viernes, 14 de noviembre de 2014

Cataluña, democracia prêt-à-porter

Me resulta muy difícil deslindar lo que llamaría derechos personales –los que posee legalmente cada persona como tal en cada ámbito jurídico– de los derechos que atañen a las colectividades compuestas por esas personas, asimismo considerado cada cual en su ámbito jurídico que, por lo general, es el de un estado.
Es más, me sigue resultando extremadamente difícil también el deslindar, intelectual, emocional y moralmente, lo que considero un derecho existente de uno no existente; supongamos, a modo de ejemplo, el derecho a abortar en un país donde tal derecho existe de su equivalente no derecho en otro donde no se contemple.
Porque resulta evidente que, en el primer caso, el aborto será una figura jurídica considerada y sometida a la ley y, en el segundo, su inexistencia jurídica como derecho, o su existencia solo como objeto de prohibición o castigo, llevará a producir en el ser pensante, como mínimo, un grave conflicto emocional para intentar comprender o embarcar, dentro de su mismo sistema neurológico, que lo que en un lugar es normal o intelectivamente casi neutro, pueda ocasionar en otro el ser objeto de enjuiciamento, de cárcel, de pena capital incluso.
Pero el derecho, si queremos compararlo con entes de otro ámbito, se encuentra sin duda alguna entre las máquinas –o maquinaciones, en el buen sentido– más sofisticadas que el intelecto humano haya sido capaz de concebir y de manejar. Son máquinas, en sentido epistemológico, construidas gracias al saber y a la “tecnología” de su campo, igual que ocurre con el vehículo a motor, heredero del hecho de andar, de la motricidad animal, con el cohete o la astronave, remotos descendientes del tirar una piedra, arrojar una lanza o disparar una flecha, con la “sanidad” o la farmacia, consecuencias claras, tras haber pasado por un largo y grueso rebozado de acumulación de saber, de la magia, de los conjuros pictóricos de las cuevas prehistóricas, de la necesidad y del impulso desesperado de sanación del animal enfermo y herido. Y los ejemplos son casi infinitos.
Así, el derecho, la ley, con sus derechos, matizaciones y prohibiciones, es también un derivado directo de la lucha, de la beligerancia y de la competencia primigenia entre los animales, primero, y entre los seres humanos, después. El derecho es una larga cinta inacabable e inacabada, al igual que la larga cinta de las manufacturas o de la tecnología, la de la cultura, la del saber científico o el moral, y hasta la del conocer sobre el manejo de las propias emociones de cada cual con su entorno y con su mismidad.
Pero con respecto al derecho, incluso en el estado sofisticado en el que hoy pueda hallarse comparado con tiempos anteriores, lo que resulta tremendamente difícil de deslindar es algo tan sencillo de expresar como un “esto sí y esto no”, qué es libertad, pues, y qué no, lugar mental complejísimo donde se esconde el verdadero meollo de casi toda cuestión, llamémosla “jurídica”.
Por fortuna, como derivado o invención extraordinariamente tardía de la propia historia del derecho, y de su prima hermana, la política, se ha llegado, para fabricar leyes, a la inclusión efectiva de los conceptos de tolerancia y consenso, e incluso al de humanitarismo, con los cuales, hoy, se pretende, y así se proclama desde muchas instancias, que es con una buena parte de ellos con los que también se construye modernamente toda legislación.
Entonces, volviendo al estupor intelectual que le puede producir al ser libre y crítico, es decir a un humano ideal, el hecho de las diferentes e incompatibles juridicidades según lugar, no resulta difícil concebir el todavía mucho mayor estupor que se produce cuando estas se producen también dentro del mismo lugar, obligando a tantos ciudadanos a la dicotomía poco manejable entre lo que considera sus derechos en el terreno de lo personal de los que NO son considerados así en el terreno de lo colectivo, pero siendo los segundos sus equivalentes naturales o sus derivados lógicos.
Porque un colectivo de personas se “acostumbra”, volente o nolente, por no decir, “amolda” a la juridicidad de su lugar. Tal aserto parece poco discutible. Pero lo que será más difícil es convencer a este mismo colectivo, al que supondremos, ut supra, pensante y civilizado o, como más todavía me gusta decir, medianamente romanizado, de que, por ejemplo, el derecho asumido por la totalidad de la población a no recibir a alguien en su casa contra su voluntad, a echarlo de ella, o a que alguien se vaya porque sí de donde no desee estar, sin dar más explicaciones, sea un derecho que hoy, en España, carezca de correlato en ciertas otras situaciones colectivas parejamente fundamentales o, peor aun, según para cuáles casos sí, pero para otros no, para estupor de muchos.
Desde esta óptica precisamente, me atrevo a decir que el conflicto catalán es un conflicto jurídico, pero incluso más, un conflicto meramente intelectual por causa de una legislación estatal que, aun autodenominándose democrática, sin embargo, no lo es plenamente. Lo cual, como mínimo, obliga a caminar por intransitables callejones emocionales e intelectivos a quienes quedan sujetos a su normativa, e incluso hasta a aquellos que la emanan, lo que se produce, precisamente, porque aquello que es lo normal, lo lógico, casi, y lo asumido  con respecto a las decisiones y libertades de cada persona, se convierte en anómalo o, peor, en ilegal, cuando se trata de expresarse colectivamente, no importa con respecto a qué.

Y de esto, no se sabe bien qué es más difícil, si recibir la explicación o tratar de darla a lo que no la tiene, porque los misterios del paráclito pueden estar bien dentro de su ámbito, pero en política y, no digamos ya en las tareas de sembrado de conceptos en seseras, en los tiempos actuales se requiere apelar a una cierta lógica cartesiana mínima para poder hacer clientes, pues ya no sirve para todo el mundo el antiguo y acreditado Dios lo manda o el Emperador lo manda.
Porque no se compadece el que, como ciudadano, cualquier persona pueda expresar su opinión y prácticamente sin más cortapisa que la de que no la escuchen, pero sin consecuencias jurídicas, salvo que esté llamando al asesinato, al terrorismo o al maltrato físico y emocional de cualquier tipo, y que en cambio, no, pero de ninguna manera, pueda obrar como colectivo opinando igualmente lo que le parezca e instando al cumplimiento de sus intereses, como es derecho de ley para el caso individual de cualquier persona física.
Imponer y educar a una población, o siquiera pretenderlo, en que lo primero sea un derecho sancionado y realmente existente, pero lo segundo, no, y que, además, nunca podrá serlo, es un claro sinsentido o contradicción en términos cuyo resultado no puede ser otro que el estado de perplejidad, insatisfacción y agobio que produce en numerosas personas y que acabará llevándolas, en sus manifestaciones como colectividad, a exigir aquello que no puede parecerles otra cosa que “lo normal”. Que no es sino el derecho a comunicar su opinión y a solicitar que, lograda una mayoría, pueda obrar según otro criterio que sea diferente al que se le impone, que es lo inapelablemente democrático. Y sea esto el deseo de independencia de un territorio, la consideración sobre una u otra forma de estado, o la legalización o no de determinadas prácticas sociales, comerciales, empresariales, jurídicas y cualquier etcétera que se desee imaginar y sobre todo lo cual un colectivo tenga interés en dar su opinión.
Pero “lo normal” parece ser que no solo no lo es, según para qué, sino que es delito, y además se apela, para afirmarlo, precisamente, siempre a una entidad superior inamovible, a la Constitución o a la “juridicidad” que sea, y siempre al estilo del cartel del tendero chusco: Hoy no se fía, mañana, sí. Pero cuando son precisamente estos mismos techos jurídicos los que están ya más que puestos en cuestión por su propia contradicción y ambivalencia, y por parecer siempre dirigidos, además, y más que sospechosamente, a pronunciarse siempre en el sentido del criterio interesado de quien detente el poder ejecutivo, sin más matices. Lo que, tal vez, en el siglo XVIII o en XIX podía considerarse la práctica “normal” y admitida en el ejercicio del poder. Pero hoy, ya no y de ninguna manera.
Y es de este superado sentir del poder sobre sus prerrogativas del cual vienen ahora los sermones insufribles, los golpes de pecho, los jamás y los nunca, las manos duras y nunca temblorosas y las apelaciones y pronunciamientos sobre el inmarcesible poder del derecho, la legalidad, etc. Legalidad por lo demás que, según para qué, se cambia con mayor agilidad y presteza que una corista, cada vez que al poder le cuadra hacerlo.
Pero igual que conocía de sobra el franquismo cuál era la legalidad de “su” Tribunal de Orden Público, tampoco cabe duda de que el “régimen” actual, por llamarlo de algún modo, conoce hoy la validez real de la suya, y este conocer incluye precisamente el bien intuido saber, por parte de ellos mismos, de que a bastantes piezas de esa “legalidad” les queda bien poco recorrido ya o, mejor y más claro, dos cortes de pelo. Por fatiga de materiales, por obsolescencia intelectiva y social de los custodios del entramado y por sus propios vicios constructivos, por la masiva desafección causada por todo ello mismo y por las razones de su propia autocontradicción y de su manifiesta incompletitud.
Una legalidad capaz de poner fuera de la ley, de negar los cauces de expresión que la mayoría entiende por normales, a una buena parte de su propia población, cauces que, por otra parte, son normales en los países de nuestro entorno al que tanto gusta decir que se pertenece y población que no se puede calificar de delincuente desde ninguna perspectiva razonable, es una legalidad cuya duración solo depende ya del primer cambio de viento, pues nada justifica su irracionalidad petrificada y la “torcida intención” que pertenece a un estarse y sentirse en común, propios de otras épocas, hoy anacrónicos, amén de, seguramente, dañinos para casi todos.
Expresó Bismarck este crudelísimo juicio: España es el país más fuerte del mundo: los españoles llevan siglos intentando destruirlo y no lo han conseguido. Han pasado otros más de cien años y aún sigue siendo cierto el segundo brazo del aserto, ¡qué contumacia la nuestra!, pero lo cierto es que parecemos estar más que nunca a punto de conseguirlo. Pero ya sin invasión francesa, pérfida Albión, larga mano de hugonotes, masones, judíos, moros, de la Santa Sede misma o cualquier otra parecida catástrofe natural. Solo por simple y sencilla mano de cristianos, es más, los propios, porque, empadronados o no en parroquia, lo somos casi todos, los que no queremos serlo y los que sí.
Y nada menos que la Santa Rusia comunista, el ogro soviético, consintió en desmantelarse como un trozo de hielo puesto sobre una estufa. Un par de años, y andando. O tempora o mores. Ni zarismo, ni comunismo, ni con cohetes atómicos ni sin ellos. Los tiempos cambiaron, Rusia también, y a otra cosa. Pero no ha devenido por ello, precisamente, en un pelele.
Y nada menos que los herederos del Imperio Británico, esa bagatela, le han otorgado, no, han satisfecho la exigencia de referéndum solicitada por los escoceses. Enfermos del estómago y verdes de bilis, sin duda, lo cual, dicho sea de paso, resulta más que comprensible, pero siendo capaces de dar la lección de saber supeditar la razón de estado y el interés de su propio poder a nada menos que ese gigante intelectual que es su más legítimo hijo y hallazgo moral, la democracia parlamentaria que parieron justo allí y que, desde luego, en este caso han sabido honrar.
Aquí, no. Aquí parimos el golpismo y el pronunciamiento, y aquí nos vienen los hijos y nietos intelectuales de nuestro inacabable e inacabado fascismo, de nuestro imperialismo de alpargata, meros travestidos modernos de la moral, a disfrazarse la boca con la misma palabra, pero de la que no entienden el significado, el sonido y no digamos ya los usos.
Condecoradores de Santísimas Vírgenes, ministros de capilla portátil para sus viajes, que los hubo, hace diez, doce años, no doscientos, depredadores de los caudales públicos y vigilantes de los úteros ajenos, herederos de los herederos de los herederos de los usos de un imperio, hoy ectoplasma, pero en cuyo nombre aún parece que se gobierna, para asombro de cualquier filósofo que en el mundo haya, reconvertidos en gestores-propietarios de lo público, pero que se empecinan en manejarlo con teología del Renacimiento, ciencia política del siglo XIX y actitudes de autócratas bananeros del XX.
Pero ¡ay!, parte de la población, y no sólo la catalana, sino también la canaria, por ejemplo, expone hoy su pretensión de que sea un derecho el expresarse y decidir después en función de esa expresión, la que sea. ¿Y cómo puede nadie, hoy en día y en su sano juicio, negar tal derecho a cualquier colectivo? ¿Qué hacemos ahora, suprimimos el derecho constitucional a manifestarse civilizadamente, según para qué? ¿Y suprimimos también, en consecuencia, el derecho de reunión y el que tiene cualquier hijo en cualquier casa, cumplida su mayoría de edad –cumplir una mayoría numérica, dijéramos, trasladando el concepto a lo público–, y lo encadenamos en casa para siempre, explicándole además con un palo en la mano que eso es lo legal? ¿Desde cuándo un padre puede encadenar a un hijo a su casa en la edad moderna, ya pasado Napoleón por todas las campas de Europa? ¿Y cuándo acabó oficialmente la esclavitud aquí mismo, lo recuerda alguien?
Negamos el cauce de un referéndum y, al tiempo, ese mismo referéndum, a modo casi de irrisión, se contempla en la Constitución, pero solo como libre arbitrio concedido o instado por inspiración del poder ejecutivo, nunca entendido como derecho de la ciudadanía y sin necesidad de mediar representación vicaria o interpuesta de los partidos políticos encarnados en dicho ejecutivo, y tampoco concebido como mecanismo automático, como lo es en Italia o en Suiza –esos entes estatales tan ajenos, tan distanciados en esas lejanías religiosas, morales, jurídicas y geográficas de la profundidad del Pacífico–, para consultar y conocer sobre aquello que a un cierto porcentaje de población le interese decir y después decidir en consecuencia, si alcanzada una mayoría adecuada. Y sea ello lo que sea que le interese: mandar devolver a los chinos a China, excluirse de la ONU, dar un sueldo a sus discapacitados o mendigos o permitir plantar o no una plataforma petrolífera o hacer o no pública la gestión del agua. O la del vino.
Y nuestra democracia vigilada –y vigilada, además, por quienes están dando el más vergonzoso y lamentable de los espectáculos morales posibles– sanciona pues, ¡gracias te damos, nobilísima dama!, el libre arbitrio, pero solo aquel a emitir desde el poder, como correspondería a la democracia que hubiéramos debido tener en los años cuarenta del siglo XX, de haber estado alineados con los países de nuestro entorno, de no haber vivido bajo una dictadura.
Pero después, cuando hubiéramos podido de nuevo engancharnos al carro de una democracia más evolucionada, aun la dictadura fue capaz, por la vía de la presión militar, en el 78, de seguir imponiendo su óptica de estado fascista en la práctica, de instaurar criterios siempre demasiado arcaicos y cicateros sobre la configuración territorial y los requerimientos para poderlos modificar. Y arcaicos mucho más, por supuesto, en el entendimiento de cuáles son los poderes que nunca se “concederían” a la ciudadanía para que no pudiera obrar democráticamente, por encima incluso del parecer de sus propios políticos o de determinados órganos del estado que no es ilegítimo concluir que ya solo se representan, de facto, a sí mismos y que así, manifiestamente, pretenden continuar.
Y en ese sentido, igual que el ejército no debería ser “nadie” respecto del entendimiento de qué es unidad territorial y su mantenimiento o no, salvo agresión exterior, o salvo en el apartado de acatar las órdenes que le dicte el ejecutivo, en el mismo sentido, ni siquiera el ejecutivo debería ser “nadie” con respecto a la toma de decisiones que, eventualmente, fueran sometidas a referéndums populares instados por la población, de existir los mecanismos para ello, pero que NO existen es España. Esta España en donde nos desayunamos cada mañana con un curso, impartido por futuros presidiarios –y esto no es un decir en modo “ojalativo”, sino un conocimiento estadístico–, sobre qué se debe y puede hacer en democracia y qué no, siempre y cuando sea lo que ellos dispongan.
Y el que no existan dichos mecanismos elementales y se apele, por lo tanto, a hablar de ilegalidad por causa de la inexistencia de algo que, en buena lid, debería existir, si la llamada democracia lo fuera realmente, no es más que un mutuo juego de despropósitos y de contradicciones que el sistema incluye en su propio seno y bajo el hermoso nombre, además, de “fundamentales”, pero unos principios que, sometidos a un escrutinio medianamente serio, bien dejan ver que son el propio germen de la más que previsible modificación o destrucción del sistema mismo. Que es en lo que estamos, y por tal variedad de causas injustas e insoportables, que no podrán sino acabar por producir otra cosa que el fallo multiorgánico de un enfermo terminal.
Quien esto escribe no es independentista ni partidario de los nacionalismos, empezando por el español y siguiendo por el catalán. No creo en ellos o, al menos, no creo en ellos mientras no demuestren que son mejores que lo que niegan. Pero si creo en la democracia, en la suiza o en la británica, y no en esta democracia nuestra mientras no se haga medio sueca, holandesa, danesa o una mezcla de todas ellas, y por la misma razón que sé que un Jaguar no es un Dacia, y así me lo juren de rodillas los fabricantes del segundo y por más que ambos rueden y circulen.
Por eso, no creo en lo que no veo y sí creo en lo que veo, y lo que veo es que aquí, la cuna del niño y el jergón del viejo los siguen meciendo con cuentos y, por lo tanto, me parece legítimo y comprensible que quien no se crea un cuento se quiera ir con la música a otra parte, ya que no le permiten cambiar mínimamente el texto. E incluso que se vayan con su propio cuento y aun si es todavía más infame que aquel del que se huye. Pero eso es lo democrático, a mi entender modesto. Escuchar el cuento que se desee, creerlo o no y si es necesario, obrar en consecuencia. Porque creo en los seres humanos concertados según razón, no en los estados exclusivamente, y mucho menos en los estados que no merecen ya ni serlo, por infames, por ruines y por ser peores de lo que podrían ser al haber sido torticeramente constituidos, por nascencia, para discriminar lo que no se debería y para no discriminar lo que se debería.
La patria, si es que hoy el término todavía significa gran cosa, es mucho más la democracia y la libertad que la geografía, lo es más la madre, la infancia y los sentimientos que una bandera, una legalidad, una Constitución. Y alguien podrá matar a otro sosteniendo que la patria es la ley, pero nunca podrá convencerlo. Los amores se eligen, el lugar donde se nace, no. Pero sí aquellos a los que se desea ir, los físicos y los mentales. Y nadie es dueño de una tierra, con sus conjuntos, por serlo, sino por consenso de sus habitantes, de los de esa tierra, se comprende, pero los consensos, hoy en día, hay que ganarlos, no imponerlos, pues entonces no son consensos, sino dictado. Y si esto último no se entiende, tampoco se entenderá nunca ni se sabrá, siquiera rudimentariamente, qué es democracia.
Por añadidura, un barco puede navegar con una bodega inundada, pero no con todas ellas, sin radar, pero no sin timón, sin capitán, pero muy malamente sin oficiales, sin pericia, pero no sin combustible, sin rumbo, pero no, encima, sin motor. Y mucho menos cuando se navega así casi por gusto, no por necesidad, que es ya lo último.
Y este es el estado del barco de nuestra democracia, por desgracia para la inmensa mayoría. No es que no le ande la brújula jurídica, es que no le funciona tampoco el timón moral, el motor económico, el radar de la planificación, es que el vigía es ciego, el contramaestre, un pirata reconocido, el oficial político no acabó la ESO, el rancho de la tripulación se lo han comido los oficiales corruptos, lo que transporta en las bodegas que le quedan sin inundar son papeles mojados de títulos nobiliarios y cantorales de iglesia, la carga de negros para vender va medio muerta, la de capataces contratados para pegarles olfatea el futuro, ventea las narices y duda, la paga es la mitad para los que aún la cobran y el cirujano-barbero lo desembarcó el capitán en una isla desierta porque, a su entender, salía caro.
Y del barco, lo único que funciona es la sirena, que lleva horas anunciando con su lúgubre proximidad que se acerca a los más peligrosos parajes de la Costa de la Muerte. Y el capitán insiste en que las lanchas de salvamento, además de no haberlas, no las hay porque son una mariconada, un estorbo y un gasto. Y no le tiembla la mano lo más mínimo al dirigir su cascajo en derechura hacia los acantilados.
Lárgate del barco fantasma, del barco de los vampiros y de los zombis, lárgate si quieres y puedes, Cataluña, es más, deberíamos largarnos todos si hubiera a dónde, aunque no me guste, aunque no nos guste a tantos, aunque en parte, seguramente, tampoco te guste a ti, aunque sea una pena para muchísimos, pero mucho ojo con tu capitán. Hasta ayer por la tarde compartía mesa de trile y beneficios con el nuestro. Y eran y son un rato buenos, créeme, en lo suyo, nuestros y vuestros altísimos estadistas del trinque.

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domingo, 2 de noviembre de 2014

Paisajes locales. Don Totó.

Si el médico que ha equivocado el diagnóstico de la enfermedad de tu madre, de la de tu padre y de la de tu hijo, se presenta de nuevo a tu cabecera con una lista de medidas profilácticas para enfrentar la tuya y la de tu hermano, no es del todo improbable que, aún pareciendo razonables las terapias propuestas por el indocumentado, se desconfíe de él y no se le haga caso, se llegue incluso a exclamar con cierta acidez que ¡Jolines y Caramba con el menda! y se acabe por llamar incluso al curandero o a una echadora de cartas, si, como es el caso, otros sabios galenos anteriores, que también fueron de tu confianza, resultara que habían demostrado la misma fiabilidad.
Esto al margen, también produce su punto de perplejidad el que el galeno se te presente en casa de nuevo, vistos los éxitos, pero tan tranquilo y sin más, y sin manifestar miedo alguno –el inconsciente– a que agarres tu bastón y le impartas dolorosa y esclarecedora lición. Sin embargo, tal absurdo es al que asistimos, a diario. Y vendido –y cobrado– como versículo de Sagrada Biblia y remedio fetén de Vademecum.
En otro orden de cosas, también dan qué pensar otras actitudes que vemos de continuo. Sin ir más lejos, este viernes pasado, 31 de octubre, en la tertulia nocturna del canal 24 horas de TVE, aquella que llevara a sorprendente altura el ya defenestrado periodista Xavier Fortes y que hoy, descafeinada, pero pretendidamente similar, dirige Sergio Martín, se dio un caso verdaderamente de los de notar.
La plantilla de ‘analistas’ de los viernes de dicho programa lleva ya una larga temporada muy bien asentada y parece haberse constituido en uno de esos equipos que crean sinergia y funcionan, llegando incluso al extremo de saber ‘dar espectáculo’ y, casi, hasta entretenimiento, sin salir de la árida materia del análisis político, pero lográndolo desde un planteamiento que no es el de la telebasura. No es poco para los tiempos. Julio César Herrero, Graciano Palomo, Antonio Papell y Alfonso Rojo son quienes suelen oficiar en dicho evento, y aunque no pueda decirse de ellos que sean exactamente Antonio Gramsci, Francisco Umbral o Rafael Sánchez Ferlosio, lo cierto es que superan en bastante el nivel medio de lo que hoy se puede escuchar en TVE y el resto de medios.
Pues bien, después de esta semana negra de la corrupción, seguidora de otra negra de tarjetas, de varias de nigérrimo Ébola y de otras ya incontables de negra perplejidad y de tantas y tantas de insoportables negruras, debatían los tertulianos entre ellos sobre la causa por la cual, ante la más que previsible y probable pérdida del poder por parte de quienes ‘consienten’ la corrupción –por decirlo suave–, ninguno de los concernidos diera el paso al frente, para empezar, de coger por por do más pecado hubiera a la oveja negra más conspicua de cada casa para dirigirse, sin más y acto seguido, a entregarla en comisaría, desoyendo sus lastimeros balidos y adjuntando la documentación pertinente, imprescindible para la recuperación de sus vellocinos, antes de relajarla al matadero.
Y ninguno de los cuatro sabios varones sabía –o quería– dar cuenta, en primer lugar, de por qué nadie parece enterarse más que a toro ya encausado, en los estamentos afectados por la corrupción y muy especialmente en los partidos políticos, de quiénes son, en primer lugar, los corruptos más vistosos de cada casa y en segundo de qué les lleva, 1), a protegerlos y, 2), a jamás denunciarlos, cuando es de suponer que el primero que se entera de que algo va pésimamente en su casa es quien la habita y tiene responsabilidades y mando sobre la misma y no el que pasa por la calle, debajo del balcón, deteniéndose a escuchar los gritos y obligado, en consecuencia, a percibir el tufo que sale del edificio y que, sólo juzgando por el que escapa por debajo de la puerta, lleva a conclusiones inapelables sobre el ambiente mefítico que debe de reinar en el interior, haciéndose cruces sobre cómo nadie puede soportar aquello sin llamar al pocero.
Pues bien, ninguno de los cuatro analistas citados, varones curtidos y bien fogueados en el oficio, mejor que muy bien informados y ninguno de ellos con el más mínimo aspecto de ser el tonto del pueblo, fueron capaces de aportar la explicación lógica, evidente y meridiana que la pregunta demandaba. Y, no siendo la causa de ello su bisoñez o estulticia, qué duda cabe, resulta evidente que esta no será otra que la censura, o la auto censura o el conocimiento de que contar la verdad es una pésima práctica para conservar la estabilidad profesional. Y no digamos ya, en según cuáles medios, no siendo hoy TVE, para nada, la casa de todos que dice ser, sino una instalación más del cortijo del amo, donde, más o menos, vienen a percibirse los mismos olores y sin necesidad de tener una pituitaria en exceso sensible.
Porque la explicación evidente no es otra que la de la complicidad previa y necesaria de todos los jefes y responsables directos de los subordinados implicados en la corrupción. No existe organización jerárquica imaginable, y los partidos políticos españoles son modelo de ellas, en la cual no se esconda un corrupto. Pero uno, o tres, ya cantan y son dolorosos, como en cualquier empresa o familia donde anide su garbanzo negro. Pero tener más, muchos más, ya es vicio y señal inequívoca de que esa misma corrupción no es, digamos, una desgracia sobrevenida por necesidades de gestión o por causa de mal tino en la elección del personal, como afirma doña Esperanza caza-talentos, que no Macarena, ni desafortunado azar como el que se queme por desgracia un edificio o desaparezca una fotocopiadora, sino que es señal de que se trata más bien de causa previa, generadora y eficaz, y no efecto, causa protegida y voluntariamente planificada desde la cúpula de la empresa, para el mejor beneficio y medro de la misma y de sus socios.
Además, estos garbanzos negros suelen ser bien vistosos, porque también, como en cualquier empresa, todo el mundo que pase ocho horas al día en cualquier lugar con sus compañeros de actividad o trabajo, o que viva en su pueblo con tres mil vecinos, sabe de qué pie cojean muchísimos de ellos y, aún mucho mejor, de cuál cojean su jefe, la secretaria o el bedel, saben cuando un concejal va en Jaguar, en lugar de en Seat León, como le correspondería, y saben muy bien, máxime en este país de bocazas y de fantasmas hueros y vanidosos, quién gasta diez o cien veces veces más de lo que cobra legalmente, quién se apaña con lo que hay y cumple con su deber, quien es la querida, o el querido del tesorero, y si a este, además, le gustan los látigos de piel de serpiente o si mira tierna, pero no evangélicamente, a los niños de su vecina. Y esto es así, del Aga Khan para abajo y el que más sabe de todo ello, por goleada, por necesidades intrínsecas del cargo es, necesariamente, el Aga Khan mismo.
Es, pues, la complicidad previa la que lleva a la necesaria omertá mafiosa, a la ley del silencio, por resultar del todo imprescindible para encubrir mejor los intereses y los delitos realizados en común y santa comandita y es también la que lleva, secundariamente, a tener que atender asimismo a la necesidad sobrevenida -hermosa palabra esta, con todos sus sobres– de ser también suficientemente comprensivos con los intereses ajenos cuando estos se dirigen a parecidos fines y se producen por iguales causas. Come y deja comer, no seas el perro del hortelano, en resumen y como sana filosofía política, porque si no, no te dejarán comer a ti. Así de sencillo es lo que se llama, por mejores palabras, ‘pacto constitucional’, contra la corrupción o contra la fuerza de la gravedad, cuando los propongan.
Es simple y puro corporativismo de tenderos y cuesta bastante trabajo imaginar a un tendero, llamémosle bribón, que clame por la verificación de las balanzas de todos los negocios de ultramarinos de la competencia, cuando el primer peso en estar manipulado es el suyo y cuando conoce de sobra que comprobar este extremo tampoco va a resultar tarea de gran dificultad para cualquier inspector de abastos y medidas medianamente documentado que le entre por puerta.
Lo malo es cuando los tenderos bribones no son un caso aislado y lo peor viene cuando los tres cuatro o principales tenderos del grupo de los – sigámosles llamando bribones– aúnan en sus personas los cargos de presidente de la asociación de tenderos, tienen el poder para dictar las normas deontológicas de la profesión, a su vez, ejercen el control sobre los inspectores y tienen los medios para parar las denuncias, son, además, quienes dictan las penas para los infractores, siquiera por delegación vicaria, y son quienes menos tienen, por razones obvias, y por ser los primeros infractores ellos mismos, el más mínimo interés por dejar de manipular sus pesos, lo cual les trae incontables beneficios a los que no desean renunciar, y todo ello, por construcción, que se diría.
Cierto es que, finalmente, es del todo inevitable que cuando todos los que hacen la compra en el pueblo, y porque no pueden irse a otro a hacerla, son ya más que meridianamente conscientes de que los pesos están manipulados, se producen manifestaciones populares cada vez más agrias, –¿dónde se han metido los inspectores de pesas y los alguaciles?–, claman los robados, pero nadie les contesta, empezando, en consecuencia, a apreciarse los efectos del más recio, espontáneo y ni siquiera proclamado de los boicots, el que se produce en simple defensa propia, que es el de no volver a entrar más la estimada clientela en las tiendas señaladas, pero, espanto sin cuento este, para los tenderos, que es lo único que de verdad puede llevarlos al cierre de sus chiringos, o respetadas entidades y corporaciones que sean y a la ruina consiguiente de los arruinadores. Chusco y merecido final, desde luego.
Por lo tanto, la contestación a la pregunta de marras arriba indicada y a la que nadie parece querer darle adecuada respuesta, es que no se hace y, además, no se puede hacer lo que tantísimos demandan respecto a la corrupción, y todo por la meridiana razón de que los llamados a efectuarlo, tendrían que realizar algo que jamás se ha visto, ni seguramente se vea nunca, algo ontológicamente inimaginable, salvo obligados a punta de bayoneta, y aún así, mendaces y renuentes, que sería el ver a Don Ciccio Lo Ferlita, a Don Salvatore Galantuomo, a Don Calogero Cuomo y a Don Alfonso Cafiero dirigirse a comisaría, por su propia voluntad y a auto inculparse con espectaculares golpes de pecho, seguidos cada cual por su famiglia al completo en interminable, disciplinada e inverosímil procesión de almas contritas.
Desde aguadores, mensajeros, mamporreros, cobradores y contables, hasta tesoreros y gerentes, cargando los cofres con enseres varios y los apuntes de los números de las cuentas suizas, extremeñas, andorranas o kazajas y con los muebles, las cabras, los quesos, unas bolsitas de polvo blanco, otras de plasma sanguíneo tratado, los derechos de desahucio de sus aparceros, las escrituras de las compras y ventas de terrenos, con sus precios, antes y después de la recalificación conseguida, las acciones de las minas de azufre y mercurio y los interpuestos títulos de propiedad de cada bien imaginable que exista sobre la faz de la tierra, sin olvidar los títulos bursátiles donde se indica que en buena parte son también de su propiedad el Vaticano, el Banco Popular de China, la Reserva Federal USA y la de Alemania, las minas de bauxita del Congo y sin omitir siquiera, bien se entiende, ni los del acreditado almacén de Calzados Rodríguez, en Cieza, ni los de la Mutua de Previsión La Serenidad del Descanso, de Tarazona.  
Así, siendo que estos comercios señalados por el dedo acusador resultan ser buena parte de los existentes en el pueblo y siendo que lo que resulta de verdad insufrible para la población es la legislación que los rige y consiente su peculiar manera de funcionar, planeada, se diría, para estafar a todos, pero cuando lo que afirma la letra de dicha legislación y en caracteres sobredorados, y lo que los mismos tenderos proclaman en dulcísimo coro, es que nadie lava tan blanco como sus lavanderías, aunque resultando ya obvio hasta para el ama de casa más corta de entendederas, que los trapos salen todos hechos una cochambre; lo único que puede entonces esperarse –en ausencia evidente de toda posibilidad de que se produzca la consoladora procesión espontánea indicada en el párrafo anterior– es, precisamente lo que ya se anuncia y a tantos parece coger como de sorpresa, como si fueran perfectos idiotas, y que no es otra cosa que la ciudadanía de cada pueblo parece que vaya a dirigirse con la sagrada cornucopia de sus más apreciados encargos, es decir la divisa de curso legal más valiosa de todas, su voto, a la única o muy escasas tiendas que proclamen no adoptar estas prácticas.
Y esto, ¡les voilá! es, tal cual, lo que está empezando a ocurrir, pero a velocidad de AVE, ya no de tren correo. Y el olor a miedo de los afectados y el espantoso gasto a afrontar en sus pañales, a sufragar entre todos, para controlar en lo posible su incontrolable soltura intestinal debida a esta causa, nos llega imparable a través de todas las pantallas, de las conversaciones en los bares, del papel prensa, sale por las máquinas de los cajeros e impregna y vence hasta el olor a espliego de los embozos de las sábanas de satén de las camas más principales.
A pesar de todo ello, no tengo razón sólida, como no tendrán muchísimos, para creer en Podemos, ni en su honradez aún por demostrar, ni en su posible eficacia, igualmente por demostrar, ni en que sus recetas sean plausibles ni en que se puedan llevar a puerto ni la cuarta parte de las mismas, ni en sus posibilidades reales de lograr arrastrar a comisaría ni al cinco por ciento de la recua responsable de lo anterior. Lo creeré exclusivamente cuando lo vea. Sólo me limito, por no quedar otro remedio, a expresar mi forzada simpatía a los que traen un discurso a estas alturas un punto más inteligible y con un son algo diferente. Sin embargo es mucho tiempo el que llevamos la ciudadanía alimentada nada más que a base de discursos que demuestran una vez y otra su nula capacidad para aportar calorías, de ahí el adelgazamiento a ojos vistas que padecemos y las inevitables dudas. Como para no albergarlas...
Pero, cansado, no, derrotado y lleno del más completo hartazgo de que me roben en el peso desde que tengo uso de razón, y no teniendo otro remedio que avituallarme, como todos, en alguna parte, compraré acciones de su nueva tienda y pasaré por ella, como harán también tantísimos otros, asustados y cargados de sospechas, que es como circulamos por la vida todo perro y toda ciudadanía apaleada, y no por dar un cheque en blanco, así porque sí, ni por fe inexistente o por esperanza no avizor, sino por la sencilla razón de que a Don Totó Esposito y Brey y demás miembros de su onorata società, ya es del todo imposible otorgarles el más mínimo crédito. Y no es que lo digamos la mayoría, es que ya lo dicen hasta don Totó mismo y su respetable consejo de administración. Vivir para verlo.
De perdidos al río, pues, pero contemplado desde la perspectiva de que los que vamos al río ya entramos en él más que anegados en lágrimas y perfectamente ahogados, por no decir estrangulados, y de que lo peor que puede pasar es que así sigamos. Y lo mejor vendría a ser, porque también ocurre, en ocasiones, el que se reciba un guiño cómplice de la historia y, por una vez, se cante bingo, o lo puedan cantar otros que no sean los que falsifican los cartones a toda velocidad y sobre la marcha, según su necesidad, con incomparable arte y palabrería de artistas, pero ya, para su mal, del todo descifrada y descalificada.
Porque de no ocurrir así, a la próxima de lo mismo, y de tener que visitar sucesivamente un todavía peor, y otro y otro más, que superen cada vez a los anteriores, la cosa ya no será asunto a poder solventar con todavía más dulces y mejores palabras, con un pequeño plus de comisaría y con algunos chorizos más, apartados con todos los miramientos. Cuando las cosas finalmente se pongan de verdad serias, y de seguir así, llevan camino de ello, lo que funcionarán, es de temerse, serán las carretas de las ejecuciones o los presidios de por vida.
–Y ojalá no haya que llegar nunca a verlo, Don Totó, y dicho sea con todos los respetos, eccellenza. Dé usted un paso a un lado, dé las gracias y disfrute de parte de lo que le quede, que el viejo todo en su totalidad redonda ya no va a poder ser que lo disfrute entero, lo sentimos, y no porque lo diga yo, es que hasta la señora Merkel y el señor Obama van a mandar decírselo, y eso ya sí que son palabras mayores, Don Totó.
–No me sea usted terco, Don Totó y déjese de pucheros, que ya tiene una edad, una condición, una dignidad. Y... pelillos a la mar, que nadie le va a quitar lo bailao, salvo que se empeñe usted en lo contrario. Porque sólo con lo de menos que se bailen usted y su famiglia, y algunas famiglias más, en lo sucesivo, igual comemos todos un poco más, algunos lustros. Es lo que hay, Don Totó, y no olvide que esto ha venido, no sé si por voluntad, pero sí por causa de la obra de usted y de los suyos, ni usted es capaz de negármelo.
–Y, sí, ya... ya sé, Don Totó, que esto que le digo y tan poco le gusta oír, que esto que le dicen los que le van a retirar la alfombra de oro y platino de debajo de los pies, es como pretender cambiar el lugar y el orden de las estrellas. Llevo toda una vida oyéndoselo a la Signoria Vostra, y usted otra vida diciéndolo y atribuyéndole, además, el concepto al Creador, pero no me queda más remedio, hablando de cambios y devenires y mientras sorbemos su delicioso espresso –por el que le doy las gracias qué aroma, qué finezza, qué bontà di Dio, ya me dirá usted donde lo consigue, amigo mío–, ¿por dónde iba?, ¡ah! a recordarle que el bisnieto del Tio Tom, aquel esclavo mandinga de lacrimosa memoria, hoy dirige el negocio de las barras y las estrellas, ya ve usted la tontería de chiringo..., Don Totó. 
–¡Un negrata!, Don Totó, quién se lo hubiera dicho a su bisabuelo, y al mío, Don Totó, quién se lo hubiera dicho Y ahora el de la coleta, relájese por favor, apreciado notario, que le veo muy alterado, si, ya sé, es un profesor universitario, mal asunto sin duda, hay mucha mala gente en ese gremio, revanchista y envidiosa, gente muy poco comprensiva con las necesidades de las personas di rispetto, ya lo sé, Don Totó, mi entristecido amigo, qué vamos a hacerle, pero no es un negro, ni siquiera un moro, un gitano o, ¡piénselo bien!, un catalán.
–Mírelo Usted por ese lado, si le sirve de algún consuelo… Don Totó. Imagínese a un negro de presidente del Gobierno, pidiéndole la mano de su hija para su secretario en silla de ruedas… Tómeselo con calma, Don Totó, ¿por qué me mira así?, le veo con muy mala cara, Don Totó… mejor me retiro y le dejo con sus pensamientos, muchas gracias por la hospitalidad. Riverisco, Don Totó.

–Piacere tantissimo, Don Totó, beso la mano, Don Totó, no olvide usted nuestra conversación. Mis respetos a la famiglia. Y póngame Usted a los pies de Su Signora, Don Totó.