Creo que ninguna policía del mundo conoce menos que la española qué es aquello que efectivamente defiende, más allá de de la vida y los bienes de la ciudadanía. E incluso en la defensa de la vida y bienes de cada cual, se diría que no posee ninguna certeza de que valga la pena defender esas vidas y de que esos bienes no procedan de delitos más graves, sino mejor tapados y protegidos que esos otros delitos que, con sus intervenciones, a veces incluso violentas, previene, impide o persigue.
Porque de delitos más graves hablamos: aquellos que se perpetran dentro del estado, de la paraestatalidad o en las administraciones públicas que favorecen o, por el contrario, chantajean a particulares que mantienen relaciones con las administraciones, y que los corrompen o se dejan corromper por ellos. Delitos que son más graves que atracar bancos u oficinas de Correos a mano armada, pero en nuestro país con unos índices de impunidad que tal vez sean de los más altos del mundo.
Y se podrá argumentar que también existen policías que defienden estados gobernados por regímenes tiránicos e infames, pero lo saben, al igual que conocen que no solo son instrumentos, sino parte de esas tiranías, de esas infamias, y gozan de sus infames ventajas (y en otro contexto cabría hacer distinción entre tiranías de derechas y tiranías de izquierdas, pero aquí, y hablando de policía, me niego a hacerlo: una policía que sea parte de una tiranía de derechas no se diferencia en nada de una tiranía de izquierdas).
Sin embargo, a una policía que defiende un estado democrático y un sistema basado en la libertad y el consenso (el peor de los sistemas posibles, a excepción de todos los demás, como afirmaba Churchill), si le llega a faltar la certeza de que la ley es igual para todos y de que todos son iguales frente a ella y de que no existen –como en la fábula de Orwell– ciudadanos que son más iguales que otros, es decir, una policía que, por el contrario, vemos actuando dentro de un contexto de privilegios e inmunidades, viene a convertirse en instrumento y en cómplice de una infamia peor que aquella de un estado declaradamente tiránico, y sin gozar de esas ventajas sin duda infames del arbitrio y del atemorizar que, por desgracia –más o menos conscientemente– son añoradas por esas gentes que se agrupan o se segregan dentro de una “clase privilegiada”, como decía el italiano Savinio.
Decir que la policía española defiende la democracia y la libertad es pura retórica. La democracia y la libertad se apoyan sobre la seguridad de las leyes y sobre la falta de distingos, dureza y prontitud con la que estas leyes son aplicadas. La democracia debe ser, en la administración de justicia, durísima e igualitariamente durísima, de lo contrario, se convierte verdaderamente en el peor de los sistemas posibles, frente a todos los demás. Y en España estamos llegando casi a este punto. Si hiciéramos una relación de todos los escándalos que han alegrado los últimos cuarenta años de nuestra historia, de todas las malversaciones, los cohechos, las intervenciones de particulares para modificar a su favor actos administrativos, las estafas y los homicidios (sí, también homicidios), ¿cuántos son aquellos a los que podríamos señalar como firmemente castigados? Muy pocos.
Y hablo de aquellos hechos que conocemos y que, por la entidad de los daños que produjeron y por la calidad y número de las personas involucradas han tenido un gran seguimiento periodístico. Y si consultamos la numerosa documentación producida por las diferentes comisiones parlamentarias sobre unos y otros asuntos delictivos, resulta fácil colegir que los comisarios de policía e investigadores de la Guardia Civil han cumplido con su deber. Pero, ¿podríamos decir lo mismo de las propias comisiones parlamentarias? No es así, viendo que estas han asimilado por lo menos una de las características de los fenómenos delictivos que pretenden combatir: la reticencia y la omertà, como cualquiera habrá podido comprobar en las sesiones de la comisión parlamentaria sobre el caso Gürtel.
En resumen, digámoslo con franqueza. Si lográramos colocarnos frente a las crónicas de estos años a la misma distancia desde la cual leemos, por ejemplo, la Historia secreta de Procopio de Cesarea, se nos haría más comprensible el hecho de que unos policías se pasen al otro lado e intenten robar un banco que el que otros policías se dejen matar para defenderlo. Pero al no lograr colocarnos a esa distancia, les rendimos homenaje a aquellos que caen en el cumplimiento de su deber, por desgracia vacío.
En fin… puesto que debe de resultarle obvio al lector que estos párrafos no pueden ser míos por su evidente agudeza, he de decir que son solo mi traducción casi literal de un texto de Nero su Nero (Negro sobre negro), del italiano Leonardo Sciascia, del año 1979, del que me he limitado a cambiar las palabras Italia o italianos por España o españoles y donde la referencia al caso Gürtel sustituye a un hecho judicial equivalente al que remitía el texto original. Y el resto de las portentosas similitudes, por no decir identidades, solo se deben a la simple e interminable realidad de la corrupción. O de la mediterraneidad. O de la cleptocracia, que no democracia. Y vaya nadie a intentar distinguirlas.
Naturalmente, las cosas tienen su causa, es decir, el absoluto estado de irritación o incluso de furia que me ha ido embargando (no solo a mí, supongo) en estos últimos tiempos antes los inacabables “asuntos” Villarejo: Corinna, Delgado, Cospedal… todos ellos más que imaginados, pero a la postre, intangibles, hasta que salieron de la chistera del incomparable mago de las escuchas, y todos ellos con su insoportable tufo de “paraestatalidad”, pero ya rematados estos últimos días por lo conocido sobre Bárcenas, su esposa, el chófer felón, el cura visitador, el conserje preguntón, etc., y lo que quedará por ver... hechos perpetrados –no hay mejor término– por una policía por completo enajenada, descarrilada y descarriada en lo tocante a sus funciones, deberes y al respeto a esa democracia que ensucian cada vez que la rozan con la lengua.
Policía de todos nosotros que robó papeles (lo cual de por sí ya sería delito a secas, por obrar sin mandamiento judicial), pero no para entregarlos al juez sino para… ¡sustraerlos a toda investigación! y a beneficio exclusivo de una cuadrilla de delincuentes asentados en el poder, varios de ellos ya condenados, y dirigido todo ello por un hoy dignísimo senador del PP, el señor Cosidó, quien no ha manifestado el más mínimo rubor al ser descubierto y además reconocerlo, sino que además ¡ha alardeado de ello!
Desde luego, Sciascia tendría con la mafia y el estado italiano –por desgracia a menudo indistinguibles–, material donde dirigir y ejercitar su muy fina nariz, legendaria en Italia en su época, pero dudo que él mismo, o el Cervantes de Rinconete y Cortadillo o el Quevedo del Buscón, hayan contado nada que no podamos superar aquí y en el tiempo presente, y empezando por la propia policía, guardiana teórica de las “esencias” democráticas que, además, proclama encarnar. Como para partirse el pecho en risas.
Y en estas, releyendo una vez más al viejo maestro, y esta vez sí que de verdad por casualidad, di con los párrafos aquí traducidos. No he podido negarme este mínimo placer, ya que de justicia, o incluso de una justa venganza –siquiera poética– o de la existencia de un estado merecedor del respeto ciudadano, para qué hablar. Jamás lo veremos nadie si el estado sigue amamantando y siendo amamantado por altos servidores de este jaez, a los que votamos, que no botamos.
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