jueves, 27 de septiembre de 2018

No existe resignación que nos sea ajena.


Desde que dejé aquí mis últimas líneas han pasado tanto tiempo y tantas cosas que, efectivamente, parece haberse alcanzado el viejo y único objetivo de que apenas haya pasado ninguna.
Y aunque, desde luego, habrá quien argumente lo contrario, porque las apariencias son más tercas que la realidad y de siempre constituyen el aspecto al que se atiende con mayor cuidado, si se mira hoy con el debido desapego el organigrama del nuevo encargado del latifundio y a sus capataces y mayorales –léase gobierno–, las caras y sensibilidades, como se dice ahora, serán muy otras, pero de parecido cemento, por no decir mejorado.
Porque ahondando en nuestro afortunado presente, seguimos sometidos al mismo presupuesto, el exquisitamente antisocial de los gobiernos anteriores, seguimos sometidos al juicio inapelable de la misma matrona de la maza colocada al timón de las Cortes, seguimos bajo los mismos ‘mandos naturales’ a cargo de todo lo verdadero e inamovible, es decir, de la empresa, la banca y la finanza que, por supuesto, siguen obedeciendo –ya que nadie los obliga jamás a otra cosa– a sus propios intereses, que no a los del común, e igualmente continuamos sometidos a cierto número de otros parecidos mandos, más ‘naturales’ todavía, que hacen, desde lo que debieran de ser las fuerzas armadas de la nación, aquello que viven como lo natural y consustancial a su nunca discutida ni corregida índole, que es defender el franquismo y sus modos. Igual que hace ochenta, sesenta, cuarenta, veinte años y como será dentro de otros tantos, salvo poco previsibles alteraciones de la constante de Planck o del número de Avogadro.
Y, como es natural, la ley Mordaza ahí sigue, igual a sí misma, intacta en la totalidad de sus comas y codicilos y llevándose gente a la cárcel por lo que dice, que no por lo que hace, y sin que se haya escuchado por el momento atisbo alguno de que vaya a ser modificada en algún aspecto. Luego, claro, en Bélgica, en Alemania, en Inglaterra o en Suiza nos hacen pedorretas, y aquí los mejores picapleitos, juristas en su jerga, se hacen cruces y manifiestan su ofendido asombro y consternación por trato tan desconsiderado.
Siguen por completo ajenos a la comprensión de que lo que para ellos es delito de opinión (aunque ya no se le llame así, solo por el qué dirán), no lo sea en nuestros alrededores, es decir, en el mundo jurídicamente civilizado, pues tal figura no existe, coexistiendo libremente toda opinión, aun por abrupta, grosera, inconveniente o zafia que sea la forma de expresarla. Y, claro, se podrá soportar cualquier cosa, pero que alguien opine lo contrario y faltándole, además, a lo más sagrado, y que tal libertinaje no sea punible… ¡Venga Dios y lo vea! –Vamos, que lo cojo y le meto dos hostias ansina en los hocicos… y se queda con ellas, el hijoputa–. Todo ello, entiéndase bien, jurídicamente expresado y tipificado, lo que yo no puedo hacer, porque escribo en castellano, no para que no se me entienda.
Y de la Monarquía… qué decir. Hemos pasado tranquilamente del Rey de Oros, hoy Rey de Copas emérito, al Rey de Bastos y pronto de Espadas, es de temerse, dadas sus sensibilidades, con la misma naturalidad con la que enterramos a un dictador y lo cambiamos por un tahúr del Misisipí. Nada que no conozcamos. No existe resignación que nos sea ajena. Porque aquí toleramos, no, incensamos con exquisita unción tanto a un Carlos II el Hechizado como a un Fernando VII y, por lo tanto, estos monarcas modernos de baja intensidad y cuyos daños colaterales –hay que reconocerlo– no alcanzan a los de los arriba citados, pueden medrar tranquilos. Porque esto sí que es un Reich de los mil años, y no otros. Y nada del tercero, el primero y de toda la vida. Sépanlo. Y existe una sagrada momia que lo testifica y si aun albergan dudas, pregunten a los indios de indias. Algo saben.
Y la Constitución igualmente bien, gracias, que no estará hecha de la misma materia inefable y ungida por Dios de la Monarquía, pero se diría que casi. Está clavada de cuatro patas contra el terruño como una mula a la que no le da la gana de moverse, y sólo levanta de vez en cuando un cuarto trasero para soltar tremendas coces a cualquiera que se le acerque con la intención de peinarle la crin o de ponerle un emplasto en las pavorosas mataduras. ¿Y que ya huele mal la bestia por tanta inmovilidad bajo la solana implacable de Castilla? Pues que se jodan a los que les moleste.
Es una Constitución estilo doña Rogelia, paradigma mismo de lo eterno, lo inmarcesible y lo vetusto, no es una it-girl, así que no se lava, no se peina, no se perfuma y no hace gestos bobos con los dedos ni visajes o muecas a la moda para contentar a quien se le acerque y ya está. Y lo bien que le sienta, como proclaman casi al unísono racimos infinitos de ‘constitucionalistas’ que en su día se abstuvieron o votaron no a la Constitución. Y es que esto es España, no un país a la lavanda, de esos que le quitan y le ponen puntillas a su constitución más que si fuera una corista. Esos que andan cambiando sus constituciones como si fueran bragas son países sin respeto por sí mismos, pobres, débiles y atrasados, Estados Unidos de América, Alemania, Gran Bretaña, Francia, Italia, Rusia, Países Bajos, entes sin entendimiento de su esencia inmortal y su destino. Así les va.
Y en lo tocante a novedades, los nuevos ministros se asoman a cámara, al banco azul o a la tribuna de las Cortes y mienten como bellacos con el mismo desparpajo de siempre, el mismo de aquellos anteriores a los que desalojaron y el mismo que los anteriores a los anteriores de los anteriores, haciendo indistinguible al discapacitado moral aquel del bichito de la colza, animálculo que se mataba si se caía al suelo, con este otro ministro, que afirma que vendemos armas tan inteligentes que no pueden matar civiles, no, no pueden, y que eso está científicamente probado. Y no se le ríe nadie en la cara al gachó en la rueda de prensa, por Dios. Qué mala cosa es el hambre de los plumíferos y qué cosas tienen que digerir y transmitirnos los desdichados.
Como indistinguible era el señoritingo fascistoide con cuentas ocultas en el extranjero y empeñado en la titánica tarea de hurtar la energía solar a quienes pudieran disfrutarla, de una exfiscala que afirma no conocer a quien conoce y a quien trató repetidamente. Y no un conocimiento cualquiera, sino el del Señor mismo de las Grabaciones, el excomisario Villarejo, vamos, como para olvidar al menda, nuestro moderno remedo de Paesa, si es que Paesa fuera superable, y el mejor ejemplo de policía basura que un escritor pudiera concebir y prueba viviente de que un destacado golfo nacional superará siempre por quinientas pedradas a cinco al mejor guionista de Júlibu. Con la patria de Monipodio, Rinconete y Cortadillo ni una broma, oigan. En lo nuestro de amedrentar, falsear, chantajear, robar, tergiversar y luego reírse en la cara del despojado, no nos tose ni Lehman Brothers.
E indistinguible se hace una pepera de las que se hacen la rubia, agraciada con un master recibido de regalo para adornar el currículo, de una sociata con otro recibido por cortesía de la casa y por ser Vos quien sois. E iguales un presidente del gobierno, esmerado copista de textos ajenos para doctorarse, que otro presidente, hoy del PP, mañana de quién sabe, al que le regalan una licenciatura por su futuro bonito.
Y todo ello siendo tipificado o no como cohecho, falsedad en documento público o simple irregularidad inocente y ya prescrita –gracias a Dios– según le salga del bonete a cada juez de cada instancia. Que de buscar cuál juez tenga que juzgar qué y según mejor convenga, ya se ocupa la España inmortal, que eso sabe hacerlo como nadie. Vean, si no, al valeroso e irreductible Señor Juez de la Horca para los presos políticos catalanes, comparado con los benevolentísimos, clementísimos y serenísimos jueces del Supremo que le cayeron en suerte a ese ente insustancial de Pablo Casado. Porque de suerte se ha tratado, evidentemente. Y hay quien tiene mucha, como esos que les toca veinte veces la lotería y así se lo indican al juez que, naturalmente, les cree. ¿Por qué no iba a creerlos?
Y la transición, bien gracias, como siempre. Seguimos plenamente en ella, y lo que nos falta.… Fue tan importante que sólo a estúpidos e ignorantes se les podría ocurrir concluirla. Vivimos hoy en el régimen de la transición como los mejicanos vivieron con el PRI durante casi cien años. Aquello se llamaba Partido Revolucionario Institucional, que sólo de pensar en el nombre se le estrangula a uno el píloro. Pues aquí seguimos todavía transiendo y transidos. Y lo que te rondaré, morena.
Pasamos del Glorioso Movimiento a otra especie de movimiento lateral, como de tapadillo, para seguir moviéndose como estaba mandado en el Fuero de los Españoles, es decir, muy poco, pero además sin que lo pareciera. Moviéndose estando quietos, que ya es arte que no se pué aguantá, pero además moviéndose de otra manera, aunque solo un poco. Como un camarero que ensayara diferente paso de baile –Un pasito p’alante, María, un pasito p’atrás– mientras lleva la bandeja de las copas, pero sin que se derrame una gota de ningún licor, y mientras un maestro de esas libaciones mismas las va cambiando en los vasos, pasando el combinado de llamarse Fuero a llamarse Constitución, el Tribunal de Orden Público, Audiencia Nacional, el Jefe del Estado, Rey, la Policía Armada, Policía Nacional, el Sindicato vertical, Sindicato horizontal, y así cuanto pueda imaginarse… pero sin alterar ninguna función y sin pisar un solo callo de jerarca, solo cambiándole el uniforme, y sin tocarle el sueldo más que para subírselo, y, de verse necesario, prendiéndoles al mozo de estaca o al viejo torturador que mejor convengan a cada caso, el distintivo rojo en la medalla, no sea que se irriten. Y claro, ahora lo estudian en universidades tanto ajenas como propias. No me extraña, y habrá muchos a los que todavía no se les pueda volver a encajar la mandíbula ni cerrar los despavoridos ojos después de estudiar semejante mirabilia.
Y ya nos quedan pocos nombres intactos, la verdad, pero todavía los suficientes como para poder seguir otro medio siglo con la milonga, para deleite de todos. Obsérvese lo que cuesta cambiar el nombre de una calle dedicada a un genocida. Decenios. Pero finalmente lo reponen porque se levanta una mañana un fascista con un cable cruzado y tiene además la suerte de que su denuncia da con el juez apropiado. Y vuelta a empezar todo el procedimiento. Lo ves, lo oyes, lo escuchas, lo lees, lo sabes, te lo cuentan… pero sigues sin poder creértelo. Y venga, otro recurso, otro decenio más. Mi hijo será abuelo y aún quedarán un Sanjurjo o un Mola adornando esquinas en alguna parte y un alcalde orgulloso de reivindicarlos. Es más aburrido que el parchís, pero bastante menos inocente.
Por fortuna, siempre nos quedará el Concordato, que todavía sigue llamándose Concordato, ya ven, pura falta de fantasía, pero es que la Iglesia de siempre ha sido poco dada a ellas, excepto a las propias y doctrinales, y que para el caso sigue exactamente igual. Pero es que, si no… ¿qué clase de transición seguiríamos viviendo si no quedaran todavía cosas por cambiar de nombre, no digamos ya de contenido, y esto solo por apuntar a una verdadera revolución? Imaginen que al Concordato –en seis meses o en sesenta años–, se le cambian quince comas o un párrafo. Seguro que Júpiter cambia de posición en el cielo y mejor no pensar en la que pudiera liarse…
Y en ello seguimos. En seis meses o en sesenta años se sacará al Invicto Caudillo de su mastaba. O no. O con un poco de suerte se cae la mastaba encima del Caudillo, se acordona todo, se prohíbe el paso y se acabó el puñetero asunto… –Jesús, María y José, qué alegría–, suspirarán aliviados los encargados, liberados de tener que tomar una decisión, –¿Una decisión? ¿Pero es que se puede imaginar cosa más desagradable y horrible que tomar una decisión? Esas son cosas de bárbaros, de iletrados, de afrancesados, de luteranos, ¡quite hombre, quite!–. Y, en seis meses o en sesenta años, también se modificarán las pensiones con el IPC. O no, como anoche que lo cambiaron pero no lo cambiaron. Porque eso ya se cambió para que así no fuera, así que… –¡Ojo! cuidadito con tanto cambio, que igual es malo tanto correr…–. Y los toros... –¿Se prohibirán los toros, Señoría?–. –Pues seguramente, en seis meses o sesenta años, hijos, no sé bien qué deciros, o igual, no…–. –¡Y, a ver, no atosiguen!, ¡ya está bien!, que las cosas hay que pensarlas y madurarlas un poco, coño!–.
En resumen, la Universidad, bien, gracias, como siempre. Los títulos para quien se los paga o, además de pagárselos, para el que se los trabaja, pero esto segundo –quede bien claro por si alguien lo desconociera– sólo como alternativa menos recomendable, exclusiva para pobretes y desdichados de pocos o malos padrinos. 
En resumen, la Judicatura, bien, gracias, como siempre. Es más, el día menos pensado –en seis meses o en sesenta años– igual le plantan ordenadores y podrá comunicarse un juzgado con otro como si fueran una cadena de pescaderías, y ya no por oficio llevado a lomos de dromedario. Y los aforamientos para el que se los trabaja, las absoluciones para quien se las paga, las prescripciones para quien se las supo merecer dotando convenientemente a sus abogados para dilatar el proceso una generación. Es decir, una avalancha de novedades, como verán.
En resumen, la Milicia, bien, gracias, como siempre. Defendiendo el franquismo y su legado. Pero igual en seis meses o sesenta años condenan a algún militar a veinte minutos y un día de castillo, por defenderlo. Y que se jodan. Porque a veces también los socialistas más tibios saben comportarse como verdaderas bestias sedientas de sangre de españoles bien nacidos.

Y para acabar, la ministra Delgado, el asunto de esta semana. ¿Pero es que no sabía la criatura, de profesión fiscal, no monja carmelita, que cuando se visita un terrario hay que ponerse calzas de cuero de rinoceronte hasta la ingle, chaleco antibulos, cierre de seguridad en todas las articulaciones y casco de fibra de carbono, además de controlar exquisitamente lo que se dice y cómo se mueve una? Pues no, no lo sabía, a lo que se ha visto, y tuvo además la ocurrencia ¡hoy en día! de llamar maricón a un homosexual, hoy su compañero de tajo, es decir, ministro, que, buen cumplidor de los cánones de la modernidad, ya se había ocupado personalmente de hacer del dominio público que había salido del armario, es decir, que informaba la pobre de lo que cualquiera sabía ya y por propia mano del interesado. Vamos, un portento de agudeza. Pero es que, además, para terminar de bordar el asunto, declaró ante la selecta concurrencia que prefería un tribunal de hombres a uno de mujeres. Y todo ello ante las conocidas y sensibilísimas antenas del comisario Villarejo… Una orate sin más, un caso perdido.
Pobre mujer, que solo con esta última declaración y aún omitiendo toda otra consideración sobre el feo vicio de mentir cuando se le pregunta a un político, ya basta y sobra hoy en día para producir la muerte civil definitiva e irreversible de cualquier mentecato capaz de proferir semejante bestialidad. ¡Preferir un hombre a una mujer…! –¿Pero en qué estaba usted pensando, insensata? Vamos, vamos que un grupo de sanitarios protegidos por los GEO saquen a esta loca del hemiciclo y la lleven de inmediato a un sanatorio y luego a prisión incomunicada y sin fianza… Pero… ¿habráse visto, demencia semejante–?
–Y no, no es que tenga que dimitir, señor Sánchez, es que deberían quemarla en público. Físicamente, bien se entiende, y si es que todavía nos queda algo de respeto a nuestras acrisoladas tradiciones legales. No, no habrá problema jurídico, seguro que encuentra un juez que se lo arregla, consulte, que ya verá que es posible. Un estado moderno con un sistema legal capaz de calificar de golpe de estado y de rebelión el hecho de que una población vote pacíficamente en las urnas, no puede no encontrar un atajo impecable y con todas las de la ley para poder quemar santamente en la hoguera a una ministra fuera de sus cabales, además de ser por su bien de ella y de su alma inmortal–.
–Ah, pero hágame una última caridad, si puede. Quémela junto al exministro Soria, en la Plaza Mayor de Madrid, ante el cuerpo diplomático en pleno, con tribuna preferente para corresponsales extranjeros y que Antonio López pinte un lienzo de gran formato, para la Santa Iglesia Catedral de la Almudena, por favor se lo pido. Y hágase usted junto al poste con los condenados un selfi muy sonriente acompañado de su señora, ambos con los dedos en V y, a ser posible, que salga también un gatito en la escena, enternecen y la gente empatiza con ellos. Mil gracias de antemano, señor Presidente–.
–Ya verá usted como mejora considerablemente el respeto a su felicísima gobernación–.

domingo, 7 de enero de 2018

Fascismo

De ciertos olvidos, no mediando enfermedad, podría decirse que se tratara de acontecimientos harto útiles para adquirir inmunidad frente a la vergüenza, y ser inmune a la vergüenza es seguramente el ultimo paso de la destrucción de la persona en su camino de regreso a la animalidad. Y este esfuerzo del regreso a la bestia, apartando lo humano, es el aspecto que mejor caracteriza al fascismo. Incluso existen excelentes fotografías al respecto, tengo entendido.

Pero del fascismo, poco o nada sabemos en España, nos limitamos a vivir dentro de él con tal naturalidad, desparpajo y relajación que vendría a sernos como el agua para el pez, el medio en el que este no es consciente que vive y en el que medra sin cuestionarse absolutamente nada, porque lo característico de los peces es precisamente eso, no preguntarse ni preguntar.

Hablo, se comprende, del olvido político y del olvido ético que permiten su persistencia, y de la pésima costumbre del perdón cuando éste se otorga a quien no lo merece y a quien ni tan siquiera lo ha solicitado, por tratarse de un asesino, un cómplice o un beneficiario de asesinato, que además se enorgullece de ello.

Por lo tanto, la afamada locución “ni olvido, ni perdón” con la que cualquier demócrata de última hora, o incluso de viejo cuño, comenta sus sentimientos políticos o emocionales hacia cualquier antiguo etarra, terrorista islámico, violador, pederasta, asesino de su hija o esposa o, simplemente, independentista catalán, parece, sin embargo –y precisamente por la inconsciencia o el completo desconocimiento sobre este medio en el que nos desenvolvemos– que reza a la inversa con respecto a nuestros pertinaces fascistas locales, a los que, en cambio, sí se les perdona todo y siempre. Y de corazón, al parecer.

Y del olvido, ¿qué? ¿Olvido? De olvido, nada. ¿Por qué habría que olvidar a quienes hicieron y hacen el bien? El bien, por ejemplo, de abonar cunetas, gracias a ellos cuajadas de delicadas flores de huesa.

Pero, en realidad, la situación es todavía más asombrosa, es que ni siquiera se siente la necesidad de perdonar nada, por la sencilla razón de que se carece de conciencia sobre lo que todavía son ideológicamente tantos y, en consecuencia, difícil resulta perdonar a quien se desconoce que fue, es y sigue siendo un fascista en activo o un protector interesado de los mismos y de su memoria.

Llegados aquí, dirán naturalmente que… exageraciones mías, resentimiento, actitud vengativa. Pues será todo ello, pero… ayer por la mañana, día de Reyes, el periódico El Mundo, ese viejo trasto amplificador y distorsionador de acontecimientos, pero tan viejo que se le ha fundido un canal y ya solo suena por el altavoz derecho–, en artículo firmado por Consuelo Font y de título: A los hijos de Carmen Franco les supo a poco la llamada de la reina Sofía, recriminaba, nada sutilmente, sino por las claras, el “feo gesto” de la familia real de no acudir a besar la mano y dar el pésame a los herederos del dictador, cuya nonagenaria hija fallecía días atrás.

Es decir, el autoproclamado órgano de la “libertad periodística” le recrimina a nuestra hoy sacralizada y constitucional monarquía que no acuda a agradecer los favores recibidos por el dictador y, es más, le agradece a la reina emérita que ella sí, ¡laus Deo!, haya tenido el hermoso detalle de coger el teléfono y llamar a la señora Carmen Rossi para presentarle sus condolencias.

Y, no es por nada, pero coger el teléfono y llamar a una amiga (así la califica el periódico), sea quien sea, para darle el pésame por la muerte de su madre, no seré yo quien afirme que sea un acto de malnacidos, sino todo lo contrario, pero querer convertir ese comportamiento íntimo, legítimo y desde luego humano, como hace El Mundo, en acto político y, además, de necesario cumplimiento (¿y por qué?) y con la deseable presencia de luz y taquígrafos, ¿qué vendría a querer significar exactamente?

Porque lo edificante, entonces, habría que entender que no puede ser otra cosa que el que cualquier miembro o “miembra” de las dobles parejas de reyes y reinas que tenemos actualmente en uso y servicio, debe dirigirse ipso facto, el próximo día 11 de Enero, al funeral de la hija del dictador y presentar allí sus respetos a los herederos, descendientes y beneficiarios del viejo asesino.

Es decir, viene a pedir o a sugerir el periódico, más o menos en nombre de la familia Franco, que es de quien se afirma que está muy dolida –pobres–, que el Rey de España o, en su defecto, un personaje de importancia de la familia real, acuda al funeral de la hija del dictador. Algo que, irremediablemente, como todo acto de la familia real, solo podría interpretarse como acto en representación de los españoles. Que, por serlo, pues eso es lo que se entiende, debemos por lo tanto seguir dándole las gracias al dictador, en este caso, por traernos la monarquía. ¡Átenme esa mosca por el rabo!

Cosa que me lleva a preguntarme sobre qué se habrán bebido en la Avenida de San Luis estas Navidades, para poder escribir de ciertas cosas con semejante cuajo. Porque de hacer la Corona aquello a lo que casi parece que se le insta en el artículo, entonces, lo de verdad destacable para la prensa rosa, la salmón, la blanca, la cuché, la azul, la amarilla y hasta para los blogueros, tuiteros y demás carne de cañón, sería precisamente el poder referir quién doblaba la cerviz ante quién y quién cumplimentaba mejor y más florido en tan justo, necesario y "político" acto. Apasionante foto que no veremos, por desgracia. O, bueno, igual sí la vemos, porque aquí nunca se sabe…

Es decir que, según El Mundo, ni siquiera se trataría ya de promover el prestigiado olvido y perdón, sino de NO olvidar sin más y, además, acudir a dar las gracias porque nada hay que perdonar, obviamente, sino todo lo contrario, porque lo que hay que hacer es acercarse a agradecer y expresar clara y públicamente ese agradecimiento. Agradecer el fino detalle de rescatar a la familia real del exilio y reaposentarla en el trono, manu militari, manu dictatori.

Cuarenta años de tratar en todas y por todas las instancias de hacer olvidar –con gran éxito, sin duda– que la monarquía fue reinstaurada a capón por expresa decision unilateral de la dictadura, para ahora sugerirle que se ponga a dar las gracias en público a los nietos del dictador. Es decir, instarla a enseñar las vergüenzas y, encima, a considerar y dejar ver que se considera a esos nietos y deudos como si fueran alguien o algo de alguna importancia, hoy, en este país, y no como los ultimos descendientes de un periodo que a todos convendría, esta vez sí, olvidar y dar por finalizado. Y a omitir, de paso, el recuerdo de que esas personas son los últimos y polémicos tenedores de parte de los frutos de la rapiña, tenencia que inverosímilmente todavía les resulta posible porque las leyes así lo consienten.

Sin duda, no fue pequeño el favor de Franco a los Borbones, pero, desde luego, no acabará figurando en los tratados de ética, ni en los de épica, vengo a creer, porque eso, ni las largas manos de Cebrián, del IBEX, de González o de Aznar están en condiciones de conseguirlo. Que una cosa es ponerle un bozal a una editorial, a un periódico o a un historiador local, o a cien, y otra poder hacerlo con uno británico, en definitiva, los que de verdad entienden de España y los que, de siempre, han escrito su historia, la que queda, la cierta y verdadera.

Esto al margen, el que la señora Font, jugando al equívoco de si lo hace con palabras propias o atribuyéndose la portavocía de la molestia familiar de los Franco, venga a decirle al monarca o a la institución monárquica que está muy, pero que muy feo ignorar a la sagrada familia del viejo dictador, no será fascismo ni apología del mismo, que va, ni tan siquiera imbecilidad, atavismo o ceguera histórica, ética y moral. No, en absoluto, solo serán figuraciones mías… Así que paso a otra cosa, perdón, a la misma.

Por lo tanto, y hablando de fascismo, la izquierda, desde aquella su privilegiada posición metida debajo de la mesa de la transición, donde la cosieron a puntapiés, proclama hoy todo el mundo a coro que lo derrotó muy educadamente, no combatiéndolo, que hubiera sido una grosería, sino perdonándolo, que la absolución siempre es acto de grandeza, particularmente de grandeza de España y con Laureada de San Fernando. De manera que así sí… y felizmente, el fascismo desapareció de España sin más (y esto, de haberlo habido alguna vez). Y… colorín, colorado.

Por todas estas razones, ese fascio lictorio que todavía figura hoy –sí, hoy, cualquiera puede comprobarlo–, nada menos que en el escudo de la Guardia Civil, no puede ser un fascio lictorio en absoluto… Así que solo se limitará a parecerlo, puesto que, como ya no hay fascismo en España, ni tan siquiera en los símbolos, ni tan siquiera en los nombres de las calles, ese símbolo no lo es, no puede serlo y debe de ser un símbolo a modo de simulación, o de remuneración en diferido… o un simple trampantojo. Porque, en efecto, es un símbolo de unidad, ¡menos mal!, según cumplidamente aclara la página web de la Benemérita, para sosiego de los que todavía pudiéramos no tenerlo del todo claro.

Y el que tan simpático “logotipo” lo impusiera Ramón Serrano Suñer, el cuñadísimo del dictador, a principios del año 1943, sustituyendo al de los dos fusiles cruzados, que era el de la Casa de toda la vida, justo en los meses en que la Wehrmacht había ya ocupado media Rusia y parecía ya inevitable vencedora de la II Guerra Mundial, no será sino otra casualidad histórica más, carente de cualquier intencionalidad, me queda bien claro.

Como será casualidad asimismo el que no se haya sustituido en estos últimos 42 años. ¿Quién Diablos en el poder tuvo nunca tiempo para ocuparse de semejantes detalles y nimiedades? ¿Y a quién podría importarle, y menos a curtidos próceres socialistas que apenas gobernaron un cuarto de siglo, que el símbolo de la Guardia Civil, esa maximarca de la marca España, siga siendo ese mismo símbolo que Benito Mussolini impuso a los integrantes de su partido, allá por 1920, y cuyo haz con el hacha bien apretada dentro, el de las legiones romanas, es decir, en italiano, il fascio littorio, haya dado nombre nada menos que a esa bagatela histórica a la que conocemos por fascismo?

Aunque, perdón de nuevo, porque ese fascismo aquí nunca lo conocimos, por supuesto. Porque sólo lo conocieron en el extranjero. Aquí solo vimos fotos, si bien bastantes desagradables, es cierto. De ahí que tampoco nos preocupara nunca gran cosa. Será por eso.

Y de poco me sirve de excusa que ese viejo fascio lictorio campee en los escudos de no pocas instituciones a lo largo y ancho del mundo. En primer lugar, en muchas de ellas ya figuraba antes de que el fascismo lo convirtiera en símbolo maldito, así como también, históricamente, existen esvásticas por medio mundo desde mucho antes de que la misma llegara a significar lo que significó, pero desde luego estoy bien seguro de que, hoy, no podría ocurrírsele al estado italiano colocar el fascio como insignia de una de sus policías, ni al alemán la esvástica como emblema de sus fuerzas armadas.

Es inimaginable que esto pudiera ocurrir hoy en ningún país de nuestro entorno, sin embargo, aquí, no solo no se cambia la insignia, dando así satisfacción a quienes desean que permanezca un inapelable símbolo del fascismo, sino que, para satisfacer a la parte contraria, se dice llanamente que ese símbolo no simboliza ya lo que antaño significaba para quien lo instauró, un estado fascista, y se le cambia el sentido y el significado declarando tranquilamente semejante simpleza en la página web. Es decir, ruedas de molino y el trágala enésimo, algo así como si hubiera una solemne declaración institucional afirmando que, desde el día de la fecha, por decreto-ley, “hijo de puta” deja de significar hijo de puta y que, por lo tanto, nadie puede ya sentirse ofendido ni alarmado por el uso de tal locución. Así solucionamos aquí las cosas. Un poste de agarrotar no es un poste de agarrotar, sino un palo con un tornillo sinfín, una manivela, un collarín y un cómodo asiento, pura mecánica recreativa. –Pasen, pasen todos a verlo, es un viejo cacharro arrumbado y del todo inofensivo...

En resumen, y por suerte, conocido o desconocido por el común, y lo haya habido o no –que vaya nadie a saber–, el fascismo en España ya está derrotado y bien derrotado, según afirman los que entienden de ello. Incluso a pesar de que ni siquiera el PSOE, en veinticinco años de gobierno, no encontrara tiempo para suprimir esa insignia infamante para sustituirla por whatever. Porque exactamente cualquier cosa hubiera valido para cambiar aquello, incluso un monigote de Mariscal o un churro… perdón, una ensaimada de Mirò, o hasta una paloma de Picasso, que cualquiera de ellos adornaría más que decentemente el cetme, el tricornio y el uniforme. Eso o cualquier otra cosa mejor que esa vergüenza que siguen teniendo que exhibir obligatoriamente y que muchos no sabrán ni lo que es ni lo que representa, y todo ello a exclusivo beneficio ideológico de aquellos fascistas que impusieron su uso hace tres generaciones y que, sobra decirlo, ni seguimos teniendo al mando ni jamás lo estuvieron.

Y, por lo tanto, tampoco la ley Corcuera, aquella de la patada en la puerta, que vino a consagrar lo que de siempre venía ocurriendo en la realidad ya desde Chindasvinto, para convertirlo en razonado acto de ley, aunque hoy casi a añorar, una vez sustituida ventajosamente por la ley Mordaza, que añade la obligación del bozal a lo anterior; ni los recién advenidos a la reestrenada categoría de presos políticos, ni el trato a los inmigrantes, ni el apaleamiento de los votantes catalanes, abuelas incluidas, ni ese suspenso general que nos otorgó ayer la Comunidad Europea en la lucha contra la corrupción (incumpliendo apenas once puntos de sus directivas, sobre once en total) pueden derivar de aspectos o actitudes procedentes del fascismo. No, pues de ninguna manera puede derivarse nada de algo que no existe ni existió, así que no seran más que visiones mías, me temo. Simples alucinaciones. El fascismo no existe hoy ni nunca existió en España, y ya está.

Ciertos comportamientos solo serán cosa del clima, de nuestra peculiar idiosincrasia o simple designio del Altísimo y de la Virgen del Pilar, que no quiere ser francesa, y que siempre se han ocupado muy especialmente de nosotros. Pero fascismo no lo es, seguro. Lo he meditado mucho escribiendo estas líneas y ahora sé que puedo descartarlo por completo. No saben qué alivio.

miércoles, 22 de marzo de 2017

El Reino de nunca acabar

Darían a veces ganas de decir que en España nunca se acaba nada. Tal sería el verdadero paradigma del conservadurismo y ello aun a despecho de una población que, nominal y teóricamente, si preguntada por ello, referiría en una buena mayoría ser de ideas modernas y progresistas e incluso manifestando una cierta irritación por la obviedad que la pregunta les obliga a contestar, como si tal cosa no fuera de por sí manifiesta.
Pero en algún lugar indescifrable, un lugar metafísico y moral, pero no solo, pues igualmente puede acontecer en un bar, un despacho o en un texto, literario o del BOE, parece desacoplarse lo que se declara de lo que es real, y en algún otro lugar, una ficción interminable sigue pesando más que la más material, clara y evidente de las realidades. Esa en la que se cree vivir.
No se acaba nada, y así, existen todavía carlistas y legitimistas de una legitimidad supuesta que se diluye en brumas de uno, dos siglos, por no hablar a veces de cuatro. Y de vez en cuando aún se mata por ello. Los curas trabucaires ya eran, por ejemplo, casi un chiste común entre la “intelligentsia” del XIX, pero un puñado de ellos lo reencontrábamos entre los fundadores de ETA casi un siglo después, cuando se suponía que esas actitudes las había disuelto el tiempo. Pero es que hoy, otros cincuenta años después, otros curas trabucaires y sus adláteres, le andan enmendando la plana al mismo Papa de Roma, anclados a veces en hábitos y tradiciones que el mismo Agustín de Hipona, trasplantado a nuestra contemporaneidad, seguramente daría por sobrepasados.
Y no se acaba el fascismo nunca, véase la Ley Mordaza, que hoy quiere llevarse a la cárcel a una persona por hacer chistes sobre Carrero Blanco, como no se acaba el antiquísimo fenómeno de la sacristía o el púlpito puestos al mando de lo que sea o, mejor dicho, de todo cuanto se deje mínimamente al alcance de un hisopo. Y se les sigue dejando casi todo, no sea que se les acabara algo. Por la vía legal en todo lo posible, y cuando no, por la alegal, por la paralegal, por la ilegal, por la de la práctica, por la de la costumbre, porque es lo que siempre se ha hecho... y si siempre se ha hecho así, ¿qué necesidad hay de cambiarlo? Y por nuestro bien, como añadido sobreentendido o explícito y solo dependiendo la rotundidad de tan manido aserto del descaro o de la zorrería sibilina de cada uno de sus emisores.
Los ministros siguen condecorando vírgenes como hace setenta, como hace ciento setenta, como hace doscientos setenta años. Y si bien a algunos nos choca o nos asombra, a otros muchos no les causa el más mínimo problema. Algo tendrá la Virgen para que la condecoren... Y además, ¿a quién podría hacerle daño algo así?
Es decir, la sensación es que nunca se acaba de entender la separación de la Iglesia y el Estado, y de que esta separación, como si se tratara del imposible deslindar un cuerpo y no de la separación de dos entidades unidas artificialmente, nunca se terminará de llevar a cabo. Porque no se trata de que un ciudadano cualquiera de a pie viva su fe como mejor crea, sino de que el estado, por medio de sus representantes, deshace con una mano aquello que proclama hacer con la otra, y a casi nadie le produce tamaño sinsentido el más mínimo trastorno. A las vírgenes, tiene que honrarlas y condecorarlas el obispo, y a los jueces, condecorarlos los jueces. Cuando son otros los que condecoran a quien no les corresponde, el asunto tiende a parecerse demasiado a compraventa de influencias, es decir, en definitiva, al acuerdo mutuo para meter la mano en bolsillo ajeno, que es en lo que acaba casi siempre tanta reciedumbre moral, por lo que se ve.
Además, ¿cómo podría acabarse con esa separación que nunca acaba, si incluso hoy ese 50% largo de parejas que matrimonian por lo civil, luego entregan los niños a bautizar? Porque parece el típico juego a dos barajas: –Quede bien claro, soy laico e independiente, a mí no me mandan los curas–. Pero cuando la abuela o el abuelo se ponen tercos con lo del bautizo, se entrega la criatura a cristianar, casi como el que pusiera un óbolo en cada platillo de la balanza, por si las moscas y como con mala conciencia. –Bueno, vale, yo puedo ser casi ateo o casi agnóstico (algo así como si se dijera casi virgen o casi honrado), pero los niños son otra cosa. Que elijan ellos, no sea que....–. Y luego los envían a un colegio religioso concertado. De pago, bien se comprende. Igual de malo o bueno que cualquier otro, pero es que los colegios de curas o de monjas son los mejores, todo el mundo lo sabe... Y así lo creen, al parecer firmemente. ¿Cómo puede persistir semejante acto de fe? ¿Cuánto hay de decisión personal y de, llamémosla, inocencia o libertad en ello y cuánto de responsabilidad del estado, siempre el estado, por su resistencia a introducir criterios aconfesionales e iguales para todos? ¿Será porque la enseñanza la empezaron los religiosos allá por los tiempos del rey de Bastos? El caso es que esta clase de enseñanza, como mínimo escorada hacia un bando, tampoco se nos acaba nunca, es más, prospera contra todo criterio de razón.
Y la monarquía, hoy casi ya una curiosidad, tampoco se acaba, es más, resucita. Porque aquí se acabó y la volvieron a traer a patadas, o a sofismas, que cada cual escoja según su soberana sensibilidad, pero la trajeron, que a rizar el rizo no nos gana nadie y aquí nunca se acaba nada. ¿Que el abuelo Alfonso XIII salió por piernas con el tácito y efectivo acuerdo de que nadie le tocaría ni un pelo ni un duro? Pues al nieto lo devolvemos nosotros, porque eso es lo que conviene a los españoles. –¿Es eso lo que conviene, Excelencia?–. –Bueno, es lo que yo diga. Y ya está–. Y puede entenderse incluso que a su Excelencia el General Superlativo le discutieran poco los españoles de entonces, a fin de cuentas, su civilizado modo de dirimir los desacuerdos era conocido, pero... ¿y después? Pues todos igualmente de acuerdo, que es lo maravilloso.
Lo que era bueno para Franco, fue bueno para la Transición y sigue siendo bueno y tal cual ahora mismo. Bueno para Franco e incluso para Isabel y Fernando. Ese zurcido que hicieron sus Católicas Majestades a punta de lanza y de excomunión, incluso desde las lápidas de sus propias tumbas, sigue siendo el mismo zurcido que hoy tiene que hacerse servir para sujetar las mallas de este tiempo de la red de redes. Algo así como insistir en reparar ordenadores con cincel y maza, es más, obligar a ello afirmando su clara conveniencia. Nada puede acabarse aquí así como así. ¿Qué han pasado siglos? ¿Y eso qué importa? Aquí seguimos con cátaros y albigenses, quitando y poniendo pegatinas en un bus, con Reforma y Contrarreforma, y de Cánovas a Sagasta y de Sagasta a Cánovas. Acabar aquí con algo es una cosa muy desagradable a la que los bien nacidos nunca nos atrevemos. En España no hacemos esas cosas. Y amén.
Y da angustia ver, por ejemplo, cómo trata el protocolo a los periodistas o a las visitas de Zarzuela: –Vamos, vamos acabando, salgan por allí ahora, ya, vamos, vamos...–. Con una sensibilidad como la de Tejero en el Congreso. Una sensibilidad que tampoco se acaba nunca, la que regula el trato entre el poder y el súbdito. Y cuanto más baja la jerarquía de los visitantes, más apremiante y cuartelera la manera de manejarlos. Todos lo sabemos,  pero qué más dará, porque el Rey, de príncipe, era un querube y sus niñas también lo son ahora, esa es la realidad. De los príncipes y las infantas no solo se afirma por convención y razón de Estado el que lo sean necesariamente, sino que, además... –Miren, miren ustedes a estos ángeles. ¿Puede ser poco recomendable una institución capaz de perpetuarse con niños tan guapos? No, no puede serlo, ¡ignorantes!–.
Y ante semejante facticidad, se dobla la cerviz, la bisagra, el intelecto y hasta se reacomoda el gusto. Y andando. Al príncipe, hoy rey, le gritaban por esos pueblos: ¡guapo, guapo! Como a la Virgen. Y se fortalece así el binomio a mayor gloria del Estado, de la Patria y del ¡zoy ezpañó, cazi ná! Decía antes que nunca se nos acaban las cosas, como por metafísica, pero es más, ¿cómo va a querer acabar nadie con aquello a lo que llama guapo, derretido de fe, de unción, de satisfacción, de ansia de obedecer y de ser mandado? Así, ese binomio no pertenecerá a una expresión matemática muy compleja, pero a ver quien es el listo que la despeja. –Y además, nosotros, los dirigentes de los españoles, sabemos mucho mejor que tú lo que te conviene... Desfila–.
Y no se nos acabó jamás y tampoco la reforma agraria. Con el campo español se pelearon los romanos, los godos, los árabes, los Austrias, los Borbones, los ilustrados, los liberales del XIX, la concentración parcelaria del franquismo, el PSOE y el PCE de la Transición... El resultado es que ahí siguen los latifundios, algunos igual de grandes que los del Conde Duque de Olivares, incluso algunos, menos productivos. Pero no se han acabado. Otra cosa es que ya nadie hable de ellos. Lo que se acaba, por lo general, es el hablar de lo que no interesa al poder. Pero incluso ese no poder hablar es otro asunto más de los de nunca acabar.
Por lo tanto, la censura. Ya no hay censura, afirman. Se acabó. ¿Puede ser entonces que algo se haya acabado? Pues no, por supuesto. Solo pasa lo mismo que con los latifundios. Ya no se habla de ella, que es la forma peculiar de acabarse aquí algo sin acabar, pero que verdaderamente se acabe no lo permitirá el Altísimo, que tampoco se acaba nunca.
Ahora la censura es una cosa tan sutil como la Ley Mordaza o el plasma. Pudiendo llamar a cualquier cosa de otra manera, ¿para qué llamarla por su nombre? Pudiendo hacer una rueda de prensa sin preguntas, que viene a ser como decir matrimonio sin contrayentes, ¿a qué hacer una rueda de prensa verdadera, corriendo el riesgo de que te asesinen con el canto de un folio o que te hagan algo tan abominable como una pregunta? Mejor callar diciendo alguna cosa de otra cosa y a distancia, que es lo sabio y lo político.
Aquí lo único que se acaba son los nombres de las cosas, no las cosas mismas. Ya nadie se dedica al estraperlo o a acaparar. Al acaparar se le llama ahora opciones de futuro y no esa grosería de vocablo cargado de mala intención. El aceite sube por la pertinaz sequía que nunca se acaba, y así esté inundado todo Jaén, o por culpa de Europa, de Israel, de Marruecos, de Chile o del moro Muza, no porque lo acaparen. Decir que lo acaparan es feo, no es moderno, y además, ya nadie acierta a dar con la palabra mágica, pero vieja y sencilla: acaparadores.
Y a robar también lo llaman emprender. Emprender un corso, se podría añadir. La reina Isabel de la pérfida Albión daba las patentes de corso a sus piratas favoritos, son prácticas que nunca se acaban, y aquí, en nuestro felicísimo reino de nunca acabar, menos todavía. Solo que las patentes de corso ahora abarcan mucha mayor extensión que el Caribe. Ahora, con una patente de corso adecuada, que puede entregar cualquier ayuntamiento, se hacen las Arabias, los Orientes, las ínsulas todas, el más allá y los Luxemburgos y los Mónacos, que nadie sabe bien cuál de todos esos territorios sea más fértil ni más promisorio, si uno lleva un buen trabuco y adecuadas referencias. Y no digamos ya si uno es el Primer y Más Alto Comisionista del Reino y su más rutilante Bragueta.
Así que, recuperemos la palabra censura para lo que es censura, por no acabar tampoco con ella, y pensemos en la prensa. Ya no hay censura. Eso es una verdad proclamada, al parecer. Y casi, casi, tampoco prensa. Los periódicos dicen todos más lo mismo que cuando lo mandaba decir Fraga Iribarne desde su Ministerio franquista. Pero ahora, al parecer, no es que se lo mande nadie, son ellos los que opinan siempre lo mismo, pero por su propia cuenta. Existe, al parecer, un acuerdo infinitamente universal sobre todo aquello que es lo bueno y lo conveniente. Y también sobre lo malo, lo pésimo y lo intolerable.
Lo intolerable, por ejemplo, son los titiriteros o una Cabalgata de Reyes laica, es más, son algo infinitamente más intolerable que el hambre, la miseria y la desigualdad, por ejemplo. Sobre esto también existe completo acuerdo. Y sí, estoy del todo dispuesto a conceder que una cabalgata de Reyes laica es una imbecilidad, ¿pero acaso lo es menos que una original? Una cabalgata de Reyes, como el Día del Padre, no es otra cosa que la gran fiesta de El Corte Inglés, Zara y Apple, unas y trinas, es decir, la de la Santísima Trinidad. Y el que no lo vea claro es que tiene el cerebro no ya censurado, sino clausurado. Y lo segundo es consecuencia de lo primero, a mayor abundamiento y por si se quisiera olvidarlo.
En contrapartida, lo recomendable es el impuesto al sol. El impuesto al sol es bueno para todos, para Telefónica incluso, perdón, no Telefónica, no. Telefónica no se acabó, evidentemente, pero ahora se llama Movistar, que así se entiende mucho mejor a lo que se dedica. Y es bueno para Repsol, para las cofradías de pescadores, para la hostelería, para las peluquerías, para la banca, para las charcuterías, para las eléctricas, para el PSOE y para el PP, para la Comisión Europea debe serlo también, porque en nada nos lo recrimina, es bueno para el ABC y para El País, pues no despotrican de ello, y es bueno, no, es música celestial para el IVA, el santo más sagrado de todo nuestro inacabable santoral. 
Sólo es malo para los sesenta mil ilusos que creían vivir en un país donde el BOE no es el vehículo para alimentar una estafa y que se arruinaron con los parque solares y la estafa estatal que los promovió, pero como no se habla de ellos, porque no hay censura, solo santa prudencia y mucho tacto y capacidad de calibrar y ponderar las conveniencias y las inconveniencias y lo que se dice y cómo se dice, pues nadie padece para nada por esa causa. Además, padecer por algo que es bueno... ¿Puede concebirse mayor contradicción?
Porque si el impuesto al sol es bueno para el Estado –el Estado con capitular de mármol–, es decir, para 45 millones de españoles, ¿qué son sesenta mil timados en comparación? Timados por codiciosos, además, porque querían hacerse ricos por el mero hecho de poner cuatro hierros al sol, dirán. Olvidaban los indocumentados que aquí el sol sólo sirve para hacer la vida más dura. Polvo, sudor y hierro, el Cid cabalga. Y caso resuelto. Así que, haciendo una excepción, el sol es lo que sí se ha acabado, se ha acabado del todo, y el hecho desagradable de que siga saliendo por las mañanas, así como la existencia incluso de ese refrán infame que proclama que el sol sale para todos, no es más que otro intento de censurar por desacuerdo político al talentoso e inteligente exministro Soria, que nos trajo este apagón, tan conveniente para todos. Pero como la censura se ha acabado, pues ya no puede censurársele. Lo que está claro, está claro. Luego, callen.
Y el artículo se acabó.

¡No, por Dios, si eso es imposible! Continuará...

jueves, 9 de febrero de 2017

Ciudadanos abandona la socialdemocracia

Ciudadanos abandona la socialdemocracia. Y a mí se me aparece la imagen de su viejo mentor espiritual, Willy Brandt, retorciéndose en su mausoleo e intentando encontrar la manera de solicitarle a la Reina Isabel una mágnum de ginebra para poder desconectar de estas virguerías de la realidad ideológica aumentada. O disminuida. A saber.
Señor, ¿por qué me vienen siempre al caletre esta clase de imágenes escatológicas y surreales? Pero el Señor pasa de contestarme. No contestaba  los desesperados sonetos de Blas de Otero invocándolo... imagínense a mí, que no soy más que un obispo sin importancia. ¡Qué digo obispo, letrado del Consejo de Estado! Pero no se lo digan a nadie, no sea que decida dejar de serlo mañana mismo y no pueda... Pero felicísimo ha de ser cualquiera, supongo, que logra dejar de ser lo que jamás ha sido. Eso tiene que dar la paz y un bienestar inefable, seguro.
Sinencambio, como se dice ahora, parece que me contestara Vergara en su documentado informe diario sobre el estado de la nación en http://www.eldiario.es/vinetas/Cambio-ideas_10_609389057.html , aunque, si lo prefieren, también pueden llamarlo viñeta. Y esta viñeta en concreto, fulminante e instantánea como acero de sirlero, alumbra, a Dios gracias, el significado de la pintoresca afirmación que encabeza el texto. Y así le contesta en la misma nuestro buen Mariano Rajoy al satisfecho Naranjito: –No me extraña, fíjate que nosotros estamos pensando en abandonar el comunismo–...
¡Ale Hoop! ¡Ole tu madre, Vergara! Triple mortal con tirabuzón. Y en la caída, ni una arruga en el traje, ni un bolígrafo saliendo disparado del bolsillo y la corbata, a plomo y en su sitio. Maravilloso.
Pero ocurre que, además, o en consecuencia, me ha acudido  una imagen, al tiempo que me pregunto si la Autoridad podrá detenernos también por nuestras imágenes interiores, estilo Cifuentes, Corcuera o Ley Mordaza, de esas que tan sabiamente ayudan a los jueces a distinguir entre lo bueno, lo malo y lo peor, que sin duda no es aquello que hacemos, sino lo que pensamos. La imagen se me iba agrandando y agrandando... y sí, lo juro, he visto a Rouco Varela detrás de una pancarta y del brazo con Julio Rodríguez, Ramón Espinar, Monedero y la Infanta Cristina... Y eso ya sí que no. Se me han cuarteado las telarañas de la razón y no sé si hoy podré escribir algo coherente. Y es que no me dejan, porque miren ustedes...
Según los forenses al mando, a Rita Barberá, resulta que, tras documentado examen, pues no la matamos la recua de asesinos que hablábamos mal de sus bolsos y bolos. Qué va... Murió de cirrosis, según el autorizado informe, y a ver qué hacemos nosotros ahora, que ya estábamos arrepintiéndonos y en pleno acto de contrición por nuestra vomitiva maldad, como Alfonso Hernando nos había solicitado. –Es que la habéis llamado fea, gorda y mandona, incluso algunos mandona, pero con g, y eso, comprenderéis, no pudo sino afectarle muy negativamente... Pobre mujer.
Ya, pero ¿y la cirrosis? Si no bebía, como Francisco Rico jamás ha fumado... Si lo sabe todo el mundo. Entonces, ¿hay una explicación para esto? Pues claro. Sin necesidad de esperar a que nos ilustren al respecto Alfonso Hernando o María Dolores de Cospedal, ya se la adelanto yo.
La explicación anda en las naranjas. Es de todos sabido que el exceso de naranjas es pésimo para el hígado. Vitamina C, sí, mucha, y dicen que buena para el resfriado, pero esa valerosa mujer, sacrificándose en el desempeño de su cargo y para promocionar la naranja, producto estelar de su comunidad, ¿cuántas naranjas hubo de tomarse por obligación, le gustaran o no, antes, después y con cada ingesta? ¿90.000, 150.000 en cuarenta años? Naranjas como otros se toman chupitos o vodka o ginebra.
Pero es que dónde van ir a parar los perjuicios de una naranja cinco estrellas, de esas de 800 gramos la pieza, relucientes como el sol de Levante y del tamaño de la cabeza de un recién nacido, con los de un triste chupito. Esas bolas de ácido tiene que arrasar por fuerza cualquier hígado. Así que, las tenía que regalar la pobre, como si intuyera el daño que le estaban haciendo. No somos nadie, don Alfonso, y qué torcida e injusta es la existencia. Mire, si no, al señor Miguel Ángel Revilla, Virrey de Cantabria, con sus anchoas. Él mismo, que desparrama anchoas como naranjas la finada, ya tiene cara de anchoa y, visto lo visto, y con los estragos que provoca la sal, yo le recomendaría que se mirara la tensión. O, mejor, sugiéraselo usted mismo, que tiene más autoridad.
Pero es que siguen sin dejar que me aclare. Es una conjura de los sabios, seguro. Vislumbro en un recuadrito diminuto, en prensa de cuarta categoría, que Manuela Carmena ha disminuido este año la deuda del Ayuntamiento de Madrid en otros 500 millones, igual que el año pasado. Pues menuda bagatela, una bazofia, evidentemente, y a quién iba a poder interesarle esa chorrada en la prensa seria, nada que haya que destacar comparado con los pavorosos hechos de los titiriteros, que nadie entendemos cómo no salieron a por lo menos tres columnas en el Washington Post, ya que aquí salían a seis desde El País hasta la Hoja de los Martes de Vitigudino. Vaya nadie a entender nada.
Y lo de Podemos. Configuran dos listas diferentes para su congreso y tan inverosímil excentricidad, al parecer, constituye un auténtico manifiesto antidemocrático, porque, hojeando la prensa, hasta al más indocumentado y desinteresado le quedará más que claro que se trata de una pelea a navajazos, de una carnicería oriental, de una muestra de la avidez más infecta por el poder, de una discrepancia interna destructiva, de una falta de seriedad y de respeto por sus votantes, de una tomadura de pelo para todos esos estalinistas de carril único y manos manchadas de sangre, de cal viva, de huesos en las cunetas y de dinero negro que militan en ese partido, y resultando además evidente que no se trata más que de la despiadada pelea a dentelladas entre sanguinarios machos alfa. Porque está claro que donde aparezca un macho alfa como Íñigo Errejón, ya se puede ir apartando cualquier Porfirio Rubirosa, cualquier Casanova, cualquier Enrique VIII... o incluso un Álvarez Cascos.
Y ya me gustaría preguntarle a Albert Rivera, o a esa maravillosa pintura parlante, como de los Madrazo, que es Inés Arimadas, por ver si lograran esclarecerme en algo: Pero vamos a ver, ¿lo democrático no era hacer elecciones y primarias en la guardería, en el insti, en la asamblea de la facu y en el currelo para elegir al liberado, y en el partido, para escoger al amo? ¿Y no es eso lo que precisamente ustedes le exigen a cualquier otro partido para decidir si se ajuntan o no se ajuntan con él? Y entonces, ahora que esos satanes y judas, establecen sus primarias o sus listas al congreso, ¿resulta, que en la opinión omnia, urbi et orbi, totalitaria y universal de nuestras libérrimas e independentísimas prensa y televisión, tal cosa es el síntoma definitivo de su división incurable y de su escasa fe democrática? Pero no parece saberlo nadie, ni aun menos contestan. O será que yo no me entero.
Por suerte, parece que sí me queda algo más clara, en cambio, la exquisita democracia interna que se respira en el venturoso día a día del PSOE, donde la marujona que quiere mandar, y manda, dice que no dice ni que sí ni que no, sino todo lo contrario, y que ya veremos, y que bueno, pues que, si eso... ya os cuento, al paso que la echan de Cádiz casi que a escobazos. Feliz y hermanado partido donde, en dulce y amistosa conversación, se catapultó a su secretario general a las oscuras fosas de la militancia de base, democráticas donde las haya, y desde donde presenta su candidatura para que se la validen, se lo agradezcan y lo elijan aquellos que, con la delicadeza almibarada que se usa en estos casos, le levantaron el rabo con dos dedos, como de antiguo se le hacía a los perros, al tiempo que le aplicaban declarativa y coral patada en los mismísimos.
Y vaya y pase con que en estos tiempos confusos y ligeros ya no se estile cortarle las orejas al líder caído antes de colgarlo de una cuerda de violonchelo para después mear sobre sus cenizas todo el Comité Central y toda la Gestora, pero que este, desde su condición de ángel arrojado a las tinieblas, venga a reclamar su perdido trono de los cielos, las moquetas y las puertas giratorias con sus deslumbrantes bronces y sus incomparables sobres, ya deja ver la finura intelectual y la honda visión de futuro que caracterizan al personaje.
Porque de Aznar podrá decirse cuanto se quiera, o de Zapatero o de González, pero a ninguno de ellos todavía, al margen de cuanto les guste opinar, molestar y, en mejor castellano, dar por saco cada vez que les cuadra o se lo pide el cuerpo, se le ha venido a ocurrir todavía el volver a postularse a mandocantano al mismo coro de colegas que les señalara educadamente la salida.
Pero, en fin, el que no se consuela es porque no quiere. Porque yo, ya ven, del PP, en cambio, sí que lo entiendo todo y, sobre eso, no tengo nada que preguntarme ni de qué asombrarme, y no sabe nadie, después de los quince paralogismos con los que hay que desayunarse cada mañana, el sosiego y la seguridad intelectual que eso me produce.
El PP es la coherencia, la continuidad en la oferta y en el cumplimiento de sus designios más notable de todos los vistos y habidos desde que falleciera Felipe II. Ni el Conde-Duque de Olivares resultó menos flexible. Son un rocoso monolito ideológico, ríase nadie de la Contrarreforma, que no ha girado un solo grado hacia otra dirección desde que Franco se alzara sobre sus pierninas y, más tarde, ungiera a Fraga, aunque, bien mirado, mejor desde que Isabel de Trastámara se pusiera a juntar reinos propios y ajenos a horca y garrote y al margen de la opinión de cada uno de ellos. Y de cuyos polvos llevamos cinco siglos disfrutando de estos lodos. Pero es evidente, eso sí, que son comunistas, por la sencilla razón, además, de que ya no lo es nadie, y dejar un nicho ecológico sin explotar no es cosa que vaya a permitir ningún guardián de la caja, ni de la A ni de la B. Por eso, después de todo, no creo que el PP vaya a abandonar el comunismo, a pesar del chiste. ¿Imagina nadie a Bárcenas o a Mayor Oreja abandonando el comunismo? Yo no soy capaz, lo reconozco.
Y si hablamos de lo tocante a mantenerse en el poder, don Mariano no ha hecho en su vida ni una sola cosa mal, logro del todo comparable a los de Pedro Sánchez en su negocio... quién podría dudarlo. Tiene la paciencia de Buda y la tenacidad oriental de Deng Xiaoping. Sale de una marea negra con la camisa más blanca que en un anuncio de Vanish Gold, sale de la contabilidad extracontable y a modo de simulación con más arte que si fuera un agente triple de la KGB retratado por John Le Carré, sale de una burbuja inmobiliaria más limpio y perfumado que de una pompa de jabón, y sale de un Trillo, una Mato, un Fernández Díaz, un Wert o una Aguirre y Gil de Biedma, ¡ahí es nada! –por citar desfalcos morales verdaderamente mayores y de los que uno solo de ellos hubiera enterrado a la Merkel, a Obama o al Kaiser austrohúngaro mismo– con más donosura, desapego, despreocupación y descuido que si viniera de acariciar las cabecitas de un coro de pubillas de aquellos de la Sección Femenina que le acabaran de cantar un homenaje y entregado un ramo de flores y una ristra de ajos de nuestra ubérrima Tierra de Campos.
Y camina sobre su pasillo rodante de cabezas cortadas de propios y ajenos con la exquisita distancia y sacralidad de un zar y con más estilo que una top model, moviendo las canillas con la ligereza de un zancudo. Ha barajado con el temple de un tahúr del Mississippi –este sí, y no otros que se llevaron la fama– las cartas con las caras de los que tenía que decapitar de inmediato, los que convenía decapitar un año después y los que se decapitaban por sí solos, como el simpático Gallardón, y que, asombrosamente, nunca faltan, y todo ello con la frialdad, oficio y manejo del serrucho de un viejo cirujano de campaña de las guerras napoleónicas y con el mismo y evidente cargo de conciencia que pueda mostrar cualquier campesino con los cochinos de su matanza.
Y aún hay propios y ajenos que le niegan categoría política. Pero es más tenaz y completo que todos los héroes de su panoplia ideológica y moral, más eficaz que Carolina Marín con sus gritos de grajo, más duradero, inexpugnable y seguro que Rafa Nadal, mejor escalador de rampas imposibles que Perico Delgado, mejor defensor de su aro que los Gasol Brothers, y mejor administrador de punterazos certeros que Cristiano Ronaldo y Lionel Messi juntos.
Así que, allá los que le nieguen la categoría. Les ganará al ajedrez, al parchís, a los chinos, al tute y a las apuestas. Como lo piquen, le quita la cartera a Monipodio y la honra al Alcalde de Zalamea que, además, le darán las gracias emocionados. Y si hablamos de actores, el mejor del reino, y si de escapistas, más que Houdini y, si de esgrimidores, que se quite Alatriste. Y allá de los que quieran reírse de él, porque antes pasarán a formar parte de los ingredientes de su caldito de por las noches, cuando analiza el estado del partido. De fútbol, bien se comprende.

martes, 29 de noviembre de 2016

Ganarás el pan con el sudor de tu frente


Tiempos hubo en que al futuro se le atribuían las cualidades de la luz. Diáfano, brillante, cálido... y dulcemente promisorio, por añadidura. El término lucía verde esmeralda como la esperanza misma y cotizaba más y mejor que la manzana mordida del difunto Steve Jobs. Sin embargo, hoy no firmaría el tropo del futuro promisorio ni el más corto de entendederas de cualquier academia o facultad de bisnis es bisnis, esas que enseñan a robar sin dejar huella, y donde menos, en la propia conciencia.
Y ocurre que ese menesteroso en el que se ha convertido el futuro lo será porque desaparece el trabajo, al parecer. ¡Ahí es nada!, una lacra tan bíblica como la peste o la langosta, que perlaba de apestoso sudor las honradas frentes de los trabajadores, pero que simultáneamente, según no pocos, adornaba mazo, como de siempre han proclamado, por ejemplo, los que menos sudan. Pero entonces el trabajo –y el futuro por ende– se pone a desaparecer sin permiso ni demasiada intervención voluntaria por parte de nadie, y va quedando bastante claro que el asunto resultará una calamidad todavía peor que la propia plaga en sí.
No habrá trabajo. Lo habrá cada vez menos, gran cantidad del mismo será trabajo basura, o sencillamente semiesclavo, no hay vuelta de hoja al respecto, dicen, y esto es lo único en lo que de verdad coinciden universalmente izquierda y derecha, progresistas y conservadores, economistas y científicos, papas y popes, sabios y zafios. En consecuencia, habrá hambre incluso donde había dejado de haberla, mejor dicho, la hay ya, porque véanse las imágenes de las colas en los bancos de alimentos, en las instituciones de caridad y en los comedores sociales, y los porcentajes de niños en situación de exclusión social y algunos de cuyos padres ¡trabajan!, sí, pero cobrando incluso menos que el salario mínimo... Paisajes todos ellos de nuestra más familiar cotidianeidad, y en los que además, detrás del hambre, ya despunta, atronando, su pavoroso cortejo, tan bien representado en las pinturas de Jerónimo Bosco, siglo XV.
Y es que el trabajo desaparece como desaparecieron los candiles de aceite o las argollas para atar las caballerías, desaparece incluso el trabajo más moderno –que para nada requiere el mismo sudor que en el siglo XIII o el XVIII– y todo por la simple y sencilla razón de que cada vez más trabajo lo vienen haciendo nuevos artefactos. Porque no es ya que el trabajo se haga con artefactos, es que son los artefactos mismos los que trabajan en lugar del humano. Pequeños, grandes, enormes, microscópicos, en el espacio exterior o introducidos en nuestros huesos, en el aire, en el agua, en el bar, en su casa y dentro de nada en nuestro cernido mismo. Bueno, máquinas, no, disculpen, que eso parecería habla semibárbara, como pensar en términos de chimeneas, locomotoras de carbón o telares del siglo XIX. No, por Dios. Ahora las viejas máquinas se han convertido en objetos cada vez más sabios y sofisticados –y, sin duda, más abundantes que los sabios y más sofisticados que cualquier moza youtuber, influencer o indicadora de tendencias–, pero más eficaces, más productivos, más universales y más ubicuos y, sobre todo, capaces de hacer cada vez más cosas sin apenas necesidad de asistencia de la mano o de la presencia del hombre. Los hemos creado a nuestra imagen y semejanza intelectual y operativa con la ayuda previa de otros artefactos, y los hemos puesto a nuestros pies para que nos los abriguen en invierno y nos los refresquen en verano, pero resulta que además nos los van comiendo, y después, la rodilla, el muslo, la ingle, el ombligo... a satisfacción de todos.
Robots, drones o ‘serviciales’ apepés, instrumentación automática y autónoma, prodigios mecánicos que lo mismo producen la salud que la enfermedad, artefactos para el ocio y el negocio, para la guerra y para la paz, sistemas que juegan en bolsa como nadie y que aun pueden hundirla mejor que nadie, procedimientos para producir mucha más comida de la necesaria, para acabar tirándola, y procedimientos para generar más hambre de la que jamás hubo, ingenios para transportar y comunicar, pero igualmente para liderar, sin asomo de humano al mando, de piloto, de conducator... ingeniería que ha constituido portentosas redes de sabiduría, pero igualmente de ignorancia, que ni se ven, ni se tocan, ni se sienten, ni pesan ni se oxidan, pero con siete mil quinientos millones de humanos enredados en ellas igual que bancos de chanquetes o de atunes en las mallas de un arrastrero, redes útiles o inútiles que sean, pero de las que ya no saldremos jamás, como no salimos del invento del fuego o la rueda, que una vez llegados se quedaron para siempre. Y software todo, sofguar por encima, por debajo, en medio, por dentro y por fuera, sofguar como nuevo código genético, pero creado a nuestra necesidad y capricho, restaurador y configurador de sí mismo, y de paso, de nosotros todos, sofguar generador de sofguar que genera más sofguar generador de sofguar... ad libitum, y apenas todo ello bajo la supervisión de algunos humanos, hoy excelentemente remunerados, pero en un futuro... quién sabe.
Y hardware, ferretería desde la escala de la tuneladora a la del nanoengranaje, cacharrería de dioses, chismes que fabrican chismes más pequeños más rápidos y más listos, que fabrican chismes más pequeños más rápidos y más listos que fabrican chismes más pequeños más rápidos y más listos... como en panorámicas de insondables espejos paralelos, y todo bajo la atenta vigilancia de cuatrocientos entendidos que, en los entornos en los que trabajan, no tienen ni la más mínima esperanza de experimentar qué clase de fenómeno sea el que se les desprenda una gota de sudor, aunque, en definitiva, y para lo que aquí atañe, cuatrocientos entendidos, no los cuarenta mil o cuatrocientos mil necesarios para lograr mucho menos que lo mismo hace tan solo cien años. Con lo cual, quien recuerde todavía o haya llegado a conocer qué clase de operaciones intelectivas sean una resta o una división, que calcule el número de parados resultante.
Y, además, todos esos ‘soldados’ y beneméritos ‘ángeles custodios’ de hojalata, de fibra óptica, con bíceps al láser, patas de titanio, escudos de materiales impensables, pero reales, cañones de luz o de cualquier nueva diablura posible hoy o en una o dos generaciones, y con sus no almas de pura y genuina materia wifi o cuántica, invisible, intocable, inaudible, inhumana, hojalatas que nos ‘protegen’, queramos o no ser protegidos por ellas, mejor y más profesionalmente que Al Capone, y cobrándonos por ello infinitamente más y que, así que pasen veinte años, ‘abatirán’ mejor que cada generación anterior de esos mismos cueros, tripas y lorzas falsas, pero efectivas, hasta el momento en que no habrá ser humano, ni millón de ellos, capaces de eliminar un solo soldadito de plomo (o de gel plasmático y de íntima geometría de supercuerdas, en cuanto pasen otras cuantas lunas más).
Y entonces, surge el debate, aunque aquí con nuestros veinticinco habituales años de retraso, de sí será legítimo, o conveniente,  o ¿legal?, o aconsejable, tasar a todos esos ingenios que nos sustituyen, tan ventajosamente, al parecer, con la finalidad de que los estados o las sociedades puedan seguir recaudando lo imprescindible para atender las necesidades del todavía llamado estado del bienestar, o las de todos aquellos humanos que ya –y ya es ahora mismo, y más aún en una, dos o cuatro generaciones– que no tengan trabajo, ni posibilidad alguna de llegar a tenerlo, por la muy sencilla razón de que vaya a existir en cantidades cada vez menores y reservadas a especialistas absolutos, de una parte, y a simples esclavos a sustituir lo antes posible, de otra, y finalmente un trabajo residual o prácticamente anecdótico que sólo podrán llevar a cabo porcentajes mínimos de población.
Porque una cosa es obvia: con la actual organización de las sociedades humanas, en cualquiera de ellas, lo necesario para el sustento de los seres humanos se obtiene por el trabajo. De él derivan tanto los beneficios del capital y las sagradas plusvalías a percibir por quienes no las producen, así como los salarios y la totalidad del caudal de impuestos que redistribuyen los recursos (por hoy, monetarios, en un futuro, quién sabe) con los que se atiende todo. Y todo, nuevamente, es todo. Desde la barra de pan o el cuenco con su arroz, a la sanidad, las pensiones, la enseñanza, las infraestructuras y cualquier otro fabricado o estructura imaginable, tanto pública como privada, tanto abstracta, como pueda serlo la cultura, o tan claramente concreta como cualquier derivado de la misma, como el pintar físicamente un cuadro con tela, pinceles, etc... o construir un robot, un edificio, una presa o una estación espacial, con el pago de todos los materiales necesarios y con la retribución del conocimiento y el esfuerzo necesarios para fabricarlos y utilizarlos.
Sin embargo, hoy mismo, la realidad simple y pura es que en España el paro juvenil ronda el 40% y en el promedio de la Unión Europea, el 20%. Y esto ya no es una minoría, es todo un bloque enorme de población irremediablemente destinado a crecer en porcentaje y que, por el momento, representa la punta de lanza de lo que nos parece deparar el futuro. Y si con un 20% de parados se sobrevive penosamente y en inacabada crisis, y con un 40% se bordea el horror social, no es descabellado imaginar qué clase de acontecimientos vayan a desencadenarse cuando esas cifras alcancen el 50%, el 60%, el 80%...
Y esto se ha producido en 25-40 años, no muchos más, pero la velocidad de crecimiento del desempleo, es decir, su aceleración, se ha agudizado con la larga crisis de casi una década que ha sacudido toda la estructura económica y social del mundo y que amenaza con reproducirse y hacerse crónica, por la sencilla razón de que no se ha encontrado un mecanismo eficaz de salida para la misma y, por lo demás, mecanismo que no existe ni puede existir sin un cambio previo de los usos sociales e intelectuales que crearon y ‘justifican’ el capitalismo moderno. Y por optimismo ontológico que pueda hoy vivirse entre los grandes financieros o en los grandes grupos industriales productores de los llamados tigres asiáticos, lo cierto es que estos países alcanzarán nuestro mismo estado, el occidental actual, para entenderse, en dos generaciones o aun menos, y entonces, el problema sí será verdaderamente global.
Es decir, un probable colapso de las materias primas, empezando por el agua, y un estado de automatización general del que lo verdaderamente malo no es que vaya a dejar a la humanidad mano sobre mano, sino sin recursos para su subsistencia, al menos, contemplado todo ello desde el conocimiento y costumbres actuales. Se puede vivir muy bien no haciendo nada, por aburrido que resulte y, de hecho, millones de personas viven así, por propia elección y por poder permitírselo, pero no se puede vivir sin alimento, sin techo y sin curandero, ni siquiera por propia elección. O, mejor dicho, se podría, pero sólo regresando al estado de las bestias.
Por supuesto, el paro actual, con su secuela de catástrofes, y el paro futuro, presumiblemente mucho mayor y más generalizado, no son sino consecuencia de que la evolución tecnológica ha rebasado claramente la evolución de nuestro pensamiento y filosofía social, herederos de otra época, siendo esto la verdadera clave de los desajustes actuales. Y no es solo que vayan a faltar en muy poco tiempo las llamadas materias primas (lo cual, con ser un problema, lo es menor, en el sentido de que, en lugar de en las minas, se hallan hoy en los vertederos, de donde, obviamente, habrá que extraerlas, generando y generalizando así una nueva clase de minería que conocemos como reciclaje), sino que lo en verdad ausente ahora mismo es la capacidad de reconcebir, social y filosóficamente, este nuevo tipo de mundo en el que estamos empezando a vivir, un mundo de siervos mecánicos y de humanos apartados de la acción, generador seguro de problemas por completo desconocidos y no experimentados hasta hace apenas una generación.
Supuesto que no exista un acuerdo para ‘parar’ el progreso tecnológico, lo cual, además de seguramente imposible, parece del todo insensato, sólo cabe esperar que este, al menos, sirva de acicate para generar un parecido e imprescindible ‘progreso’ social, que incluya el aprender a manejar los efectos negativos del primero, dirigiéndolo hacia el logro de un beneficio común a todas las partes implicadas y entendido como repartición de bienes, allanamiento de desigualdades, igualdad de oportunidades y mayor y mejor asistencia a todas las clases desfavorecidas, discapacitadas, apartadas, excluidas, necesitadas...
La dificultad es que esto lleva aparentemente a entrar en conflicto frontal con nuestras más antiguas creencias y costumbres casi universales, generadoras de una especie de pensamiento único, cuyo enunciado muy bien podría ser la vieja maldición bíblica: “ganarás el pan con el sudor de tu frente”, y que es el tipo de pensamiento o de ‘filosofía vital’ en el que seguimos anclados, a pesar de los hechos. En consecuencia, en un nuevo espacio social en el que vaya desapareciendo efectivamente el trabajo y la propia necesidad de realizarlo, tener derecho al sustento (y más) sin la contrapartida de tener que trabajar, ya no representará el postulado de una utopía, de algo que se tendría por deseable, pero no por realizable, sino que será un nuevo modo de ‘ser y estar’ en la civilización humana, una respuesta inducida por los acontecimientos, pero contradictoria con el ‘mandato’, más bien constatación, de que el pan había que ganárselo. Porque, ¿qué de malo tendría, o qué quebranto moral supondría exactamente el hecho de que no fuera necesario ganárselo, como jamás ha habido que ganarse el aire que se respira o el instinto sexual que nos empuja, sin más esfuerzo que cuatro golpes de riñón, a cumplir igualmente con el mandato bíblico, incluso satisfactorio, de crecer y multiplicarnos?
Sin embargo, es la propia ‘moral protestante’, es decir, el viejo paradigma que hoy rige las relaciones de trabajo y la gestión del lucro y el beneficio, lo que se opone frontalmente al nuevo concepto de que, para merecer un salario, ya no tiene por qué ser necesario un esfuerzo previo, lo que ahora es ya algo casi perfectamente posible, y no digamos en el futuro, desde la constatación de que si el trabajo, o la gran mayoría del mismo, nos lo harán otros, es decir, nuestros siervos o esclavos mecánicos, maldita la necesidad de emprender tareas, si no se desea, y bendita la adquirida libertad de hacer lo que a cada cuál le dé la gana, incluido el trabajar creativamente, pero por el puro placer de hacerlo, sin ninguna obligación. Porque es justo ese tipo de moral el que considera indigno, o incluso indeseable y depravado, el hecho de que un logro o una recompensa no lleguen precedidos de un esfuerzo que, en cierta medida, vendría a ‘santificar’ el resultado, y donde, huelga decirlo, lo imprescindible parece ser la santificación, es decir, algo imaginario, en lugar de todo el corolario de cosas reales, tantas de ellas beneficiosas per se, que el trabajar y el actuar implican.
Pero son los propios hechos del presente los que desnudan de contenido este tipo de moral. Ya estamos más que encaminados en la senda del vivir sin trabajar. Y demasiadas personas lo hacen ya a su entero disgusto, pero otras muchas, si bien no tantas, obviamente, a su entero gusto, aquellas que viven de rentas o de capitales acumulados, bien por su afortunada actividad y capacidad, bien por la de sus antepasados y, naturalmente, con mayor o menor división de opiniones en cuanto a satisfacción, las clases pasivas clásicas: jubilados, enfermos, menores, discapacitados y estudiantes, cuyo trabajo no se remunera, pero cuyo mantenimiento lo sufraga en buena parte la sociedad. Y, sumadas todas estas personas, en el mundo occidental, las que no trabajan constituyen aproximadamente el 50% de la población. No digamos en España, 45 millones de personas de las que trabajan 18 millones. El 60% justo es hoy el total de población que no trabaja en este país. Y sólo un máximo de dos millones de estas personas lo hace total o parcialmente en actividades de economía sumergida, la mayoría de las cuales, no exactamente por su gusto.
En llegar a lograr por completo no tener que trabajar por obligación se tardará un siglo, dos o tres a lo sumo, pero todo parece apuntar en esa dirección, y esto no ocurrirá por ninguna clase de planificación que así lo haya pretendido, sino que será el resultado de un desarrollo técnico que conduce imparablemente a que cualquier objeto realice cualquier tarea rutinaria –aunque no sólo– antes, más y mejor que cualquier persona, por lo que todo el desarrollo técnico y de la civilización en sí, salvo que se cambie por completo de rumbo, indica con claridad que en un plazo indeterminado, pero seguro, casi cualquier trabajo repetitivo o rutinario imaginable lo realizarán las máquinas, entre otras razones porque, sencillamente, lo harán mejor, quedando para los seres humanos la labor –¡voluntaria, nada menos!– de dedicarse cada cual a lo que le apetezca, si es que le apetece dedicarse a algo –un algo de carácter creativo, pues en lo mecánico ningún humano podrá en el futuro igualar a ninguna máquina–, empleando en ello su inteligencia y los excedentes de lo que, de una forma u otra, sea su retribución, y pudiendo además, casi seguramente, lucrarse adicionalmente de ello, lo cual nada tendría de indeseable, todo lo contrario.
Pero es precisamente en el término lucro donde se esconde la razón última de la cuestión. El lucro industrial o comercial es una banda elástica que se optimiza con un número máximo de consumidores de un número máximo de productos, producidos al coste mínimo posible, tanto laboral como de materias primas y de cualquier otro tipo, y deseablemente sometido todo este proceso a la mínima tasa impositiva posible. Este sería el paisaje ideal para cualquier esquema de producción capitalista. El capitalismo triunfante prima el lucro privado del accionista por encima de cualquier otra consideración y ha avanzado enormemente en la capacidad de producir casi infinitamente, e igualmente ha avanzado algo menos, pero igualmente muchísimo, en la ciencia de generar consumidores. Ahora bien, si por el lado de la tecnología la capacidad de producción apunta a un límite que sólo puede imponerlo la existencia o no de materias primas y en el entendimiento de que, mediando plazo suficiente, casi cualquier problema técnico será solucionado, por el contrario, la existencia de consumidores en número suficiente –es decir, de demanda– para esa casi infinita capacidad de producción y a costes unitarios cada vez más reducidos, la pone, en la actualidad, precisamente el trabajo o, mejor dicho, su ausencia, por la sencilla razón de que la inmensa mayoría de aquellos que no trabajan no pueden hoy consumir ni lejanamente en la misma medida de los que sí lo hacen.
En consecuencia, lo financiero y lo industrial, en su vieja simbiosis, y con su viejo deseo de conseguir trabajadores a coste cero (o casi) y, todavía más deseablemente, contratando los menos posibles de ellos y tributando impuestos y cargas sociales cero (o casi), lo cual se va logrando a base de tecnificación y robotización, por un lado, y de ingeniería financiera e impositiva (y de leyes permisivas), por otro, topan con la incómoda y nueva realidad actual de que, con la desaparición de esos trabajadores, pero a su vez consumidores, (es decir, la suma de todos aquellos que ya no son contratados por ninguna empresa y la de todos aquellos que estos antiguos trabajadores mantenían directa o indirectamente), dejará de existir buena parte de su demanda, lo cual obviamente constituiría su ruina, salvo que puedan obtenerse consumidores que consuman sin necesidad de trabajar para ello (o que precisen imperativamente consumir para poder trabajar, es decir, otros robots que para proseguir su tarea necesiten de terceros productos, como siempre será el caso).
Ahora bien, que no trabaje la mayoría de los seres humanos van a lograrlo las máquinas en un plazo no muy largo (históricamente hablando), pero que los ‘desempleados’ que no trabajen puedan consumir como si trabajaran, además de una necesidad para el capitalismo, será un muy novedoso logro de ingeniería social, cuyo desarrollo dependerá de una nueva filosofía también social, pero que está en parte por imaginar y seguidamente por experimentar, implementar y desarrollar.
Pero esta ingeniería o nuevo uso social para el futuro tendrá que habérselas, en primer lugar, con el concepto de beneficio (o lucro) y con la descrita ‘moral protestante’, hoy único paradigma global para lo social y lo productivo, además de con otra consideración hacia la que apunta claramente el futuro, es decir, la ‘legitimidad’ de producir ciertas cosas y en qué cantidades. Ya existe un cierto acuerdo, aunque con infinitas matizaciones, sobre la limitación de la producción masiva de ‘bienes’, objetos o sustancias que se consideran dañinos por unas u otras causas: por su toxicidad, por generar residuos a largo plazo, por su peligro potencial (nucleares), por razones de orden público, de políticas sanitarias, etc, como ocurre con el control de armas, de productos químicos, de drogas, de elementos radiactivos, de manipulaciones genéticas, de alimentos, de aditivos, etc...
Sin embargo, parece que todavía muy pocos consideran a muchas de las actuales y futuras tecnologías y sus derivados como ‘armas generadoras de conflictos y problemas sociales masivos’, aun cuando ya sea obvio que la tecnología acaba con el trabajo, es decir, por ahora, con el sustento de muchos, y que perjudica también en enorme medida al medio ambiente, o al menos a muchos entornos, sin que por el momento exista la más mínima intención de ‘reparar’ los daños que ha causado y sigue causando, pero daños que a cualquier ser humano desempleado, con alta capacitación o sin ella, no hace ninguna falta explicarle. No se trata de teorizaciones ficticias, no es ‘ciencia social’, no es protesta porque sí. Es que será hambre y necesidad lo que vaya a tener que enfrentarse, tan medievales como la peste o las ratas, y una previsible sociedad que, de no enmendar su camino, podrá quedar constituida en buena parte por mendigos y desamparados.
A pesar de todo lo cual, el acabar con el trabajo obligatorio y entendido como condición sine qua non para la supervivencia, a cualquiera debiera parecerle sustancialmente maravilloso, de no encontrarse gravemente infectado de moralinas varias y otras simplezas revestidas de teologías. Pero este poder acabar –felizmente– con el trabajo, pero para dar en el hambre una mayoría, sí que parece, por el contrario, el colmo de lo indeseable para todas las partes, incluida la de los que se lucran con la plusvalía del trabajo ajeno. Y es aquí donde se cruzan las variables y donde la banda elástica del lucro expresa mejor su naturaleza de objeto mental minimax.
Ese deseable coste cero de trabajo e impuestos, junto a una capacidad de producción desaforada, no es posible sin su consecuencia descrita, como ocurre actualmente y ocurrirá más aun en el futuro, la de la desaparición del consumidor, por lo que la remuneración del NO trabajador tendrá que provenir, bien de impuestos sobre la producción y sobre los robots, gracias a los que esta se alcanza y se hace máxima, o bien por un cambio copernicano del sistema, capaz de incluir nuevas razones y formas por las cuales los seres humanos reciben una retribución, por lo demás, del todo imprescindible para satisfacción de sus necesidades y para su supervivencia física. Es decir, el ser humano, para poder seguir siendo consumidor en un mundo sin trabajo, y siendo este consumidor, que no la persona, aquello de lo que necesita imperativamente el capitalismo, ha de ser retribuido o percibir un salario adecuado, al margen de que sea o no trabajador.
Y no es ociosa la mención al deseo capitalista de impuestos cero, calificando semejante deseo como de irreal o torticero y dictado solo por desmedido ‘odio anticapitalista’ por parte de quien esto escribe o de sus compañeros de viaje. Es que Apple, la primera empresa mundial, ha logrado durante los últimos veinte años pagar en Europa unos impuestos equivalentes a 500 dólares por cada millón de dólares ingresado. Es decir, el 0,5 por 1.000, o la ¡veinteava parte del 1%! Esto, naturalmente, habrá satisfecho a sus accionistas y dirigentes, e incluso cabe que a sus todavía empleados, pero qué duda puede caber sobre los efectos de estos números en lo tocante a la producción de riqueza para unos pocos, pero de miseria para muchos y que, extrapolado dicho comportamiento y sus resultados a otras decenas de miles de multinacionales, da buena cuenta de las razones de la inacabada crisis, que no son otras que las descabelladas políticas impositivas que han permitido semejante sinsentido de prácticas empresariales, que no cabe calificar de otra manera que de gravísima e indeseable delincuencia social, deliberadamente tolerada e impune.
En definitiva, la polémica sobre la posibilidad o la necesidad de retribuir o no al ser humano por el mero hecho de serlo en una inminente y en parte ya iniciada sociedad postindustrial y seguramente del ocio -aunque este ocio pueda ser, sin duda, en muy buena medida activo y productivo-, puede tener algún sentido hoy en día, cuando los que no trabajan son todavía una minoría con respecto a los que sí lo hacen. Pero conforme varíe el guarismo y cuando finalmente este se convierta en otro radicalmente inverso, y lo será pronto, no existirá tal polémica, pues esta se habrá resuelto a favor de un capitalismo extraordinariamente eficaz en lo productivo, pero bastante más moderado en lo social con respecto a sus usos actuales, es decir, un nuevo tipo de capitalismo -o tal vez otra cosa bien diferente al mismo- que se haya visto obligado a retribuir a todo el mundo, a costa del capitalismo mismo, se entiende, para que este en sí pueda seguir siendo viable, aunque evidentemente con menores tasas de beneficio y de desigualdades salariales que  en la actualidad.
Porque de lo contrario, de permitir sin intervenciones reguladores, dentro del exquisito espíritu y entender del ya más que viejo laissez faire, laissez passer, que va a cumplir trescientas primaveras con sus otoños y que ha dado de sí todo lo que podía, tanto de lo excelente como de lo pésimo, se generará una explosión social que ríase nadie de la Revolución francesa o de la rusa.
Nuestros modernos Jinetes del Apocalipsis llevan doscientos años cabalgando felices y triunfantes sin dar la menor muestra de ir a detenerse en su camino, al menos de cuando en cuando, para pensar. Pero ellos no son sino los vectores del colapso ecológico, climático y de las materias primas, el de la carencia de agua y el de la explosión de la población, y, de últimas, ese final inesperado, por novedoso, de la desaparición del trabajo, todos convergiendo hacia un punto temporal indeterminado, pero seguro, y que lo mismo dará colocar en 2050 que en 2100 o unos decenios después, y vectores a los que, con sólo yuxtaponerles la imagen de una sociedad abocada al paro y la miseria en su 70-80% y a una riqueza satrápica en un 1%, bastarán para entender el tamaño de la mina y de la mecha que vamos acumulando bajo nuestros pies con nuestra cuidada y responsable ceguera.
En resumen, los propios conceptos de salario, retribución, legítimo lucro y beneficio privado y público serán aquello que acabará siendo revisado en formas que todavía no acabamos de imaginar y en un plazo no demasiado largo, estableciendo las cuantías y las razones por los que se devengarán retribuciones sin mediar trabajo a cambio de ellas y cómo se tasarán más efectivamente beneficios y lucro, y fuera del actual contexto, incluso filosófico, de retribución entendida como premio o compensación al esfuerzo y de beneficio legítimo per se, sin someterlo a otras consideraciones para admitir o no su legitimidad y oportunidad y sin casi control, para constituirse un muy modificado conjunto de lo anterior en una estructura económica y social nueva y sostenible desde un pensamiento civilizador que, sin duda, no volverá al marxismo, pero que tendrá que alejarse del capitalismo salvaje actual en muchos de sus planteamientos, si no por aspiración intelectual del propio capitalismo, siquiera por la propia necesidad de supervivencia de una parte sustancial del mismo.
Porque, en definitiva, la gran mayoría de los seres humanos ante la disyuntiva de perder un brazo o fallecer de gangrena, suele entregar el brazo. Y el capitalismo hará seguramente lo mismo, mientras todavía le quede esa alternativa. Y de no entregarlo, fallecerá, pero no la humanidad, sin duda, como este gusta de sostener. Porque tampoco es cierto ese discurso, profundamente estúpido, entregado y además cobarde de que no existen alternativas al capitalismo actual en un mundo globalizado. Existen, naturalmente, y ni siquiera hace falta buscarlas. Están ahí y las conoce muchísima gente, queda implementarlas y regular, regular siempre y más, las sociedades, las finanzas, la producción y lo producido.

Y, finalmente, la deregulation triunfante de Reagan, Thatcher y sus muchos acólitos, además de mucha miseria para muchos y mucha riqueza para unos pocos, sí habrá traído feliz y claramente otra cosa. El imparable final de la deregulation.