De antiguo, el sorteo por antonomasia era el de los mozos de quintas. Excluidos los que podían estudiar y los librados por pago, como se instituyó el asunto al principio, los había que salían librados de cupo, los menos afortunados que se destinaban acá y acullá a barrer eriales, a hacer de mozos de cuadra o de comedor, según sus suertes, a criados de generales y de sus muy dignas señoras de ellos, las generalas, y los desdichados que dejaban sus huesas en el África ardiente o en los paraísos tropicales de colonias, donde si nos lo mataba el mar o su coronel, los mataban el rancho, el dengue o los aborígenes, por lo general sediciosos.
Más modernamente, el sorteo atribuye al afortunado la titularidad de una vivienda de construcción pública, previo paso por caja de la entidad privada con cuyo dinero se haya levantado la misma.
En ambos casos, el sorteo afectaba y afecta a la simple infantería social, los de a pie, para entendernos. Pero mirado por donde se mire, sortear es asunto que distribuye la suerte buena y mala de manera bastante igualitaria en todas aquellas situaciones en las que discriminar objetivamente méritos mediante baremos, juicios y currículos es asunto casi imposible. Así que se efectúa una primera criba de los aspirantes admitiendo sólo a los que acreditan los mejores títulos de merecimiento, se pasan estos por acristalado bombo y se acabó el asunto. El uno tiene su casa y el otro a seguir soñando. El uno casi se convierte en padre de la Patria, el otro sigue de sobrino segundo.
Y bien podría postularse un tratamiento parecido para este engarbullamiento de lo judicial que padecemos en estos momentos. Paralizados los altísimos tribunales superiores por bajísimas maniobras políticas y por normativas que habría que suponer bienintencionadas, pero que a la hora de la verdad en lo único que resultan es en inoperantes, y siendo imprescindible sin embargo que estos realicen su trabajo, no parecería del todo descabellado que efectuadas las cribas de méritos de todo el aspirantazgo, y una vez postuladas y elegidas por cada parcialidad las eminencias a candidar y, constatadas finalmente una vez, dos, tres, cuatro... la incapacidad de alcanzar acuerdos para nombrar a Fulano y Mengana con preferencia sobre Zutano, o viceversa, para los cargos a proveer, se acudiera de forma automática y reglada en plazos y forma a sortear las disputadas canonjías sin más, y a trabajar, y ya, excelencias.
Pero, además, y siendo que las decisiones en sí que toman a su vez los dichos habilitados, una semana una, la siguiente su contraria, al mes otra distinta, con los mismos antecedentes, y el año que viene la que toque, todas ellas sobre el mismo asunto, y que bien parecen fruto del dejar rodar un simple dado o de tímida extracción por mano párvula e inocente, bien se podía decidir tomar tales decisiones igualmente por el mismo procedimiento de apelar a ojo vendado, y mediando jornada festiva, incluso, y para civil jolgorio, ahorrándonos en virtud de ello la provisión de infinidad de cargos cuyo trabajo, a la hora de la verdad, o mejor dicho, los resultados del mismo, en poco vienen a diferir de cualquier proceso random, o ya, y en peor castellano, a la obra de la simple chiripa, esa sí, universal y atrabiliaria proveedora de hechos.
Porque si las más sagradas cosas que atañen a la racionalidad de los hombres, a su entenderse como acreedores de derecho en este digno plató del mundo, como bien podrían ser la victoria de un campeonato nacional de Liga, el evitar el descenso a segunda división o el dirimir entre sucesivos empates el tercer clasificado de un grupo de clasificación del Mundial; si tales cuestiones que tanto inciden en el bien común y que atañen a la felicidad e infelicidad de centenares de millones de seres humanos, pueden decidirse por sorteo o por el lanzamiento de una moneda al aire, poco se entiende que en comunidades bien menores de personas, el decidir sobre el derecho o no a la eutanasia o al aborto, o sobre la entrega, en calidad de despojo, de un ciudadano a su banco, o sobre la exculpación o no de un ladrón en función exclusiva de sus altas amistades, no se puedan llevar a cabo mediante procedimientos parecidos.
Si, además, en tantas cuestiones se manifiestan posiciones sociales divididas casi siempre en dos partes razonablemente iguales, pero opuestas, las que se decantan por el sí y el no, pues el matiz intermedio poco cuenta y menos vota, no sería del todo descabellado lanzar los dados y dar así satisfacción unas veces a unas, otras a otras, sin nadie finalmente a quien demonizar –pero tampoco pagar– por ello y obteniendo distribuciones de contentos y de enfados que a la larga, y por simple construcción matemática, acabarían resultando significativamente similares. Esto sin olvidar el bien todavía mayor que se podría obtener con el rédito de las apuestas, amorosa e inteligentemente encauzadas.
Demás que nos ahorraríamos la inquina de las imposiciones y el trágala que yo mando, y así en lugar de tener que desgranando y graznando envenenado el común todos esos inacabables mantras democráticos de –váyase Usted señor Perengano, váyase usted señora Zutana–, y una vez que se lograra que asumieran éstos el cargo nada más que por inapelable decisión de bola blanca o negra, con el consiguiente ahorro de sufragios, cámaras, cabildos y senados, armónicamente se agavillaría en cambio la población ante los santuarios de su preferencia, finalmente una, grande, libre, Juancarolina y salmodiando: –Váyase usted ya, señora diosa Fortuna–. Y acudiendo de inmediato otra lozana al quite.
Que lo insaculen todo pues, que los insaculen a todos, que en poco o nada se iba a notar diferencia, pero sí grandemente el ahorro y el general contento. Y ruede la rueda y gire la noria, como en la hermosa canción de Javier Krahe.
jueves, 16 de junio de 2011
jueves, 2 de junio de 2011
Entre el cuasi exhorto puesto en términos a medio camino entre la pura y simple desesperación y lo que yo me atrevería a llamar una expresión en modo ojalativo: El que quiera mandar guarde al menos un último respeto hacia el que ha de obedecerle: absténgase de darle explicaciones (Rafael Sánchez Ferlosio, en Vendrán más años malos y nos harán más ciegos, Ed. Destino, Barcelona, 1993) y el mecanismo de explicación, por el contrario, por el que finalmente opta u optan los mismos, existe en la realidad toda una reflexión sobre el ejercicio del poder que realizaba de forma magistral Enrique Lynch en las muy agudas observaciones vertidas en su artículo Tierra de nadie, publicado en el diario El País del día 30 de mayo de 2011, en la sección de Opinión, página 29.
Esa espléndida imagen por él comentada y en la cual todos pudimos ver a la plana mayor del poder político de los Estados Unidos de América dejando ver que están viendo pero sin permitir ver el qué (o el cómo), referente al momento, se deja suponer, de la captura y ejecución de Osama Ben Laden, vendría a equivaler a esas imágenes cinematográficas de mejor o peor factura pero mil veces vistas por todos nosotros de cualquier corte medieval o más generalmente, de lo que hoy llamaríamos una sociedad bárbara, en las cuales los reyes, nobles, guerreros, hechiceros y eclesiásticos, notables y potentados fueran arrojando a los criados los huesos con algo de carne aún para poder roer, o cantidades de calderilla de cobre al populacho reunido bajo el balcón correspondiente, o a la plebe agavillada al paso de la autoridad, benévola esta siempre en las ocasiones de mayores albricias, como el advenimiento de un heredero, los esponsales pro-aglutinación de territorios, la llegada de las carretas o de las flotas con el contenido de la rapiña o la venturosa decapitación, degollación o quema del villano o traidor de turno y enemigo sempiterno del pueblo.
Se difuminan en esta pavorosa imagen de los potentados escondiendo a la plebe las pantallas de sus portátiles las diferencias entre ancien regime, tiranía sin más o democracia sin otros adjetivos, y un manto de horror y de igualdad las cubre y nivela a todas. La Historia humana, personificable en el Saturno o en Coloso de Goya, es quien parece mirar esas pantallas que nosotros nunca tendremos derecho a ver. Siempre estaremos en el interior de ellas, bajo las especies del degollado, sólo podremos ver el cuchillo que manejan asépticamente con el ratón.
El poder se sigue arrogando las mismas prerrogativas de siempre, sin mayor cambio que una generalidad de formas en apariencia más civilizadas –y signifique civilización lo que signifique–, pues esas mujeres egipcias sometidas en comisaría a examen de virginidad, (como igualmente nos informaba hoy la prensa) con médicos y policías tomando fotos, si bien salvaron aparentemente la piel, han sido torturadas como cualquiera pudiera haberlo sido en Guantánamo, en Guatemala y, porqué no, en Dinamarca, o como cualquier borracho desdichado tomado al lazo por la Guardia urbana de no importa dónde en nuestra buena España, según vídeos de la más carpetovetónica localidad y cotidianeidad, sometido a canónicas patadas y bofetadas y, cómo no, esposado previamente, no fuera que las devolviera, el drogadicto.
Los malos tratos, o mejor, la tortura, siguen igual de globalizados que siempre, y los uniformes siguen sirviendo para esconder toda clase de asuntos inconfesables y no sólo para la proclamada tranquilidad de la ciudadanía a la que dicen proteger –como hoy mismo también nos contaban los papeles–, reproduciendo la frase de ese agente policial que se quejaba amargamente de no haberle podido dar tan siquiera una ‘colleja’ a ningún terrible asesino de esos que acampan este mes por nuestras plazas mayores –donde antaño se rostizaba a los herejes –¡esos fueron tiempos!–, como se lamentaría seguro el andoba–, reclamando democracia a base de esa intolerable exhibición de fuerza bruta y de insoportable violencia verbal consistente en escribir frases en pancartas y de solicitarle firmas a las amas de casa que por ellas se acercan.
Porque la democracia, conviene no olvidarlo, no es sin embargo resultado exclusivo, directo e inevitable del hecho de votar, así como la salud no es consecuencia directa de la toma de medicinas, y por mucho que nos vendan lo contrario. Y si un millón de esperanzados en que les dejen robar también su pequeña parte optar por votar a un ladrón, democrático será tal vez, si así les parece, pero ladrones lo serán todos ellos y legítimo debería de ser también el poder proclamarlo, así les duela.
La democracia verdadera, aquella en la que cada cual creemos instintivamente, no consiste más que en el buen funcionamiento de toda una suma de mecanismos reguladores (nunca desreguladores) y bien engrasados aunque interminablemente cambiantes y siempre perfectibles, pero sometidos en principio al ideal de un igualitario servicio para todos. Solamente votar no es democracia como bien saben en tantos países cuya única apariencia democrática es precisamente ese dejar un papel en la urna y acabarse allí el asunto. Lo saben bien en las nueve décimas partes del mundo y lo sabemos igualmente bien aquí.
No hay democracia donde sea posible votar a un ladrón una vez que sea públicamente sospechoso de serlo, no puede haberla donde un imputado judicialmente, pero perteneciente a una mayoría, se vea amparado por esta para retrasar sine die su cita con la justicia, no puede haberla donde el robo, la extorsión y el expolio se toleren, o incluso fomenten desde la vía parlamentaria, no puede haberla donde el control de lo público se relaje en manos privadas cuyo principal interés es, como es lógico, su privado lucro y no el del común, no puede haberla donde se sustraiga a muchos para darle mucho a pocos, no puede haberla donde los hermosos principios de lo que todos entendemos por Constitución resulten siempre en letra mojada o en piadosos cuentos para niños, no puede haberla si los estados, desentendiéndose del contrato social que los legitima y justifica, desatienden las principales obligaciones para las que se supone que existen y por cuya causa, con mayor o menor gusto, los sufragamos y padecemos.
Incluso desde la óptica más neoliberal imaginable carece de todo sentido pagar y pagar y pagar a cambio de servicios que no se prestan. Tal cosa es un robo y no hay más, y parece del todo legítimo reclamar con aspereza a quienes lo permitan y a sus beneficiarios.
Los señores feudales, cuyos castillos los levantaban a fuerza de penalidades sus esclavos y siervos de la gleba, adquirían el deber casi sagrado de acoger a los mismos en tiempos de guerras y de calamidades y así efectivamente lo hacían. Al tiempo que los amparaban dentro del recinto sobrevenía la necesidad de alimentarlos y para estos súbditos la de defender los muros, a sus señores y por supuesto a sí mismos. Perecían o triunfaban juntos, pero atendían conjunta y solidariamente al contrato social vigente en su época, por asimétrico que este fuera y por ajenos a sus términos y entendimiento que hoy podamos hallarnos.
Nuestras democracias actuales, secuestradas o progresivamente caídas en manos de señores aún más rapaces, viciosos, inútiles y dañinos que sátrapas y caciques y visires y demás figuras de poder de una antigüedad cada día más pavorosamente cercana, se están deslizando en cambio hacia el filo mismo del incumplimiento del contrato social vigente en nuestros tiempos, lo que generará en consecuencia movimientos sociales para revertirlas a usos más civilizados ya habidos y disfrutados, pues ni siquiera se trata de hablar de utopías, o las consecuencias serán terribles para todos, y ya no únicamente para los sometidos.
El poder, los poderes, están jugando con fuego y si yo fuera un monje, igualmente cinematográfico o de novela de Umberto Eco, de enorme capucha, crucifijo de sarmientos y hábito amplio y raído iría musitando en procesión, y seguramente ya junto a otros muchos: –Señor, dispárales porque no saben lo que hacen– Y nos pasarían a cuchillo, qué duda cabe. Pero Girolamo Savonarola, o Giordano Bruno o Miguel Servet fueron finalmente vindicados a no pasar siquiera trescientos años.
Sin embargo ahora los acontecimientos se suceden más rápido, tal vez diez veces más rápido. Serán treinta años, serán cincuenta años. Tomen nota pues sus Rapacidades Eminentísimas de que algunos de los que lean hoy estas líneas tiempo tendrán de ver algunas de sus respetables cabezas clavadas en una pica, siquiera figuradamente. Si a Alá le plegue.
Esa espléndida imagen por él comentada y en la cual todos pudimos ver a la plana mayor del poder político de los Estados Unidos de América dejando ver que están viendo pero sin permitir ver el qué (o el cómo), referente al momento, se deja suponer, de la captura y ejecución de Osama Ben Laden, vendría a equivaler a esas imágenes cinematográficas de mejor o peor factura pero mil veces vistas por todos nosotros de cualquier corte medieval o más generalmente, de lo que hoy llamaríamos una sociedad bárbara, en las cuales los reyes, nobles, guerreros, hechiceros y eclesiásticos, notables y potentados fueran arrojando a los criados los huesos con algo de carne aún para poder roer, o cantidades de calderilla de cobre al populacho reunido bajo el balcón correspondiente, o a la plebe agavillada al paso de la autoridad, benévola esta siempre en las ocasiones de mayores albricias, como el advenimiento de un heredero, los esponsales pro-aglutinación de territorios, la llegada de las carretas o de las flotas con el contenido de la rapiña o la venturosa decapitación, degollación o quema del villano o traidor de turno y enemigo sempiterno del pueblo.
Se difuminan en esta pavorosa imagen de los potentados escondiendo a la plebe las pantallas de sus portátiles las diferencias entre ancien regime, tiranía sin más o democracia sin otros adjetivos, y un manto de horror y de igualdad las cubre y nivela a todas. La Historia humana, personificable en el Saturno o en Coloso de Goya, es quien parece mirar esas pantallas que nosotros nunca tendremos derecho a ver. Siempre estaremos en el interior de ellas, bajo las especies del degollado, sólo podremos ver el cuchillo que manejan asépticamente con el ratón.
El poder se sigue arrogando las mismas prerrogativas de siempre, sin mayor cambio que una generalidad de formas en apariencia más civilizadas –y signifique civilización lo que signifique–, pues esas mujeres egipcias sometidas en comisaría a examen de virginidad, (como igualmente nos informaba hoy la prensa) con médicos y policías tomando fotos, si bien salvaron aparentemente la piel, han sido torturadas como cualquiera pudiera haberlo sido en Guantánamo, en Guatemala y, porqué no, en Dinamarca, o como cualquier borracho desdichado tomado al lazo por la Guardia urbana de no importa dónde en nuestra buena España, según vídeos de la más carpetovetónica localidad y cotidianeidad, sometido a canónicas patadas y bofetadas y, cómo no, esposado previamente, no fuera que las devolviera, el drogadicto.
Los malos tratos, o mejor, la tortura, siguen igual de globalizados que siempre, y los uniformes siguen sirviendo para esconder toda clase de asuntos inconfesables y no sólo para la proclamada tranquilidad de la ciudadanía a la que dicen proteger –como hoy mismo también nos contaban los papeles–, reproduciendo la frase de ese agente policial que se quejaba amargamente de no haberle podido dar tan siquiera una ‘colleja’ a ningún terrible asesino de esos que acampan este mes por nuestras plazas mayores –donde antaño se rostizaba a los herejes –¡esos fueron tiempos!–, como se lamentaría seguro el andoba–, reclamando democracia a base de esa intolerable exhibición de fuerza bruta y de insoportable violencia verbal consistente en escribir frases en pancartas y de solicitarle firmas a las amas de casa que por ellas se acercan.
Porque la democracia, conviene no olvidarlo, no es sin embargo resultado exclusivo, directo e inevitable del hecho de votar, así como la salud no es consecuencia directa de la toma de medicinas, y por mucho que nos vendan lo contrario. Y si un millón de esperanzados en que les dejen robar también su pequeña parte optar por votar a un ladrón, democrático será tal vez, si así les parece, pero ladrones lo serán todos ellos y legítimo debería de ser también el poder proclamarlo, así les duela.
La democracia verdadera, aquella en la que cada cual creemos instintivamente, no consiste más que en el buen funcionamiento de toda una suma de mecanismos reguladores (nunca desreguladores) y bien engrasados aunque interminablemente cambiantes y siempre perfectibles, pero sometidos en principio al ideal de un igualitario servicio para todos. Solamente votar no es democracia como bien saben en tantos países cuya única apariencia democrática es precisamente ese dejar un papel en la urna y acabarse allí el asunto. Lo saben bien en las nueve décimas partes del mundo y lo sabemos igualmente bien aquí.
No hay democracia donde sea posible votar a un ladrón una vez que sea públicamente sospechoso de serlo, no puede haberla donde un imputado judicialmente, pero perteneciente a una mayoría, se vea amparado por esta para retrasar sine die su cita con la justicia, no puede haberla donde el robo, la extorsión y el expolio se toleren, o incluso fomenten desde la vía parlamentaria, no puede haberla donde el control de lo público se relaje en manos privadas cuyo principal interés es, como es lógico, su privado lucro y no el del común, no puede haberla donde se sustraiga a muchos para darle mucho a pocos, no puede haberla donde los hermosos principios de lo que todos entendemos por Constitución resulten siempre en letra mojada o en piadosos cuentos para niños, no puede haberla si los estados, desentendiéndose del contrato social que los legitima y justifica, desatienden las principales obligaciones para las que se supone que existen y por cuya causa, con mayor o menor gusto, los sufragamos y padecemos.
Incluso desde la óptica más neoliberal imaginable carece de todo sentido pagar y pagar y pagar a cambio de servicios que no se prestan. Tal cosa es un robo y no hay más, y parece del todo legítimo reclamar con aspereza a quienes lo permitan y a sus beneficiarios.
Los señores feudales, cuyos castillos los levantaban a fuerza de penalidades sus esclavos y siervos de la gleba, adquirían el deber casi sagrado de acoger a los mismos en tiempos de guerras y de calamidades y así efectivamente lo hacían. Al tiempo que los amparaban dentro del recinto sobrevenía la necesidad de alimentarlos y para estos súbditos la de defender los muros, a sus señores y por supuesto a sí mismos. Perecían o triunfaban juntos, pero atendían conjunta y solidariamente al contrato social vigente en su época, por asimétrico que este fuera y por ajenos a sus términos y entendimiento que hoy podamos hallarnos.
Nuestras democracias actuales, secuestradas o progresivamente caídas en manos de señores aún más rapaces, viciosos, inútiles y dañinos que sátrapas y caciques y visires y demás figuras de poder de una antigüedad cada día más pavorosamente cercana, se están deslizando en cambio hacia el filo mismo del incumplimiento del contrato social vigente en nuestros tiempos, lo que generará en consecuencia movimientos sociales para revertirlas a usos más civilizados ya habidos y disfrutados, pues ni siquiera se trata de hablar de utopías, o las consecuencias serán terribles para todos, y ya no únicamente para los sometidos.
El poder, los poderes, están jugando con fuego y si yo fuera un monje, igualmente cinematográfico o de novela de Umberto Eco, de enorme capucha, crucifijo de sarmientos y hábito amplio y raído iría musitando en procesión, y seguramente ya junto a otros muchos: –Señor, dispárales porque no saben lo que hacen– Y nos pasarían a cuchillo, qué duda cabe. Pero Girolamo Savonarola, o Giordano Bruno o Miguel Servet fueron finalmente vindicados a no pasar siquiera trescientos años.
Sin embargo ahora los acontecimientos se suceden más rápido, tal vez diez veces más rápido. Serán treinta años, serán cincuenta años. Tomen nota pues sus Rapacidades Eminentísimas de que algunos de los que lean hoy estas líneas tiempo tendrán de ver algunas de sus respetables cabezas clavadas en una pica, siquiera figuradamente. Si a Alá le plegue.
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