Por casualidad.
Como rendido lector durante décadas de la obra de John Le Carré, creo, como sus espías, que en determinados oficios no existen las casualidades y que, en el extremo caso de haberlas, no deben tampoco tratarse como tales. A lo más considerarlas imponderables, pero sin apartarles la vista un segundo, no sea que…
Y la política parece uno de esos oficios donde menos lugar queda para la ingenuidad y el estupor ante situaciones milagrosamente sobrevenidas. Así que ahora debemos tratar con esa extraña casualidad de que la imputación por chantaje, estafa y otras artes de apropiación de los bienes ajenos que se le imputan a Manos limpias y a Ausbanc acabe
devolviendo a su casa, con todos los parabienes, a la infanta Cristina, y eso si no le asignan, además, una indemnización por sufrimientos indecibles. Algo así como poder demostrar que, si usted se pinta de blanco el reclinatorio de su capilla privada, la consecuencia es que a una señora de la calle Bernabé Soriano, en Jaén, le toca la lotería. ¿Casualidad? ¡Qué va…! Condición necesaria lo primero de lo segundo, créanme. Ah, bueno, lo olvidaba: esto es cierto pero sólo si usted fuera una alta personalidad.
Porque algunos ya habrían alumbrado la construcción mental de que el hecho de que a dicha infanta le saliera precisamente el fiscal como su mejor abogado defensor fuera sólo algo acontecido por eso, por pura casualidad, renunciando así la siempre implacable justicia no ya a sentenciar, sino siquiera a averiguar pequeñas 'fruslerías' y 'ligerezas' por algún que otro millón de euros. Quisicosas, al parecer. Beneficios de la presunción de inocencia. ¡Qué grande y magnánima es la justicia y cuánta benevolencia la que mana del corazón de algunos de nuestros fiscales!
Así que, déjese el lector 200 euros sin declarar y averigüe cuánto tarda en recibir la paralela, la multa y la cuenta de los recargos por intereses, más unas cuantas cartas de la Hacienda Publica que más parecen trallazos o insultos que un civilizado recordatorio de obligaciones y exigencia de pagos en cumplimiento de un deber cívico. Y sin casualidades que valgan… Las casualidades son solamente para el que se las trabaja y los bonos para disfrutar de las mismas se adquieren, de seis en seis, en Panamá, Andorra, Suiza y algunos otros lugares apartados y discretos.
Y es que con estas casualidades parece el estado comportarse como la Iglesia Católica cuando proclama de su Dios que escribe recto con los renglones torcidos. Sólo que al revés, escribiendo torcido y proclamando que los renglones están rectos. Es decir, acariciándole un santo varón el escroto al monaguillo, mientras le explica al educando que la sexualidad fuera del matrimonio es pecado. A pesar de todo ello, seguro que algún profano había alumbrado la idea de que parecía imposible que la infanta saliera del enredo ni siquiera acogiéndose al admirable arte del picapleitos más afamado del reino. Pero los ciudadanos de a pie no estamos hechos de materia divina y no somos capaces de intuir lo inefable, y así somos siempre responsables –por tarugos– de subestimar las capacidades del Estado, de la Corona, de la Iglesia –y las de los picapleitos–, y esto supuesto que alguien sea capaz de diferenciar entre qué es Corona, qué es Estado, qué es Iglesia, qué es fuerza viva o alto cargo, qué es picapleitos –o jurista– y qué significa exactamente ser 'alta personalidad'.
Diferenciarlo a nivel práctico, quiero decir, que a nivel teórico el que más y el que menos podríamos intentarlo, porque a nivel práctico se constata sin ninguna duda la existencia de una categoría aparte de personas revestida de un tal manto de estatalidad, que ríase nadie de los mantos que dan superpoderes y que salen en los cómics y en toda esa patulea de subproductos cinematográficos y 'literarios' que antiguamente se despachaban como género de aventura o ficción pero que hoy, al parecer, son casi tan alta cultura como la alta costura o el saber lanzarse en patinete.
En consecuencia, cuando las ruedas del Estado con su capitular mayestática no giran del todo bien engranadas, empiezan a aparecer casualidades que van recolocando coronas y piñones en su debido lugar, lo que podría llamarse un engrase y la juiciosa intervención de un buen relojero. Resulta que, al parecer, Ausbanc y Manos limpias llevaban chantajeando a diestro y siniestro y a la banca en general –entidades inocentes donde las haya– un par de décadas, y estos incompetentes y desprevenidos dejándose robar a su entero gusto todo ese tiempo. Y pregúntese nadie el porqué… Pero el imponderable para los chantajistas es que, visto el éxito, se fueron a descolocarle los piñones a los engranajes de la Corona. Y eso ya no. Así que, aparentemente, no pasó nada y el caso avanzaba despacito despacito, pero inevitablemente dirigido –parecía– a pintarle los mofletes con colorete a la dama y a despachar a su consorte algunas semanas a prisión. Y tal creíamos todos.
Pero, aunque esto segundo sigue pareciendo del todo inevitable, démosle tiempo al tiempo, porque lo de la dama, si no está resuelto, poco le queda. Por la casualidad de que la policía, que sólo se mueve por eso, por casualidad, una mañana cualquiera se llevó al calabozo a los chantajistas, a quienes, también por casualidad, el abogado de la Corona había llamado feos y malos, que no es que no lo hubieran hecho otros antes, pero dio la casualidad de que, cuando lo hizo el señor Junyent, fue justo cuando se movió la policía para llamarlos feísimos y malísimos, así como el juez, y sin que ningún magnánimo fiscal moviera esta vez ni un músculo, como sería su deber, ut supra, o siquiera por casualidad, en defensa de esos descarriados seres de Manos Limpias, porque los habían maltratado de niños. Por ejemplo.
Casualidad y telequinesia, está claro. Que a un buen abogado no se le contrata sólo por sus capacidades jurídicas, sino por su telequinesia para con los coches Z, sabiendo dirigirlos a donde hace falta, que eso sí que es ciencia y saber manejarse con la estatalidad.
Así que, por casualidad, la abogada de la acusación privada Manos Limpias, que no había faltado a una sola sesión de las seiscientas mil celebradas en el juicio, lleva dos días sin aparecer por la Sala. Como igualmente sería casualidad, si diera en volver, el que la atropellara un TIR de 6 ejes, se precipitara por el hueco de un ascensor o se ahogara ella sola lavándose los dientes.
Porque los caminos del Señor son inescrutables, pero los textos de Le Carré, meridianos.
¿Y la Corona? –Pues aún convaleciente, hijo, pero bastante mejorada, ya puede volver a tomar alimentos sólidos y la peristalsis intestinal se le va regulando adecuadamente. A Dios gracias–.