lunes, 21 de enero de 2013

María Dolores de Cospedal. ¿Los suyos? ¡No, por Dios, los nuestros!


No he sabido nunca, por experiencia personal ni tampoco de oídas, –pero dudo que nadie tampoco–, de república, monarquía o simple cacicazgo o alcaldía de pueblo que fuera, ni de empresa aspiradora de beneficios y plusvalías, ni de organización colectiva, cuadrilla de golfos apandadores, fundación cultural, deportiva o recreativa, asociación de coros y danzas, ni de familia o agrupación de humanos cualesquiera ni, en fin, aunque tal vez, solo tal vez en este caso, de organización expresamente benéfica, en las cuales se retribuya o retribuyera a sus miembros de manera inversamente proporcional a la categoría jerárquica que cada miembro ocupe dentro del grupo y, menos aún, de alguna que distribuya sobresueldos, opacos o transparentes –para el caso da lo mismo–, solamente a los subordinados más apegados y eficaces en su trabajo, pero jamás a sus jefes.

Vendría a ser esto, si las cosas realmente ocurrieran así, como una derogación efectiva de ley de la gravedad y el que pudiéramos vernos, en consecuencia, todo el personal saltando felicísimos y levitando gráciles, como si habitáramos la Luna, lo cual equivaldría a expresar exactamente eso mismo, pues tal significa la figura, el que estuviéramos de verdad todos en la misma, tan serenos, tan contentos y tan callando.

Y hablo, se entiende, de retribuciones en general y de las del poder en particular, pero sobre las cuales debe considerarse no sólo el peculio en sí, a veces incluso minorado con respecto a otros salarios más conspicuos en comparación con otras organizaciones privadas, si quiere mirarse el asunto sin más perspectiva, pero retribuciones, las del poder, a las que habrá que sumarles, obligatoriamente, para entender la magnitud de su verdadera cuantía, otra larga lista de intangibles que sólo proporciona el poder mismo.

Como lo son el mandato para decidir a propio criterio y sin más, junto a la obligación de ser necesariamente obedecido, más la disposición de la vida o de la muerte –si bien, hoy ya solamente laboral, política o civil del subalterno, del súbdito o del enemigo, y ya solo en apenas contadas ocasiones referida al hecho necesario, en razón de la razón de estado, dicen, de su necesaria degollación, cuando tal acontecía, pero, lo cual, hoy, sin duda es bien raro, si bien, de su rareza también podría opinar el fiscal argentino Niman.

Y retribuciones lo son, además, el acceso sin límites a las preciadas cajas negras ¡Ay, reverenciadas Kaabas!, que guardan los datos oscuros, pero imprescindibles siempre para la prosecución y el continuado buen fin del peculado, así como la afortunada posesión de la llave de las arcas de los doblones, tan parejas a las anteriores en su hervor admirable de beneficios y de maravillas sin cuento y si se sabe y se tiene la disposición moral para colocar la mano adecuadamente en figura de cazo cada vez que se abren y se cierran sus tapas en función de sus legítimos usos. Y el derecho a esconder y a esconderse sin castigo cuanto y cuando no convenga, y la prerrogativa, seguramente divina, de convertir la verdad en mentira y la mentira en verdad, según conveniencia propia, más la subsidiaria de la anterior consistente en transformar el verbo iletrado y el rebuzno mismo o el grito rapaz, cuando sea el caso, en sabiduría de curso legal y en declaración de omnisciencia o  capacidad de revelación profética.

Y, continuando, el derecho a palio y a alfombra, siempre tan confortables y pagadores del esfuerzo, el disfrute de imagen áulica, junto a su preceptivo y continuo incensado, y la reverencia recibida y la arrobada referencia constantes y, además, el aforamiento, la inviolabilidad, el derecho putativo a convertir los deseos en decretos favorecedores del propio interés o, en carne misma, como nunca faltan casos, la disposición continua de consejeros obsequiosos y dóciles, más las inacabables prebendas percibidas en monetario o en especie.

Esos gajes materiales, ya estos sí, de las residencias de no pago, de los sobres, de las tarjetas milagrosas, de las palabras oportunas recibidas al oído y que permiten intercambiar sinecuras y emprender aventuras sin riesgos, y los vehículos, los regalos, los fililíes, los manjares, las molicies, los viajes y los servicios gratuitos más inimaginables, amén de los infinitos detalles y elegancias sociales, desde una cerveza hasta un Jaguar, y todo ello jamás pagado de bolsillo propio, pero sí percibido sin falta, y que el común apenas acertamos a cuantificar en su embriagadora magnitud.

No último, el poder levantarse cada mañana pudiendo repetir ante el espejo la más dulce, la más lírica, la más metafísica, la más honda y surgida de profundis de todas las oraciones: –Soy el amo, María, ven a verlo... ¡Soy el puto amo y es que me corro, me corro y me corro!, y si no te lo crees, mira, solo por ejemplo, este sobre de ayer por la mañana, que no el de por la tarde, de cuál grosor y pujanza, que no aguanta el papel celo para mantenerlo cerrado, mira por Dios, María, mira bien qué maravilla, pero que no es ni será nunca ni el primero ni el último, ¡por estas te lo juro!, aunque no, no quieras saber más de este milagro inefable... que me pierdo–. Y anda, toma, coge, coge lo que quieras, mi dulce, mi buena, mi sacrificada costilla.

Y establecida entonces estas verdades ontológicas, que desafío a cualquiera a rebatirme, no me resulta concebible la existencia, por tanto, de ecónomo o tesorero de cada colmado, negociado, satrapía, partido o agrupación de cantores de jotas, que ignore o al que se le pueda ocurrir despreciar tan fundacional, prístino y sagrado principio de su oficio. Que es que el de arriba se lleva lo más y el de abajo, lo menos posible.

Como no puedo concebir que proceda entonces a repartir, como si a su cargo le fuera dado acceder a cualquier idiota, los preceptivos sobres preñados con cantidades ¡progresivamente menores! según vayan desfilando por contaduría el botones, el encargado de la limpieza, el mancebo de los recados, el operador telefonista, el auxiliar que pone el sello en la querella contra el juez, el becario que la redacta, el jurista que la inspira, el presidente de la agrupación de Castuera, el secretario de la de Babilonia La Mancha, el ideólogo tercero, el alumbrador segundo de consignas, el macho cabrío responsable de los mozos de estaca que protegen las sedes, Ruby y sus muchachas, con sus putos, las madres abadesas, depositarias del sello y de la honra de la firma, el mastín encargado de las labores de domesticación interna, el comunicador en jefe de nuevas y albricias y el observador en el Vaticano de cada agrupación local, y que, finalmente, ya agotado el caudal de las dádivas por mor de tan acrecentado número de beneficiarios, no entregue nunca un céntimo, pero jamás, no, ni por asomo, ni por error, nada, pero ni uno, al Excelentísimo Señor Presidente Perpetuo de la Compañía, al Querido Líder Anterior, a los respetabilísimos cuñados de unos y otros, al Viceconducator, al Muñidor de Virreyes, a los Visorreyes mismos, al Oídor General de Escrutadores Implacables, a las Generalesas Incorruptas, al Mandarín de la Firmeza Doctrinal, al Almirante de los Olivares, al Capitán General de la Mar de las Comisiones, al Empuñador de la Pluma Esclarecedora, al Jurista de Todos los Jurisconsultos, al Chambelán de Chambelanes, al Copero Mayor, al Trinchador de Capones y Reses, al Encomiasta del Verbo Emanado, al Rectificador de Dispersos y al Verdugo Honorario.

Y haciendo entonces ostentación de su inocencia, de la dignidad de su pobreza, del apego a su misión, y asombrada, los ojos abiertos como platos, presa del estupor más inenarrable, ofendida, gritando al unísono ¿de quiénes dicen qué?, ¿de nosotros y nosotresas?, e indignados hasta la combustión todos los cofrades, vemos bien que se vuelve, a diario, como picada por escorpión, toda la congregación de los Primeros Varones y Damas ante la insinuación de que los hechos, en lo tocante al reparto de prebendas, puedan no acontecer exactamente, en sus contadurías, de la manera que ellos proclaman. 

Indignados como vírgenes vestales que hubieran sido acusadas de la inconcebible existencia de unos sobres manila encontrados cabe el Ara misma de los Sacrificios, numerados y con los nombres de cada una de ellas bien claros en el anverso y que guardaran en su interior, ¡oh nefandez de las suposiciones más nefandas!, cuidadosamente gradados por tamaño, pujantes y delicadamente aceitados, acabados con primor en repujada y lustrada piel de morlaco, con su alma de dura madera noble y cueros apretados, tantos cipotes de piel de toro como sacros e inviolables hímenes de altas sacerdotisas constituyeran la sagrada cofradía.

Y es más, ayer, no solo, sino también hoy mismo de nuevo, y como también acontecerá en sucesivos días y siglos, hemos visto todos cómo la Vestal Mayor, ante los micrófonos y las cámaras, ha abierto su ceñidor, ha alzado furibunda su veste, su sacra toga, ha mostrado los impolutos pololos, ha bajado estos castamente de un lado, dejando ver los refajos sucesivos y cómo, apartándolos un tanto igualmente, y dejando asomar los fierros, las cadenas, la cerradura y los óxidos de su cinturón de Todas las Castidades, gritaba desde la altura infinita de su sacralidad y de su respeto a la justicia, al deber, a su función y a sí misma: –¡Vean, palpen, juzguen las hienas comedoras de carroña si alguna vez estos cerrojos hayan sido abiertos, miren a los ojos de esta desdichada mujer que ha sacrificado su vida por ustedes y díganme a la cara si fuera posible cuanto las más sacrílegas e impías murmuraciones de nuestros enemigos propalan cobardemente!–

–¡Por mis hijos declaro y declararé mil veces mi virginidad y mi inocencia y la de todos los miembros de nuestra Santa Institución!–

Y marchó al punto la matrona, reivindicada y dignísima, de regreso a sus altas labores del Sacro Colegio Mariano.