven de inmediato a un sanatorio y luego a prisión incomunicada y sin fianza… Pero… ¿habráse visto, demencia semejante–?
–Y no, no es que tenga que dimitir, señor Sánchez, es que deberían quemarla en público. Físicamente, bien se entiende, y si es que todavía nos queda algo de respeto a nuestras acrisoladas tradiciones legales. No, no habrá problema jurídico, seguro que encuentra un juez que se lo arregla, consulte, que ya verá que es posible. Un estado moderno con un sistema legal capaz de calificar de golpe de estado y de rebelión el hecho de que una población vote pacíficamente en las urnas, no puede no encontrar un atajo impecable y con todas las de la ley para poder quemar santamente en la hoguera a una ministra fuera de sus cabales, además de ser por su bien de ella y de su alma inmortal–.
–Ah, pero hágame una última caridad, si puede. Quémela junto al exministro Soria, en la Plaza Mayor de Madrid, ante el cuerpo diplomático en pleno, con tribuna preferente para corresponsales extranjeros y que Antonio López pinte un lienzo de gran formato, para la Santa Iglesia Catedral de la Almudena, por favor se lo pido. Y hágase usted junto al poste con los condenados un selfi muy sonriente acompañado de su señora, ambos con los dedos en V y, a ser posible, que salga también un gatito en la escena, enternecen y la gente empatiza con ellos. Mil gracias de antemano, señor Presidente–.
–Ya verá usted como mejora considerablemente el respeto a su felicísima gobernación–.

domingo, 7 de enero de 2018

Fascismo

De ciertos olvidos, no mediando enfermedad, podría decirse que se tratara de acontecimientos harto útiles para adquirir inmunidad frente a la vergüenza, y ser inmune a la vergüenza es seguramente el ultimo paso de la destrucción de la persona en su camino de regreso a la animalidad. Y este esfuerzo del regreso a la bestia, apartando lo humano, es el aspecto que mejor caracteriza al fascismo. Incluso existen excelentes fotografías al respecto, tengo entendido.

Pero del fascismo, poco o nada sabemos en España, nos limitamos a vivir dentro de él con tal naturalidad, desparpajo y relajación que vendría a sernos como el agua para el pez, el medio en el que este no es consciente que vive y en el que medra sin cuestionarse absolutamente nada, porque lo característico de los peces es precisamente eso, no preguntarse ni preguntar.

Hablo, se comprende, del olvido político y del olvido ético que permiten su persistencia, y de la pésima costumbre del perdón cuando éste se otorga a quien no lo merece y a quien ni tan siquiera lo ha solicitado, por tratarse de un asesino, un cómplice o un beneficiario de asesinato, que además se enorgullece de ello.

Por lo tanto, la afamada locución “ni olvido, ni perdón” con la que cualquier demócrata de última hora, o incluso de viejo cuño, comenta sus sentimientos políticos o emocionales hacia cualquier antiguo etarra, terrorista islámico, violador, pederasta, asesino de su hija o esposa o, simplemente, independentista catalán, parece, sin embargo –y precisamente por la inconsciencia o el completo desconocimiento sobre este medio en el que nos desenvolvemos– que reza a la inversa con respecto a nuestros pertinaces fascistas locales, a los que, en cambio, sí se les perdona todo y siempre. Y de corazón, al parecer.

Y del olvido, ¿qué? ¿Olvido? De olvido, nada. ¿Por qué habría que olvidar a quienes hicieron y hacen el bien? El bien, por ejemplo, de abonar cunetas, gracias a ellos cuajadas de delicadas flores de huesa.

Pero, en realidad, la situación es todavía más asombrosa, es que ni siquiera se siente la necesidad de perdonar nada, por la sencilla razón de que se carece de conciencia sobre lo que todavía son ideológicamente tantos y, en consecuencia, difícil resulta perdonar a quien se desconoce que fue, es y sigue siendo un fascista en activo o un protector interesado de los mismos y de su memoria.

Llegados aquí, dirán naturalmente que… exageraciones mías, resentimiento, actitud vengativa. Pues será todo ello, pero… ayer por la mañana, día de Reyes, el periódico El Mundo, ese viejo trasto amplificador y distorsionador de acontecimientos, pero tan viejo que se le ha fundido un canal y ya solo suena por el altavoz derecho–, en artículo firmado por Consuelo Font y de título: A los hijos de Carmen Franco les supo a poco la llamada de la reina Sofía, recriminaba, nada sutilmente, sino por las claras, el “feo gesto” de la familia real de no acudir a besar la mano y dar el pésame a los herederos del dictador, cuya nonagenaria hija fallecía días atrás.

Es decir, el autoproclamado órgano de la “libertad periodística” le recrimina a nuestra hoy sacralizada y constitucional monarquía que no acuda a agradecer los favores recibidos por el dictador y, es más, le agradece a la reina emérita que ella sí, ¡laus Deo!, haya tenido el hermoso detalle de coger el teléfono y llamar a la señora Carmen Rossi para presentarle sus condolencias.

Y, no es por nada, pero coger el teléfono y llamar a una amiga (así la califica el periódico), sea quien sea, para darle el pésame por la muerte de su madre, no seré yo quien afirme que sea un acto de malnacidos, sino todo lo contrario, pero querer convertir ese comportamiento íntimo, legítimo y desde luego humano, como hace El Mundo, en acto político y, además, de necesario cumplimiento (¿y por qué?) y con la deseable presencia de luz y taquígrafos, ¿qué vendría a querer significar exactamente?

Porque lo edificante, entonces, habría que entender que no puede ser otra cosa que el que cualquier miembro o “miembra” de las dobles parejas de reyes y reinas que tenemos actualmente en uso y servicio, debe dirigirse ipso facto, el próximo día 11 de Enero, al funeral de la hija del dictador y presentar allí sus respetos a los herederos, descendientes y beneficiarios del viejo asesino.

Es decir, viene a pedir o a sugerir el periódico, más o menos en nombre de la familia Franco, que es de quien se afirma que está muy dolida –pobres–, que el Rey de España o, en su defecto, un personaje de importancia de la familia real, acuda al funeral de la hija del dictador. Algo que, irremediablemente, como todo acto de la familia real, solo podría interpretarse como acto en representación de los españoles. Que, por serlo, pues eso es lo que se entiende, debemos por lo tanto seguir dándole las gracias al dictador, en este caso, por traernos la monarquía. ¡Átenme esa mosca por el rabo!

Cosa que me lleva a preguntarme sobre qué se habrán bebido en la Avenida de San Luis estas Navidades, para poder escribir de ciertas cosas con semejante cuajo. Porque de hacer la Corona aquello a lo que casi parece que se le insta en el artículo, entonces, lo de verdad destacable para la prensa rosa, la salmón, la blanca, la cuché, la azul, la amarilla y hasta para los blogueros, tuiteros y demás carne de cañón, sería precisamente el poder referir quién doblaba la cerviz ante quién y quién cumplimentaba mejor y más florido en tan justo, necesario y "político" acto. Apasionante foto que no veremos, por desgracia. O, bueno, igual sí la vemos, porque aquí nunca se sabe…

Es decir que, según El Mundo, ni siquiera se trataría ya de promover el prestigiado olvido y perdón, sino de NO olvidar sin más y, además, acudir a dar las gracias porque nada hay que perdonar, obviamente, sino todo lo contrario, porque lo que hay que hacer es acercarse a agradecer y expresar clara y públicamente ese agradecimiento. Agradecer el fino detalle de rescatar a la familia real del exilio y reaposentarla en el trono, manu militari, manu dictatori.

Cuarenta años de tratar en todas y por todas las instancias de hacer olvidar –con gran éxito, sin duda– que la monarquía fue reinstaurada a capón por expresa decision unilateral de la dictadura, para ahora sugerirle que se ponga a dar las gracias en público a los nietos del dictador. Es decir, instarla a enseñar las vergüenzas y, encima, a considerar y dejar ver que se considera a esos nietos y deudos como si fueran alguien o algo de alguna importancia, hoy, en este país, y no como los ultimos descendientes de un periodo que a todos convendría, esta vez sí, olvidar y dar por finalizado. Y a omitir, de paso, el recuerdo de que esas personas son los últimos y polémicos tenedores de parte de los frutos de la rapiña, tenencia que inverosímilmente todavía les resulta posible porque las leyes así lo consienten.

Sin duda, no fue pequeño el favor de Franco a los Borbones, pero, desde luego, no acabará figurando en los tratados de ética, ni en los de épica, vengo a creer, porque eso, ni las largas manos de Cebrián, del IBEX, de González o de Aznar están en condiciones de conseguirlo. Que una cosa es ponerle un bozal a una editorial, a un periódico o a un historiador local, o a cien, y otra poder hacerlo con uno británico, en definitiva, los que de verdad entienden de España y los que, de siempre, han escrito su historia, la que queda, la cierta y verdadera.

Esto al margen, el que la señora Font, jugando al equívoco de si lo hace con palabras propias o atribuyéndose la portavocía de la molestia familiar de los Franco, venga a decirle al monarca o a la institución monárquica que está muy, pero que muy feo ignorar a la sagrada familia del viejo dictador, no será fascismo ni apología del mismo, que va, ni tan siquiera imbecilidad, atavismo o ceguera histórica, ética y moral. No, en absoluto, solo serán figuraciones mías… Así que paso a otra cosa, perdón, a la misma.

Por lo tanto, y hablando de fascismo, la izquierda, desde aquella su privilegiada posición metida debajo de la mesa de la transición, donde la cosieron a puntapiés, proclama hoy todo el mundo a coro que lo derrotó muy educadamente, no combatiéndolo, que hubiera sido una grosería, sino perdonándolo, que la absolución siempre es acto de grandeza, particularmente de grandeza de España y con Laureada de San Fernando. De manera que así sí… y felizmente, el fascismo desapareció de España sin más (y esto, de haberlo habido alguna vez). Y… colorín, colorado.

Por todas estas razones, ese fascio lictorio que todavía figura hoy –sí, hoy, cualquiera puede comprobarlo–, nada menos que en el escudo de la Guardia Civil, no puede ser un fascio lictorio en absoluto… Así que solo se limitará a parecerlo, puesto que, como ya no hay fascismo en España, ni tan siquiera en los símbolos, ni tan siquiera en los nombres de las calles, ese símbolo no lo es, no puede serlo y debe de ser un símbolo a modo de simulación, o de remuneración en diferido… o un simple trampantojo. Porque, en efecto, es un símbolo de unidad, ¡menos mal!, según cumplidamente aclara la página web de la Benemérita, para sosiego de los que todavía pudiéramos no tenerlo del todo claro.

Y el que tan simpático “logotipo” lo impusiera Ramón Serrano Suñer, el cuñadísimo del dictador, a principios del año 1943, sustituyendo al de los dos fusiles cruzados, que era el de la Casa de toda la vida, justo en los meses en que la Wehrmacht había ya ocupado media Rusia y parecía ya inevitable vencedora de la II Guerra Mundial, no será sino otra casualidad histórica más, carente de cualquier intencionalidad, me queda bien claro.

Como será casualidad asimismo el que no se haya sustituido en estos últimos 42 años. ¿Quién Diablos en el poder tuvo nunca tiempo para ocuparse de semejantes detalles y nimiedades? ¿Y a quién podría importarle, y menos a curtidos próceres socialistas que apenas gobernaron un cuarto de siglo, que el símbolo de la Guardia Civil, esa maximarca de la marca España, siga siendo ese mismo símbolo que Benito Mussolini impuso a los integrantes de su partido, allá por 1920, y cuyo haz con el hacha bien apretada dentro, el de las legiones romanas, es decir, en italiano, il fascio littorio, haya dado nombre nada menos que a esa bagatela histórica a la que conocemos por fascismo?

Aunque, perdón de nuevo, porque ese fascismo aquí nunca lo conocimos, por supuesto. Porque sólo lo conocieron en el extranjero. Aquí solo vimos fotos, si bien bastantes desagradables, es cierto. De ahí que tampoco nos preocupara nunca gran cosa. Será por eso.

Y de poco me sirve de excusa que ese viejo fascio lictorio campee en los escudos de no pocas instituciones a lo largo y ancho del mundo. En primer lugar, en muchas de ellas ya figuraba antes de que el fascismo lo convirtiera en símbolo maldito, así como también, históricamente, existen esvásticas por medio mundo desde mucho antes de que la misma llegara a significar lo que significó, pero desde luego estoy bien seguro de que, hoy, no podría ocurrírsele al estado italiano colocar el fascio como insignia de una de sus policías, ni al alemán la esvástica como emblema de sus fuerzas armadas.

Es inimaginable que esto pudiera ocurrir hoy en ningún país de nuestro entorno, sin embargo, aquí, no solo no se cambia la insignia, dando así satisfacción a quienes desean que permanezca un inapelable símbolo del fascismo, sino que, para satisfacer a la parte contraria, se dice llanamente que ese símbolo no simboliza ya lo que antaño significaba para quien lo instauró, un estado fascista, y se le cambia el sentido y el significado declarando tranquilamente semejante simpleza en la página web. Es decir, ruedas de molino y el trágala enésimo, algo así como si hubiera una solemne declaración institucional afirmando que, desde el día de la fecha, por decreto-ley, “hijo de puta” deja de significar hijo de puta y que, por lo tanto, nadie puede ya sentirse ofendido ni alarmado por el uso de tal locución. Así solucionamos aquí las cosas. Un poste de agarrotar no es un poste de agarrotar, sino un palo con un tornillo sinfín, una manivela, un collarín y un cómodo asiento, pura mecánica recreativa. –Pasen, pasen todos a verlo, es un viejo cacharro arrumbado y del todo inofensivo...

En resumen, y por suerte, conocido o desconocido por el común, y lo haya habido o no –que vaya nadie a saber–, el fascismo en España ya está derrotado y bien derrotado, según afirman los que entienden de ello. Incluso a pesar de que ni siquiera el PSOE, en veinticinco años de gobierno, no encontrara tiempo para suprimir esa insignia infamante para sustituirla por whatever. Porque exactamente cualquier cosa hubiera valido para cambiar aquello, incluso un monigote de Mariscal o un churro… perdón, una ensaimada de Mirò, o hasta una paloma de Picasso, que cualquiera de ellos adornaría más que decentemente el cetme, el tricornio y el uniforme. Eso o cualquier otra cosa mejor que esa vergüenza que siguen teniendo que exhibir obligatoriamente y que muchos no sabrán ni lo que es ni lo que representa, y todo ello a exclusivo beneficio ideológico de aquellos fascistas que impusieron su uso hace tres generaciones y que, sobra decirlo, ni seguimos teniendo al mando ni jamás lo estuvieron.

Y, por lo tanto, tampoco la ley Corcuera, aquella de la patada en la puerta, que vino a consagrar lo que de siempre venía ocurriendo en la realidad ya desde Chindasvinto, para convertirlo en razonado acto de ley, aunque hoy casi a añorar, una vez sustituida ventajosamente por la ley Mordaza, que añade la obligación del bozal a lo anterior; ni los recién advenidos a la reestrenada categoría de presos políticos, ni el trato a los inmigrantes, ni el apaleamiento de los votantes catalanes, abuelas incluidas, ni ese suspenso general que nos otorgó ayer la Comunidad Europea en la lucha contra la corrupción (incumpliendo apenas once puntos de sus directivas, sobre once en total) pueden derivar de aspectos o actitudes procedentes del fascismo. No, pues de ninguna manera puede derivarse nada de algo que no existe ni existió, así que no seran más que visiones mías, me temo. Simples alucinaciones. El fascismo no existe hoy ni nunca existió en España, y ya está.

Ciertos comportamientos solo serán cosa del clima, de nuestra peculiar idiosincrasia o simple designio del Altísimo y de la Virgen del Pilar, que no quiere ser francesa, y que siempre se han ocupado muy especialmente de nosotros. Pero fascismo no lo es, seguro. Lo he meditado mucho escribiendo estas líneas y ahora sé que puedo descartarlo por completo. No saben qué alivio.

miércoles, 22 de marzo de 2017

El Reino de nunca acabar

Darían a veces ganas de decir que en España nunca se acaba nada. Tal sería el verdadero paradigma del conservadurismo y ello aun a despecho de una población que, nominal y teóricamente, si preguntada por ello, referiría en una buena mayoría ser de ideas modernas y progresistas e incluso manifestando una cierta irritación por la obviedad que la pregunta les obliga a contestar, como si tal cosa no fuera de por sí manifiesta.
Pero en algún lugar indescifrable, un lugar metafísico y moral, pero no solo, pues igualmente puede acontecer en un bar, un despacho o en un texto, literario o del BOE, parece desacoplarse lo que se declara de lo que es real, y en algún otro lugar, una ficción interminable sigue pesando más que la más material, clara y evidente de las realidades. Esa en la que se cree vivir.
No se acaba nada, y así, existen todavía carlistas y legitimistas de una legitimidad supuesta que se diluye en brumas de uno, dos siglos, por no hablar a veces de cuatro. Y de vez en cuando aún se mata por ello. Los curas trabucaires ya eran, por ejemplo, casi un chiste común entre la “intelligentsia” del XIX, pero un puñado de ellos lo reencontrábamos entre los fundadores de ETA casi un siglo después, cuando se suponía que esas actitudes las había disuelto el tiempo. Pero es que hoy, otros cincuenta años después, otros curas trabucaires y sus adláteres, le andan enmendando la plana al mismo Papa de Roma, anclados a veces en hábitos y tradiciones que el mismo Agustín de Hipona, trasplantado a nuestra contemporaneidad, seguramente daría por sobrepasados.
Y no se acaba el fascismo nunca, véase la Ley Mordaza, que hoy quiere llevarse a la cárcel a una persona por hacer chistes sobre Carrero Blanco, como no se acaba el antiquísimo fenómeno de la sacristía o el púlpito puestos al mando de lo que sea o, mejor dicho, de todo cuanto se deje mínimamente al alcance de un hisopo. Y se les sigue dejando casi todo, no sea que se les acabara algo. Por la vía legal en todo lo posible, y cuando no, por la alegal, por la paralegal, por la ilegal, por la de la práctica, por la de la costumbre, porque es lo que siempre se ha hecho... y si siempre se ha hecho así, ¿qué necesidad hay de cambiarlo? Y por nuestro bien, como añadido sobreentendido o explícito y solo dependiendo la rotundidad de tan manido aserto del descaro o de la zorrería sibilina de cada uno de sus emisores.
Los ministros siguen condecorando vírgenes como hace setenta, como hace ciento setenta, como hace doscientos setenta años. Y si bien a algunos nos choca o nos asombra, a otros muchos no les causa el más mínimo problema. Algo tendrá la Virgen para que la condecoren... Y además, ¿a quién podría hacerle daño algo así?
Es decir, la sensación es que nunca se acaba de entender la separación de la Iglesia y el Estado, y de que esta separación, como si se tratara del imposible deslindar un cuerpo y no de la separación de dos entidades unidas artificialmente, nunca se terminará de llevar a cabo. Porque no se trata de que un ciudadano cualquiera de a pie viva su fe como mejor crea, sino de que el estado, por medio de sus representantes, deshace con una mano aquello que proclama hacer con la otra, y a casi nadie le produce tamaño sinsentido el más mínimo trastorno. A las vírgenes, tiene que honrarlas y condecorarlas el obispo, y a los jueces, condecorarlos los jueces. Cuando son otros los que condecoran a quien no les corresponde, el asunto tiende a parecerse demasiado a compraventa de influencias, es decir, en definitiva, al acuerdo mutuo para meter la mano en bolsillo ajeno, que es en lo que acaba casi siempre tanta reciedumbre moral, por lo que se ve.
Además, ¿cómo podría acabarse con esa separación que nunca acaba, si incluso hoy ese 50% largo de parejas que matrimonian por lo civil, luego entregan los niños a bautizar? Porque parece el típico juego a dos barajas: –Quede bien claro, soy laico e independiente, a mí no me mandan los curas–. Pero cuando la abuela o el abuelo se ponen tercos con lo del bautizo, se entrega la criatura a cristianar, casi como el que pusiera un óbolo en cada platillo de la balanza, por si las moscas y como con mala conciencia. –Bueno, vale, yo puedo ser casi ateo o casi agnóstico (algo así como si se dijera casi virgen o casi honrado), pero los niños son otra cosa. Que elijan ellos, no sea que....–. Y luego los envían a un colegio religioso concertado. De pago, bien se comprende. Igual de malo o bueno que cualquier otro, pero es que los colegios de curas o de monjas son los mejores, todo el mundo lo sabe... Y así lo creen, al parecer firmemente. ¿Cómo puede persistir semejante acto de fe? ¿Cuánto hay de decisión personal y de, llamémosla, inocencia o libertad en ello y cuánto de responsabilidad del estado, siempre el estado, por su resistencia a introducir criterios aconfesionales e iguales para todos? ¿Será porque la enseñanza la empezaron los religiosos allá por los tiempos del rey de Bastos? El caso es que esta clase de enseñanza, como mínimo escorada hacia un bando, tampoco se nos acaba nunca, es más, prospera contra todo criterio de razón.
Y la monarquía, hoy casi ya una curiosidad, tampoco se acaba, es más, resucita. Porque aquí se acabó y la volvieron a traer a patadas, o a sofismas, que cada cual escoja según su soberana sensibilidad, pero la trajeron, que a rizar el rizo no nos gana nadie y aquí nunca se acaba nada. ¿Que el abuelo Alfonso XIII salió por piernas con el tácito y efectivo acuerdo de que nadie le tocaría ni un pelo ni un duro? Pues al nieto lo devolvemos nosotros, porque eso es lo que conviene a los españoles. –¿Es eso lo que conviene, Excelencia?–. –Bueno, es lo que yo diga. Y ya está–. Y puede entenderse incluso que a su Excelencia el General Superlativo le discutieran poco los españoles de entonces, a fin de cuentas, su civilizado modo de dirimir los desacuerdos era conocido, pero... ¿y después? Pues todos igualmente de acuerdo, que es lo maravilloso.
Lo que era bueno para Franco, fue bueno para la Transición y sigue siendo bueno y tal cual ahora mismo. Bueno para Franco e incluso para Isabel y Fernando. Ese zurcido que hicieron sus Católicas Majestades a punta de lanza y de excomunión, incluso desde las lápidas de sus propias tumbas, sigue siendo el mismo zurcido que hoy tiene que hacerse servir para sujetar las mallas de este tiempo de la red de redes. Algo así como insistir en reparar ordenadores con cincel y maza, es más, obligar a ello afirmando su clara conveniencia. Nada puede acabarse aquí así como así. ¿Qué han pasado siglos? ¿Y eso qué importa? Aquí seguimos con cátaros y albigenses, quitando y poniendo pegatinas en un bus, con Reforma y Contrarreforma, y de Cánovas a Sagasta y de Sagasta a Cánovas. Acabar aquí con algo es una cosa muy desagradable a la que los bien nacidos nunca nos atrevemos. En España no hacemos esas cosas. Y amén.
Y da angustia ver, por ejemplo, cómo trata el protocolo a los periodistas o a las visitas de Zarzuela: –Vamos, vamos acabando, salgan por allí ahora, ya, vamos, vamos...–. Con una sensibilidad como la de Tejero en el Congreso. Una sensibilidad que tampoco se acaba nunca, la que regula el trato entre el poder y el súbdito. Y cuanto más baja la jerarquía de los visitantes, más apremiante y cuartelera la manera de manejarlos. Todos lo sabemos,  pero qué más dará, porque el Rey, de príncipe, era un querube y sus niñas también lo son ahora, esa es la realidad. De los príncipes y las infantas no solo se afirma por convención y razón de Estado el que lo sean necesariamente, sino que, además... –Miren, miren ustedes a estos ángeles. ¿Puede ser poco recomendable una institución capaz de perpetuarse con niños tan guapos? No, no puede serlo, ¡ignorantes!–.
Y ante semejante facticidad, se dobla la cerviz, la bisagra, el intelecto y hasta se reacomoda el gusto. Y andando. Al príncipe, hoy rey, le gritaban por esos pueblos: ¡guapo, guapo! Como a la Virgen. Y se fortalece así el binomio a mayor gloria del Estado, de la Patria y del ¡zoy ezpañó, cazi ná! Decía antes que nunca se nos acaban las cosas, como por metafísica, pero es más, ¿cómo va a querer acabar nadie con aquello a lo que llama guapo, derretido de fe, de unción, de satisfacción, de ansia de obedecer y de ser mandado? Así, ese binomio no pertenecerá a una expresión matemática muy compleja, pero a ver quien es el listo que la despeja. –Y además, nosotros, los dirigentes de los españoles, sabemos mucho mejor que tú lo que te conviene... Desfila–.
Y no se nos acabó jamás y tampoco la reforma agraria. Con el campo español se pelearon los romanos, los godos, los árabes, los Austrias, los Borbones, los ilustrados, los liberales del XIX, la concentración parcelaria del franquismo, el PSOE y el PCE de la Transición... El resultado es que ahí siguen los latifundios, algunos igual de grandes que los del Conde Duque de Olivares, incluso algunos, menos productivos. Pero no se han acabado. Otra cosa es que ya nadie hable de ellos. Lo que se acaba, por lo general, es el hablar de lo que no interesa al poder. Pero incluso ese no poder hablar es otro asunto más de los de nunca acabar.
Por lo tanto, la censura. Ya no hay censura, afirman. Se acabó. ¿Puede ser entonces que algo se haya acabado? Pues no, por supuesto. Solo pasa lo mismo que con los latifundios. Ya no se habla de ella, que es la forma peculiar de acabarse aquí algo sin acabar, pero que verdaderamente se acabe no lo permitirá el Altísimo, que tampoco se acaba nunca.
Ahora la censura es una cosa tan sutil como la Ley Mordaza o el plasma. Pudiendo llamar a cualquier cosa de otra manera, ¿para qué llamarla por su nombre? Pudiendo hacer una rueda de prensa sin preguntas, que viene a ser como decir matrimonio sin contrayentes, ¿a qué hacer una rueda de prensa verdadera, corriendo el riesgo de que te asesinen con el canto de un folio o que te hagan algo tan abominable como una pregunta? Mejor callar diciendo alguna cosa de otra cosa y a distancia, que es lo sabio y lo político.
Aquí lo único que se acaba son los nombres de las cosas, no las cosas mismas. Ya nadie se dedica al estraperlo o a acaparar. Al acaparar se le llama ahora opciones de futuro y no esa grosería de vocablo cargado de mala intención. El aceite sube por la pertinaz sequía que nunca se acaba, y así esté inundado todo Jaén, o por culpa de Europa, de Israel, de Marruecos, de Chile o del moro Muza, no porque lo acaparen. Decir que lo acaparan es feo, no es moderno, y además, ya nadie acierta a dar con la palabra mágica, pero vieja y sencilla: acaparadores.
Y a robar también lo llaman emprender. Emprender un corso, se podría añadir. La reina Isabel de la pérfida Albión daba las patentes de corso a sus piratas favoritos, son prácticas que nunca se acaban, y aquí, en nuestro felicísimo reino de nunca acabar, menos todavía. Solo que las patentes de corso ahora abarcan mucha mayor extensión que el Caribe. Ahora, con una patente de corso adecuada, que puede entregar cualquier ayuntamiento, se hacen las Arabias, los Orientes, las ínsulas todas, el más allá y los Luxemburgos y los Mónacos, que nadie sabe bien cuál de todos esos territorios sea más fértil ni más promisorio, si uno lleva un buen trabuco y adecuadas referencias. Y no digamos ya si uno es el Primer y Más Alto Comisionista del Reino y su más rutilante Bragueta.
Así que, recuperemos la palabra censura para lo que es censura, por no acabar tampoco con ella, y pensemos en la prensa. Ya no hay censura. Eso es una verdad proclamada, al parecer. Y casi, casi, tampoco prensa. Los periódicos dicen todos más lo mismo que cuando lo mandaba decir Fraga Iribarne desde su Ministerio franquista. Pero ahora, al parecer, no es que se lo mande nadie, son ellos los que opinan siempre lo mismo, pero por su propia cuenta. Existe, al parecer, un acuerdo infinitamente universal sobre todo aquello que es lo bueno y lo conveniente. Y también sobre lo malo, lo pésimo y lo intolerable.
Lo intolerable, por ejemplo, son los titiriteros o una Cabalgata de Reyes laica, es más, son algo infinitamente más intolerable que el hambre, la miseria y la desigualdad, por ejemplo. Sobre esto también existe completo acuerdo. Y sí, estoy del todo dispuesto a conceder que una cabalgata de Reyes laica es una imbecilidad, ¿pero acaso lo es menos que una original? Una cabalgata de Reyes, como el Día del Padre, no es otra cosa que la gran fiesta de El Corte Inglés, Zara y Apple, unas y trinas, es decir, la de la Santísima Trinidad. Y el que no lo vea claro es que tiene el cerebro no ya censurado, sino clausurado. Y lo segundo es consecuencia de lo primero, a mayor abundamiento y por si se quisiera olvidarlo.
En contrapartida, lo recomendable es el impuesto al sol. El impuesto al sol es bueno para todos, para Telefónica incluso, perdón, no Telefónica, no. Telefónica no se acabó, evidentemente, pero ahora se llama Movistar, que así se entiende mucho mejor a lo que se dedica. Y es bueno para Repsol, para las cofradías de pescadores, para la hostelería, para las peluquerías, para la banca, para las charcuterías, para las eléctricas, para el PSOE y para el PP, para la Comisión Europea debe serlo también, porque en nada nos lo recrimina, es bueno para el ABC y para El País, pues no despotrican de ello, y es bueno, no, es música celestial para el IVA, el santo más sagrado de todo nuestro inacabable santoral. 
Sólo es malo para los sesenta mil ilusos que creían vivir en un país donde el BOE no es el vehículo para alimentar una estafa y que se arruinaron con los parque solares y la estafa estatal que los promovió, pero como no se habla de ellos, porque no hay censura, solo santa prudencia y mucho tacto y capacidad de calibrar y ponderar las conveniencias y las inconveniencias y lo que se dice y cómo se dice, pues nadie padece para nada por esa causa. Además, padecer por algo que es bueno... ¿Puede concebirse mayor contradicción?
Porque si el impuesto al sol es bueno para el Estado –el Estado con capitular de mármol–, es decir, para 45 millones de españoles, ¿qué son sesenta mil timados en comparación? Timados por codiciosos, además, porque querían hacerse ricos por el mero hecho de poner cuatro hierros al sol, dirán. Olvidaban los indocumentados que aquí el sol sólo sirve para hacer la vida más dura. Polvo, sudor y hierro, el Cid cabalga. Y caso resuelto. Así que, haciendo una excepción, el sol es lo que sí se ha acabado, se ha acabado del todo, y el hecho desagradable de que siga saliendo por las mañanas, así como la existencia incluso de ese refrán infame que proclama que el sol sale para todos, no es más que otro intento de censurar por desacuerdo político al talentoso e inteligente exministro Soria, que nos trajo este apagón, tan conveniente para todos. Pero como la censura se ha acabado, pues ya no puede censurársele. Lo que está claro, está claro. Luego, callen.
Y el artículo se acabó.

¡No, por Dios, si eso es imposible! Continuará...

jueves, 9 de febrero de 2017

Ciudadanos abandona la socialdemocracia

Ciudadanos abandona la socialdemocracia. Y a mí se me aparece la imagen de su viejo mentor espiritual, Willy Brandt, retorciéndose en su mausoleo e intentando encontrar la manera de solicitarle a la Reina Isabel una mágnum de ginebra para poder desconectar de estas virguerías de la realidad ideológica aumentada. O disminuida. A saber.
Señor, ¿por qué me vienen siempre al caletre esta clase de imágenes escatológicas y surreales? Pero el Señor pasa de contestarme. No contestaba  los desesperados sonetos de Blas de Otero invocándolo... imagínense a mí, que no soy más que un obispo sin importancia. ¡Qué digo obispo, letrado del Consejo de Estado! Pero no se lo digan a nadie, no sea que decida dejar de serlo mañana mismo y no pueda... Pero felicísimo ha de ser cualquiera, supongo, que logra dejar de ser lo que jamás ha sido. Eso tiene que dar la paz y un bienestar inefable, seguro.
Sinencambio, como se dice ahora, parece que me contestara Vergara en su documentado informe diario sobre el estado de la nación en http://www.eldiario.es/vinetas/Cambio-ideas_10_609389057.html , aunque, si lo prefieren, también pueden llamarlo viñeta. Y esta viñeta en concreto, fulminante e instantánea como acero de sirlero, alumbra, a Dios gracias, el significado de la pintoresca afirmación que encabeza el texto. Y así le contesta en la misma nuestro buen Mariano Rajoy al satisfecho Naranjito: –No me extraña, fíjate que nosotros estamos pensando en abandonar el comunismo–...
¡Ale Hoop! ¡Ole tu madre, Vergara! Triple mortal con tirabuzón. Y en la caída, ni una arruga en el traje, ni un bolígrafo saliendo disparado del bolsillo y la corbata, a plomo y en su sitio. Maravilloso.
Pero ocurre que, además, o en consecuencia, me ha acudido  una imagen, al tiempo que me pregunto si la Autoridad podrá detenernos también por nuestras imágenes interiores, estilo Cifuentes, Corcuera o Ley Mordaza, de esas que tan sabiamente ayudan a los jueces a distinguir entre lo bueno, lo malo y lo peor, que sin duda no es aquello que hacemos, sino lo que pensamos. La imagen se me iba agrandando y agrandando... y sí, lo juro, he visto a Rouco Varela detrás de una pancarta y del brazo con Julio Rodríguez, Ramón Espinar, Monedero y la Infanta Cristina... Y eso ya sí que no. Se me han cuarteado las telarañas de la razón y no sé si hoy podré escribir algo coherente. Y es que no me dejan, porque miren ustedes...
Según los forenses al mando, a Rita Barberá, resulta que, tras documentado examen, pues no la matamos la recua de asesinos que hablábamos mal de sus bolsos y bolos. Qué va... Murió de cirrosis, según el autorizado informe, y a ver qué hacemos nosotros ahora, que ya estábamos arrepintiéndonos y en pleno acto de contrición por nuestra vomitiva maldad, como Alfonso Hernando nos había solicitado. –Es que la habéis llamado fea, gorda y mandona, incluso algunos mandona, pero con g, y eso, comprenderéis, no pudo sino afectarle muy negativamente... Pobre mujer.
Ya, pero ¿y la cirrosis? Si no bebía, como Francisco Rico jamás ha fumado... Si lo sabe todo el mundo. Entonces, ¿hay una explicación para esto? Pues claro. Sin necesidad de esperar a que nos ilustren al respecto Alfonso Hernando o María Dolores de Cospedal, ya se la adelanto yo.
La explicación anda en las naranjas. Es de todos sabido que el exceso de naranjas es pésimo para el hígado. Vitamina C, sí, mucha, y dicen que buena para el resfriado, pero esa valerosa mujer, sacrificándose en el desempeño de su cargo y para promocionar la naranja, producto estelar de su comunidad, ¿cuántas naranjas hubo de tomarse por obligación, le gustaran o no, antes, después y con cada ingesta? ¿90.000, 150.000 en cuarenta años? Naranjas como otros se toman chupitos o vodka o ginebra.
Pero es que dónde van ir a parar los perjuicios de una naranja cinco estrellas, de esas de 800 gramos la pieza, relucientes como el sol de Levante y del tamaño de la cabeza de un recién nacido, con los de un triste chupito. Esas bolas de ácido tiene que arrasar por fuerza cualquier hígado. Así que, las tenía que regalar la pobre, como si intuyera el daño que le estaban haciendo. No somos nadie, don Alfonso, y qué torcida e injusta es la existencia. Mire, si no, al señor Miguel Ángel Revilla, Virrey de Cantabria, con sus anchoas. Él mismo, que desparrama anchoas como naranjas la finada, ya tiene cara de anchoa y, visto lo visto, y con los estragos que provoca la sal, yo le recomendaría que se mirara la tensión. O, mejor, sugiéraselo usted mismo, que tiene más autoridad.
Pero es que siguen sin dejar que me aclare. Es una conjura de los sabios, seguro. Vislumbro en un recuadrito diminuto, en prensa de cuarta categoría, que Manuela Carmena ha disminuido este año la deuda del Ayuntamiento de Madrid en otros 500 millones, igual que el año pasado. Pues menuda bagatela, una bazofia, evidentemente, y a quién iba a poder interesarle esa chorrada en la prensa seria, nada que haya que destacar comparado con los pavorosos hechos de los titiriteros, que nadie entendemos cómo no salieron a por lo menos tres columnas en el Washington Post, ya que aquí salían a seis desde El País hasta la Hoja de los Martes de Vitigudino. Vaya nadie a entender nada.
Y lo de Podemos. Configuran dos listas diferentes para su congreso y tan inverosímil excentricidad, al parecer, constituye un auténtico manifiesto antidemocrático, porque, hojeando la prensa, hasta al más indocumentado y desinteresado le quedará más que claro que se trata de una pelea a navajazos, de una carnicería oriental, de una muestra de la avidez más infecta por el poder, de una discrepancia interna destructiva, de una falta de seriedad y de respeto por sus votantes, de una tomadura de pelo para todos esos estalinistas de carril único y manos manchadas de sangre, de cal viva, de huesos en las cunetas y de dinero negro que militan en ese partido, y resultando además evidente que no se trata más que de la despiadada pelea a dentelladas entre sanguinarios machos alfa. Porque está claro que donde aparezca un macho alfa como Íñigo Errejón, ya se puede ir apartando cualquier Porfirio Rubirosa, cualquier Casanova, cualquier Enrique VIII... o incluso un Álvarez Cascos.
Y ya me gustaría preguntarle a Albert Rivera, o a esa maravillosa pintura parlante, como de los Madrazo, que es Inés Arimadas, por ver si lograran esclarecerme en algo: Pero vamos a ver, ¿lo democrático no era hacer elecciones y primarias en la guardería, en el insti, en la asamblea de la facu y en el currelo para elegir al liberado, y en el partido, para escoger al amo? ¿Y no es eso lo que precisamente ustedes le exigen a cualquier otro partido para decidir si se ajuntan o no se ajuntan con él? Y entonces, ahora que esos satanes y judas, establecen sus primarias o sus listas al congreso, ¿resulta, que en la opinión omnia, urbi et orbi, totalitaria y universal de nuestras libérrimas e independentísimas prensa y televisión, tal cosa es el síntoma definitivo de su división incurable y de su escasa fe democrática? Pero no parece saberlo nadie, ni aun menos contestan. O será que yo no me entero.
Por suerte, parece que sí me queda algo más clara, en cambio, la exquisita democracia interna que se respira en el venturoso día a día del PSOE, donde la marujona que quiere mandar, y manda, dice que no dice ni que sí ni que no, sino todo lo contrario, y que ya veremos, y que bueno, pues que, si eso... ya os cuento, al paso que la echan de Cádiz casi que a escobazos. Feliz y hermanado partido donde, en dulce y amistosa conversación, se catapultó a su secretario general a las oscuras fosas de la militancia de base, democráticas donde las haya, y desde donde presenta su candidatura para que se la validen, se lo agradezcan y lo elijan aquellos que, con la delicadeza almibarada que se usa en estos casos, le levantaron el rabo con dos dedos, como de antiguo se le hacía a los perros, al tiempo que le aplicaban declarativa y coral patada en los mismísimos.
Y vaya y pase con que en estos tiempos confusos y ligeros ya no se estile cortarle las orejas al líder caído antes de colgarlo de una cuerda de violonchelo para después mear sobre sus cenizas todo el Comité Central y toda la Gestora, pero que este, desde su condición de ángel arrojado a las tinieblas, venga a reclamar su perdido trono de los cielos, las moquetas y las puertas giratorias con sus deslumbrantes bronces y sus incomparables sobres, ya deja ver la finura intelectual y la honda visión de futuro que caracterizan al personaje.
Porque de Aznar podrá decirse cuanto se quiera, o de Zapatero o de González, pero a ninguno de ellos todavía, al margen de cuanto les guste opinar, molestar y, en mejor castellano, dar por saco cada vez que les cuadra o se lo pide el cuerpo, se le ha venido a ocurrir todavía el volver a postularse a mandocantano al mismo coro de colegas que les señalara educadamente la salida.
Pero, en fin, el que no se consuela es porque no quiere. Porque yo, ya ven, del PP, en cambio, sí que lo entiendo todo y, sobre eso, no tengo nada que preguntarme ni de qué asombrarme, y no sabe nadie, después de los quince paralogismos con los que hay que desayunarse cada mañana, el sosiego y la seguridad intelectual que eso me produce.
El PP es la coherencia, la continuidad en la oferta y en el cumplimiento de sus designios más notable de todos los vistos y habidos desde que falleciera Felipe II. Ni el Conde-Duque de Olivares resultó menos flexible. Son un rocoso monolito ideológico, ríase nadie de la Contrarreforma, que no ha girado un solo grado hacia otra dirección desde que Franco se alzara sobre sus pierninas y, más tarde, ungiera a Fraga, aunque, bien mirado, mejor desde que Isabel de Trastámara se pusiera a juntar reinos propios y ajenos a horca y garrote y al margen de la opinión de cada uno de ellos. Y de cuyos polvos llevamos cinco siglos disfrutando de estos lodos. Pero es evidente, eso sí, que son comunistas, por la sencilla razón, además, de que ya no lo es nadie, y dejar un nicho ecológico sin explotar no es cosa que vaya a permitir ningún guardián de la caja, ni de la A ni de la B. Por eso, después de todo, no creo que el PP vaya a abandonar el comunismo, a pesar del chiste. ¿Imagina nadie a Bárcenas o a Mayor Oreja abandonando el comunismo? Yo no soy capaz, lo reconozco.
Y si hablamos de lo tocante a mantenerse en el poder, don Mariano no ha hecho en su vida ni una sola cosa mal, logro del todo comparable a los de Pedro Sánchez en su negocio... quién podría dudarlo. Tiene la paciencia de Buda y la tenacidad oriental de Deng Xiaoping. Sale de una marea negra con la camisa más blanca que en un anuncio de Vanish Gold, sale de la contabilidad extracontable y a modo de simulación con más arte que si fuera un agente triple de la KGB retratado por John Le Carré, sale de una burbuja inmobiliaria más limpio y perfumado que de una pompa de jabón, y sale de un Trillo, una Mato, un Fernández Díaz, un Wert o una Aguirre y Gil de Biedma, ¡ahí es nada! –por citar desfalcos morales verdaderamente mayores y de los que uno solo de ellos hubiera enterrado a la Merkel, a Obama o al Kaiser austrohúngaro mismo– con más donosura, desapego, despreocupación y descuido que si viniera de acariciar las cabecitas de un coro de pubillas de aquellos de la Sección Femenina que le acabaran de cantar un homenaje y entregado un ramo de flores y una ristra de ajos de nuestra ubérrima Tierra de Campos.
Y camina sobre su pasillo rodante de cabezas cortadas de propios y ajenos con la exquisita distancia y sacralidad de un zar y con más estilo que una top model, moviendo las canillas con la ligereza de un zancudo. Ha barajado con el temple de un tahúr del Mississippi –este sí, y no otros que se llevaron la fama– las cartas con las caras de los que tenía que decapitar de inmediato, los que convenía decapitar un año después y los que se decapitaban por sí solos, como el simpático Gallardón, y que, asombrosamente, nunca faltan, y todo ello con la frialdad, oficio y manejo del serrucho de un viejo cirujano de campaña de las guerras napoleónicas y con el mismo y evidente cargo de conciencia que pueda mostrar cualquier campesino con los cochinos de su matanza.
Y aún hay propios y ajenos que le niegan categoría política. Pero es más tenaz y completo que todos los héroes de su panoplia ideológica y moral, más eficaz que Carolina Marín con sus gritos de grajo, más duradero, inexpugnable y seguro que Rafa Nadal, mejor escalador de rampas imposibles que Perico Delgado, mejor defensor de su aro que los Gasol Brothers, y mejor administrador de punterazos certeros que Cristiano Ronaldo y Lionel Messi juntos.
Así que, allá los que le nieguen la categoría. Les ganará al ajedrez, al parchís, a los chinos, al tute y a las apuestas. Como lo piquen, le quita la cartera a Monipodio y la honra al Alcalde de Zalamea que, además, le darán las gracias emocionados. Y si hablamos de actores, el mejor del reino, y si de escapistas, más que Houdini y, si de esgrimidores, que se quite Alatriste. Y allá de los que quieran reírse de él, porque antes pasarán a formar parte de los ingredientes de su caldito de por las noches, cuando analiza el estado del partido. De fútbol, bien se comprende.