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Arribo de nuevo a mi blogue, tiempo a través, trepando por la maroma para subir a bordo y resoplando, que será cosa ésta de la edad. Y no me ha recibido tan maltrecho el esquife a pesar del abandono, la verdad. Será que tuviera sus buenas cuadernas y aún buena copia de cuadernos estibados en la panza este velero, a pesar de ser obra de artesanía sencilla y aficionada que me obligará de continuo a seguir achicando como siempre la mar a mano, sorda tarea.
Decíamos ayer... de eso nada, porque pocas cosas más feroces que cualquier hoy de estos de andar por casa, con sus mandamientos y su timing, ¡ay Santa María de los anglicismos!, que hasta incluso un hoy modesto y de los de baja intensidad se las pinta mejor que bien para inquietarme y darme castigo sus muchas horas, porque además el ayer, ¡Ay el ayer!, se me fue en un punto, según dejara ya bien proclamado en su día la autoridad máxima a este respecto. Así que héme aquí otra vez culebreando, como me ven, ya remangado, con el balde, el cepillo, el escobón y la caja de los parches, examinando perplejo la cubierta, pero aún voluntarioso, y de eficaz... quién sabe. Este cascajo echará de nuevo a andar, tal vez, pero cuánto miedo dan ustedes y los días por recontar, y qué trabajo. Y me perdonarán la sensiblería, gracias, que haré que sea la última, si puedo.
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Escuela secundaria. A todo lo demás.
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Para hacer las cosas cumplidamente mal se precisan ignorancia, incompetencia, codicia, el concurso necesario de una urgencia desmedida y –cómo no– la propensión a obrar con mala fe; sin olvidar por supuesto la imprescindible titulación; y sólo merced a la feliz conjunción de estas seis virtudes cardinales podrá uno ser considerado un verdadero profesional, de los calificados “como la copa de un pino”, grado éste superlativo de toda profesionalidad, según me parece haber inferido, y patente necesaria junto a la habilitación legal correspondiente para disfrutar del derecho no sólo a no sufrir consecuencias sino a recibir parabienes por cada obra mal hecha, más los emolumentos baremados por cada Colegio profesional, como mínimo.
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Un aforismo perfecto es un inesperado tramo liso en ese cordel enredado y lleno de nudos al que llamamos pensamiento.
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Tiempos éstos, de inteligencia a la violeta.
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Leí, ya no recuerdo, si en Stendhal, o tal vez en las cartas inglesas de Voltaire (lo que pudiera ser también), de un embajador de la corte de Luis XV (aunque tal vez lo fuera de su sucesor, aquél del decimosexto ordinal y generoso decolleté) que originó un escándalo mayúsculo al presentarse en palacio, en público y ante su señor sin las pertinentes, oficiales, estatuidas e imprescindibles hebillas en el calzado. Me llevó este hilo hasta un ministro del gobierno, el señor Miguel Sebastián, que en algún momento canicular del verano pasado, en plenaria sesión de Cortes, y originando el pertinente asimismo e igualmente mayúsculo escándalo, dio en comparecer ante tan solemne asamblea ¡sin corbata!, o prácticamente y como como quien dice y a efectos oficiales, casi tal y como dios le echó al mundo, a la mala bestia, es decir, en simple cuello de camisa y éste además sin abotonar; originando tan inconcebible excentricidad o mejor dicho provocación, pues lo hizo ex profeso, dolorida y quejumbrosa reprimenda de su colega y compañero de partido, José Bono, a la sazón –y aún todavía– prepósito para las Formas de dicha cámara. Piensa uno entonces que en la Edad de la Piedra también hubiera o hubo de llevarse el pertinente y oficializado hueso de ave (o de oso, o pellejo de caimán, o manojo de plumas de zopilote o teste o colmillo de tigre que fueran) correctamente anudados, o colgando o asomando allá dónde y cómo fuera menester y viniera preceptuado de antiguo y no de otra manera. Resumiendo y para acabar pronto: que los estatuidores de idiocias, sus legistas y los preceptuadores compulsivos cambian, se reproducen y se suceden, pero las idiocias mismas, no que no.
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Existen cierto tipo de soluciones que parecen resultarle las más particularmente odiosas tanto a un buen porcentaje del común como a muchos de los propios jueces, sorprendentemente y aunque sólo fuera por una vez juntos todos ellos y puestos de buen acuerdo. Las justas.
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Hace unos meses en Italia, en un acto público, un perturbado mental armado con una catedral en miniatura atacó ferozmente a otro perturbado, en este caso, moral. Lo sorprendente del asunto –aún sin desdeñar la extraordinaria novedad del arma utilizada para la agresión– fue el crujir de papel de prensa sobrevenido, como si no fuera acaso habitual que los perturbados se ataquen entre sí, en Milán, en Astorga o en Tumbuctú. Es como cuando aquí se nos pelean y se nos rajan mutuo y con saña, y como aquel que dice “culturalmente”, los integrantes de “esa otra etnia”, que ya me dirán ustedes qué clase de novedad podría venirse a encontrar o a querer buscar en ello, ni qué razón habría para rasgarse farisáicamente las vestiduras. En resumen, pazienza, encogiéndose uno de hombros, en cheli, en caló y en italiano dantesco, idiomas todos ellos parigualmente desesperados y hechos desde antiguo a éstos y a otros bastante peores espantos, pero mucho menos hechos –por cierto– a esa otra justicia inesperada y poética en virtud de la cual alguien finalmente ¡Laus Deo!, públicamente y porque sí, va y le parte la cara a un chorizo. Y entiéndase lo de chorizo también como poética miniatura, vistos los antecedentes del caso.
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Sólo una solución perfecta, al gusto de todos y de las calificadas unánimemente “como Dios manda”, sabrá acarrear constantemente nuevas y cada vez más creativas complicaciones.
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Idealmente un gobierno perfecto dotaría a su población de manera gratuita –a cambio de su trabajo– de alimentos, techo, vestido, enseres, cuidados sanitarios, enseñanza pública, pensiones, obras y servicios públicos, atenciones sociales y toda la retahíla, añadiendo además una imprescindible partida para los ocios. Otra cosa sería el qué hacer con los vagos, malhechores y ladrones, y de venirse cualquiera a mencionar –aunque solamente fuera por recreativa hipótesis– no digo ya el paredón, sino una reclusión moderada, un exilio temporal o una reconvención severa, seguro que tropezaría de inmediato con la voz tonante de don Rafael Sánchez Ferlosio amonestando implacable: ¡Ojo, a los vagos ni me los toquen, Sápristi! seguido de una certera, hilada, irreprochable, implacable e irrefutable concatenación de onfaloscopías, veterotestamentarios, trofalácticos, usucapios, bulas inter caetera e ius loci de estos y cualesquiera otros pagos y demás tonante artillería verbal, como de capitán Haddock, el de los Tintines, dejando sepultada en argumentos de duro mármol y solidísima clavazón intelectiva cualquier posible veleidad y protesta al respecto de no importaría quiénes e incluyendo asimismo las de este miserable arbitrista. Y no sería ello lo más irritante, sino que acabaría uno teniéndole que dar la razón al gachó –como siempre–, ¡asco de tío!
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En lo tocante a explicaciones y a su claridad, la mayoría son como esas flechas con dos puntas que tanto ayudan a dirigirse a ninguna parte, adecuadamente asesorados por la oficina de atención al ciudadano, eso sí.
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La preparación razonada y metódica de la siguiente matanza gusta de fraguarse a la paz de una estufa, sorbiendo un caldito caliente y sentado el humanista ante un buen escritorio, con la bandera correspondiente presidiendo. Dadas estas condiciones necesarias ya puede el sabio entregarse a articular holocaustos, que algunos hartos exitosos han resultado –los holocaustos y los aficionados–, créanme.
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Las entendederas poca silicona admiten y a lo sumo algo se barnizan pero sólo y únicamente a base de libros, porque no, no se sale del paso de robustecerlas con dos horas de quirófano y cuatro tardes de convalecencia, sino con varias decenas de miles de horas de lecturas, y, forzoso es reconocerlo, es éste un precio de los que espantan, desde luego.
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Relaciones institucionales. Nadie como un ostrogodo para saber odiar adecuadamente a un visigodo, y viceversa.
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Se oye decir que la inteligencia acaba por salir a flote. Pero nunca se ha oído sin embargo predicar de la estulticia el que acabe hundiéndose. Sabiduría popular sin duda, fe de Tomás de la buena, porque bien cierto es que de siempre se ha visto a la segunda, volando libre, pujante y galana enseñoreada del mundo, planeando con sus garras sobre esa otra incapaz, que pasa más tiempo ahogándose, dando manoteos y tratando de no tragar más agua que el que logra pasar agarrada a una boya, y presa siempre del más completo espanto, la pobre, y así hasta la ola siguiente, y la otra, y la otra...
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Alí Babá y los cuarenta ladrones. De siempre me ha sorprendido en personaje de fama tan acrisolada y universal este número reconocido de bandidos a su cargo, absolutamente exiguo. Bien se deja ver que al fin y al cabo no venga a tratarse el pobre nada más que de un ente de ficción, casi seguramente.
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Gobiernos éstos, de hermanitas de la paridad, y ello sin contar con que, naturalmente, antes o después accederá a la cortaduría de bacalao la leal oposición, y vuelta entonces a lo contrario, y que si un nuevo ministerio o siquiera Secretaría de Estado para la Iniquidad, y que si una Alianza para las Cerrilizaciones, y que si una Ley del Olvido Histórico, y que si un Ministerio para la Desvivienda, y que si una Dirección General de Bolsos de Cocodrilo y otra de Ternos de Alpaca de los Andes valencianos, y otra más de Cinturones de Moschino, de Gucci, de Loewe, o de Desigual, incluso.
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Vistas las soluciones más valdría seguir disfrutando tranquilamente de los problemas.
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Tiempos duros aquellos de mi bachillerato, bien lo recuerdo, cuando los hexágonos aún tenían seis lados, y aquellos docentes fascistas y despiadados de la época nos obligaban a calcular su perímetro o, imaginaos, a veces incluso su área, ¡su área!, chavales, y nuestros padres, lo creáis o no, que no podían ni tan siquiera plantearse el ir a darle una bofetada al profesor por tanta salvajada, pues de seguro les hubieran mandado a los grises. –¿Que qué son los grises?–, –ah, pues una parte del espectro visual, claro, qué otra cosa iban a ser...–.
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Corría el día del libro, las colas de los que aguardaban desde hacía horas ansiando un segundo televisado a su favor por un azar bondadoso mientras leían sus reglamentados treinta segundos del maltrecho hidalgo daban sus consabidas vueltas con unción y esperanza en torno al sacro edificio de la RAE. Todos los estamentos relacionados con páginas y textos y letras y decires, con describires y abeceses festejaban alborozados el gozosísimo aniversario. TVE1 también, cómo no, y mostraron un corto reportaje, de estos que parecieran querer descargar al telediario de su implacable seriedad, atribuído a ese muchacho que tienen allí para las cosas de mayor creatividad y sentimiento, casualmente un tal Carlos del Amor, pues tal es su nombre, o así firma.
Contaba el filmado a base de buenas gimnasias y sonrisas y el buen rollito preceptivo del periodista ese concurso anual que se le propone al público al estilo de un –¿Tú a quién quieres más, a tu mamá o a tú papá, niño?– y en el que se le solicita al común que declare ante la cámara cuál sería a su juicio la más bella palabra del castellano (o español o viceversa). Y unos interpelados declaraban una y otros otra, libres como pájaros, algunos coincidían incluso, y aquellos vocablos más mentados o que mejor apariencia morfo-fono-estético-sintáctica presentaran a juicio de vayan ustedes a saber quién, aparecían escritos detrás de la silueta del presentador, quien siempre ágil y con simpática motilidad, expresándose corporalmente y prodigando inacabables sonrisas y más y más cariño y proximidad, los iba nombrando uno por uno; y en paralelo cada palabra, cada término, los más bellos, los más sonoros, los más eufónicos, los más sugerentes, los más evocadores, los más hermosos del castellano, los más amados tal vez, se descomponían en el vídeo en hermosos juegos de letras obtenidos mediante delicados artificios de software de visualización: minuendos, aumentandos, difuminandos, explotandos e implotandos, cual crucigrama en movimiento y como cosa de grandísima, talentosa y seguramente bien fundamentada didáctica. Y finalmente y a la par que el joven maestro de ceremonias finalmente la nombraba apareció en pantalla pujante y rumbosa, serpenteando y caracoleando con su coqueto y bien pergeñado deletrearse y descomponerse, apareció, decía, la joya anual de la corona, la favorita, la más bella, ella, la palabra “cachibache”, así de esa guisa, con esa inopinada, sorprendente, inesperada, creativa y hermosísima letra “b” haciendo guirigoris, creciendo y contoneándose y agigantándose en la pantalla para mejor acrecentamiento del conocer del público y como sentido homenaje a la sacra efeméride. Y no, créanme, no soy taurino, pero no sabría cómo replicar aquí, ni explicar enteramente la calidad sonora del ¡Oleeeeeeee! bramado que me salió del fondo mismísimo de la barriga del idioma, perdón, no, varriga quise decir, y me disculparán si pueden los lectores estos balbuceos ortográficos, así como el berrido los vecinos. Gracias.
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En el Valle de los Caídos ha dado comienzo el desmontaje de la escultura de la piedad pues amenazaba ruina (!!), según he escuchado en el parte; sin embargo y respecto de la de la impiedad parece ser que se mantiene lozana aún y que todavía no hay pronunciamientos de superioridad alguna, sea civil, religiosa o fáctica; señal, tengo para mí, y aunque lo apunte solamente por el gusto de usar el frasquito del predictor, que no piensan hacerlo ni así se les llenen las bocas de misas, de granito, de losas, de huesas y de certificados de ADN. Y ni que decir tiene, ni con jueces al mando de la palanqueta, ni sin ellos.
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Y respecto de los jueces lo prudente, ortodoxo y democrático es manejarse con ellos otorgándoles preceptiva presunción de humanidad. Pero a veces cuesta, caramba, o mejor dicho, ¡Joder que si cuesta!
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Por sus caireles los conoceréis.
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Circularidad. Se construyen por lo general los cañones a base de privar a la población de imprescindibles mantenimientos y se justifica su construcción con el argumento de que son necesarios para procurarse los dichos mantenimientos. Y vuelta a empezar de nuevo, agradecidos.
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Hoy en día el arcaísmo más incomprensible es simplemente una ortografía aseada, que nada puede repugnar más al buen gusto hodierno.
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Miro mi mesa y observo que tengo más plumas y bolígrafos en mi poder de todos los que pueda gastar escribiendo de aquí hasta el día de mi amortización. Lo que significa que muchos de ellos contendrán ideas y aforismos que escribirán otros con tinta pagada por mí, o por mis amigos, o ni eso siquiera. ¡Jesús qué desperdicio!
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Economía básica, rudimentos. El precio del crudo depende –prima facies– de cuántos se lo llevan crudo.
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A los ladrones de guante blanco habría que condenarles a que se vieran en la obligación perentoria de robar gallinas, por hambre pura y dura, única manera ésta que se me alcanza de que tal vez acabáramos viéndoles correr peligro ciertísimo, entonces sí, de acabar de una vez en la cárcel.
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Al parecer, ese néctar milagroso que fuera la especie de leche densificada o de yogur desleído que responde al nombre comercial de ACTIMEL, ha dejado oficialmente de ser bálsamo de Fierabrás y remedio cierto contra el reumatismo, el dolor menstrual, la dispepsia, el mal aliento, la calvicie, la pilosidad excesiva, el olor de pies, el meteorismo, el exceso de colesterol, la híper y la hipotensión y la blandura de entendederas para quedar degradado a la categoría de alimento a secas, a base de leche sin más y de fermentos, se supone, y sea hoy en día lo que sea por lo que se tenga a tales componentes. ¡Triste de mí! que había soñado una noche y otra con que la mismísima doña Susanna Griso en persona, la de los anuncios, recostado yo con valetudinaria blandura en su regazo, me administraba dulce y liberalmente la pócima, a piquito de cucharilla de café, –ésta por papá, brrrmmmm, ésta por mamá, brrmmm, ésta por la abuelita, brrrmmmm, y ¡Quién se va tragar este avioncito?, brrmmmm–, a la par que me deletreaba con su dicción sin par, pizpireta, amorosa y eficaz al mismo tiempo, la inacabable cartilla de beneficios del salutífero remedio, mientras yo me derretía de agradecimiento viendo acrecentado mi bienestar y atisbando finalmente un camino cierto de sanación y todo ello ya desde el fondo de la primera cucharada. Mas sin embargo, ahí vimos como sin piedad alguna le espetó la Comunidad Europea al fabricante que el brebaje no era medicamento y que proclamaran simplemente que era leche, y se me quedó entonces el ensueño en vanidad de vanidades y en que los sueños ya ni son. –¡Señor, llévame pronto!–, como diría don José Mota.
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Birras, orcos, Susanna, Letizia... Ni que fuera esto su Siglo de Oro, don Francisco, con todos sus italianismos, los suyos y los del siglo, entrambos. Pazienza dunque.
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Sólo existe una forma segura para que un hijo te llame adecuada, formal y respetuosamente padre. Educarlo para que te llame papi o, valdría también seguramente, el incitarle desde infante a que te interpelara amoroso: –oye, tío–...
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Primero de Mayo. Cuatro millones seiscientos mil parados. No digo ya una pedrada, es que ni siquiera un grito. Sí vimos a los muchachotes griegos en sus calles, a los alemanes, en las suyas, en Tailandia a los dulces monjes en sus plazas, enseñando los dientes y a punto ya de masacre. Aquí, aceite balsámico pues se jugaban el Barça la Liga, qué intensidad, y el Real Madrid, cerval incertidumbre. Problemas éstos de verdad, inquietudes ciertas, sólidas, reales. Zozobras bien pegadas al filo del bordillo, y falta cierta de sueño para tantos, al fin con causa.
El Constitucional dormita años, la judicatura pierde el juicio, Díaz Ferrán, hincado de hinojos ante el Apóstol, prodiga en paz sus impagados, Camps campea aún, Bono se bonifica y el otro día vi con estos ojos a doña Dolores de Cospedal, ideóloga, con juvenil muñecaza prendida en la solapa de su chaqueta y horas después a doña Elena Salgado, relajada y con similar aditamento en la suya, parigualmente matronas y eficaces ambas, con tiempo y ganas todavía para el aliño, para remozarse, –porque tampoco será tan grave esto que pasa–, diríase que comunican, –y démosle el tiempo pues a una sonrisa, Don’t worry, be happy, o un poquito de por favor...–. Gracias señoras.
Talante entonces, comprensión, saber vivir con ligereza, no hacerse mala sangre, porque sería lo último pues todo esto a fin de cuentas no es más que hambre solamente, que todavía no es guerra, y cenizos al paredón, por lo tanto. Ya es primavera en el Corte Inglés y Margarita está linda la mar. Vayamos pues con flores a María que madre nuestra es. Ándele pues y ¡Forza España!, que hogaño habrá Mundial en junio, si llegamos.
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Se le da de comer al hambriento y al punto se forma una inacabable cola de despeinados a la puerta de la peluquería, perdón, no, del estilista, exigiendo también sus derechos. Y a grito limpio, se comprende.
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Lo que más irrita de los jueces es el caracoleo. Hablo de la lentitud, se entiende, a ver que se habían pensado...
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Disfrutamos de una avanzada y saludable economía de cercado, o globalización, que a lo que atiende de verdad no es más que al tamaño de la tapia que nos guarda. Y desengáñense que no hay más.
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Rótulo que figura a la puerta del paraíso: Libertad de mercado. Detrás se atisban esbeltos y poderosos arcángeles partícipes de la Gloria, cuadrando caja.
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La historia de las patadas en el culo la escriben los que las dan, de ahí todo ese lujo descriptivo sobre los dolores de empeine, la protección adecuada de las punteras, los cuidados que deben aplicarse a las rodillas, la prevención ante las malformaciones profesionales en espinillas y tobillos y los contratos blindados para el meñique, la pantorrilla, el muslo y la cadera, más las pensiones por rotura del ligamento cruzado, éstas sí, dolorosas de verdad, y que cualquier pateador responsable debiera de prevenir cuidadosamente.
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Los objetivos que se les exige cumplir a los médicos para alcanzar el complemento salarial en los nuevos hospitales privados adscritos a la sanidad pública de mi Comunidad de Madrid se pueden resumir en tres: que el ingreso más largo de los enfermos sea como máximo de una semana, que se les administren los medicamentos con el criterio más cicatero posible y, muy preferentemente, que dichos pacientes no vuelvan a ingresar de nuevo en el centro. Y de hecho, pienso que la pretensión no es para rasgarse las vestiduras tanto y tan alto como lo han hecho algunos, pues son objetivos que pueden cumplirse con cierta facilidad y cuadrando la aparentemente difícil ecuación de un solo y certero plumazo, reduciendo efectivamente la estancia máxima a diez minutos, aportando la seguridad completa de que no volverán y alcanzándose todo ello mediante la administración de una única inyección de pentotal sódico, bromuro de pancuronio y cloruro potásico, en dosis adecuada al peso del paciente, lo que permite de paso no desperdiciar recursos de todos y sin faltarle además ni un punto a la verdad al dejar escrito en el folleto a cuatro colores que publicita el centro ese mantra del que tanto gustan los gerentes y creativos: atención personalizada, y si les place, aún podrán añadirle la adjetivación de “integral”, que algo vestirá al cadáver todo ello.
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Escribí una vez una jocosidad: a los manzanos viejos lo que nos gusta es la manzanilla. Disfrutó la ocurrencia de su éxito pequeño y local y en algunas ocasiones me la glosaron. Hasta que hace unos días una persona me la comentó en el sentido, –textualmente– de que a los ancianos es cierto que les sienta muy bien la manzanilla y que cuánta razón tenía yo. Y hablaba, creo, o tal entendí, sin querer reírse de mí, sin punto de cinismo, completamente en serio y sin duda ninguna lo hacía de la infusión, por cierto, y no del vino oloroso, que todavía. Y se marchó tan contento y yo me quedé tan conforme o mejor dicho, por completo zen, y caminito sin duda de la ataraxia. Y es que el comprender bien se deja ver que es algo más variado que una macedonia y días hay que pinta uno con su mejor esmero una piedra de blanco y siempre se allega otro a comentar –¡Qué bonita idea! y que bien queda esa laca negra sobre esa madera, ¡enhorabuena amigo!, y se marcha.
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