Pero no quiero, y ya que casi todo lo que se quiere, no se puede, bien porque se nos van tan igualmente callando los muertos como se nos marchan tantos vivos, y no alcanzando nunca a conocer cuál partida es peor, hoy personalizaré mi querer y mi sentir en mí mismo.
Por eso, lo que quiero verdaderamente decir es que se me fue Javier, por lo que a mí respecta. Como un factor personal, y un furor, como una ausencia por completo ajena al coro del dolor público. Es la ausencia, mi ausencia privada y dolorosa de alguien a quien estimaba y admiraba desde hace decenios. Y esto sólo puedo decirlo de contadísimas personas.
Lo conocí o, mejor dicho, lo vi por primera vez en La Mándragora, el legendario local de la Cava Baja de Madrid, hará ya casi treinta y cinco años. Y no me encontraba allí por casualidad ni por placer, ni tampoco pelando la pava, sino por trabajo.
Pero el día que lo conocí fue en realidad un mes después y como los conocí —a él, a Joaquin Sabina y a Alberto Pérez— fue sobornándome, nada menos. Desde luego no es algo que podrán decir demasiados de nadie, salvo políticos en activo u otros amigos de lo ajeno.
Fue el asunto que yo escribía entonces en La Guía del Ocio de Madrid y tenía a mi cargo las críticas de los locales de hostelería de la ciudad, no restaurantes, solamente bares, discotecas y salas de fiesta. Naturalmente, muchos conocidos me envidiaban la hereditaria bicoca.
Hereditaria digo, porque, por razones que sería prolijo explicar, un grupo de amigos fuimos haciéndonos con los mandos de aquella cofradía. Empezó Fernando Trueba desempeñando las funciones que heredó después Óscar Ladoire y de él los trastos pasaron a mi persona. Los compañeros de labor, cada cual en sus secciones eran Carlos Boyero, el inolvidable y ya fallecido 'Jomeini', Luis Mateo Díez, Gloria Collado y tantos más. En fin, copas y cine y teatro y música y espectáculos mayormente gratis, noches inacabables para luego —yo— acabar contando alguna sandez, alguna simpleza, alguna gracia o algo interesante —de darse el caso— y venturosamente pagado todo ello con pólvora o, más bien, alcohol, del Rey Nuestro Señor, o como si, más un sueldecillo.
La materialización del Paraíso, para muchos, y no digamos ya en aquellos años de la movida y en plena, feliz, fructífera y desparramada juventud.
Y en La Mandrágora oficiaban su misa pagana Maese Krahe, Sabina y Pérez, a los que no conocía prácticamente nadie. Y yo, que arribé al lugar por el soplo de una buena amiga, Elvira Sorolla, actriz y después largos años curtida en las labores de producción en la sala La Cuarta Pared, vi, escuché, me embelesé y levanté acta, totalmente encantado por la frescura y novedad del grupo y escribí entonces el que tal vez fuera el artículo más vergonzosamente encomiástico, pero por completo sincero, que había pergeñado hasta entonces y en los años venideros, cuatro o cinco más, en que seguí en aquel negocio.
En resumen, firmé, entregué el suelto, se publicó el correspondiente viernes y me olvidé del asunto.
Al poco, Elvira emprendió una insistente tabarra. –Oye, que estaría muy bien que nos fuéramos una noche a La Mandrágora a ver a estos–. Y a la semana siguiente, lo mismo, y a la otra, lo mismo de nuevo. –Pero oye, Elvira... si ya he ido porque tú me lo has pedido, si ya he escrito un panégirico, si ya te he dicho que me han gustado muchísimo, pero yo lo que necesito son sitios nuevos de los que poder contar, no puedo repetir lugares, que estoy de bares hasta donde te diga, compréndelo…– Pero tanto insistió —para mi incomprensiblemente— que finalmente allí acabamos de nuevo el día que me señaló.
Así que empezó la Santa Misa y, tras el intermedio, asomaron los oficiantes de nuevo y, ya no recuerdo si Javier o Joaquín, aunque seguramente medio al alimón, espetaron: –Por favor, rogamos que suba Fulano de Tal al escenario. Y Fulano de Tal resultó que era yo mismo.
Así que me dirigí al escenario con curiosidad y cierta perplejidad. Entonces, con oficiosa pompa, los tres judas, aquellos tres fariseos y comediantes, le cuentan al respetable que han sobornado a un crítico y que, en cumplimiento de las leyes del oficio, le van a otorgar el pago por sus servicios, pasando a continuación a efectuarme pomposa entrega de… ¡un jamón!
No recuerdo si me puse verde, amarillo o colorado, pero la sala se venía abajo de la coña y de allí hube de bajarme con el jamón, camino de mi asiento, decidido a asesinar a Elvira con el mismo, e incluso antes de dejarlo en el hueso.
Resultó ser que, como consecuencia de aquel artículo escrito un mes antes, se les había llenado el aforo, hasta entonces mediano, mucho más allá de los límites del local, con colas que daban la vuelta a la calle —pero todo ello en mi absoluta ignorancia—, con lo cual a Javier y Joaquín, que no me conocían, pero que hicieron sus averiguaciones, se les ocurrió, como agradecimiento, montar aquel número bufo con la necesaria complicidad de Elvira como gancho o cabestro para dejarme debidamente colocado en su terreno.
Así los conocí, pues, en acto de público soborno que no era un soborno, solo un soborno a modo de simulación, bueno, no exactamente, un soborno a posteriori disfrazado de finiquito, vamos… pero sin ser exactamente un soborno, ya saben… y a algo les sonará, tal vez.
Y después, para hacerlo breve, la red, las circunstancias y el 'ecosistema' de aquel entonces, donde ciertamente no muchos, pero tampoco demasiado pocos artistas, músicos, escritores, gente de cine, políticos, periodistas y la infantería de la Transición trashumábamos en compacto rebaño, juntado por afinidades electivas, de lunes a domingo y de un local a otro, entretejiendo el entramado de conocimientos y de amistades, fueron lo que nos llevó a coincidir a unos y a otros en toda suerte de lugares y acontecimientos, innumerables veces, y a hacernos amigos.
Y Javier, para mí, desde entonces, es imagen y recuerdo de tantas noches de mi juventud, de mi media edad, de mi madurez. Lo habré visto actuar incontables veces, pero no sólo es ese impagable placer y alegría lo que le debo. Eran las copas, las conversaciones, las disquisiciones, su mirada siempre original sobre cualquier asunto. Y el ajedrez, claro…
Recuerdo bien nuestra primera partida, poco después del… soborno. Habíamos, en efecto, trashumado de bar en bar, después de una actuación del trío. Varios amigos comunes, Elvira, Chana Larregui, la que fuera la musa del primer Joaquín Sabina en esa obra maestra, Con la frente marchita, el mimo Jimmy Ríos, después largos años percusionista de Javier, Fernando Anguita, su contrabajista, mi amigo, el anticuario Alberto Doria y varios más recalamos finalmente en un chalé de las afueras donde, creo recordar, vivían Chana y Jimmy y algunas otras personas.
—¿Sabes jugar al ajedrez?—, me preguntó Javier. —Sí, excelente idea—. Serían las seis de la mañana y decir que habíamos bebido mucho, todos, sería apenas una pálida aproximación a la realidad. Lo justo sería decir que no nos teníamos de pie. En resumen, que íbamos borrachos como piojos, para expresarlo con adecuada finura. Nos sentamos al tablero, seguimos con las copas y nos abstrajimos por completo del entorno.
Pasadas las ocho de la mañana, mi amigo Alberto, dotado de una legendaria capacidad de resistencia al alcohol, se levantó de un butacón y dijo: —Me marcho, no sé cómo podéis aguantar todavía y menos jugando al ajedrez. Finalmente Javier me ganó, después de tensísima lucha y largó el elogio. —Si, joder, sí que sabes jugar al ajedrez—. Pero a saber, en realidad, qué clase de partida jugaríamos en el estado en que nos encontrábamos, pero fue la primera, y a cara de perro, de más de treinta años de partidas. A veces, muchas seguidas, en otras ocasiones, tras largo tiempo sin vernos.
Javier era un jugador muy sólido, muy templado, pero también muy imaginativo, creativo y combinatorio. Era un placer jugar con él. Pero también un ejercicio muy duro, y no digamos ya ganarle, lo que sólo ocurría en contadas ocasiones. Y no sólo conmigo. Porque no importaba demasiado el estado en que Javier estuviera. Si era bueno, es decir, iba ligero de aditivos, resultaba rocoso y temible, a veces fulminante, pero si iba subido de ayudas botánicas y de destilados de alto octanaje, casi que peor, pues aunque bien podía cometer antes un error, lo cierto es que carburaba más imaginativamente, y no se sabía muy bien en cuál de esos dos estados resultaba más venenoso.
Y nos unía, además, el amor a la palabra, el gusto común por el barroco, el juego verbal, el uso de la palabra afilada, intencionada, la doble, la luminosa, la agresiva, la culterana. Javier era sin duda —desaparecido el Francisco Umbral de Mortal y rosa— el último barroco, con un infinito gusto por el adorno exacto y medido, pero hondamente conceptista a la vez, algo hoy ya inusitado e inexistente. Literalmente un clásico en vida, un lujo intelectual y moral que una gran mayoría ha ignorado e ignora, en los dos sentidos de la palabra, el inadvertido y el voluntario.
Y estaban, además, las partidas del juego del diccionario. Un inocente pasatiempo familiar y doméstico que en poco tiempo evolucionó hacia una verdadera práctica social, un pretexto para verse y comer cosas ricas y para los más, que no para las menos, una actividad que nos enganchó tanto a tantos que duró más de veinte años. Empezó el asunto ya no recuerdo cuando, hará tres décadas, y el pasatiempo se estabilizó en la que entonces era la nueva casa de Óscar Ladoire, un piso del centro que había sido anteriormente un taller de pañería o algo similar y en el centro de cuyo salón se enseñoreaba un gigantesco tablero de patronaje.
Y se formó un grupo de fijos y otro, digamos, de más esporádicos. Javier Krahe entre ellos. Millán Salcedo de los fijos, como el fallecido periodista Javier Órtiz y su mujer, Charo, verdaderos fanáticos del pasatiempo. Y la escritora Lourdes Ortiz y su hermano, Félix, físico de profesión. Y, naturalmente, el dueño de la casa, Óscar, mi primo, con sus sucesivas parejas y las amistades que unos y otros íbamos incorporando unas u otras veces. Y Rafa Sánchez, físico teórico, Gaby, guionista y un verdadero talento para ese juego, y mis sucesivas parejas igualmente, tres escritoras, Almudena Grandes, Lola Beccaría, Margarita Borrero… Y tanta gente más que desfiló a lo largo de aquel tablero durante tantos y tantos años.
Tan bien y de tal manera nos lo pasábamos, que empezábamos al anochecer y veces hubo en que se acababa a las cinco, a las seis de la mañana, que hasta se barajó reiteradamente la idea de hacer un programa televisivo del juego, pero el formato, por la duración, era del todo intransferible a la pantalla, además de imposible de resumir. Pero las juergas y la creatividad que se desbordaba en aquel desafío de definir falsedades sobre una palabra y de tratar de engañar al prójimo con lo que cada cual se inventaba eran un estímulo que enganchaba y generaba auténticas cataratas de risas, de agudezas, de sal gorda y sal fina, de hallazgos increíbles, de disparates y vuelos de la imaginación lo suficientemente controlados como para hacerlos pasar por verdaderos. Un goce, en fin, para personas que de una u otra manera escribían todas o, como mínimo, mantenían extenso y cordial trato con el alfabeto.
Y fue en una de aquellas noches cuando Javier cogió una guitarra que había en la casa y nos cantó, en primicia, recién salida del cuaderno, aquella canción que más tarde, en el María Guerrero, en el Elígeme, se convirtió en una especie de himno al absurdo que nos habita y cuyo estribillo coreaba, coreábamos el público en sus actuaciones, la surreal y preciosísima La Yeti. Solito por esas nieves con un sandwich y un quinqué, con un ¿con qué? ...Cuando todo da lo mismo ¿por qué no hacer alpinismo?...
Recuerdo otra noche, solos en la barra de la sala Galileo, igualmente después de un concierto, ya largo tiempo más tarde de haberlo acabado. Hablábamos de cantautores, de filiaciones musicales, de filias y de fobias. Entonces, no sé por qué, le pregunté por Fabrizio de Andrè, el cantautor italiano. Acabáramos, no sólo lo sabía casi todo todo de él, sino que me contó que le gustaba muchísimo. —Pero nunca has versionado nada suyo, le dije. —Ya, me contestó, es por el idioma, en el francés puedo sumergirme y captar todo matiz, en el italiano, no tanto. —Lo entiendo, me pasa al revés, yo también amo a Brassens, a Brel o a Ferré, pero me muevo más a gusto en De Andrè y por la misma y complementaria razón, mi francés no es mi italiano. Y entonces le pregunté por algunos temas. Los conocía. Y allí que nos pusimos a cantar a cappella, dándonos pie mutuamente, S'io fossi foco, una tremenda diatriba de un poeta medieval italiano, Cecco Angiolieri, y Via del Campo y La Guerra di Piero, dos himnos de Fabrizio en la Italia de los setenta, y así un rato largo y delicioso… Un cuarentón de largo y un cincuentón más que sobrepasado cantando como niños en la barra de un bar. Y hasta nos aplaudió lo que quedaba de parroquia.
Su conocimiento musical era vasto, pero no alardeaba de ello. Ciertamente y para ser justo, no era un gran músico, pero si un excepcional letrista y un personalísimo showman, aunque supo tomar a tiempo la decisión de aparcar la guitarra para dejarse arropar por profesionales que le supieron vestir los temas, y así, dedicarse él a cantar y a desarrollar su estilo, por lo demás, inimitable. Algunas pocas canciones de Krahe fueron versionadas por otros con excelente éxito, pero de las más creo sinceramente que le iban tan cosidas al personaje, que no eran imaginables en otra garganta, pues les faltaría todo el resto, es decir, lo inefable, que era en lo que consistía su verdadero valor añadido y su talento.
Por aquellos tiempos, alrededor del 2000, me hizo una propuesta, dejada caer así como al desgaire. —¿Por qué no te lanzas a leer, o a recitar, o como lo prefieras, algunos escritos tuyos, aforismos, palabrismos, en fin, tus cosas, humor entre ácido y benevolente, en los intermedios de mis conciertos? Noto muchas veces que se me escapa el público, que a la vuelta del entreacto tardo en recuperar la atención de la audiencia. Creo que si la fijáramos en otra cosa durante esos quince, veinte minutos, estaría más receptiva y por añadidura le daríamos algo más que a ti también podría venirte bien. Y no le faltaba razón porque, a fin de cuentas, lo que yo pudiera añadirle, bien sabía él que iba en su misma onda. Pero me lo pensé largo, principalmente por razones laborales, incompatibilidad de horarios y viajes y, finalmente, decliné amablemente. Hice mal, no me cabe duda, y me dolió decirle que no porque el ofrecimiento en sí era una delicia, así como su siempre elegantísima manera de enfrentar y de proponer las cosas.
En otra ocasión, año 1998, le robé, ex profeso para un poema, un neologismo, tomado de su homenaje a Buñuel, Once años antes, el verbo archibaldar. Me gustó el término, me gustó el juego que hacía con él en la canción y lo usé para darle todo otro giro. Le regalé el poemario y en la siguiente ocasión en que nos vimos se vino a mí derecho como una daga. Me comentó el poemario de arriba abajo con observaciones extraordinariamente agudas, de lector sabido, cuidadoso y concienzudo y me resumió el todo: —Tú también eres un barroco. Pero no dijo más o no quiso reparar en mi 'robo'.
Pero hará hoy cuatro años, en el café Estar de su amigo Pedro Sauquillo, donde durante casi dos decenios jugábamos todos los lunes al ajedrez un largo grupo de amigos, se me vino otro noche, igualmente directo y retomando la conversación dejada trece años atrás como si cualquier cosa, y me dice: —Oye, por cierto, que el juego que tú has querido hacer con archibaldar no era para nada el mío. —Pues claro que no lo era, además de que tal palabra no existe, pero las palabras no sólo se inventan y cambian de forma, cambian de sentido si así se quiere. Y, además, son de todos. Pueden ser incluso oscuras, como incógnitas de una ecuación, donde el que puede y sabe les asigna valores arbitrarios. Ambos somos poetas y sabemos qué juego es ese. El quid es que un tercero sepa captarlo también y asignar un valor válido o plausible. —Pues tienes razón, y eso, también es barroco, además de un juego estándar de la lengua. Pero lo que te pasa a ti es que, además, eres un palabrista, maricón. —Y tú, un polemista sin causa, ¡no te jode!
Y ahí nos enzarzamos, largo rato, a debatir sobre un término inexistente, usado solo por dos personas, hasta donde se se me alcanza, él y yo. Crónicas del surrealismo, pues. O amor al lenguaje, que pueden ser lo mismo.
Y Javier y la cultura. ¿De qué no sabría Javier? Al igual que el fallecido Chicho Sánchez Ferlosio, Javier era un compendio de sabidurías y agudezas, de vistazos enriquecedores. Tenía sobre muchísimos asuntos una visión original, una opinión formada, un conocimiento filosófico, estoico, antiguo y hondo y un ánimo de jugar más propio de un niño listo y un provocador que de un erudito plúmbeo y de carril único.
Recuerdo los mediados ochenta, los primeros noventa. Llegado San Isidro, mi mujer entonces, Almudena Grandes, se iba con Joaquín Sabina y otros muchos amigos 'taurinos' a las corridas de la Feria. A mí nunca me atrajo lo que tengo por un espectáculo de barbarie, como a Javier tampoco. Llegada la hora de cenar, los grupos separados por la fiesta nacional nos volvíamos a reunir de nuevo para picotear y luego, muchas veces, marchábamos a ver a Javier, en su trayectoria ya en solitario en el María Guerrero. Todo el auditorio embelesado con la exhibición de inteligencia, de finura, de agilidad intelectual, de dulzura, de belleza, de humor, de amor a la vida y al amor mismo.
Javier manejaba a las mujeres como nadie de su generación. Pero quedaba bien claro que no sólo era un seductor, sino que su estima por ellas era algo hondo, arraigado, sentido y respetuoso, pero en un momento histórico en que ciertamente las cosas no funcionaban así para el común. Y ellas lo sentían de esa manera y lo agradecían, y lo sé porque fue una observación que me hicieron muchas, casi sin excepción. Fue el momento en el que de verdad creció como autor con obras en las que quedaba patente la ausencia de relleno, el recurso de todo oficio a rellenar los vacíos con paja. Porque hasta a una vulgar paja Javier fue capaz de hacerle una canción que no sonaba a grosería, sino a gloria bendita. Todo lo que salía de su laboratorio tenía cuerpo entero, armazón, solidez, estructura y completitud. No, no era el tonto con la guitarrita diciendo te quiero mucho, me muero por ti y no me dejes nunca mi amor, por Dios, ahormado todo ello a base de ripios y con un chunda-chunda de acompañamiento.
Y los años de su persecución política. ¡Dios santo, qué inconmensurable sandez! Primero expulsado de la televisión pública por el 'escándalo' generado por su canción Marieta, de Brassens, cantada en directo por el trío en el programa de García Tola. Todo por repetir 'gilipollas', hoy de lo más suave que se puede rastrear en los programas infantiles, por no hablar de los de adultos o de los eruditos. La Santa Inquisición o la Ecclessia triumphans lo mandó al exilio de las tinieblas exteriores de la televisión, cuando no había más que esa TV pública. Es decir, la pena para el repugnante reo de libertad de expresión es que se le pretendía quitar la comida, además del oficio, ya que no había manera de encarcelarlo.
Después, el cabreo monstruoso que se cogió Felipe González cuando se vio desnudado sin misericordia alguna en la canción Cuervo ingenuo. El siempre incensado, de pronto, convertido en el rey desnudo y retratado más o menos en el bidé, y no por uno de los de ellos, sino por uno de los nuestros, para entendernos. No pudo soportarlo y se comportó como un pequeño hombre. Y esta vez, sin piedad, para Javier, un nuevo y más duro exilio, convertido en apestado social, en persona non grata, casi un terrorista en una sociedad de la que se proclamaba la ausencia de censura, sin delito de opinión, decían. Espantosas y absurdas contradicciones de un régimen nuevo que no sabía quitarse los condicionantes del antiguo ni manejarse con la modernidad que proclamaba.
Y persecución que llegó igualmente al local siguiente donde se refugió, el Elígeme de Sauquillo, Claudín, Sabina, etc... convertido en centro de las iras del fúnebre e infame concejal Matanzo, de funesta y vergonzosa memoria, que no cejó hasta lograr cerrarlo.
Y finalmente, ya en años recientes, el procesamiento por un vídeo 'irreverente' de veinte años atrás y por el que se le pedía una pena pecuniaria absurda. Vivirlo para creerlo.
Absuelto finalmente, Javier llevó todas estas cruces como un perfecto Cristo, desde un estoicismo y una sabiduría ejemplares. Ya quisieran otros semejante capacidad de 'gestión de crisis'. Y, tal vez, también gracias a ello, aparte de su evidente valía, se convirtió en un autor de culto, él, el más irreverente de nuestros 'actores culturales', pero no con esa mísera y habitual transgresión infantiloide del caca, pis, pedo, culo que a tantos condujo a la fama y la riqueza y al mejor predicamento entre infelices, para verse finalmente como objeto de reverencia, reverencia que, por lo demás, Javier llevaba con el mismo desapego y resignación, por no llamarlo burla. —Eh... eh.. eh… (balbuciendo, su peculiar manera de expresarse mientras le llegaba la agudeza), mire usted, es que me la suda.
Y era igualmente un espectáculo digno de considerarse el ver en sus conciertos a personas de tres generaciones, que podrían ser padres, hijos y nietos. Un hombre de setenta años con audiencias de fans veinteañeros, algo inusitado se mire por donde se mire. Y sin banda de rock, sin apenas amplificación, sin aparataje escénico, sin botes de humo de colores, sin plasmas, ni vídeos, ni horteradas de mercachifle, sin bacantes meneando el culo, sin la más mínima concesión a la inexcusable 'modernidad'. En los últimos tiempos, ya casi sin voz, pero sin jamás otros experimentos o concesiones que los de su portentoso talento verbal. Y llenando el aforo una vez y otra en todos los pueblos y capitales donde, como Bob Dylan, llevaba años y años en su particular y carpetovetónico Never ending tour. Y con la misma banda, casi durante treinta años, señal obvia del apego y el respeto a sus músicos y del recibido por ellos.
Porque, para autodenominarse un vago, un perezoso y un hedonista, hay que ver el estajanovismo del que nunca dejó de hacer gala. Pero la explicación la dejó él mismo. Para él, la música no era un trabajo. Era una reunión con amigos para, después del concierto, seguir con otros amigos o incluso hacerlos. Y si no era así, y fuera sólo una boutade más, puedo atestiguar que no lo parecía. Javier se quedaba después de los conciertos a platicar con los amigos, horas. Daba la sensación, en efecto, de que esa era la mayor parte de su pago y casi la principal razón por la que se encontraba allí.
Y la prueba de su grandeza y excepcionalidad, para un músico mucho más de catacumbas o de misas que de masas, era el reconocimiento continuo e indesmayable de sus pares. La crítica ahondó durante años en el desencuentro entre Krahe y Sabina, una vez separados. Lo cierto es que no fue así, y reconociendo cada cual, más a regañadientes que con gusto, algunos defectos del otro, no han dejado de atestiguar su mutua admiración durante casi tres décadas. Otra cosa, tal vez, sea que, en la mayor parte, sus estilos fueran incompatibles, pero eso no es un desencuentro, sino la constatación de que se entiende la realidad y se obra en consecuencia. Javier ha dejado dicho en entrevistas que hay un período de Sabina, el decenio posterior a su separación, en el cual lisa y llanamente era el mejor, así, en superlativo simple. Y a ver quién pudiera negárserlo.
Y de lo que opina Sabina sobre Krahe está la red llena. Y lo menos encomiástico que de siempre ha dicho de él, además de llamarlo su maestro, son casi ditirambos.
Con su gracejo habitual, en una comida, hará siete, ocho años, me decía Sabina que tuviera bien en cuenta que, cuando me regalaron el jamón, ellos no tenían casi para comprarlo, como a mí no me llegaba ni para el cuchillo. Y tan cierto era que, en efecto, pedí uno prestado a mi padre. Esa era precisamente la gracia de aquel tiempo, la camaradería y la solidaridad entre bien nacidos. Lo mismo, vamos, que esa joyas de la moderna telerrealidad o de los concursos cuyo único objeto es la excitación de los instintos más bajos y más degradados y degradantes de la audiencia.
Hemos tenido en España, con Javier, un lujo artístico, cultural e intelectual del cual me temo que bien pocos hayan sido conscientes. Un trovador, un juglar medieval y, también, un escritor, un poeta del Siglo de Oro, capaz de los mismos claroscuros y destellos cegadores de aquella época. De haber sido francés, Javier Krahe hubiera sido otro Brassens para el mundo. De haber nacido en USA y de no haberse podrido en galeras por desacato, sería un Lou Reed, música aparte, y seria encomiado como el más alto experimentador de la palabra. Pero no ha sido un mito inaccesible como tantos de este tiempo malhadado en el que cualquier chiquilicuatre besado por la fama se excluye del padrón, se tapa los ojos con las gafas más negras del mercado, deja de frecuentar la vida normal y desaparece del mapa, relacionándose nada más que con millonarios, todos ellos debidamente escoltados por milicianos mal encarados.
Así, hemos tenido, algunos, la fortuna de tocar y palpar y frecuentar a una persona fuera de lo común, sentados en una silla a escasos metros, sin guardias de seguridad, sin gorilas, sin la distancia y el alejamiento que despersonalizan y todo ello recibiendo un torrente de calidez, de complicidad, de bonhomía y un verdadero plus de agudeza.
A Javier la inteligencia le brillaba en la cara como a otros la imbecilidad. Y como plus para mí, en lo estrictamente personal, ya en su mayor edad, resultó que me recordaba enormemente a mi padre a esa misma edad. Igual de delgado, igual de ascético en el porte, igual el brillo de complicidad, de agudeza en los ojos y la misma sorna, socarronería y capacidad de sarcasmo. A nadie le importará, pero a mí, sí, y ya encabecé el artículo diciendo que deseaba personalizarlo en mi pena de hoy mismo.
Yo he tenido la suerte de conocerlo, no ciertamente a fondo, pero si lo suficiente como para creer que sé de lo que escribo. Y cualquiera que lo haya frecuentado un poco conoce que se trataba de un ser aparte, un caso único, un epifenómeno. No es que Joaquín Sabina o Joan Manuel Serrat no fueran excepcionales en lo suyo, lo son, es que Javier poseía un tipo de humanidad radicalmente diferente a la de cualquiera, si es que con eso soy capaz de trasladar el significado de algo que, en definitiva, no sé expresar, pero que a mí, como a tantos, nos resultaba patente.
Y, en fin, he hecho todo el esfuerzo posible para no ponerme lírico y de luto, que es de lo que estoy hoy, pero tampoco soy capaz de ponerme lúdico, aunque tal vez ese sería el verdadero homenaje que Javier habría merecido.
Descanse en paz, no, que siga jodiendo a quienes se lo merecen y que siga maravillando con su legado a quienes lo merezcan igualmente.
Adiós, amigo y caballero de la triste figura, hasta la próxima partida, donde corresponda y si es que estuviera de Dios la cosa y por más que bien sepamos, ambos, que va a ser que no.