martes, 20 de noviembre de 2018

Policía, divino tesoro.

Creo que ninguna policía del mundo conoce menos que la española qué es aquello que efectivamente defiende, más allá de de la vida y los bienes de la ciudadanía. E incluso en la defensa de la vida y bienes de cada cual, se diría que no posee ninguna certeza de que valga la pena defender esas vidas y de que esos bienes no procedan de delitos más graves, sino mejor tapados y protegidos que esos otros delitos que, con sus intervenciones, a veces incluso violentas, previene, impide o persigue.
Porque de delitos más graves hablamos: aquellos que se perpetran dentro del estado, de la paraestatalidad o en las administraciones públicas que favorecen o, por el contrario, chantajean a particulares que mantienen relaciones con las administraciones, y que los corrompen o se dejan corromper por ellos. Delitos que son más graves que atracar bancos u oficinas de Correos a mano armada, pero en nuestro país con unos índices de impunidad que tal vez sean de los más altos del mundo.
Y se podrá argumentar que también existen policías que defienden estados gobernados por regímenes tiránicos e infames, pero lo saben, al igual que conocen que no solo son instrumentos, sino parte de esas tiranías, de esas infamias, y gozan de sus infames ventajas (y en otro contexto cabría hacer distinción entre tiranías de derechas y tiranías de izquierdas, pero aquí, y hablando de policía, me niego a hacerlo: una policía que sea parte de una tiranía de derechas no se diferencia en nada de una tiranía de izquierdas).
Sin embargo, a una policía que defiende un estado democrático y un sistema basado en la libertad y el consenso (el peor de los sistemas posibles, a excepción de todos los demás, como afirmaba Churchill), si le llega a faltar la certeza de que la ley es igual para todos y de que todos son iguales frente a ella y de que no existen –como en la fábula de Orwell– ciudadanos que son más iguales que otros, es decir, una policía que, por el contrario, vemos actuando dentro de un contexto de privilegios e inmunidades, viene a convertirse en instrumento y en cómplice de una infamia peor que aquella de un estado declaradamente tiránico, y sin gozar de esas ventajas sin duda infames del arbitrio y del atemorizar que, por desgracia –más o menos conscientemente– son añoradas por esas gentes que se agrupan o se segregan dentro de una “clase privilegiada”, como decía el italiano Savinio.
Decir que la policía española defiende la democracia y la libertad es pura retórica. La democracia y la libertad se apoyan sobre la seguridad de las leyes y sobre la falta de distingos, dureza y prontitud con la que estas leyes son aplicadas. La democracia debe ser, en la administración de justicia, durísima e igualitariamente durísima, de lo contrario, se convierte verdaderamente en el peor de los sistemas posibles, frente a todos los demás. Y en España estamos llegando casi a este punto. Si hiciéramos una relación de todos los escándalos que han alegrado los últimos cuarenta años de nuestra historia, de todas las malversaciones, los cohechos, las intervenciones de particulares para modificar a su favor actos administrativos, las estafas y los homicidios (sí, también homicidios), ¿cuántos son aquellos a los que podríamos señalar como firmemente castigados? Muy pocos.
Y hablo de aquellos hechos que conocemos y que, por la entidad de los daños que produjeron y por la calidad y número de las personas involucradas han tenido un gran seguimiento periodístico. Y si consultamos la numerosa documentación producida por las diferentes comisiones parlamentarias sobre unos y otros asuntos delictivos, resulta fácil colegir que los comisarios de policía e investigadores de la Guardia Civil han cumplido con su deber. Pero, ¿podríamos decir lo mismo de las propias comisiones parlamentarias? No es así, viendo que estas han asimilado por lo menos una de las características de los fenómenos delictivos que pretenden combatir: la reticencia y la omertà, como cualquiera habrá podido comprobar en las sesiones de la comisión parlamentaria sobre el caso Gürtel.
En resumen, digámoslo con franqueza. Si lográramos colocarnos frente a las crónicas de estos años a la misma distancia desde la cual leemos, por ejemplo, la Historia secreta de Procopio de Cesarea, se nos haría más comprensible el hecho de que unos policías se pasen al otro lado e intenten robar un banco que el que otros policías se dejen matar para defenderlo. Pero al no lograr colocarnos a esa distancia, les rendimos homenaje a aquellos que caen en el cumplimiento de su deber, por desgracia vacío.

En fin… puesto que debe de resultarle obvio al lector que estos párrafos no pueden ser míos por su evidente agudeza, he de decir que son solo mi traducción casi literal de un texto de Nero su Nero (Negro sobre negro), del italiano Leonardo Sciascia, del año 1979, del que me he limitado a cambiar las palabras Italia o italianos por España o españoles y donde la referencia al caso Gürtel sustituye a un hecho judicial equivalente al que remitía el texto original. Y el resto de las portentosas similitudes, por no decir identidades, solo se deben a la simple e interminable realidad de la corrupción. O de la mediterraneidad. O de la cleptocracia, que no democracia. Y vaya nadie a intentar distinguirlas.
Naturalmente, las cosas tienen su causa, es decir, el absoluto estado de irritación o incluso de furia que me ha ido embargando (no solo a mí, supongo) en estos últimos tiempos antes los inacabables “asuntos” Villarejo: Corinna, Delgado, Cospedal… todos ellos más que imaginados, pero a la postre, intangibles, hasta que salieron de la chistera del incomparable mago de las escuchas, y todos ellos con su insoportable tufo de “paraestatalidad”, pero ya rematados estos últimos días por lo conocido sobre Bárcenas, su esposa, el chófer felón, el cura visitador, el conserje preguntón, etc., y lo que quedará por ver... hechos perpetrados –no hay mejor término– por una policía por completo enajenada, descarrilada y descarriada en lo tocante a sus funciones, deberes y al respeto a esa democracia que ensucian cada vez que la rozan con la lengua.
Policía de todos nosotros que robó papeles (lo cual de por sí ya sería delito a secas, por obrar sin mandamiento judicial), pero no para entregarlos al juez sino para… ¡sustraerlos a toda investigación! y a beneficio exclusivo de una cuadrilla de delincuentes asentados en el poder, varios de ellos ya condenados, y dirigido todo ello por un hoy dignísimo senador del PP, el señor Cosidó, quien no ha manifestado el más mínimo rubor al ser descubierto y además reconocerlo, sino que además ¡ha alardeado de ello!
Desde luego, Sciascia tendría con la mafia y el estado italiano –por desgracia a menudo indistinguibles–, material donde dirigir y ejercitar su muy fina nariz, legendaria en Italia en su época, pero dudo que él mismo, o el Cervantes de Rinconete y Cortadillo o el Quevedo del Buscón, hayan contado nada que no podamos superar aquí y en el tiempo presente, y empezando por la propia policía, guardiana teórica de las “esencias” democráticas que, además, proclama encarnar. Como para partirse el pecho en risas.

Y en estas, releyendo una vez más al viejo maestro, y esta vez sí que de verdad por casualidad, di con los párrafos aquí traducidos. No he podido negarme este mínimo placer, ya que de justicia, o incluso de una justa venganza –siquiera poética– o de la existencia de un estado merecedor del respeto ciudadano, para qué hablar. Jamás lo veremos nadie si el estado sigue amamantando y siendo amamantado por altos servidores de este jaez, a los que votamos, que no botamos.

jueves, 8 de noviembre de 2018

¡Franco, Franco, Franco!

Francisco Franco lleva muerto cuarenta y tres años. Bien es cierto que unos opinarán que diez, otros que sesenta, otros que doscientos, otros que quince, otros que ni idea de quién se está hablando, pero, resumiendo y para entendernos, esa cifra de cuarenta y tres años se podría entender como una media razonable entre sabedores o siquiera medio informados, quinquenio arriba o abajo.
Sin embargo, esto no es cierto y no está muerto en absoluto a sus ya cerca de ciento treinta primaveras. Es más, goza de excelente salud física, mental y ética. La verdad es que simplemente decidió abandonar algunas de sus funciones, –las de menor calado– por sobrevenido exceso de catéteres, según quiso aparentar para poder retirarse a una finca funeraria de su propiedad, supongo que para despistar en lo esencial con respecto a quién seguía mandando y, además, imagino también, para quitarse de en medio al yerno, que era un verdadero Jack el destripador, aunque titulado. Dime con quien andas… Aunque, eso sí, reservándose orientar en todo momento el qué hacer, como Lenin, viejo colega de momificación, aunque a la larga bastante menos exitoso este último en cualquiera de sus empresas.
Y este orientar, cualquiera lo entenderá, tampoco es otra cosa más que un eufemismo. El supuesto finado manda más desde debajo de una lápida que cualquier emérito de sangre azul, en activo o futurible, incensado, coronado y aposentado en el trono a título de Rey. Y más que cualquier tío Gilito March o tía Gilita Botín bañandose en el oro de sus cámaras acorazadas, que cualquier espadón durmiendo laureadas siestas sobre una caja de granadas y, por supuesto, más que cualquiera de los más que severamente vigilados capataces que ha ido permitiendo que figuraran sucesivamente en la presidencia del banco azul. Que es exactamente eso, el banco de los bancos, donde se alterna la gobernación, unas veces del BBVA, otras del Santander. De Cánovas a Sagasta y de Sagasta a Cánovas, que son plaza y calle en Madrid. Y no hay más.
Aquellos pobres psicópatas de Hitler, Stalin, Hiro-Hito, Mussolini, Mao-Tse-Tung (o Mao Zedong, como prefiera cada cual, según su nivel de mandarín), o aquel besugo de su vecino Caetano, que se dejó dar un golpe de estado por capitanes y comandantes  –algo así como un rector de universidad depuesto por bedeles–, son calificados sin duda y bastante meritoriamente como dictadores en cualquier libro serio de historia. O por lo menos, hay desalmados que así los llaman, negándoles los méritos.
Sin embargo, nuestro amado Generalísimo (apodado igual que el chino Chiang Kai-Shek, aunque miren como acabó el pobre, al mando de una pequeña ínsula, por no haber matado lo suficiente) concursa en toda otra categoría. La del dictador inmortal, y en esto supera a Julio César, a Alejandro Magno, a Gengis Khan o a Napoleón, que a los cuarenta años de su desaparición sin duda todavía daban miedo, pero un miedo retroactivo, porque ya no pintaban nada, ni siquiera pésimos paisajes o bodegones. Quedaban bien de personajes para cualquier panoplia histórica, para dar miedo a los niños, para la historia general de la infamia incluso, o para una buena escultura, es cierto; pero mandar, lo que se dice mandar, ya no mandaban nada, lo que desde luego no es el caso de nuestro General Superlativo.
Que lo dejó todo atado y bien atado y que bien lo sabía y alardeaba de ello. Y los que no lo creíamos éramos los vivos que quedábamos en su cortijo-cuartel. Infelices, incautos, desconocedores, en fin, optimistas que es lo peor que pueden permitirse ser quienes se adornan de avisados, porque… hombre… lo de atado… ¡qué modestia! Cementado, solidificado, indestructible… Una obra de duración ajena a lo humano, de orden metafísico o cosmológico, pero además una construcción de basalto verdadero y que se manifiesta con la misma realidad que alzar un edificio, trazar una autopista o, todavía con mayor solidez y tangibilidad, en la redacción de jurisprudencias que apenas pueden diferenciarse de los que él dictaba más que por la calidad de los modernos maquillajes legales, que esos sí que han cambiado superlativamente a mejor.
Pero lo que es la chicha y el esqueleto de lo mandado y la chicha y los esqueletos de los que mandan, son exactamente lo mismo y de la misma sagrada materia que él dispuso y los mismos que nos regirán por los siglos de los siglos, siendo optimistas.
Así que hoy andamos al retortero de pedirle permiso a él mismo para llevarlo a otro lugar. Y estamos los que sí y los que no, rojos de ira unos y otros por cambiarlo o no de nicho, de pudridero, de gusanera… Todos a mordiscos por un muerto que no está muerto… ¡Hay que joderse! Hoy incluso se ha sabido que hay un detenido por pretender atentar contra el presidente del gobierno –como si un presidente del gobierno español tuviera acaso vela en este entierro o desentierro–, por causa de que el guapo mozo insiste en expresar su deseo de sacar a Ello, a la Hispanidad misma reencarnada en un fajín, de su sepultura entre sus víctimas, para llevarlo a quién sabe dónde, quién sabe cuándo, y no a donde disponga, sino a donde le dejen y si es que le dejan y si es que un vulgar presidente del gobierno tiene alguna capacidad de disponer algo en España. Porque me da a mí que el General está para aguantar pocas moscas en los huevos, y ya veremos qué dispone sobre sí mismo, que es quien debe y puede. Y en eso estamos, a lo que haya de obedecerse.
Pero un tipo que prefirió enterrarse con los que asesinó –lo que no dice poco del personaje– y con los que murieron para construir su pirámide, como un vulgar faraón, y un tipo al que prácticamente lo despedazó su yerno en vida, sin lograr sacarle un ¡ay!, no es pájaro del que nos vayamos a deshacer tan fácilmente. Por eso tengo para mí que enterrarlo en la Almudena, junto al Apóstol Santiago, con Santa Teresa, en el vientre de una ballena, en un predio de la familia (que tiene algunos), en un nicho con otro nombre, o incinerarlo, mear las cenizas y esparcirlas por un vertedero o, por el contrario, despacharlas bendecidas por el Cardenal Primado a que nos vigilen desde el espacio en un satélite Hispasat, nos va a dar exactamente lo mismo.
Porque el tipo no está muerto ni vivo, el tipo ES, como Aleister Crowley, el embrollón y ocultista, yo soy aquel que es. Y este es Franco, es la España inmortal, la de Rinconete y Cortadillo, la de March y Gil y Gil, la de Bárcenas y la del concejal socialista que le paga las putas al empresariado con los fondos del paro, esa España en la que jamás se pone el hambre, y jamás y siempre son lo mismo y ÉL mismo. ÉL es el hilo de maravedíes, hogueras, garrotes y galeras que une al Cid con Isabel la Católica, a Cisneros con Torquemada, al Conde Duque de Olivares con Fernando VII, a Primo de Rivera con el primo de Rivera y del IBEX, que es de lo que se trata. ÉL cambia de nombre a capricho y se reencarna donde le cuadre a mayor gloria de sí mismo y como corresponde a todo buen budista, apostólico y romano. Toma nombres y especies como el personal que lo cree muerto se toma felizmente una caña o se cambia de camiseta, tacones o reloj, sin saber que el beneficio último de cada caña, de cada camiseta, de cada tacón y de cada reloj acaba todavía en sus bolsillos, en los de los suyos y en aquellos de quienes ÉL disponga exclusivamente.
Y una mañana se llama Lesmes, y es la Ley con puntillas y el personal de rodillas, otra Rajoy y es el Poder de abogar por Isco o por Carvajal o ambos, otra Arrimadas y es la Nueva Falange de todo lo viejo, otra Tejero, y es el Prototricornio, otra Cospedal, la verdad por siempre en diferido, otra Billy el Niño, el torturador de cámara –¿Aprieto más, Excelencia?–, otra Villarejo, el Primer Escucha del Reino, otra Jiménez Losantos, el bufón de Corte, otra González, hombre blanco hablar con lengua de serpiente, otra Aznar, el señor de las patas en la mesa de los gánsteres, otra Marichalar, la debilidad heráldica, otra Leonor, el futuro pasado por el pasado, otra Don Juanito, la comisionada bragueta, otra Trillo, el muñidor de todos los ordeños, otra Cifuentes, la cleptotitulada, y otra el siempre coral: –Les pido a perdón a todos, nunca volverá a suceder–

Y no, no sucederá que se muera nunca. Así que llévenselo a donde les dé la gana o déjenlo donde está. Nos va a dar lo mismo. Gobernaba, gobierna y seguirá gobernando mientras el Pisuerga siga pasando por Valladolid. Y si no, como si pasa por Córdoba. Gobernará igualmente y sin meterse en política, como siempre hizo. Y a nuestra entera satisfacción, por añadidura.