Darían a veces ganas de decir que en España nunca se acaba nada. Tal sería el verdadero paradigma del conservadurismo y ello aun a despecho de una población que, nominal y teóricamente, si preguntada por ello, referiría en una buena mayoría ser de ideas modernas y progresistas e incluso manifestando una cierta irritación por la obviedad que la pregunta les obliga a contestar, como si tal cosa no fuera de por sí manifiesta.
Pero en algún lugar indescifrable, un lugar metafísico y moral, pero no solo, pues igualmente puede acontecer en un bar, un despacho o en un texto, literario o del BOE, parece desacoplarse lo que se declara de lo que es real, y en algún otro lugar, una ficción interminable sigue pesando más que la más material, clara y evidente de las realidades. Esa en la que se cree vivir.
No se acaba nada, y así, existen todavía carlistas y legitimistas de una legitimidad supuesta que se diluye en brumas de uno, dos siglos, por no hablar a veces de cuatro. Y de vez en cuando aún se mata por ello. Los curas trabucaires ya eran, por ejemplo, casi un chiste común entre la “intelligentsia” del XIX, pero un puñado de ellos lo reencontrábamos entre los fundadores de ETA casi un siglo después, cuando se suponía que esas actitudes las había disuelto el tiempo. Pero es que hoy, otros cincuenta años después, otros curas trabucaires y sus adláteres, le andan enmendando la plana al mismo Papa de Roma, anclados a veces en hábitos y tradiciones que el mismo Agustín de Hipona, trasplantado a nuestra contemporaneidad, seguramente daría por sobrepasados.
Y no se acaba el fascismo nunca, véase la Ley Mordaza, que hoy quiere llevarse a la cárcel a una persona por hacer chistes sobre Carrero Blanco, como no se acaba el antiquísimo fenómeno de la sacristía o el púlpito puestos al mando de lo que sea o, mejor dicho, de todo cuanto se deje mínimamente al alcance de un hisopo. Y se les sigue dejando casi todo, no sea que se les acabara algo. Por la vía legal en todo lo posible, y cuando no, por la alegal, por la paralegal, por la ilegal, por la de la práctica, por la de la costumbre, porque es lo que siempre se ha hecho... y si siempre se ha hecho así, ¿qué necesidad hay de cambiarlo? Y por nuestro bien, como añadido sobreentendido o explícito y solo dependiendo la rotundidad de tan manido aserto del descaro o de la zorrería sibilina de cada uno de sus emisores.
Los ministros siguen condecorando vírgenes como hace setenta, como hace ciento setenta, como hace doscientos setenta años. Y si bien a algunos nos choca o nos asombra, a otros muchos no les causa el más mínimo problema. Algo tendrá la Virgen para que la condecoren... Y además, ¿a quién podría hacerle daño algo así?
Es decir, la sensación es que nunca se acaba de entender la separación de la Iglesia y el Estado, y de que esta separación, como si se tratara del imposible deslindar un cuerpo y no de la separación de dos entidades unidas artificialmente, nunca se terminará de llevar a cabo. Porque no se trata de que un ciudadano cualquiera de a pie viva su fe como mejor crea, sino de que el estado, por medio de sus representantes, deshace con una mano aquello que proclama hacer con la otra, y a casi nadie le produce tamaño sinsentido el más mínimo trastorno. A las vírgenes, tiene que honrarlas y condecorarlas el obispo, y a los jueces, condecorarlos los jueces. Cuando son otros los que condecoran a quien no les corresponde, el asunto tiende a parecerse demasiado a compraventa de influencias, es decir, en definitiva, al acuerdo mutuo para meter la mano en bolsillo ajeno, que es en lo que acaba casi siempre tanta reciedumbre moral, por lo que se ve.
Además, ¿cómo podría acabarse con esa separación que nunca acaba, si incluso hoy ese 50% largo de parejas que matrimonian por lo civil, luego entregan los niños a bautizar? Porque parece el típico juego a dos barajas: –Quede bien claro, soy laico e independiente, a mí no me mandan los curas–. Pero cuando la abuela o el abuelo se ponen tercos con lo del bautizo, se entrega la criatura a cristianar, casi como el que pusiera un óbolo en cada platillo de la balanza, por si las moscas y como con mala conciencia. –Bueno, vale, yo puedo ser casi ateo o casi agnóstico (algo así como si se dijera casi virgen o casi honrado), pero los niños son otra cosa. Que elijan ellos, no sea que....–. Y luego los envían a un colegio religioso concertado. De pago, bien se comprende. Igual de malo o bueno que cualquier otro, pero es que los colegios de curas o de monjas son los mejores, todo el mundo lo sabe... Y así lo creen, al parecer firmemente. ¿Cómo puede persistir semejante acto de fe? ¿Cuánto hay de decisión personal y de, llamémosla, inocencia o libertad en ello y cuánto de responsabilidad del estado, siempre el estado, por su resistencia a introducir criterios aconfesionales e iguales para todos? ¿Será porque la enseñanza la empezaron los religiosos allá por los tiempos del rey de Bastos? El caso es que esta clase de enseñanza, como mínimo escorada hacia un bando, tampoco se nos acaba nunca, es más, prospera contra todo criterio de razón.
Y la monarquía, hoy casi ya una curiosidad, tampoco se acaba, es más, resucita. Porque aquí se acabó y la volvieron a traer a patadas, o a sofismas, que cada cual escoja según su soberana sensibilidad, pero la trajeron, que a rizar el rizo no nos gana nadie y aquí nunca se acaba nada. ¿Que el abuelo Alfonso XIII salió por piernas con el tácito y efectivo acuerdo de que nadie le tocaría ni un pelo ni un duro? Pues al nieto lo devolvemos nosotros, porque eso es lo que conviene a los españoles. –¿Es eso lo que conviene, Excelencia?–. –Bueno, es lo que yo diga. Y ya está–. Y puede entenderse incluso que a su Excelencia el General Superlativo le discutieran poco los españoles de entonces, a fin de cuentas, su civilizado modo de dirimir los desacuerdos era conocido, pero... ¿y después? Pues todos igualmente de acuerdo, que es lo maravilloso.
Lo que era bueno para Franco, fue bueno para la Transición y sigue siendo bueno y tal cual ahora mismo. Bueno para Franco e incluso para Isabel y Fernando. Ese zurcido que hicieron sus Católicas Majestades a punta de lanza y de excomunión, incluso desde las lápidas de sus propias tumbas, sigue siendo el mismo zurcido que hoy tiene que hacerse servir para sujetar las mallas de este tiempo de la red de redes. Algo así como insistir en reparar ordenadores con cincel y maza, es más, obligar a ello afirmando su clara conveniencia. Nada puede acabarse aquí así como así. ¿Qué han pasado siglos? ¿Y eso qué importa? Aquí seguimos con cátaros y albigenses, quitando y poniendo pegatinas en un bus, con Reforma y Contrarreforma, y de Cánovas a Sagasta y de Sagasta a Cánovas. Acabar aquí con algo es una cosa muy desagradable a la que los bien nacidos nunca nos atrevemos. En España no hacemos esas cosas. Y amén.
Y da angustia ver, por ejemplo, cómo trata el protocolo a los periodistas o a las visitas de Zarzuela: –Vamos, vamos acabando, salgan por allí ahora, ya, vamos, vamos...–. Con una sensibilidad como la de Tejero en el Congreso. Una sensibilidad que tampoco se acaba nunca, la que regula el trato entre el poder y el súbdito. Y cuanto más baja la jerarquía de los visitantes, más apremiante y cuartelera la manera de manejarlos. Todos lo sabemos, pero qué más dará, porque el Rey, de príncipe, era un querube y sus niñas también lo son ahora, esa es la realidad. De los príncipes y las infantas no solo se afirma por convención y razón de Estado el que lo sean necesariamente, sino que, además... –Miren, miren ustedes a estos ángeles. ¿Puede ser poco recomendable una institución capaz de perpetuarse con niños tan guapos? No, no puede serlo, ¡ignorantes!–.
Y ante semejante facticidad, se dobla la cerviz, la bisagra, el intelecto y hasta se reacomoda el gusto. Y andando. Al príncipe, hoy rey, le gritaban por esos pueblos: ¡guapo, guapo! Como a la Virgen. Y se fortalece así el binomio a mayor gloria del Estado, de la Patria y del ¡zoy ezpañó, cazi ná! Decía antes que nunca se nos acaban las cosas, como por metafísica, pero es más, ¿cómo va a querer acabar nadie con aquello a lo que llama guapo, derretido de fe, de unción, de satisfacción, de ansia de obedecer y de ser mandado? Así, ese binomio no pertenecerá a una expresión matemática muy compleja, pero a ver quien es el listo que la despeja. –Y además, nosotros, los dirigentes de los españoles, sabemos mucho mejor que tú lo que te conviene... Desfila–.
Y no se nos acabó jamás y tampoco la reforma agraria. Con el campo español se pelearon los romanos, los godos, los árabes, los Austrias, los Borbones, los ilustrados, los liberales del XIX, la concentración parcelaria del franquismo, el PSOE y el PCE de la Transición... El resultado es que ahí siguen los latifundios, algunos igual de grandes que los del Conde Duque de Olivares, incluso algunos, menos productivos. Pero no se han acabado. Otra cosa es que ya nadie hable de ellos. Lo que se acaba, por lo general, es el hablar de lo que no interesa al poder. Pero incluso ese no poder hablar es otro asunto más de los de nunca acabar.
Por lo tanto, la censura. Ya no hay censura, afirman. Se acabó. ¿Puede ser entonces que algo se haya acabado? Pues no, por supuesto. Solo pasa lo mismo que con los latifundios. Ya no se habla de ella, que es la forma peculiar de acabarse aquí algo sin acabar, pero que verdaderamente se acabe no lo permitirá el Altísimo, que tampoco se acaba nunca.
Ahora la censura es una cosa tan sutil como la Ley Mordaza o el plasma. Pudiendo llamar a cualquier cosa de otra manera, ¿para qué llamarla por su nombre? Pudiendo hacer una rueda de prensa sin preguntas, que viene a ser como decir matrimonio sin contrayentes, ¿a qué hacer una rueda de prensa verdadera, corriendo el riesgo de que te asesinen con el canto de un folio o que te hagan algo tan abominable como una pregunta? Mejor callar diciendo alguna cosa de otra cosa y a distancia, que es lo sabio y lo político.
Aquí lo único que se acaba son los nombres de las cosas, no las cosas mismas. Ya nadie se dedica al estraperlo o a acaparar. Al acaparar se le llama ahora opciones de futuro y no esa grosería de vocablo cargado de mala intención. El aceite sube por la pertinaz sequía que nunca se acaba, y así esté inundado todo Jaén, o por culpa de Europa, de Israel, de Marruecos, de Chile o del moro Muza, no porque lo acaparen. Decir que lo acaparan es feo, no es moderno, y además, ya nadie acierta a dar con la palabra mágica, pero vieja y sencilla: acaparadores.
Y a robar también lo llaman emprender. Emprender un corso, se podría añadir. La reina Isabel de la pérfida Albión daba las patentes de corso a sus piratas favoritos, son prácticas que nunca se acaban, y aquí, en nuestro felicísimo reino de nunca acabar, menos todavía. Solo que las patentes de corso ahora abarcan mucha mayor extensión que el Caribe. Ahora, con una patente de corso adecuada, que puede entregar cualquier ayuntamiento, se hacen las Arabias, los Orientes, las ínsulas todas, el más allá y los Luxemburgos y los Mónacos, que nadie sabe bien cuál de todos esos territorios sea más fértil ni más promisorio, si uno lleva un buen trabuco y adecuadas referencias. Y no digamos ya si uno es el Primer y Más Alto Comisionista del Reino y su más rutilante Bragueta.
Así que, recuperemos la palabra censura para lo que es censura, por no acabar tampoco con ella, y pensemos en la prensa. Ya no hay censura. Eso es una verdad proclamada, al parecer. Y casi, casi, tampoco prensa. Los periódicos dicen todos más lo mismo que cuando lo mandaba decir Fraga Iribarne desde su Ministerio franquista. Pero ahora, al parecer, no es que se lo mande nadie, son ellos los que opinan siempre lo mismo, pero por su propia cuenta. Existe, al parecer, un acuerdo infinitamente universal sobre todo aquello que es lo bueno y lo conveniente. Y también sobre lo malo, lo pésimo y lo intolerable.
Lo intolerable, por ejemplo, son los titiriteros o una Cabalgata de Reyes laica, es más, son algo infinitamente más intolerable que el hambre, la miseria y la desigualdad, por ejemplo. Sobre esto también existe completo acuerdo. Y sí, estoy del todo dispuesto a conceder que una cabalgata de Reyes laica es una imbecilidad, ¿pero acaso lo es menos que una original? Una cabalgata de Reyes, como el Día del Padre, no es otra cosa que la gran fiesta de El Corte Inglés, Zara y Apple, unas y trinas, es decir, la de la Santísima Trinidad. Y el que no lo vea claro es que tiene el cerebro no ya censurado, sino clausurado. Y lo segundo es consecuencia de lo primero, a mayor abundamiento y por si se quisiera olvidarlo.
En contrapartida, lo recomendable es el impuesto al sol. El impuesto al sol es bueno para todos, para Telefónica incluso, perdón, no Telefónica, no. Telefónica no se acabó, evidentemente, pero ahora se llama Movistar, que así se entiende mucho mejor a lo que se dedica. Y es bueno para Repsol, para las cofradías de pescadores, para la hostelería, para las peluquerías, para la banca, para las charcuterías, para las eléctricas, para el PSOE y para el PP, para la Comisión Europea debe serlo también, porque en nada nos lo recrimina, es bueno para el ABC y para El País, pues no despotrican de ello, y es bueno, no, es música celestial para el IVA, el santo más sagrado de todo nuestro inacabable santoral.
Sólo es malo para los sesenta mil ilusos que creían vivir en un país donde el BOE no es el vehículo para alimentar una estafa y que se arruinaron con los parque solares y la estafa estatal que los promovió, pero como no se habla de ellos, porque no hay censura, solo santa prudencia y mucho tacto y capacidad de calibrar y ponderar las conveniencias y las inconveniencias y lo que se dice y cómo se dice, pues nadie padece para nada por esa causa. Además, padecer por algo que es bueno... ¿Puede concebirse mayor contradicción?
Porque si el impuesto al sol es bueno para el Estado –el Estado con capitular de mármol–, es decir, para 45 millones de españoles, ¿qué son sesenta mil timados en comparación? Timados por codiciosos, además, porque querían hacerse ricos por el mero hecho de poner cuatro hierros al sol, dirán. Olvidaban los indocumentados que aquí el sol sólo sirve para hacer la vida más dura. Polvo, sudor y hierro, el Cid cabalga. Y caso resuelto. Así que, haciendo una excepción, el sol es lo que sí se ha acabado, se ha acabado del todo, y el hecho desagradable de que siga saliendo por las mañanas, así como la existencia incluso de ese refrán infame que proclama que el sol sale para todos, no es más que otro intento de censurar por desacuerdo político al talentoso e inteligente exministro Soria, que nos trajo este apagón, tan conveniente para todos. Pero como la censura se ha acabado, pues ya no puede censurársele. Lo que está claro, está claro. Luego, callen.
Y el artículo se acabó.
¡No, por Dios, si eso es imposible! Continuará...