domingo, 29 de marzo de 2015

A vueltas con la corrección política, la ley Mordaza...

A vueltas con la correccion política, Twitter, Facebook, la libertad de expresión, las medidas de seguridad, la ley Mordaza...


Coincidió que este jueves pasado cenaba con mi hijo quien durante todo el día no había andado al corriente de las noticias, y así nos vimos juntos por TV, como delicada sobremesa, el resumen de las conclusiones del día sobre el accidente aéreo en Francia, con la novedad finalmente descubierta de la inimaginable responsabilidad del copiloto. Como yo lo sabía desde la mañana y lo barruntaba desde la filtración de la noche anterior, no me causó ya especial impacto. Pero sí a mi hijo, al que, con el titular y el encabezamiento del monográfico que seguiría, se le pintó en la cara una expresión de estupor inenarrable.

Y, vista su cara, mi pregunta fue obvia, pero retórica: –¿Ah, pero no te habías enterado de lo de este pájaro?

–Pues hombre, no, evidentemente–, sobrando igualmente la contestación a la vista de lo que expresaba su cara mucho más alto y fuerte que cualquier cosa que pudiera decirme.

De inmediato, nos pusimos ambos a opinar al unísono sobre el asunto mientras le ponía al corriente, a mi modo, de los hechos del día y, al comentar, además, los necios chistes aparecidos sobre el asunto entramos muy pronto en una dinámica de ‘sal gorda’, por llamarla de alguna manera, a la cual somos francamente aficionados en la intimidad del mantel familiar.

La misma intimidad y franqueza de opinión en la cual me educó mi padre, la misma en la que yo a mi hijo y seguramente no por una manera voluntaria de ‘educar’, sino derivada simple y sin más de ‘lo que se oye y lo que se dice en casa’, que resulta de lo más formativo, actuando sin contemplaciones con los calificativos de la realidad y de sus protagonistas, sin ahorro de la justa necesidad de hacer sangre y sin dejar prisioneros en las mazmorras. Es decir, ejecuciones todo, pero habladas. Y, a ser posible, las veces que da el cernido para ello, que no es siempre, también al modo del bienaventurado Miguel Gila, con consideraciones brutales, pero cómicas, sólo suavizadas por la evidente carencia de instintos asesinos, pero igualmente sin piedad con el mandocantano, el cretino, el mentiroso, el vanidoso, el ladrón o el asesino a quienes les toque el turno en la mesa de disección y, bien se entiende, con todo el aditamento de mal humor y de humor negro, blanco, verde y amarillo que cada caso requiera. Y del todo incorrecto políticamente.

Y, naturalmente, dadas las peculiaridades del caso, rápidamente la charla derivó hacia la seguridad. Y de nuevo expuse uno de mis viejos leit-motiv. Oh, la seguridad, claro... o la venta del alma. Le sacrificamos a ella la razón, las costumbres, las formas de vivir, el sosiego, la paz, la libertad y el confort. Y, ya de últimas, hasta el ordenamiento constitucional, por apenas un euro más.

Se pronuncia la palabra seguridad y de inmediato deja de existir cualquier otra palabra sagrada, empezando por la libertad y acabando por la justicia. Pero en lo que a mí atañe preferiría sin duda que cada año, en lugar de cada década, saltara un avión por los aires, valga la redundancia, o un ministro por los aires, incluido aquel avión en el que yo pudiera ir, se entiende, y a cambio solo de poder viajar y vivir como antaño, como un ser humano, no como un sospechoso, un presidiario o un asesino en potencia, rodeado de ordenanzas absurdas, escaneado, seguido por cámaras, intervenido y gobernado como una res o traído y llevado como un paquete.

Pero es que ya vimos hoy, además, a la Diosa Seguridad, simbolizada en esa puerta inexpugnable, símbolo a su vez del más espantoso ridículo y del exceso de todos y cada uno de los alguaciles, llamémoslos incluso bien intencionados, pero que este lunes han resultado alguacilados por un enfermo sin más, siendo caritativos, o por un cretino superlativo, decidiendo no serlo.

Y miremos a esa libertad que hoy hemos perdido de echar las puertas abajo cuando resulta que a veces es vital e imprescindible el hacerlo, y no sólo con esas puertas de la cabina, sino tantas otras puertas físicas y morales, de insufrible existencia y que son las que de verdad justifican con su vergonzosa y vergonzante defensa de lo indefendible el surgimiento y la existencia de todas esas leyes y seguridades para impedir echar abajo las puertas que es imprescindible echar abajo.

Pero, terminada en corto la mutua exhibición de impiedades, no las de arriba, sino otras ciertamente peores, de pronto le expuse algo que acababa de acudirme a la cabeza: –¿Te das cuenta de que todo lo que acabamos de decir no se podría publicar en Facebook o en Twitter ni en ninguna otra parte salvo, tal vez, en alguna obra literaria o ensayo ‘serio’ y que de hacer pública esta simple conversación nos podría costar la prisión, el trabajo –de haberlo– y acarrearnos la mala fama y la mala opinión, tanta o parecida como si fuéramos el orate o el asesino que ha estrellado el avión? ¿Y te das cuenta de que podríamos contar lo mismo en un bar, en el trabajo o en la cantina de un cuartel o del hospital y de que seguramente solo estaríamos contando más o menos lo mismo que cualquier otro parroquiano y de que no pasaría nada, salvo en el caso de dar con el típico militante y buscador activo de pajas en ojo ajeno?

Porque estaríamos haciendo algo que no mata a nadie, que no implica mala índole necesariamente y que es, con frecuencia, crítica o simple humor sin más, aunque, naturalmente, del todo inoportuno desde el punto de vista de cualquier deudo o afectado, pero que, precisamente por la violencia verbal utilizada a modo de aliviadero de una olla a presión en la que hierven los instintos justicieros de cada cual, sirve para eso precisamente, para aliviar y, en consecuencia, evitar otra clase de estallidos. 

Y así ocurre, en efecto. Aquello que es normal decir en muchos lugares, donde se expresan libremente los calificativos sobre lo que ocurre alrededor y que de siempre se ha comentado libre y groseramente, si hace falta, en el ámbito privado y en pequeños hábitos públicos, un bar, sin ir más lejos, resulta algo que hoy ya no se puede expresar públicamente y de la misma manera en el círculo de los amigos o conocidos virtuales de cada cual, por ejemplo, porque se convertiría en un estigma social y ya prácticamente en delito.

Y aunque coincido en parte con Carlos Herrera, y ya es difícil, por cierto, que me avenga a coincidir con quien raramente coincido, que escribía hoy o más bien pontificaba a su modo en ABC, declarando a Twitter como el ‘Palacio del tonto’, lo cual, siendo bastante verdadero, admite asimismo y con la misma certeza toda clase de matices, porque lo cierto es que la descalificación absoluta, primero, y la judicialización y penalización, después, del hecho de opinar, incluso barbaridades, no dejan de ser del todo eso mismo, algo bien opinable, incluido lo del palacio del tonto, porque en ese mismo palacio también opinan listos y listísimos, y no pocos.

Tildar de perfectos idiotas, que seguramente lo sean, a aquellos llamémoslos ‘desenvueltos’ que se pusieron a hacer chistes con la bienaventuranza supuesta de que el desdichado vuelo fuera repleto de catalanes, felizmente fallecidos para los emisores de la ‘gracia’, es algo sencillo, inmediato y muy fácil de hacer. Será aplaudido de seguro y recibido como pensamiento de valor y fruto del ser persona bien nacida aquel que lo expresa con tan esmerada indignación. Pero es mucho menos sencillo tener que reconocer que quien opina así, sin embargo, NO mata, no ha matado y que, seguramente, puesto ante el hecho de firmar las órdenes al pelotón de ejecución para hacer lo mismo, tampoco lo haría, así le dé para mucho o para poco el cernido.

En resumen, que quienes tales sandeces escribieron no son unos delincuentes. Y, fundamentalmente, porque no es en absoluto lo mismo el cometer un delito, con su autoría, que el hablar bien del mismo, o muy mal, indiferentemente, o hacer chistes afortunados o desafortunados con un hecho luctuoso o indeseable para el común, y no digamos ya para los deudos. Una cosa es ser inoportuno, bocazas o incluso hablar como un ‘mal nacido’ y muy otra ser un asesino o un cómplice.

Es más, soltar un exabrupto o una imbecilidad como estas, seguramente sirva de válvula de escape que a todos conviene alguna vez para aliviar nuestras pasiones, prisiones y presiones interiores, incluso las de una interioridad que poco merezca enseñar y que produzca consensuada repugnancia el verla expuesta. Seguramente expresar en público un ‘mal pensamiento’ ayuda más a no llevarlo a la práctica que el andárselo cocinando dentro durante años, hasta que algún día algunos se descubren o nos podríamos descubrir con que la elaboración del odio acaba por llevar de verdad a la acción. En definitiva, nada que no sepa cualquiera y no otra que la del perro ladrador, poco mordedor, con su viceversa.

Pero no habrá quien pueda llevarme a la convicción de que no es lo mismo volar un autobús con inocentes, o con culpables –daría igual– que proclamar de ello que está bien hecho. Quien vuela el autobús es un asesino, quien lo glosa favorablemente no lo es, no lo ha sido y está del todo por demostrar que pueda serlo. Y, aún pudiendo serlo, TODAVÍA no lo es, y no es este pequeño matiz.

Mientras no se empuñe el arma, o el avión y no se apriete el gatillo o se baje la palanca o se pongan dinero y acción al servicio de que un hecho delictivo ocurra, no se es un delincuente. Por lo tanto, que el hablar por hablar pueda tipificarse como delito me resulta, hoy por hoy y por contra, algo que sí me parece, en cambio, bastante más delictivo. Y de ahí mi libertad de tachar de delincuentes a quienes lo propongan o lo impongan. Una cosa es llamar miserable a un miserable y necio a un necio y otra penarlo y conducirlo a la cárcel en virtud de dicha condición o convicción sobre ella, pero hoy ya desdichadamente advenida a supuesto de ley. Me parece, sin más, un camino imposible y, por añadidura, un viaje de regreso a una barbarie mucho peor que la barbarie verbal que se dice pretender evitar con ello. 

Porque en medio de todo ello anda la libertad de expresión, sin la cual, incluso en la corta medida en la que esta puede ejercerse realmente, el mundo no andaría de la misma manera, sino de otra bastante peor. De ahí que el hoy aducido y penalizado delito de ‘odio’ me resulte extraordinariamente difícil de digerir como figura penal. Que odiar sea un delito es cuestión más que discutible. Sin duda, y en el sentido de desear su mal, yo odio a algunas personas, públicas o no, no a demasiadas, pero sí a algunas. Y decir que me dejaría satisfecho el mal que les pudiera ocurrir no sería una falsedad. Y dudo que a la mayoría de quienes esto lean pueda no ocurrirles lo mismo, a cada cual según su casuística.

Porque la compunción, llamémosla así, ante el hecho de que determinados mandatarios o cualesquiera otras personas del desagrado de cada cual escapen, por ejemplo, a una muerte o una grave desdicha por simple accidente o atentado, como casos se han dado innúmeros desde los tiempos de Adán, y siendo muchísimos sin duda quienes podamos ser de la opinión de que el mundo, tal vez, sería bastante mejor lugar para habitarlo sin la existencia de alguno de ellos, y siendo la causa de dicha compunción, tal vez, igualmente, un cierto odio hacia los mismos, es indudable que expresarlo por las claras no puede ser un delito si no se ha empuñado la espada o se han puestos los medios y acciones necesarios para lograrlo.

Porque no se ha intervenido en los hechos, no se ha pagado ni guardado en casa la munición ni la daga y menos aún se ha soplado a dos carrillos a modo de enojadísimo Eolo para que las aspas de un helicóptero o las alas de un avión o las ruedas de un vehículo adquirieran, obedeciendo a nuestros deseos, un determinado ángulo más favorecedor de nuestro personal sosiego y generador, a ser posible, de un satisfactorio duelo privado o de estado, de religión o de masas que fuera.

Decir que se odia, calificar en función de ese odio, mostrar satisfacción por el mal que algunos puedan recibir por dichas palabras –que no puñales–, no será sin duda elegante ni políticamente correcto, puede ser mezquino, incluso, y no voy a negarme la parte de ello que pueda tocarme, pero mientras no se forme una asociación para promover el asesinato o la liquidación de un señor X o Y, o un grupo de ellos y mientras no se actúe en persona o se contrate a un asesino a sueldo al efecto, hablar de delito es una exageración y una mixtificación y, adicionalmente, una manifestación de muy aviesa índole por parte de unos poderes y unos poderosos que se arrogan, además de lo ya muchísimo que se arrogan, nada menos que el juzgar intenciones, que no hechos.

Y el ejemplo de la diferencia entre palabra y acción lo tenemos delante estos días con ese vídeo viral de –ese sí– un perfecto delincuente que, sin provocación, causa ni razón imaginable se abalanza por detrás y sin ser visto, hacia una mujer a la que no conoce y a la que derriba violentamente al suelo. Y filmado con esmero todo ello por la figura de quien sí es, también, perfectamente un cómplice, pues está previamente advertido de la acción delictiva y que es asimismo, –qué duda podrá caber– y por añadidura, otro incuestionable cretino, además de parejamente delincuente.

Sin embargo, recibir ese video cada cual en su teléfono y mandárselo de vuelta a mamá, a Purita o a Pepote, porque –supongamos– nos ha hecho gracia, en lugar de acudir con el mismo a comisaría para que busquen al descerebrado, podrá decir de nuestra catadura intelectual y moral, y podrá decir también que no tenemos alma de esquiroles o de colaboracionistas –o de que no seremos ciudadanos intachables, según otros–, pero sin duda habla mal de nuestro buen gusto y estado de civilización, si es que se ha disfrutado de la visión del mismo, pero, por el contrario, me resulta del todo imposible poder calificar su disfrute, o el reenvío, como la comisión de un delito.

Como no puedo tampoco entender como comisión de un delito el hecho de contemplar con fruición como un asesino degüella a un inocente, complacerse de ello y así glosarlo en público o en las redes sociales, como hoy día también es el triste caso. Es algo doloroso y deleznable, es obvio, y estraga conocer de la existencia de hechos así, pero no debería ser un delito verlo y buscarlo, y creer esto no es complicidad, sino simplemente una cuestión de grado, de forma y de entendimiento del tamaño y del peso de las cosas, de la capacidad de medir según razón. Y esto sin añadir que, en este caso, son los propios medios digitales, donde está todo –y todo, es todo–, de donde obtenemos la inmensa mayoría de las cosas que vemos, infinitas de las cuales mejor sería no haberlas visto. Y no por ello, en la gran mayoría de los casos, se les cierra ni sanciona por su divulgación.

Es todo ello algo así como venir a penalizar el: ‘tonto el que lo lea’. Un tuiteo se considera ofensivo para X personas por esto y por lo de más allá. Y para que tal cosa quede bien clara, la prensa lo exhibe en la totalidad de sus términos, reiterando así la ofensa a los ofendidos, pero negando ninguna responsabilidad en tal ofensa. Sin embargo, hoy, el ciudadano que retuitea cualquier barbaridad puede enfrentarse a una calificación de delito. ¿Y los medios, por qué no? Es todo un juego de vergonzante hipocresía, donde el memo que tuitea y el estúpido que retuitea pueden acabar incriminados, pero el medio que lo exhibe y de donde lo obtiene el resto, pero sólo para ejemplarizar, alegan, pero sin duda para allegar más clientes y lectores a la cesta, como nadie podrá dejar de conocer, pretende encarnarse, sin embargo, nada menos que en la fuerza del bien, en centro educativo y en sancionador de las buenas o malas costumbres.

Y ocurre, de nuevo, como en el caso de las rotundas memeces expresadas sobre los desdichados catalanes del avión de marras, que ciertas expresiones y opiniones resultan, desde luego, de una imbecilidad pujante, pero no convendría tampoco olvidar que el más dócil y políticamente correcto de los ciudadanos-cordero es prácticamente seguro que alguna vez en su vida habrá expresado u oído expresar, sin acudir a comisaría y sin desmayarse por ello, imbecilidades de este jaez: –A los del Madrid –o a los del Barcelona– habría que colgarlos a todos... Quedaron los abueletes del incendio como la ceniza de un cigarrillo, qué risa... ¡Iselín, mata!, como se oía antaño en el estadio de mi Atlético... Esa tía es que va pidiendo que le toquen el culo, la verdad... Mira la bollera esa, parece un camionero... A ese violador me lo teníais que dejar a mí... Le está bien empleado a la pendeja por salir a la calle disfrazada como si fuera una puta... Menuda zorra esta hecha la hija de Fulano..., Algo habrá hecho la mujer de Paco para que la zurre..., A ese le daba yo dos bofetadas por mirar así..., A aquel otro le partía yo la boca por chulo..., Al de más allá habría que darle con la pala en la nuca por maricón..., etcétera, que niégueme nadie que son expresiones de las de a diario en cualquier parte y lugar, proferidas en los más altos despachos o en las chabolas y que pretender acabar con ellas viene a parecer labor tan inteligente y sensata como querer prohibir la tos o el coito.

Pero pronto se pretenderá hacerlo, porque es muy corto el camino a recorrer para, después de haber calificado una convocatoria de una reunión o manifestación, como las de rodea las Cortes, como un hecho delictivo, como acaba de hacer nuestra recién estrenada Ley Mordaza, se acabe por calificar igualmente el hecho de ‘pasarlo’ con el móvil, e incluso no acudiendo al acto, como una acción de complicidad necesaria en dicho ‘delito’.

Hoy tenemos a siete personas condenadas a tres años de cárcel por un delito de manifestación, ilegal seguramente, dadas las leyes, pero no violenta, y con todas las 'creativas' agravantes que se le hayan querido añadir, pero que resulta manifiestamente una pena del todo absurda y desproporcionada con los hechos vistos en televisión, penas de cuyo rigor no hay forma de lograr entender que se compadezcan con tales hechos y, no digamos ya si comparando con las recibidas por la comisión de otros delitos, indudablemente peores ante los ojos del común y con las penas, más que ‘bondadosas’, igualmente en opinión de otros muchos, recibidas por algunos responsables de los mismos.

Nos deslizamos cuesta abajo por un terreno extremadamente peligroso y resbaladizo en lo que atañe a la libertad de expresión. Se están mezclando en el mismo capacho hechos e intenciones manifiestas y no manifiestas, se califican burlas y bromas como delitos de ‘odio’, se confunde la opinión con la acción y se penaliza la ‘diferente’ opinión como en tiempos históricos que se tenían por pretéritos.

Con la excusa de la lucha contra el terrorismo pasan por la misma gatera intelectual o, más bien horca caudina, abierta ad hoc para justificar las excepciones de ley, otra multitud de actuaciones legislativas y de calificaciones jurídicas sobre algunos hechos que están mucho mejor emparentadas con la delincuencial juridicidad de nuestro viejo fascismo local (del cual, desgraciadamente, bien se ve que seguimos siendo sufridos hijos y, lo que es todavía peor, sus renovados padres) que de la modernidad a la cual decimos aspirar y en la que tantos afirman, o propalan, más bien, tan tranquila y soñadoramente vivir, aunque sin demasiada idea de lo que hacen y dicen, evidentemente o, todavía peor, bien a sabiendas.

Darse cuenta en la intimidad de la propia sobremesa de que lo que uno acaba de contar o de oírle a un interlocutor, y sea esto algo oportuno o inoportuno, feroz o cruel, incorrecto políticamente o desagradable sin más –para según quién–, y que esté lo expresado lleno de mal gusto, tal vez, pero a saber a juicio de quién igualmente, pero dicho todo ello en libertad y sin haber tocado un cabello a nadie, ni siquiera remotamente, y que, sin embargo, se sea de pronto consciente de que eso mismo no podría hoy decirse o escribirse en una red social o en un periódico sin topar ¡nada menos! que con la Ley con mayúsculas y con su renovado código de Hammurabi en la mano, me produce un desasosiego infinito y una profundísima sensación de iniquidad, injusticia y prevaricación.

Porque yo creía que la misma libertad que permite la expresión de lo que cada cual tenga libremente que decir, con sus explicaciones y descalificaciones, de haberlas, tendría que amparar las expresiones del tonto y del listo, del equivocado y del acertado, del impresentable y del desagradable, del armado de razón y del armado de sinrazón, pero desarmados de armas, igual que podemos votar todos, desde nuestra inteligencia o imbecilidad, desde nuestra rapacidad o generosidad.

Y no sé, además, por qué razón tengan que ser delito un chiste, un sarcasmo, una boutade, una grosería, una falta de caridad, una impiedad, una irrisión, una descalificación contados en una red social y no deban serlo igualmente esos espectáculos indignos, soeces, zafios, atroces... protagonizados por la hez de la sociedad y que se conocen por telebasura, realitis o como se escriba, donde los cretinos más vergonzosos, los ignorante más profundos, los farsantes y falsarios más reconocidos y los mercaderes más infames rivalizan en hacer y contar cosas y hechos que sonrojarían a una cortesana de los tiempos de Calígula y que me producen, como supongo que a tantos otros, el desasosiego moral peor imaginable, pero sin posibilidad alguna de denunciarlos, por añadidura.

Pero mejor, muchísimo mejor y con todo y ello la bendita libertad, cuanta más libertad mejor, para decir lo guapo y decir lo feo, para decir mentiras y verdades, y al que no le guste lo que vea, que no lo lea, que no lo mire, que no lo escuche, que lo deje pasar y que cambie de red social, de periódico, de pareja, de ciudad o de país. Y yo cambio de canal, por supuesto, cuando aparecen de pronto y ante mi total y pobre indefensión Belén Esteban, Jorge Fernández Díaz o la echadora de tarot. Pero es que reivindico, además, poder espetarles el clásico y canónico, ¡Muérete! y, ni que decir tiene, en público.

Y mientras me dijeran ellos –u otros– a mí lo mismo, ante el simétrico desagrado que yo pudiera producirles, pero ninguno tiremos a la hora de la verdad ni de esposas, ni de faca o pistolón, iría todo perfecto, o razonablemente soportable y sin necesidad alguna de acudir al juzgado, que bastante tienen ya con las cosas serias de su jurisdicción como para, además, tener que atender a delitos tan imaginarios como si fueran platos de alta cocina, con muchísimo y altisonante nombre en la carta, pero con casi nada de chicha dentro y confeccionados a base de leyes torticeras, pensadas, traídas y defendidas por justicieros del antifaz y capitantruenos erigidos en protectores de simples golfos apandadores y de los amigos y cómplices de su exclusiva, limitada y tristísima cuerda intelectual y moral.


Como para callárselo y guardárselo uno para sus adentros, vamos.