Yo no le tengo miedo al terrorismo. Seré un insensato, me dirán algunos. Pero trataré de razonarlo.
Porque he vivido con él, como cualquiera en España, los últimos cuarenta y cinco años, y tengo sesenta y uno. Es, por lo tanto, el paisaje de fondo de mi vida, como la de tantos. Y esto por no hablar de terrorismos anteriores, amorosamente cobijados bajo otros nombres. Pero aquí sigo, como casi todo el mundo. Menos los mil trescientos muertos que no siguen porque el terrorismo se los llevó, el de estado incluido, que escasos sumó, cierto es, pero que tampoco escatimó poner su granito de arena.
Y no contaré los heridos, ni los daños colaterales porque, por fortuna, no tengo que hacer un informe de infamias, como Sábato. Y aunque haya cosas para las que da vergüenza coger la calculadora, salen 29 muertos al año, con desprecio de decimales, porque el ser humano no es divisible en partes, salvo que uno sea un terrorista, precisamente.
Meses hubo en España en que se salía a cadáver diario. Era odioso, era insufrible, era una iniquidad. Y una vergüenza. Y una pesadilla. Pero a nadie se le ocurrió mandar los bombarderos a Euskadi a reventar caseríos, ni siquiera a aquellos donde se sabía a ciencia cierta que sus vecinos brindaban por cada muerto.
No, no se les ocurrió ni a los mandos franquistas mismos. Y tampoco, por cierto, se mandaban las apisonadoras a derribarlos como era y es práctica frecuente en Israel, en Siria y en otros no pocos lugares, donde no sólo rige el romano vae victis para los culpables y responsables, sino para enteras comunidades pero en las cuales, sin ningún género de dudas, el número de inocentes supera con creces al de los culpables cobijados a su amparo.
Y cuando las cosas pintaban más duras se acudía al estado de excepción, y entonces las garantías del ‘Fuero de los españoles’ y, más tarde, las constitucionales —ya incluso sin estados de excepción— se contemplaban con generosa manga ancha, qué menos cabría decir, pero tampoco se anduvo sacando gente de las casas y fusilándola a sus puertas más que en contadísimas ocasiones, absolutamente reprobadas, por lo demás, y acabando por causa de ello incluso un ministro en prisión. Y menos aun se arrasaban o despoblaban territorios.
Y, con todo el sufrimiento habido, que no fue poco, fue y es un largo leit motiv el que emprendió la clase política española y, tras ella, los media y la sociedad en general, buscando dejar claro que los terroristas no eran ‘los vascos’ como comunidad y generalidad, sino algunos de ellos como particularidades.
Lo cual podía parecer, sin duda, y con los muertos siempre todavía calientes, un largo ‘paripé’ más de esos a los que son tan aficionados los políticos —o ingenuo buenismo, como ahora algunos de ellos califican a la simple humanidad—, pero, en este caso, no era un paripé y no lo es, sino, muy por el contrario, esa obviedad que constituye la primera e imprescindible enseñanza y el principal ejercicio que la democracia se exige y que exige para saber discriminar el grano de la paja, y actuar en consecuencia. Y no está precisamente nada de más observarlo y tenerlo en cuenta en este momento.
Además, a quienes durante todos estos años nunca han cesado de decir e instar a que el ejército –obviamente con sus modos, medios y métodos militares– se involucrara en la lucha contra el terrorismo, siempre se les ha contemplado, y lo mismo en las altas instancias como en el terruño de las tabernas, como lo que realmente eran, muy pocos y muy insensatos. Y a aquellos que finalmente, so capa de acabar con el terrorismo, se sublevaron el 23-F, los juzgó el pueblo con la mayor manifestación recordada en España y después los juzgó la justicia. Justicia blanda y mediatizada, no puede negarse, pero seguramente la única posible en aquel entonces y, en cualquier caso, justicia a fin de cuentas.
Y podrán decirse de España multitud de cosas malas, y pueden y deben hacérsele críticas justificadas al respecto de muchísimos asuntos, pero no hay razón para no destacar sus virtudes y sus éxitos cuando se dan. Y siendo cierto que hubo incluso un presidente megalómano, insensato y de escasas entendederas que se permitió el lujo —unilateralmente y sin consultar— de enviar a España a una guerra en la que no se le había perdido nada, cierto es también que cosechó un prodigioso 92% de opiniones en contra, consenso jamás alcanzado en el país respecto de ningún asunto, y que su cerrilidad en este y otros aspectos lo llevaron a perder unas elecciones que tenía ganadas.
Sabia lección que no le conviene a nadie olvidar. Y otra lección también, por cierto, aquí muy bien aprendida la de que al igual que los vascos en conjunto no eran terroristas, los musulmanes tampoco lo son. Ni los budistas, ni los chechenos, ni los pieles rojas. No se es terrorista por etnia, raza o religión, se es por elección personal de cada cual. Y eso en España lo sabemos discriminar muy bien porque no nos quedó otra que estudiarlo con letras que nos entraron con sangre. Por eso aquí prenden y prenderán mal por largo tiempo milongas del estilo ‘del eje del mal’
Pero no cabe duda de que, con referencia al terrorismo, una larga batalla se ganó al saber obrar con bastante mesura y buena cabeza. Y, al margen de la desdicha en sí de los muertos padecidos, no cabe negar que dicha lucha supuso, además, como lo sigue suponiendo, un constante incordio para quienes nada tienen que ver con el asunto y un desasosiego y una incomodidad permanentes: libertades restringidas, zonas vedadas, movimientos controlados, desconfianza pública, presencia policial masiva e intimidante, maquinaria de seguridad por doquier, esos castigos de los arcos detectores, de los escáneres, del tener que enseñar los bolsillos y el refajo a cada esquina y en cada edificio público al que se acceda, y los registros, los viajes que deben realizarse en calidad de sospechosos —por no decir de presidiarios, sin un cortaplumas, sin un cordel, sin una botella—... y no como ciudadanos titulares de derechos, pero permanentemente escrutados por el ojo infrahumano, indescansable y vigilante del gran hermano que cada día abarca más. Todo ello, un pesadísimo peaje con un elevado coste económico y para una sociedad en su gigantesca mayoría no culpable de absolutamente nada.
Y todo este despliegue, asimismo, con sus leyes ad hoc, todas y cada una de las cuales supusieron y seguirán suponiendo un menoscabo de las libertades fundamentales de las personas. Y no lo desconoce nadie, porque los nombres populares y castizos para cada ‘mejora’ bien sonoros resultan: la ley de la patada en la puerta, la ley mordaza, la ley, si es que la hay, que permite esas cuchillas en las vallas que ‘nos protegen’, o la obligación de ir siempre con el DNI entre los dientes para salir a comprar unas patatas, darse un chapuzón en la playa o para dejar la basura en el cubo de la calle.
Este es el pesado peaje. ¿Lo recibido a cambio? La victoria contra el terrorismo de ETA y la contención del terrorismo islámico —hablo de España — hasta términos llamémoslos ‘soportables’. Y a un precio caro, bien caro, sin duda, pero a un precio mantenido, hasta cierto punto, dentro de una cierta cordura y de un respeto cicatero, pero respeto, a la mayoría de los derechos humanos y sin tener que reventar en exceso las costuras del corsé constitucional.
Pero, tampoco sobra decirlo, las medidas coercitivas no fueron lo único que funcionó con respecto a la manera de enfrentar el terrorismo etarra. Desde entrados los años 90, hubo una clara voluntad de dialogar entre las partes enfrentadas, y se hizo, se empezó a dialogar. No hubiera funcionado el diálogo solo, parece evidente, sin la presión policial, pero también debe apuntarse que en los 25 años anteriores de solo presión policial se avanzó menos que en diez de conversaciones. Y lo mismo puede decirse, paralelamente en el tiempo, de la situación en el Reino Unido e Irlanda con el IRA.
Hoy, sin embargo, entramos en el debate de establecer la hipótesis de si los doscientos muertos habidos por atentados islamistas en España en veinte años –diez al año– serán menos o se reducirán a cero en los próximos veinte, acudiendo al remedio de enviar bombarderos 'adonde nos digan’, literalmente, o de enviar tropas de a pie a los mismos arenales. Y, naturalmente, de si mantendremos o no las bajas propias por debajo de esos números para que nadie pudiera quedar inducido a decir, con toda la razón, que tal cosa viniera a resultar en hacer un pan como unas hostias.
Por lo tanto, mal se enfocará el asunto si lo que hoy se pretende establecer es que el frente está ‘allí’ cuando las bombas nos las ponen ‘aquí’ —entendiendo por ‘aquí’ a ‘Occidente’ de una manera amplia—, con medios adquiridos aquí, por personal de aquí, las más de las veces aquí nacido y criado y, eso sí, adoctrinado desde los presupuestos ideológicos de ese ‘allí’, pero que vuelan por Internet y las redes sociales con la misma o mayor facilidad que una paloma mensajera sobrevuela campos, fronteras y prohibiciones.
Si, además, estos enemigos con los que se está en ‘guerra’, no explotan nuestros recursos, no dictan nuestras leyes, no ocupan nuestras instalaciones, no invaden nuestros territorios y no tienen medios militares con los cuales allegársenos y todo lo que puede achacárseles, al menos en lo que afecta a España y al llamado ‘Califato’ del ISIS o del DAESH, es el teleadoctrinar a puñados de militantes que esperan la ocasión de coger un Kalashnikov o unas granadas para inmolarse llevándose por delante a todo el que puedan, hablar propiamente de ‘guerra’ se antoja un tanto fuera de lugar.
Intervenir allí Occidente, por otro lado, siempre según su supuesto interés y ‘por nuestro bien’, pero saliendo sistemáticamente escaldado todo el que lo intenta, es una práctica que en la era contemporánea la inauguró Napoleón, fracasando, y que después todas las grandes potencias siguieron con los mismos resultados.
La Inglaterra Imperial, las potencias al filo de la Primera Guerra Mundial, la Rusia Soviética y el Gran Gendarme USA se han estrellado sucesivamente en los mismos lugares, con tropas de tierra, con bombarderos y con cualquier medio militar empleado. Ahora, Francia reintenta la hazaña, Alemania dice aportar algún apoyo, los británicos se lo piensan, los Estados Unidos siguen con su vieja, cansina y siempre inútil rutina de misiles y bombas y al resto se nos invitará a aportar unos aviones, a resignarnos a perder de vez en cuando uno y a tener que ver a algún piloto o a un rezagado abrasado en una jaula o crucificado, según la creatividad local para cada ocasión.
Debe añadirse a todo ello que los éxitos españoles en las guerras de terceros a las que se ha acudido son inexistentes, siendo los únicos hechos relevantes a detallar la consecución de las mínimas bajas propias y la instrucción de ejércitos o milicias locales para la mejor prosecución de sus querellas internas con su propio personal. Querellas la mayor parte de las cuales son de índole religiosa o disfrazadas de ello, y de las que, obviamente, lo único que cabe decir es que no las comprendemos y no las comprenderemos, y que, además, le importan al común un solemnísimo bledo, excepción hecha de aquellos flecos de las mismas que en algo pudieran atañernos, pero de las que igualmente bien se sabe que nada se puede hacer con ellas.
Por el contrario, los éxitos españoles en la lucha antiterrorista son claros. La eficacia policial siempre ha sido elevada porque, por nuestras desdichadas circunstancias, contamos con la ejecutoria más larga y el mejor know-how de Occidente al respecto, con la población más acostumbrada a las molestias, renuncias y excepciones que esta lucha requiere y, porque, en lo fundamental, ha sido una batalla ganada.
Y los generales que ganan batallas tienen todo el derecho a ilustrar a aquellos que, de continuo, las pierden. Podrá molestar a un político o un general francés, holandés o estadounidense que un general, o un experto o un político español les vayan a explicar la metodología al respecto, pero es lo que hay y hemos demostrado saber hacerlo. Por lo tanto, no es fácil ver cuáles artes de convencimiento se puedan emplear para hacernos ver que una vía, tantas veces fracasada, resulte ahora la elegida para enfrentar el problema en lugar de tratar de emplear la nuestra, hasta hoy relativamente bendecida por el éxito.
Y ese triste espectáculo de Bélgica con el cartel de ‘Cerrado por miedo’ aquí nunca se ha dado y cabría añadir que seguramente no vaya a darse. Aquí, a lo sumo, se ha cerrado —una jornada— por indignación, y a los hechos terroristas más repugnantes y odiosos se ha contestado con manifestaciones masivas y gigantescas, que nadie soñó prohibir, por cierto, y con una serenidad y una disciplina de ánimo ejemplares, serenidad que incluye, entre otras cosas, y expresándolo en el mejor román paladino posible, el no decir y el no hacer gilipolleces.
Y cerrar la capital de Europa lo es, además de una vergüenza, una claudicación y una simple desmesura. Amén de una cobardía. Es, en sustancia, no saberlo hacer, demostrar que no se ha entendido nada del problema, darle media partida ganada al oponente y dejarle claro lo peor de todo, que se le tiene más miedo del que merece y que puede bailarnos a su antojo. Y el miedo, es obvio, es del todo legítimo tenerlo, pero es un sentimiento íntimo y personal que cada cual debe gestionar como mejor sepa, pero demostrarlo como sociedad y actuar solo en función del mismo es una verdadera catástrofe pública que no puede redundar en otra cosa que en pasar una pesada factura social, democrática y política.
Y la otra alternativa hoy barajada, la militar, no ha alcanzado históricamente ningún logro y la ejecutoria de estas intervenciones, siempre para nada, sólo se resume en el haber padecido un número de bajas propias más que disuasorio y otro espeluznante de ajenas. Y doblemente espeluznante, porque esas bajas ajenas lo son en su largo 99% de puros y simples inocentes, de población civil. Cada vez que bombardeamos un hospital, un colegio o una mezquita por error —y no digamos ya si no fuera por error—, cualquier legitimidad que pudiera invocarse se pierde prácticamente para siempre y se le proporcionan alas adicionales para responder a los quintacolumnistas que albergamos dentro de nuestras propias sociedades.
Por lo tanto, la solución, al menos en España, nosotros ya la conocemos. Y es una solución matizada, compleja y mezclada, además de muy larga. Por un lado, es una solución policial, con sus incomodidades, y en la que hay que saber aquilatar presión represora y respeto democrático, vigilancia, control de armas y de entradas y salidas, control del medio, servicios de infiltración e inteligencia, vigilancia y supervisión judicial, con sometimiento escrupuloso de las fuerzas a la ley, pero con la presencia disuasoria o ejecutiva de dicha fuerza cuando sea necesaria y en los lugares y circunstancias necesarios. Pero todo exquisitamente medido, sin causar más problemas de los que se pretende eliminar y con los derechos constitucionales como límite insoslayable para toda acción.
Y la otra parte de la mezcla de la solución es social y política e incluye necesariamente el involucrar en el control de la violencia y en el juego democrático a las propias minorías musulmanas, víctimas principales, después de los asesinados, de los comportamientos de algunos de sus miembros. Hay que instarlas a participar en la toma y en el ejercicio de sus responsabilidades políticas, ciudadanas y económicas, y no sólo religiosas, de lo que en toda comunidad humana no derivan sino beneficios, porque al tiempo mismo que estas comunidades se articulan y se interrelacionan con otras, no solo para reclamar su trato diferencial, sino para disfrutar de las libertades y los beneficios comunes, el enriquecimiento social se produce automáticamente, casi por construcción, podría decirse.
Establecer o excluir por anticipado que tales logros no pueden alcanzarse con determinadas minorías, en particular las musulmanas —un discurso que no deja de oírse permanentemente— pero sin haberlo intentado antes, no habla de buenas políticas, ni de inteligencia del poder ni de capacidad didáctica en lo social y lo cívico.
Los estados tendrían que hacer propaganda de los muchos bienes cívicos que proporcionan, no sólo de los subsidios, tal como las confesiones religiosas hacen de sus bienes espirituales, porque si no, las partes peor informadas y desfavorecidas de cada minoría llegan al estado absurdo de ignorar que lo positivo de las sociedades laicas a las que han venido a vivir por su propia voluntad, no solo les viene por el lado de su libre pertenencia a su confesionalidad, que nadie les discute, sino que procede en su mayor parte de otra estructura enorme y efectiva que se llama sociedad o estado que, en última instancia, da siempre más de lo que quita a quien quiera entenderse con ella.
Así, una sociedad en paz, que se ha abierto al diálogo, a la escucha, al intento de comprensión de lo ajeno y a la discusión sin limitaciones, desde una propuesta de no violencia, como podría hoy decirse de la sociedad vasca, es una sociedad más justa, más rica, donde se escuchan y siguen unas y otras voces sin llegar a las manos y donde la ciudadanía, con la caída de la tensión, alcanza una mayor libertad y prosperidad, con independencia de su ideología o creencias religiosas.
No otro es el camino que hemos sabido seguir, y es una satisfacción poderlo decir, como lo es el poderlo proponer como modelo a terceros que ahora se ven en la tentación de hacer las cosas de una manera que nosotros ya sabemos que no conduce a ninguna parte.
Y en cuanto a las prisas y a esa, por ahora supuesta, exigencia perentoria de los franceses a que les acompañemos a una aventura en la que muy pocos visos de traer nada bueno se pueden atisbar, cabe decirles que, desde luego, España les debe y agradece su disposición y postura en los últimos tiempos y que alguna ayuda, sin duda, podrá proporcionárseles, precisamente la derivada del éxito de nuestro modelo, de gestión policial, pues, y de inteligencia.
Pero también puede recordárseles que eso no fue así durante los largos casi veinte años en que se negó a colaborar en la lucha antiterrorista, seguramente también con algunos buenos argumentos, pero desde luego desde el evidente desconocimiento de la situación a la que la sociedad española estaba sometida, viéndose obligada a luchar en soledad al tiempo que efectuaba su transición y su lucha contra sus propios fantasmas. Y vale el mismo discurso para Bélgica, con muy cicateras actuaciones al respecto, como lo mismo valdría para cualquier otro gendarme que hoy viniera con parecidas proposiciones de beligerancia al respecto.
Este no a la guerra, en resumen, sería un no razonado, pero no desde una cobardía que el pueblo español no ha mostrado en este punto. Al contrario, España ha sabido encontrar soluciones propias, con escasa y siempre negociada ayuda a cambio de otras concesiones, y, en consecuencia, este sería un no que se podría dar desde el orgullo de estar, de un lado, de parte de la humanidad y, de otro, de la justicia y de la razón. Y desde el conocimiento igualmente de que, en lo tocante a guetos, estos son en España casi inexistentes, salvo tal vez en las plazas africanas, pero de lo cual no pueden alardear gran cosa los franceses, ni los belgas ni los alemanes y de donde parece que derivan sus principales problemas respecto de sus minorías musulmanas.
Porque han pretendido solucionarlos dándole a estas dinero y papeles, pero nada más, dinero que, de últimas, solo ha servido para que se aíslen mejor en sus guetos, aprendiendo a reclamar derechos, que es justo conceder, pero negándose a ejercer esa misma ciudadanía, con sus valores pero, sobre todo, con sus responsabilidades y obligaciones y tomando solo como un derecho aquello que tiene también su complementaria cara de deber, pero que desdeñan más allá de para recibir el pasaporte y cobrar ayudas.
En España, donde lo que no hay es dinero y que por lo tanto en bien poca cuantía se le da a nadie, las minorías musulmanas se han integrado en las mismas poblaciones y barriadas donde la parte más desfavorecida de la sociedad española sobrevive, compartiendo sus necesidades y problemas, siquiera por inevitable razón de contigüidad. Lavapies, en Madrid, bien podía ser un ejemplo de ello o, más aún Tetuán y Estrecho, también en Madrid, donde conviven en más que decente armonía la emigración latinoamericana, la paquistaní, la africana y la musulmana con una buena plantilla local de parados, jubilados, subempleados y restos de la población autóctona de lo que fuera un antiguo, activo y populoso barrio obrero y en el cual, a efectos reales, la mayor violencia hasta hoy registrada, además de los cuatro inevitables robos y peleas y de las extorsiones sufridas en cada cajero automático de otra entidad a la hora de sacar el propio dinero de una cuenta, es la de un okupa pegándole una patada a la puerta de un edificio abandonado. Ganas dan de invitar a los sesudos jerarcas políticos de la UE a darse un paseo por el mercado de Maravillas, en Madrid, para que vean lo que es la convivencia y el multiculturalismo en acción. Y sin que la administración haya puesto un duro.
Y mientras tanto, y antes de ocuparse en mandar a Mambrú a la guerra, podríamos quizás emprender otras luchas menos militarizadas contra asuntos que suman muchas más víctimas, cualquiera de ellos, que todas las habidas por el terrorismo en el país durante el último medio siglo.
Violencia doméstica o machista, como se prefiera, de 3.000 a 4.000 muertes en España en esos mismos años. Y en un orden muy diferente, pues no es comparable un asesinato con un accidente, los fallecidos en accidentes de circulación, que serán unos 100.000, si no más, en el mismo periodo. Como dato adicional, 1.125.000 fallecidos anuales, en el mundo, el año pasado. Y muertes en España por accidentes laborales, el año pasado, 500 personas. Multiplicando por los mismos 50 años, 25.000 personas, perdón, seres humanos.
Todos ellos números en las que no he tenido en cuenta las cifras de fallecimientos anuales de décadas atrás, muy superiores a las actuales, y que elevan cualquiera de estas cuentas a más del doble, en ocasiones, el triple.
Así que dará asco, desde luego, sacar la calculadora para multiplicar y dividir por seres humanos, que no peras por manzanas, pero no, hechas las cuentas, definitivamente no le tengo miedo al terrorismo, si he de compararlo con una guerra, si he de compararlo con otras lacras.
Pero a la guerra, y a la guerra inútil y para nada, ni digamos, a eso, sí que habría que tenerle miedo y hacer todo lo que esté al alcance para evitarlo.